EN el último minuto antes de sonar la hora convenida, apareció el Conde Leinsdorf acompañado de Ulrich. Raquel, convertida ya en un ascua de tanto recibir huéspedes y de ayudarles a deponer sus vestidos, le reconoció en seguida y le aseguró con satisfacción que también él era eonsiderado en aquella casa, no como un hombre cualquiera, sino como una personalidad de poderosas influencias, según lo demostraba ahora el que viniera en compañía de Su Señoría. Ella revoloteó hasta la puerta que abrió solemnemente; después de haberla Cerrado, miró por el agujero de la cerradura para observar lo que sucedía. El agujero era largo; a través de él vio el mentón afeitado del gobernador, el cuello morado del prelado Niedomansky, así como el fiador de oro del general Stumm von Bordwehr. Este señor venía enviado por el Ministerio de la Guerra, aunque no le habían pasado invitación; el Ministerio había expresado, en una carta al conde Leinsdorf, su deseo de participar en «organización patriótica tan importante», a pesar de no afectarle directamente los asuntos relacionados con la iniciativa y su desenvolvimiento. Diotima se había olvidado de comunicárselo a Raquel, y así ésta se llevó un gran susto cuando abrió y le habló el general, pero por suerte no le dijo nada de particular, fuera de lo que estaba ocurriendo en la sala.
Entretanto Diotima recibió a Su Señoría sin dedicar especial atención a Ulrich ya que estaba muy ocupada con las presentaciones. Dirigiéndose al conde, Diotima presentó primero al doctor Paul Arnheim advirtiendo que, gracias a una feliz coincidencia tenía el gusto de agradecer ahora la presencia de aquel ilustre amigo de su casa y, si bien no podía él, por ser extranjero, acudir a la asamblea uniformado como los demás, ella rogaba permitieran tomarle como consejero personal; pues —y aquí introdujo una suave amenaza— las interesantes experiencias del doctor Arnheim, sus contactos culturales a escala internacional y su conocimiento de la relación de aquellos problemas con los de la economía, le servirían de ayuda incomparable; hasta entonces había tenido que hacer ella sola los informes, e incluso en el futuro no sería tan fácil sustituirla, aunque no se le escapaba la insuficiencia de sus propias fuerzas.
El conde Leinsdorf quedó sobrecogido y, por primera vez desde el comienzo de sus relaciones, se maravilló de la indiscreción de su amiga burguesa. También Arnheim se sintió molestado, como un soberano a quien no se le ha preparado debidamente su entrada triunfal; suponía que el conde Leinsdorf estaría enterado de su invitación y que la habría aprobado. Pero Diotima, colorada y testaruda, no cedió; como todas las mujeres de conciencia demasiado tranquila en las cuestiones de moral matrimonial, era capaz de mostrar una insoportable impertinencia femenina, tratándose de pundonor.
Por entonces estaba ya enamorada de Arnheim, quien la había visitado repetidas veces, pero en su inexperiencia no se hacía idea de la naturaleza de su sentimiento. Habían discutido juntos sobre los movimientos de un alma que ennoblece la carne desde la planta de los pies hasta la raíz de los pelos y que transforma las impresiones confusas de la civilización en vibraciones armónicas del espíritu. Pero aun esto era mucho y, dado que Diotima estaba acostumbrada a obrar con cautela y a mirar por no comprometerse, aquella confidencia le pareció demasiado repentina, así es que se sintió impulsada a movilizar grandes sentimientos, sencillamente grandes. ¿Y dónde pueden encontrarse más rápidamente?: allí donde todo el mundo los traslada: en el evento histórico. La Acción Paralela era para Diotima y Arnheim la isla de refugio en medio del tráfico creciente