44 — Continuación y fin de la gran asamblea. Simpatía de Ulrich por Raquel y de Raquel por Solimán.

ORGANIZACIÓN definitiva de la Acción Paralela.

Ulrich amaba aquel tipo de mujeres ambiciosas y con buena educación y que en su correcta timidez se asemejan a un arbolito de cuyas ramas caen, un buen día, los frutos sazonados y dulces a la boca del joven ocioso que se dedica a abrir los labios. —Deben ser valientes y curtidas, como las hembras de la edad de piedra, que por la noche compartían el lecho y durante el día cargaban, en las largas marchas, con las armas y muebles de sus guerreros— pensó; aunque él mismo, salvo en la época del despertar de su virilidad, nunca había peregrinado por aquellos caminos de guerra. Dando un suspiro tomó asiento; la sesión prosiguió.

Tornó a reflexionar, y entonces cayó en la cuenta de que el vestido blanco y negro de esas muchachas coincidía, en el color, con el de las monjas; era la primera vez que lo advertía, de lo cual se maravilló mucho. En aquel momento comenzó a hablar la divina Diotima, diciendo que la Acción Paralela debería culminar con una gran demostración. Esto no quiere decir que deba tener una meta caprichosa de amplia visibilidad, por patriótica que quiera ser. Dicho fin debe conmover el corazón del mundo. Y no debe tener carácter simplemente práctico, sino también poético. Debe ser piedra miliar, espejo en el que el mundo se contemple y se sonroje. No sólo eso; además debe ver reflejado su rostro como en un cuento de hadas y no lo deberá olvidar jamás. Su Señoría sugirió entonces el título de «Emperador pacífico».

Tras estas cortas premisas no es difícil apercibir que las proposiciones discutidas hasta entonces no estaban conformes con las circunstancias. Si en la primera parte de la sesión Diotima había hablado de símbolos, no se refería naturalmente a comedores de auxilio social; se trataba nada menos que de restituir la unidad humana que los intereses particulares habían arruinado. Aquí se impone la pregunta de si el tiempo presente y los pueblos de hoy son todavía capaces de formarse grandes ideas colectivas. Todo lo propuesto era estupendo, pero muy variado, lo cual demostraba su falta de fuerza unificadora.

Ulrich observaba a Arnheim mientras Diotima hablaba. Pero su mirada no se limitaba a detalles de fisonomía, sino que lo abarcaba serenamente todo. Aunque aquellos detalles —el duro cráneo fenicio de mercader de hombres, el rostro vivo, modelado con material demasiado escaso y por eso de poco relieve, la actitud serena de su figura, rematada por el arte de un sastre inglés y, en segundo lugar, allí donde el hombre sale del traje, las manos de dedos cortos— todos estos detalles suficientemente dignos de admiración. Lo que exasperaba a Ulrich era la buena disposición del conjunto. Igual seguridad inspiraban también los libros de Arnheim; el mundo recobraba el orden en cuanto Arnheim lo miraba. En Ulrich se despertó un deseo vandálico de lanzar piedras o inmundicias a aquel hombre desarrollado en la perfección y la riqueza, aquel que ponía toda su atención para seguir el desenvolvimiento del insulso debate; se lo bebía, literalmente, como un entendido, cuyo rostro expresara: no quisiera decir demasiado, ¡pero es una buena añada!

