EN la historia del mundo no se dan imprudencias, pero Diotima afirma que la verdadera Austria abarca todo el mundo.
Durante la pausa, Arnheim hizo la siguiente observación: cuanto más se extienda la organización, tanto más se multiplicarán las proposiciones. Esto sería un distintivo del desarrollo actual, construido únicamente sobre la razón. Pero precisamente por eso es un exorbitante propósito obligar a todo un pueblo a someterse a una sola voluntad, a una sola inspiración y sólo a lo esencial, lo cual es más profundo que la razón.
Ulrich respondió con la pregunta de si creía que en realidad resultaría algo de aquella Acción.
—Sin duda —repuso Arnheim—; grandes acontecimientos son siempre expresiones de una disposición de ánimo general. Ésta existía entonces y sólo el hecho de la posibilidad de semejante reunión demostraba ya su auténtica necesidad.
Pero en ello hay algo difícil de distinguir, opinó Ulrich. —Suponiendo que el compositor de la última opereta de éxito mundial fuera un intrigante y se hiciese nombrar presidente de todos los Estados del mundo, cosa no imposible dada su enorme popularidad: ¿sería esto una hendidura en la historia o una expresión de la situación espiritual?
—Es inadmisible —dijo seriamente el doctor Arnheim—; tal compositor no puede ser ni un intrigante ni un político; de otro modo no se explicaría su raro ingenio musical, y en la historia del mundo no se dan imprudencias.
—¡Cómo que no!
—¡No; en la historia del mundo, nunca!
Arnheim se puso visiblemente nervioso. No lejos de él, Diotima y el conde Leinsdorf conversaban animadamente en voz baja. Su Señoría había manifestado a su amiga su extrañeza por haber encontrado a un prusiano en aquella organización de carácter exclusivamente austríaco. A no ser por delicadeza, consideraba fuera de lugar que un extranjero tomara parte activa en la dirección de la Acción Paralela; Diotima le hizo referencia a la ventajosa y tranquilizadora impresión que causaría en el extranjero tal ausencia de intereses políticos. Pero después cambió de táctica y extendió sorprendentemente todavía más sus planes. Habló ella de la delicadeza femenina que es una garantía del sentimiento y no se preocupa de prejuicios sociales. Su Señoría debía hacer caso a aquella voz, por lo menos una vez. Arnheim era un europeo, un espíritu conocido en toda Europa; y precisamente por no ser austríaco, su participación demostraba que el espíritu, como tal, encuentra en Austria su patria, y de repente disparó la aserción de que la verdadera Austria abarcaba todo el mundo. El mundo, explicó, no se tranquilizará mientras las naciones no hayan adquirido esa unidad más alta, en la medida en que la madre patria congrega a sus linajes austríacos. Una Austria más grande, una feria mundial —dijo a Su Señoría— he ahí la idea coronadora, ausente hasta ahora en la Acción Paralela. La bella Diotima se alzaba, arrebatará y pacíficamente frente a su letrado amigo. El conde Leinsdorf no resignaba a ceder todavía, pero admiraba nuevamente el ardiente éalismo y la amplitud de miras de aquella mujer; caviló, pues, si invita a Arnheim no sería más ventajoso que responder a tantas y tan trascendentales sugerencias.
Arnheim estaba inquieto, porque se imaginaba aquella conversación sin poder influir en ella. A él y a Ulrich les rodearon curiosos, atraídos por la persona del Creso, y Ulrich dijo: —Hay miles de profesiones por los que los hombres quedan muchas veces absorbidos; allí concentran su inteligencia. Pero si se exige de ellos lo estrictamente humano, común a todos, no puede quedar más que una de estas tres cosas: la necedad, el dinero o a lo más, alguna reminiscencia de religión. —Exacto, ¡la religión! —intervino Arnheim con energía, y preguntó a Ulrich si creía él que la religión había ya desaparecido. Acentuó de tal modo la palabra religión que la tuvo que oír el conde Leinsdorf.
Entretanto, Su Señoría y Diotima debieron de estipular algún pacto, puesto que se acercó el conde, acompañado de su amiga, al grupo que discretamente se disolvió, y dirigió la palabra al doctor Arnheim.
Ulrich se quedó solo mordiéndose los labios.