de sus almas; ellos consideraban una providencia haberse reunido en un momento tan importante, y ambos estaban perfectamente de acuerdo en que la gran empresa patriótica constituía una prodigiosa oportunidad y responsabilidad para personas de espíritu. También Arnheim lo decía, pero nunca se olvidaba de añadir que importaba en primer lugar a personas fuertes, experimentadas tanto en los asuntos administrativos como en el campo de las ideas, y que la expansión del movimiento entraba en la organización como acción supeditada. De este modo, la Acción Paralela para Diotima estaba indisolublemente ligada a Arnheim, y su primitivo vacío de ideas sobre aquella obra que tenía entre manos se había hecho exuberante. Se justificaba la esperanza de que el tesoro de sentimientos del alma austríaca fuera enriquecido y fortalecido al máximo por la disciplina prusiana y tan fuertes eran aquellas impresiones que a la correcta señora le era indiferente el atentado que ella había maquinado al invitar a Arnheim al acto inaugural. Ya era demasiado tarde para reflexionar; pero Arnheim, sospechando y contendiendo aquel embrollo, veía en él algo conciliador, por desagradable que le resultara la situación en la que le había puesto. Su Señoría estimaba demasiado a Diotima para dar a su asombro una expresión más aprensiva que aquella que le salió involuntariamente; calló a la declaración de Diotima y después de una breve y embarazosa pausa, apretó cortésmente la mano del doctor Arnheim y le dio la bienvenida con la gentileza y los halagos con que en realidad fue recibido. En cuanto a los demás a casi nadie pasó desapercibido el significado de aquella escena, causando admiración a los que le conocían; pero entre personas de educación se presupone que todo tiene algún motivo y no es señal de buena crianza el andar indagando.
Diotima consiguió apaciguarse mientras tanto; esperó un instante y declaró inaugurada la asamblea; acto seguido, rogó a Su Señoría se dignara dar a su casa el honor de aceptar la presidencia.
Su Señoría pronunció un discurso. Había dedicado días enteros a su preparación y su contenido resultó tan trabado y firme que no fue posible cambiar nada en el último momento; a duras penas logró atenuar las alusiones directas a las armas de percusión prusianas (que en el año sesenta y seis se habían adelantado solapadamente a la artillería austríaca). —Lo que nos ha reunido a todos nosotros —dijo el conde Leinsdorf— es el pensamiento unánime de que una poderosa manifestación surgida del corazón del pueblo no puede abandonarse al azar, sino que es necesario guiarla por una autoridad previsora e influyente y desde un lugar alto, con amplias perspectivas. Su Majestad, nuestro amado Emperador y señor, celebrará en el año 1918 un excepcional aniversario, el septuagésimo de su subida al trono; si Dios quiere, con el vigor y frescura que estamos acostumbrados a admirar en él. No hay duda de que esta fiesta será solemnizada por el pueblo agradecido de Austria de tal manera que demostrará simultáneamente al mundo entero, no sólo nuestro ferviente amor hacia él, sino también la solidez de la Monarquía austro-húngara, roca inamovible y baluarte inexpugnable de su Soberano. Aquí el conde Leinsdorf vaciló no sabiendo si debería o no mencionar las grietas que podían abrirse en aquella roca y amenazar su escisión con motivo de las fiestas del Imperio y de la Monarquía; no había que olvidar la resistencia de Hungría que sólo reconocía, en Francisco José, al Rey, y no al Emperador. Al principio, Su Señoría había pensado hablar de dos rocas estrechamente unidas. Pero tampoco esto expresaba con exactitud el sentimiento patriótico de su doble nacionalidad.