Diotima había terminado. Inmediatamente después de la pausa, una vez que todos se habían sentado, pudo advertirse en los presentes el convencimiento de que aquella segunda parte de la sesión surtiría efecto. Nadie había pensando en ello, pero todos lo esperaban a juzgar por su actitud. Diotima concluyó: —A la pregunta, pues, de si el tiempo presente y los pueblos de hoy son capaces de grandes ideas colectivas se puede y se debe añadir: y también de una fuerza redentora. En realidad, se trata de una redención; en resumen, de una acción redentora, aunque no sea fácil imaginarla. O nace de la comunidad o no nace. Por eso, si me permiten, y según lo conferenciado con el conde Leinsdorf, clausuro el acto con la siguiente proposición: Su Señoría ha advertido con razón que también los altos ministerios presentan una distribución de su mundo de acuerdo con sus principales puntos de vista; o sea, con la religión y la enseñanza, con el comercio, la industria, el derecho y demás. Mediante la formación de comisiones presididas separadamente por delegados de aquellos dicasterios y, poniendo a su lado representantes de sus correspondientes corporaciones y sectores del pueblo, se habrá creado así un organismo que contendrá ordenadas principales fuerzas del mundo, sometiéndolas a examen y perfeccionamiento. La comisión central hará el resumen definitivo y su estructura se completará con algunas comisiones especiales y subcomisiones, así como con un comité para la propaganda y otro para la recaudación de fondos, y otros semejantes. Ella se reservaba personalmente la institución de un comité intelectual en orden a ulteriores desarrollos de ideas fundamentales, naturalmente en conexión con todas las demás comisiones.

Nuevamente callaron todos, pero esta vez tranquilizados. El conde Leinsdorf, con la cabeza, repitió varias veces un signo de aprobación. Alguien, con el deseo de aclarar la cuestión, preguntó cómo había sido introducido en la Acción así proyectada el elemento genuinamente austríaco.

A responderle se levantó el general Stumm von Bordwehr; todos los demás oradores habían dirigido la palabra sentados. Sabía perfectamente —dijo— que al soldado se le había asignado en la sala del consejo una misión humilde. Si él hablaba no era para mezclarse en la crítica insuperable de las proposiciones presentadas hasta entonces, todas excelentes. Sin embargo, quería proponer, para terminar, una revisión de los siguientes puntos: la manifestación planeada debía influir en el exterior; lo que influye en el exterior es el poder del pueblo; por otra parte, la situación de la familia de los Estados europeos, como había dicho Su Señoría, era tal que una manifestación de aquel género no sería inútil; la idea de Estado era, en suma, la idea de la fuerza, como decía Treitschke: el Estado es la fuerza de mantenerse en lucha con los pueblos. Él tocaba en la conocida llaga, al recordar la no satisfactoria situación en que se encontraba, por indolencia del Parlamento, nuestra artillería y nuestra marina. Invitaba a considerar —caso de no hallar otro fin distinto del existente— si no sería oportuna la participación del pueblo en el ejército y en su armamento. Si vis pacem para bellum. La fuerza que se despliega en tiempo de paz aleja la guerra o al menos la abrevia. Él podía garantizar que semejante medida promovería también la conciliación de los pueblos y que sería una manifestación característica de ideas pacifistas.

En aquel momento en la sala ocurrió algo extraño. La mayor parte de los asistentes tuvieron al principio la impresión de que aquella alocución no se acomodaría al carácter de la reunión, pero cuando el general elevó la voz, en progresión continuamente ascendente, todos le escucharon como si oyeran el paso marcial y tranquilizador de disciplinados batallones. La primitiva sensación de «Austria por encima de Prusia» resurgió tímidamente, como si una banda militar tocase a lo lejos la marcha del Príncipe Eugenio al salir a combatir contra los turcos, o el himno «Dios salve a nuestro Emperador…». Indudablemente, si el conde Leinsdorf, que no tenía tal intención, se hubiera levantado para proponer al prusiano Arnheim la dirección de la banda militar todos hubieran creído —en el ambiguo estado de exaltación en que se encontraban— oír el himno alemán «Salve, entre los laureles de la victoria…», y nadie hubiera podido decir nada.

Al otro lado del agujero de la cerradura, dijo Raquel: —¡Ahora hablan de guerra!

El haberse retirado al final de la pausa a la antesala contigua se debía también a que Arnheim se había hecho acompañar esta vez de Solimán. El tiempo había empeorado; por eso el joven moro siguió a su señor con un abrigo. Cuando Raquel le abrió la puerta, el moro le hizo un sencillo gesto de burla, pues era un perverso berlinés, mimado en cierto sentido por las mujeres y sin el arte de aprovecharse debidamente de sus ventajas. Raquel pensó que debería hablarle en algún lenguaje moro; no se le ocurrió dirigirle una sola palabra en alemán; ante la necesidad de hacerse entender, tendió su brazo sobre la espalda del joven de dieciséis finos, le condujo a la cocina, le presentó una silla y le sirvió pasteles y bebidas. En su vida había hecho cosa semejante; así es que, cuando se levantó ella de la mesa, le palpitó el corazón como si fuera un almirez en el que se machaca azúcar.

