POCO tiempo después tuvo lugar en casa de Diotima la primera asamblea general de la Acción Patriótica.
El comedor contiguo al salón se transformó en sala de consejo. En el centro estaba la mesa, extendida al máximo y cubierta con un tapete verde. A cada puesto correspondían varios pliegos de papel barba y lapiceros de diversas clases. El aparador había sido retirado. Los ángulos de la sala habían quedado vacíos y rígidos. También las paredes aparecían despojadas, salvo un retrato de Su Majestad que había colgado Diotima, y otro de una señora de busto apretado que el señor Tuzzi había traído en sus tiempos de cónsul y que bien podría pasar por el retrato de su abuela. De buena gana hubiera puesto Diotima un crucifijo a la cabecera de la mesa, pero el jefe de sección Tuzzi se lo ridiculizó antes de irse de casa aquel día, lo cual hizo por delicadeza y deferencia a su esposa.
La Acción Paralela debía comenzar con carácter totalmente privado. No acudieron ni ministros ni altos funcionarios; tampoco representantes de la política. Todo había sido previsto: a las primeras asambleas debían acudir exclusivamente los desinteresados servidores de las ideas, el gobernador del Banco Nacional, los señores Von Holtzkopf y el barón Wisnieczky, algunas señoras de la alta aristocracia, exponentes notables del comité de beneficencia pública, representantes de las Escuelas Superiores leales al lema «capital y cultura» del conde Leinsdorf, miembros de sociedades de Arte, de la industria, de la propiedad inmobiliaria y de la wlesia. Los organismos gubernativos se hicieron representar por jóvenes funcionarios sin relieve que entonaban socialmente en aquel ambiente y disfrutaban de la confianza de sus jefes. La organización respondió a los deseos del conde Leinsdorf, quien había pensado en una manifestación que proviniera espontáneamente de los mismos medios populares, pero después de la revisión de los puntos se dieron por satisfechos con saber con quiénes tenían que habérselas.
La pequeña doncella Raquel (su nombre lo pronunciaba la señora un poco a la francesa: «Rachelle») estaba en pie desde las cinco de la macana. Había desplegado la mesa del comedor, había añadido dos mesas más de juego y las había cubierto con el tapete verde; después quitó el polvo con especial cuidado; en todo aquel trabajo tan molesto puso su más sincero entusiasmo. La tarde anterior le había dicho Diotima: —Mañana entrará nuestra casa en la historia universal, y el cuerpo entero de Raquel se había inflamado con la felicidad de poder asistir a un acontecimiento semejante, lo cual no era despreciable, pues el cuerpo de Raquel, bajo su vestidito negro, parecía tan encantador como una porcelana de Meissner.
Raquel tenía diecinueve años de edad y creía en milagros. Había nacido en un caserío desaliñado de la Galizia, en Hungría; de las puertas de la casa colgaban los símbolos de la Torá, y de las grietas del suelo salía tierra. Había sido maldecida y echada de casa. La madre la había mirado impotente y sus hermanos se habían reído de ella sarcásticamente con rostros asustados. Había pedido perdón de rodillas y la vergüenza había atenazado su corazón, pero de nada le había servido todo ello. Un joven sin conciencia la había seducido —ella no sabía ya cómo— y había tenido que dar a luz en una casa extraña para después abandonar la patria. Raquel salió a correr mundo; con las sucias cajas de madera entre las que viajaba le acompañaba la desesperación; cansada de llorar vio la capital, a la que huía instintivamente, y le pareció un telón de fuego al que deseaba arrojarse para morir. Pero por verdadero milagro aquel telón se abrió y la recibió; desde entonces, Raquel tuvo siempre la impresión de vivir dentro de una llama dorada. La suerte la había conducido a la casa de Diotima y a ésta le había parecido natural que aquella niña hubiera abandonado la casa paterna para vivir ahora con ella. Cuando, pasado algún tiempo, hubo adquirido confianza, Diotima le habló a la pequeña de las ilustres y encumbradas personas que frecuentaban la casa donde «Rachelle» tenía el honor de poder servir; y también le había confiado algunos detalles de la Acción Paralela, porque era un placer mirar a los ojos titilantes de Raquel; éstos centelleaban a cada nueva noticia y semejaban espejos de oro en que se reflejaba risueña la figura de la señora.