Este concepto de la nacionalidad austro-húngara estaba de tal manera formado que es casi inútil intentar explicarlo a quien no lo haya adquirido por propia experiencia. No estaba constituido por una parte austríaca y otra húngara que, como se podría creer, se completaban entre sí y formaban un todo, sino que lo componían un todo y una parte, o sea, el concepto del Estado húngaro y el otro concepto del Estado austro-húngaro; este último tenía su morada en Austria, mientras el concepto de nacionalidad austríaca carecía de patria. El austríaco existía sólo en Hungría, y allí, bajo la forma de aversión; en casa se llamaba a sí mismo súbdito de los reinos y países de la Monarquía austro-húngara representados en la Cámara, lo cual significaba tanto como declararse austríaco-más-un-húngaro-menos-este-húngaro, y no lo hacía por entusiasmo, sino por amor a una idea que le repugnaba, pues no podía soportar a los húngaros como tampoco los húngaros a él; así es que el asunto se complicaba más todavía. Muchos se llamaban por eso polacos, checos, eslovenos o alemanes a secas, lo cual producía ulteriores divisiones; aquellos «deplorables fenómenos de la política interior», en conocida frase del conde Leinsdorf, eran para él «la obra de elementos irresponsables, ávidos de aventuras» que en la masa del pueblo deficientemente instruida en la política no encontraban la necesaria oposición. Después de estas observaciones, cuyo motivo han dado materia a muchos libros eruditos y documentados, aparecidos posteriormente, se podrá sacar la conclusión de que ni aquí ni en sus deducciones se intenta pintar un cuadro histórico ni competir con la realidad. Bastará advertir que los misterios del dualismo (ésta es la expresión técnica) resultaban tan difíciles de dilucidar como los de la Trinidad; el proceso histórico es, en resumidas cuentas, semejante a un proceso jurídico, con cien cláusulas, anexos, conciliaciones y reservas, y sólo sobre esto se debe fijar la atención. El hombre vulgar vive y muere inconsciente de este complejo, aunque en medio de él; sin embargo, redunda en ventaja suya, porque si quisiese rendir cuentas del progreso en el que se ha trabado, de los abogados, costes y motivos, se convertiría en víctima de manía persecutoria, cualquiera que fuese su país. Comprender la realidad es cosa reservada exclusivamente al pensador histórico-político. Para él, el presente sigue a la batalla de Mohác o de Lietzen, como el asado a la sopa, conoce todo protocolo y tiene en todo momento la sensación de una necesidad fundada en normas procesales; si es, como el Conde Leinsdorf, un letrado aristócrata, pensador ilustrado en la historia de la política, cuyos abuelos paternos y maternos colaboraron en los debates preliminares, el resultado para él es claro y liso como una línea tendente.
Por eso, Su Señoría el conde Leinsdorf, había dicho antes de comenzar la asamblea: —No debemos olvidar que la magnánima resolución de Su Majestad de conceder al pueblo un cierto derecho ejecutivo en las cuestiones de su competencia es todavía demasiado reciente para que éste haya podido adquirir aquella madurez política que, en todos los aspectos, sea digna de la confianza manifestada por las altas esferas. ¿No se han de interpretar —como han hecho llenas de envidia algunas naciones extranjeras— aquellas reprobables manifestaciones que nos ha tocado presenciar como un signo de envejecimiento y de desintegración, sino más bien como una prueba de falta de madurez, es decir, de la invulnerable juventud del pueblo austríaco? Esta amonestación la quería haber repetido en la asamblea, pero se la reservó por consideración a Arnheim; se contentó con hacer una alusión al desconocimiento que mostraba el extranjero del verdadero estado de cosas en Austria, y de la exageración de ciertos fenómenos desagradables. —Si conseguimos —concluyó Su Señoría— una demostración de nuestra fuerza y consistencia unitiva, ello redundará en interés de todas las naciones, porque las buenas relaciones de parentesco dentro de la gran familia de los Estados europeos están condicionadas a la recíproca estima y respeto de la soberanía del vecino. Todavía repitió otra vez que semejante manifestación espontánea y enérgica debía alzarse de los medios populares, para lo cual era necesario que la dirección viniera de arriba; ése era el fin de aquella asamblea, trazar los caminos. Si se recuerda que, poco antes, el conde Leinsdorf no había tenido en la cabeza más que Una lista de nombres y la idea adyacente de un «año austríaco», habrá que reconocer un gran progreso, aunque Su Señoría no llegó a decir todo lo que había pensado.
A continuación de este discurso, Diotima tomó la palabra para ilustrar las intenciones del presidente. La gran Acción Patriótica, afirmó, tiene que señalar una gran meta teniendo al pueblo por iniciador, según había dicho Su Señoría: —Nosotros, los aquí reunidos, debemos, sí, fijar esa meta, pero ante todo nos debe preocupar la creación de un organismo capaz de preparar sus caminos mediante proyectos. Con estas palabras abrió la discusión.