—¿Cómo se llama usted, señorita? —preguntó Solimán en correcto alemán.

—Rachelle —respondió Raquel, y se fue corriendo. Solimán entretanto, hizo honor a los pasteles, al vino y a los bocaditos, encendió un cigarrillo y entabló conversación con la cocinera. Al volver Raquel, después de haber servido en la sala, el corazón le dio un fuerte golpe. Dijo: —Ahí dentro se van a tomar ahora medidas muy importantes.

Pero a Solimán no le hizo la más mínima impresión, y la cocinera rió.

—De eso puede derivar una guerra —añadió Raquel irritada y aquilatando al máximo la noticia del agujero de la cerradura, dijo que estaba ya a punto de desencadenarse.

Solimán escuchó. —¿Asisten también generales austríacos? —preguntó.

—Mire usted mismo —respondió Raquel—; ha venido por lo menos uno. Y se dirigieron juntos al agujero de la cerradura.

La mirada recayó primero sobre un papel blanco, luego sobre una nariz; una sombra grande pasó de largo; después se vio brillar un anillo. La vida se descomponía en claros detalles; el tapete verde se extendía como un prado; una mano blanca descansaba sin sentido en el vacío, cérea, como en un panóptico; y mirando al sesgo pudo ver brillar el fiador dorado del general. Incluso el mimado Solimán quedó impresionado Fabulosa y siniestra la vida se encrespaba, vista a través de la ilusión y de un agujero de cerradura. La posición encorvada de sus cuerpos en observación hacía zumbar la sangre en sus oídos y las voces a la otra parte de la puerta rumoreaban como en un riscal, luego resbalaron como sobre tableros enjabonados. Raquel se incorporó lentamente. Sintió alzarse el suelo bajo sus pies y el espíritu del acontecimiento la asedió, como si hubiese metido la cabeza bajo aquel paño negro de los fotógrafos o de los prestidigitadores. Después, se enderezó también Solimán y la sangre bajó temblando de sus cabezas. El pequeño negro sonrió y detrás de sus labios morados resplandeció una encía de rojo escarlata.

Mientras sonaba en la antesala como un leve soplo de trompeta entre los sobretodos de distinguidas personalidades, en el interior de la sala se hacían las últimas observaciones. Antes, Su Señoría agradeció al general aquellas palabras de tan grande interés, y advirtió que por el momento tenía que prescindir de lo accesorio y limitarse a establecer las bases de la organización. A tal propósito, fuera de la adaptación del proyecto a las exigencias mundiales y según las trayectorias de los Ministerios, era necesario tomar una resolución final que reuniera los votos unánimes de todos los presentes, en cuanto se hubiera expresado el deseo del pueblo a través de la Acción y hubiera sido presentada a Su Majestad con el humildísimo ruego de poder disponer libremente de medios aptos en orden a su ejecución material. Esta resolución tendría la ventaja de facilitar al pueblo el fijarse a sí mismo —aunque mediando la Soberana Voluntad— la meta más justa; por indicación particular de Su Señoría, se había determinado —pues si bien se trataba sólo de una cuestión de forma, se consideraba, sin embargo importante— que el pueblo no decidiese nada por sí solo y sin el segundo factor constitucional.

Los demás congregados no lo hubieran detallado tanto, pero tampoco tuvieron nada que oponer. Era natural que la sesión se cerrara con una revolución. Así como a una riña se le pone punto final con el cuchillo o una pieza musical termina con los diez dedos sobre las teclas o el bailarín su exhibición inclinándose ante su compañera, así también de ordinario las asambleas se clausuran con resoluciones. El mundo sería horroroso si sus acontecimientos desaparecieran sin ahcer ruido, sin hacer constar el relieve de su existencia.