La pequeña Raquel había sufrido la maldición de su padre a causa de un joven sin conciencia, sin embargo era una muchacha honrada y amaba todo lo relacionado con Diotima: los suaves cabellos negros que tenía que cepillar por la mañana y por la tarde, los trajes que la ayudaba a vestir, los trabajos chinos y las tallas indias, los libros de lenguas extranjeras esparcidos por todas partes y de los que no entendía palabra; amaba también al señor Tuzzi y últimamente también al ricachón que, ya al segundo día después de su llegada a la ciudad —ella decía que al primero—, había visitado a su señora; Raquel le había contemplado en el vestíbulo con tan extático fervor como al Redentor de los cristianos al descender de su tabernáculo de oro, y lo único que la disgustaba era que él no se hubiera hecho acompañar por su negro Solimán para homenajear a su señora.
Pero hoy, ante un acontecimiento tal, estaba convencida de que la reunión también tendría reservado algo para ella y se imaginaba que esta vez vendría probablemente Solimán con su señor, como lo exigía la solemnidad del acto. Aquella esperanza no era, sin embargo, lo principal, sino únicamente la natural complicación, el nudo o la intriga que no faltaban en ninguna novela con las que Raquel se había educado. Raquel tenía permitido efectivamente leer las novelas que Diotima arrinconaba, así como también le había concedido adaptarse para sí la ropa que Diotima dejaba de usar. Raquel cosía y leía aplicadamente —ésta era su herencia judía—, pero cuando tomaba en sus manos una novela calificada por Diotima como gran obra artística, y tales eran sus libros preferidos, interpretaba naturalmente los relatos sólo como si los contemplara a gran distancia y desde un país extranjero; su desarrollo, para ella incomprensible, la entretenía e incluso la conmovía sin poder objetar nada; era esto lo que más le gustaba. Si la mandaban a la calle con recados o recibía en casa una visita distinguida, aspiraba el aire denso y excitante de la ciudad imperial, la exuberancia de espléndidos detalles en los que tomaba parte sencillamente porque disfrutaba de una situación privilegiada, no le interesaba comprenderlo mejor; su elemental instrucción judía, las sabias sentencias de su casa paterna, todo lo había olvidado de rabia; sentía además tan poca necesidad de ellas como tampoco una flor necesita de cuchara ni de tenedor para alimentarse con la savia de la tierra y del aire.
Tomó ahora todos los lapiceros juntos y, con cuidado, fue aplicando las brillantes puntas de cada uno a la pequeña máquina, fija en una esquina de la mesa; ésta cortaba tan perfectamente la madera, bajo la acción de la manivela, que al repetir el procedimiento no caía al suelo una sola viruta. Luego dejó los lapiceros nuevamente junto a las carpetas aterciopeladas, tres de distinta clase en cada puesto, y pensó que aquella máquina tan perfecta procedía del Ministerio de Asuntos Exteriores del Imperio, pues un botones la había traído la tarde anterior, junto a los lapiceros y el papel. Entretanto dieron las siete; echó una ojeada general a todos los detalles de la distribución y salió presurosa de la sala para ir a despertar a Diotima, el comienzo de la asamblea estaba anunciado para las diez y cuarto y Diotima estaba descansando todavía en la cama, desde la salida del señor Tuzzi.