Durante unos segundos, reinó un silencio completo. Pájaros de especie y canto diversos, encerrados en una jaula, suelen guardar silencio al principio, exactamente igual a como hicieron los reunidos en el salón de Diotima.
Por fin se levantó un profesor; Ulrich no le conocía, Su Señoría le había invitado a última hora por medio de su secretario privado. Disertó sobre los caminos de la historia. Si miramos lo que tenemos ante nosotros —dijo—: ¡una pared opaca! Si miramos a derecha e izquierda: ¡acontecimientos importantes en demasía, sin dirección ni limitación! Por ejemplo: el actual conflicto de Montenegro. Las penosas luchas sostenidas por los españoles en Marruecos. La obstrucción del Parlamento austríaco por los ucranianos. Pero si se mira hacia atrás, todo se encuentra ordenado, como por una providencia, y con su fin prefijado. De ahí que, si le era permitido hablar así: vivimos en cada momento el misterio de un gobierno milagroso. Felicitaba a los iniciadores de aquella gran idea por el propósito de abrir los ojos al pueblo y de dirigirlos hacia la Providencia; invitaba en tan importante coyuntura…, etc. Sólo aquello había querido decir. Todo se desarrolló como en la pedagogía moderna, según la cual se deja al alumno trabajar juntamente con el maestro, en vez de adelantarle los resultados establecidos.
La asamblea prestaba atención al tapete verde; también el prelado, representante del arzobispo, adoptó en aquel acto espiritual de laicos la misma cortés y paciente actitud de todos los demás consejeros ministeriales, pero sin dejar aparecer en su rostro la menor señal de aprobación cordial. Ocurría como en la calle, cuando inesperadamente se levanta Una voz para apostrofar a los transeúntes; todos, incluso aquellos que no pensaban en nada, sintieron de repente encontrarse de camino hacia la consecución de fines serios e importantes, o vieron en ello un abuso de las vías públicas. El profesor había tenido que luchar contra su propia timidez para hablar, y había pronunciado sus palabras con modestia y dificultad, como si el viento arrebatara su aliento; luego esperó por si alguno le respondía y aquella espera la expresó otra vez en su rostro, no sin dignidad.
Fue para todos una liberación el que pidiera la palabra el representante del Gobierno Civil; hizo un recuento de las instituciones y obras que en el año jubilar recibirían subvenciones del peculio privado del Soberano. Comenzó con una donación para la edificación de un santuario de peregrinaciones y con la creación de un subsidio para eclesiásticos faltos de recursos; después desfilaron las asociaciones de veteranos «Archiduque Carlos» y «Radetzky», viudas y huérfanos de guerra de la campaña del 66 y del 78, un fondo para ayudar a suboficiales jubilados, la Academia de Ciencias y demás. Esta lista no tenía nada de especial; venía a ser la acostumbrada en todas las demostraciones públicas de la generosidad del Monarca. Acabada la citación, se levantó en seguida la señora Weghuber, esposa de un industrial, dama benemérita en el sector de la beneficencia, absolutamente incapaz de concebir que pudiera existir algo más importante que sus intereses caritativos; propuso a la asamblea la fundación de un «Comedor social Francisco José», sugerencia que obtuvo aprobación. El enviado especial del Ministro de Educación y Culto hizo notar entonces que también en su dicasterio estaba en preparación una obra, en cierto modo análoga, a saber, la publicación del monumental libro «El Emperador Francisco José y su tiempo». Pero después de esta intervención se impuso otra vez el silencio y la mayor parte de los presentes se sintieron en una situación precaria.
Si se hubieran preguntado, mientras deliberaban, si efectivamente tenían noción de lo que significaba un gran acontecimiento histórico, es seguro que hubieran respondido afirmativamente, pero, situados frente a la urgente necesidad de buscar uno, sentían flaquear sus ánimos y se producía en ellos un murmullo muy natural.
En aquel peligroso momento, Diotima interrumpió la sesión introduciendo discretamente los refrescos preparados de antemano.