NO es difícil describir, en sus rasgos fundamentales, a un hombre de treinta y dos años como Ulrich, aunque él sólo sepa de sí mismo que está situado en un punto equidistante de todos los atributos y que todos ellos, se los haya apropiado o no, le son de un modo extraño indiferentes. A la movilidad moral, que presupone una gran variedad de tendencias, hay que añadir en él una cierta agresividad. Es de temperamento viril. No es sensiblero para los demás y se mezcla poco en asuntos ajenos, a excepción de lo que necesita para conocerlos en orden a sus propios fines. No respeta derechos, a menos que respete a aquel que los posee, y esto se da rara vez. Con tiempo se ha desarrollado en él una determinada tendencia a la negación, una dúctil dialéctica del sentimiento que le induce a descubrir defectos en cosas aceptadas por todos como buenas, a defender cosas prohibidas y a rechazar deberes con la indignación que nace de la voluntad de crearse las propias obligaciones. A pesar de esa voluntad y contando con algunas excepciones, abandona la dirección moral a su dignidad de caballero, que en la sociedad burguesa guía más o menos a todos los hombres mientras viven en condiciones organizadas; de este modo lleva, con la soberbia, desconsideración y descuido de un hombre de vocación, la vida de otro hombre que hace de sus inclinaciones y cualidades un uso más o menos común, útil y social. Estaba acostumbrado a considerarse, por instinto natural y sin vanidad, como un instrumento de no poca utilidad al que le había llegado la hora; y entonces precisamente, en aquel año iniciado de búsqueda incesante, después de haberse dado cuenta de la falta de rumbo de su vida, tuvo la impresión de ponerse en camino, y no se preocupó demasiado de su proyecto. No es fácil discernir en semejante naturaleza la pasión dominante; predisposición y circunstancias le han dado formas ambiguas, su destino no ha sido forzado por ninguna presión violenta; lo principal es que todavía, para decidirse, le falta algo que desconoce. Ulrich es un hombre obligado a vivir en contraposición consigo mismo, aunque aparentemente se desenvuelve libre de coacción.
La comparación del mundo con un laboratorio había despertado en él una vieja idea. Antes se había figurado la vida, cuando le había dado por ahí, como un taller de experimentación donde se prueban los mejores sistemas de hacerse hombre y donde se deben descubrir otros nuevos. Asunto diverso era el hecho de que el trabajo de laboratorio iba algo a la deriva y desprovisto de directores y teóricos. Se podía afirmar justamente que él mismo tenía que hacer como de príncipe y señor del espíritu. ¿Y quién no? Es natural que el espíritu sea considerado como el ser supremo, dominador de todos los demás. Es materia de enseñanza. Quien puede se adorna de espíritu, se embellece. El espíritu es, en combinación con algo, lo más dilatado que existe. El espíritu de fidelidad, el espíritu del amor, un espíritu viril, un espíritu cultivado, el espíritu más grande de nuestros días, debemos tener alerta el espíritu frente a esta o aquella causa, queremos obrar según el espíritu de nuestro movimiento; ¡qué convincente e inofensivo suena esto hasta en sus ínfimas graduaciones! Todo lo demás, el crimen cotidiano o la avidez de lucro, aparece a su lado como algo inconfesable, como la suciedad que aleja Dios de las uñas de sus pies.
Pero si el espíritu está solo, como un sustantivo desnudo, calvo como un fantasma al que se quisiera prestar una sábana, ¿qué pasa entonces? Uno puede leer a los poetas, estudiar a los filósofos, comprar cuadros y conversar por la noche: ¿es espíritu aquello que se conquista? Supongamos que se conquista: ¿se toma entonces posesión de él? ¡Este espíritu está íntimamente ligado a la forma casual en la que se presenta…! Pasa a través del hombre con deseos de adoptarlo y sólo deja detrás de él un pequeño estremecimiento. ¿Qué hacer de todo este espíritu? Se reproduce sobre masas de papel, de piedra, de lienzo, en medidas enormes, se hace uso y se goza de él consumiendo continuamente cantidades gigantescas de energía nerviosa; pero ¿qué es de él entonces? ¿Desaparece como una quimera? ¿Se descompone en moléculas? ¿Se sustrae a la ley terrena de la conservación? Entre las partículas de polvo que descienden dentro de nosotros y lentamente se posan, y entre todo aquel dispendio no hay proporción. ¿Dónde está, adónde va, qué es? Quizá, si se supiera más de él, se haría un silencio angustioso en torno al sustantivo «espíritu».