Comenzó —sabe Dios por qué, para entretenerse y no sentirse tan solo— a pensar en el coche que le había conducido a aquella reunión. El conde Leinsdorf, en cuya compañía había venido, poseía, como hombre moderno, un automóvil; pero, por amar al mismo tiempo la tradición, usaba de vez en cuando una pareja de caballos bayos que conservaba juntamente con cochero y carruaje; cuando el mayordomo vino a recibir sus órdenes, Su Señoría consideró oportuno dirigirse a la sesión inaugural de la Acción Paralela tirado por dos bonitos y casi históricos animales. —Éste se llama Pepi y el otro Hans —indicó el conde Leinsdorf durante el viaje. Se veían las saltarinas ancas de las caballerías, como colinas de color castaño, y a veces la cabeza que se volvía rítmicamente a un lado, haciendo un gesto de asentimiento y echando a volar espuma de su boca. Era difícil saber lo que pretendían los caballos; la mañana era agradable y ellos corrían. Quizá el pienso y la carrera son las únicas pasiones de los caballos, si se considera que Pepi y Hans estaban castrados y no conocían el amor como exigencia positiva, sino como brisa en el velamen que cubría a veces su mundo con ligeras nubes luminosas. La pasión del pienso la saciaban en un pesebre marmóreo con exquisita avena, con heno verde, al tintineo de las anillas del al martigón; esto y el vaho caliente del establo, penetrante al olfato como alfileres punzantes de amoníaco, forzaba a decir: aquí hay caballos. La carrera era cosa distinta. A este respecto, su pobre alma está todavía pegada a la trailla; siente venir de alguna parte una orden, un movimiento determinado, y se lanza al viento y al sol. Cuando el animal está solo y tiene el espacio abierto en sus cuatro dimensiones, atraviesa por su cráneo un temblor enloquecedor; entonces se echa a correr desbocado, sin rumbo, se precipita en tina tremenda libertad, tan vacía en una dirección como en otra, hasta que, desorientado, se calma y se le hace volver tras una fuente de avena. Pepi y Hans eran caballos bien adiestrados a las bridas; trotaban golpeando con las pezuñas la soleada calle cercada de casas; las personas eran para ellos un hormigueo gris que no les causaba ni miedo ni alegría; los escaparates llamativos de las tiendas, las mujeres luciendo los más variados colores, como parcelas de prados no comestibles; los sombreros, corbatas, libros, brillantes a lo largo de la calle: un desierto. Sólo dos islas de ensueño les sugería todo aquello: las caballerizas y el trote; de cuando en cuando, Hans y Pepi se espantaban ante una sombra como si soñaran o jugaran, apretaban el timón, se dejaban refrescar nuevamente por un golpe plano de látigo y se abandonaban agradecidos a las bridas.
De improviso se incorporó el conde Leinsdorf sobre los almohadones y preguntó a Ulrich: —Señor doctor, Stallburg me ha dicho que usted intercede a favor de una persona. Ulrich, sorprendido, no se atrevió a replicar nada, por lo que Leinsdorf prosiguió: —Me parece muy bien. Lo sé todo. Creo que no se podrá hacer gran cosa, es un individuo tremendo; pero la personalidad intangible y la necesidad de indulgencia, existente en todo cristiano, se muestra a menudo en un sujeto así, y cuando se pretende emprender una gran obra uno debe acordarse, con la mayor humildad, de los desamparados. Quizá todavía se le pueda someter a un reconocimiento médico. Después de este largo discurso, sostenido entre el zarandeo del coche, se recostó otra vez sobre los almohadones y añadió: —No olvidemos, sin embargo, que ahora, en este momento, debemos consagrar todas nuestras fuerzas a un acontecimiento de trascendencia histórica.
Ulrich sentía una cierta simpatía por este ingenuo aristócrata que seguía hablando todavía con Diotima y Arnheim, y casi también algo de la conversación, en efecto, parecía estar animada; Diotima sonreía, donde Leinsdorf alargaba desconcertado los ojos para no perder palabra y Arnheim se explicaba con soltura y tranquilidad. Ulrich cogió al pelo la frase: «… inspirar ideas a la esfera del poder». A Arnheim, no lo podía, simplemente, soportar como modo de vida, por principio. Aquella combinación de espíritu, negocios, comodidad y cultura general le resultaba intolerable en sumo grado. Estaba convencido de que Arnheim había preparado todo, ya la tarde anterior, para no llegar a la asamblea la mañana siguiente ni el primero ni el último; y que, a pesar de todo, habría mirado al reloj antes de salir, sino quizá por última vez, sentóse a desayunar y al oír la relación del secretario que le entregó el correo; el tiempo que le quedaba a disposición lo había empleado en la actividad interna a la que se quería dedicar hasta el momento de salir; al abandonarse a aquel entretenimiento sabía de antemano que le llenaría él tiempo exactamente, pues lo justo y su tiempo quedaban unidos por una fuerza misteriosa, como una escultura con el espacio que ocupa o como el aúeta que lanza la jabalina y da en el blanco sin haberlo mirado. Ulrich había oído ya mucho de Arnheim y también había leído algo de él. En uno de sus libros había escrito que el hombre que se mira al espejo para ver cómo le cae el traje no es capaz de desempeñar un papel público con serenidad. Porque el espejo, creado en principio para el placer —así se manifestó— se ha vuelto un instrumento de temor, como el reloj que es un motivo para que nuestras actividades no se desplieguen según un ritmo natural.
Ulrich tuvo que distraerse para no acercarse intempestivamente al grupo vecino; sus ojos recayeron en una pequeña camarera que se deslizaba entre los grupos parlantes ofreciendo reverentemente sus refrescos. Pero la pequeña Raquel no se fijaba en él; lo había olvidado e incluso no se atrevía a presentarle su bandeja. Se dirigió a Arnheim y le ofreció las bebidas como a un dios; de buena gana le hubiera besado la mano, corta y tranquila, que alargó para tomar el vaso de limonada, sujetándolo distraído y sin beber. Pasado aquel momento culminante, Raquel se desenvolvió como una complicada máquina automática y salió corriendo de aquella histórica habitación, llena de piernas y conversación, volviendo a la antesala.