Aquellas mañanas con Diotima proporcionaban un gozo especial a Raquel. La palabra amor no lo traduce; mejor es la palabra veneración, si se la toma en su más amplio sentido; según esa acepción, el honor rendido a una persona penetra a ésta y colma de tal manera su interior que su propio yo rebosa y se derrama. Raquel tenía, a causa de su aventura, una hija de año y medio; los primeros domingos de mes iba puntualmente a entregar a la mujer que la cuidaba buena parte de su salario, aprovechando la ocasión para ver a su pequeña. Pero, aunque no descuidaba los deberes de madre, consideraba a su hija sólo como un castigo, y sus sentimientos se hacían otra vez los de una muchacha cuyo casto, cuerpo no se ha abierto todavía al amor. Raquel se aproximó al lecho de Diotima; sus ojos —en actitud orante, como los de un alpinista que divisa la cumbre nevada al entrar en el primer azul, después de dejar abajo la oscuridad de la madrugada— acariciaron la espalda de su señora, antes de tocar con los dedos el color madreperla de su piel. Después gustó el suave olor de la mano, dormida sobre la colcha para dejarse besar; sabía al perfume del día anterior mezclado con el vaho del descanso de la noche; luego acercó la zapatilla al vacilante pie desnudo y acogió la mirada adormecida. El contacto sensual de aquel espléndido cuerpo de mujer no le hubiera resultado tan dulce sin el pensamiento en la significación moral de Diotima.
—¿Has colocado el sillón de brazos para Su Señoría? ¿Has puesto la campanilla de oro en su lugar? ¿Hay doce pliegos para el secretario? ¿y seis lapiceros, Raquel, seis, no tres, para el escribano? —dijo Diotima. A cada pregunta, Raquel repasó mentalmente todo lo que había hecho contando con los dedos y estremeciéndose de orgullo, como si estuviera poniendo en juego su vida. La señora se echó una bata sobre los hombros y se dirigió a la sala de la reunión. El sistema que empleaba en la educación de su «Rachelle» consistía en recordarle continuamente, a cada acción u omisión, que no debía trabajar con miras exclusivamente personales, sino pensando en la transcendencia que podía tener en la comunidad. Si Raquel rompía un vaso, «Rachelle» recibía la advertencia de que, siendo el daño en sí insignificante, aquel cristal transparente era un símbolo de las pequeñas obligaciones cotidianas, casi imperceptibles a nuestra mirada acostumbrada a fijarse en cosas más valiosas, pero no por eso menos dignas de especial cuidado; y a Raquel, al escuchar la afable amonestación, se le saltaban las lágrimas de arrepentimiento y felicidad mientras recogía los cascos. Las cocineras, de las que Diotima exigía responsabilidad y reconocimiento de las faltas cometidas, se habían sucedido varias veces desde que Raquel prestaba en aquella casa sus servicios; pero Raquel amaba con todo el corazón aquellas magníficas frases, así como amaba al Emperador, los entierros y las velas encendidas en la mística oscuridad de las iglesias católicas. A veces mentía por evitar un contratiempo, pero después se consideraba muy ruin; quizá veía bien las pequeñas mentiras porque así comparaba su propia picardía con la de Diotima; sin embargo, se las permitía sólo cuando esperaba poder transformarlas rápidamente en verdades.
Cuando una persona admira a otra en todos y en cada uno de sus atributos y actuaciones llega a desasirse de su propio cuerpo y a enajenarse en el cuerpo del otro, como un pequeño meteorito en el sol. Diotima no encontró nada que corregir; dio, pues, a su muchacha una palmadita cariñosa en la espalda y las dos se dirigieron al cuarto de baño comenzando en seguida el aseo para el gran día. Raquel mezcló el agua caliente; Diotima le dejó luego su cuerpo para que lo jabonara, frotara y secara como si fuera el suyo, y Raquel halló en su servicio más placer que si se lo hubiera hecho a sí misma. Su propio cuerpo le parecía despreciable e indigno de confianza, ni siquiera pensaba en él; cuando tocaba el cuerpo henchido y estatuario de su señora, ella se sentía como un pobre recluta de aldea alistado en un imponente regimiento. Así se armó Diotima para la gran asamblea.