Había llegado la tarde; casas como dislocadas de su sitio, asfalto, raíles formaban la concha fría de la ciudad. La concha madre, llena de agitación humana, infantil, alegre e iracunda. Donde una gota comienza como gotita, chispea y chisporrotea; comienza con una pequeña explosión, las paredes la absorben y la refrescan, se hace más suave, más inmóvil, cuelga tiernamente de la concha madre y al fin se solidifica allí en un granito compacto. —¿Por qué no me he hecho peregrino? —pensó de repente Ulrich. Veía delante de sí una vida pura, sin compromiso, fresca y consuntiva, como aire limpio; el que no quiere dar su sí a la vida debería, por lo menos, pronunciar el no de los santos; todavía era imposible pensar sobre ello en serio. Tampoco podía dedicarse a la aventura, si bien es ésta una profesión que transforma la vida en una especie de noviazgo indefinido y sus miembros, así como su ánimo, sienten este placer. No había podido hacerse poeta, ni ser uno de los desengañados que sólo creen en el dinero y en la violencia, aunque tengan cualidades para todo. Olvidó su edad, se imaginó tener veinte años; a pesar de todo, estaba íntimamente convencido de que no llegaría a ser nada de aquello; todo le atraía algo, pero una fuerza mayor le impedía alcanzarlo. ¿Por qué vivía oscuro e indeciso? Sin duda, se decía a sí mismo, lo que le con-finaba en una forma de existencia retirada y anónima no era más que el impulso coactivo hacia aquella asociación y disociación del mundo, el cual, expresado en un término con el que no gusta encontrarse a solas se llama espíritu. Ulrich, sin saber por qué, se puso triste y pensó: —No me amo a mí mismo. Sintió palpitar su corazón en el cuerpo congelado y petrificado de la ciudad. Había dentro de él algo que no quería parar en ningún sitio, había andado a tientas a lo largo de los muros del mundo pensando que todavía habría millones de otros muros, aquella ridícula gota del yo que se iba enfriando poco a poco y no quería entre su fuego, el minúsculo núcleo ardiente.
El espíritu ha experimentado que la hermosura le hace a uno bueno, malo, tonto o seductor. Descuartiza a una oveja o a un penitente y encuentra en ambos humildad y paciencia. Examina una sustancia y reconoce que, en grandes dosis, es un veneno; en pequeñas, un estimulante. Sabe que la membrana de los labios es afín a la de los intestinos y que la humildad de estos labios es también afín a la humildad de todo lo santo. El espíritu deshace, revuelve y cohesiona nuevamente. Bueno y malo, arriba y abajo, son para él conceptos de escéptica relatividad, pero miembros de una función, valores dependientes del conjunto en el que se encuentran. Ha deducido de los siglos que los vicios pueden transformarle en virtudes y las virtudes en vicios y considera una ineptitud que uno no consiga en el curso de su vida hacer de un criminal un hombre de provecho. No reconoce prohibición ni licitud, pues todo puede tener una propiedad por la que un día entre a rodar en un gran engranaje nuevo. Sin darse a conocer, odia a muerte todo lo que aparenta ser inamovible, los grandes ideales y las leyes y su pequeña impronta petrificada, el carácter pacífico. No considera nada firme, ningún yo, ningún orden. Debido a que pueden cambiar cualquier día nuestros conocimientos, no cree en ataduras y para él todo posee el valor que solamente dura hasta el siguiente acto de creación, como un rostro al que se habla y que cambia a cada palabra.
El espíritu es así el gran creador de alternativas, del «según y conforme», pero no se deja prender en ninguna parte y casi se podría creer que de sus efectos no queda sino destrucción. Cada progreso es una ganancia en el individuo y una separación en el conjunto; es un aumento de potencia que termina en un aumento de impotencia; ya nada se puede hacer en contra. Ulrich pensó en aquel cuerpo de hechos y de descubrimientos que crecía a cada hora y desde el cual tiene que mirar el espíritu hacia fuera, cuando quiere contemplar detenidamente un objeto. Este cuerpo crece más que el interior. Innumerables interpretaciones y opiniones, pensamientos ordenadores de todas las zonas y de todos los lempos, de todas las formas de cerebros sanos y enfermos, despiertos y soñadores, le atraviesan como miles de nervios sensitivos, pero falta el centro convergente de unión. El hombre siente cercano el peligro de seguir la suerte de aquellos mastodontes prehistóricos que fueron víctimas de su propia grandeza; pero no puede desistir. Nuevamente se acordó de otra idea dudosa en la que había creído mucho tiempo y que todavía no se había borrado de su memoria; era que el mundo debería estar regido por un senado de sabios y progresistas. Es natural pensar que el hombre que, cuando está enfermo, acude a médicos especialistas y no a pastores de ovejas, no tiene motivos para acudir, estando sano, a charlatanes semejantes a pastores, como sucede en todos los asuntos públicos; jóvenes, a quienes preocupa el contenido esencial de la vida, al principio juzgan secundario todo lo del mundo que no es verdadero, ni bueno, ni hermoso, o sea, un oficio de finanzas, por ejemplo, o un debate parlamentario; al menos entonces eran así; hoy día deben ser de otra manera, gracias a la educación política y económica. Pero también entonces, al hacerse más viejos y después de haber frecuentado mucho el ahumadero del espíritu donde el mundo acecina el tocino del negocio, se aprendía a adaptarse a la realidad y el estado definitivo de un hombre espiritualmente instruido era poco más o menos la limitación, la «especialidad» unida al convencimiento de que todo debía cambiar; sin embargo, era inútil reflexionar sobre ello. Algo parecido es el equilibrio interno de los hombres de trabajo intelectual. Ulrich resumió de una vez todo, de un modo raro, en la pregunta de si, a fin de cuentas, dado que existen siempre tipos inteligentes, no habrá casos en los que la inteligencia no es inteligente.
Casi se echó a reír. Él mismo era uno de aquellos abnegados. Pero la ambición frustrada, todavía viva, le partió en dos, como con una espada. Existían ahora dos Ulrichs. El uno se miraba sonriente y pensaba: —En cierta ocasión quise representar un papel entre bastidores. Un día desperté, no dulcemente como en la cuna de la madre, sino con la dura convicción de tener que dar un mensaje. Me sugirieron palabras, y tuve la impresión de que no eran de mi competencia. Me sentí lleno de esperanzas y de propósitos en el proscenio como de un miedo parpadeante. Entretanto giró el suelo, sin que yo lo notara, di unos pasos adelante en mi camino y ahora estoy quizá próximo a la salida. Dentro de poco estaré ya fuera y de mi papel habré dicho quizá: —«Los caballos están enjaezados». ¡Ojalá os lleve a todos el diablo! Pero mientras el uno atravesaba sonriente la tarde ligera con estos pensamientos, apretaba el otro puño, inflamado de ira y de dolor; él era el menos visible y trataba de encontrar una fórmula de exorcismo, un pretexto posible, el verdadero espíritu del espíritu, el trozo que falta, aunque pequeño, para cerrar el cerco roto. Este segundo Ulrich no encontró palabras a su gusto, palabras saltan como los monos de un árbol a otro, pero en lugares puros donde se echa raíces se carece de intermediarios solícitos. El suelo se escurría bajo sus pies. Apenas podía abrir los ojos. ¿Puede un sentimiento enfurecerse como una tempestad y no ser un sentimiento tempestuoso? Cuando se habla de una tempestad del sentimiento se entiende una de aquellas que hacen gemir la corteza del hombre y volar las jamas de la persona hasta desgajarse. Ésta era una tempestad en una superficie completamente tranquila. Casi sólo un estado de conversión, de inversión; ningún gesto se inmutaba, pero dentro parecía que todos los átomos se revolvían. Los sentidos de Ulrich mantenían la serenidad; sin embargo, sus ojos ya no miraban como antes a aquellos con los que se apzaban, ni su oído recibía igualmente los sonidos. No era del caso afirmar que sus percepciones se habían hecho más claras, ni más profundas, ni más blandas, ni más naturales o innaturales. Ulrich no podía decir nada, pero en aquel momento pensaba en la extraña experiencia del «espíritu», como en una querida que le hubiese engañado vilmente sin que por eso le impidiera seguir amándola; esto le ponía en contacto con todo lo que le salía al encuentro. Cuando uno ama, todo es amor, aunque vaya unido al dolor y al aborrecimiento. La ramita del árbol y el cristal pálido de la ventana, a la luz de la tarde, se convertían en una experiencia sumergida en su propio ser, difícil de expresar con palabras. Las cosas no parecían hechas de madera y piedra, sino de una moralidad grandiosa e infinitamente delicada que, en el momento del contacto con él, le producía una profunda conmoción moral.
Duró lo que una sonrisa; Ulrich estaba pensando: —Ahora quiero Permanecer aquí, que es a donde me ha conducido, cuando la suerte quiso que aquella tensión desapareciera impulsada por un obstáculo.
Lo que allí sucedió había derivado en realidad de un mundo completamente dispar de aquel en el que Ulrich había sentido el árbol y la Piedra como continuaciones sensibles de su propio cuerpo.
Un periódico proletario —en expresión del conde Leinsdorf— había lanzado un esputo destructivo sobre la gran idea sosteniendo que era sólo un artificio sensacional de las clases dominantes, tras la sensación del último crimen sexual; un buen obrero, que había bebido un poco más de la cuenta, se sintió por ello estimulado. El trabajador había rozado a dos ciudadanos satisfechos de sus negociaciones, los cuales, sabiendo que a cada uno le está permitido manifestar su propia opinión, declararon en alta voz su conformidad con la Acción Patriótica, sobre la que acababan de leer en el periódico. Surgió la controversia; la proximidad de un guardia animó a los bien intencionados e irritó al agresor; la contienda fue tomando formas cada vez más violentas. El guardia le observó, al principio, de reojo, después de frente, y al final se le acercó; se le quedó mirando amenazador, como un brazo, con botones y otros metales, de la férrea palanca del Estado. El vivir ahora en un Estado bien ordenado es algo tétrico; no se puede salir a la calle ni beber un vaso de agua o subir al tranvía sin tocar algunos resortes de un aparato gigantesco de leyes y relaciones, sin ponerlos en movimiento o sin dejarse mantener por ellos en la paz de su propia existencia; se conocen pocos de los que penetran profundamente en el interior, y éstos se pierden, por su otra parte, en las redes de las que todavía nadie ha conseguido librarse; por eso se niega que existan, así como el ciudadano niega que exista el aire y lo considera como un vacío; pero por lo visto, todas las cosas cuya existencia se niega —las cosas incoloras, inodoras, insípidas, imponderables y amorales, como el agua, el aire, el espacio, el dinero y el pasar del tiempo— son en verdad las más importantes y como un espectro de la vida; a veces sobrecoge a los hombres un pánico, como en un sueño involuntario; una tempestad de movimientos les conduce al paroxismo, como a un animal metido en la red de un mecanismo incomprensible. Impresión semejante causaron en el obrero los botones del guardia; inmediatamente, el agente estatal procedió a su detención por haberle faltado al respeto.
La detención no se llevó a cabo sin resistencia que vencer y sin repetidas reconvenciones de haber manifestado una ideología subversiva. El alboroto producido halagó al borracho que, a su vez, reveló su aversión contra sus semejantes, hasta entonces secreta. Se desencadenó una lucha apasionada para salvar su prestigio. Un elevado sentimiento de su mismo yo se opuso a otro desagradable, como si no estuviera seguro en su piel. Tampoco el mundo estaba seguro bajo sus pies; era como una niebla que cambiaba continuamente de forma. Las casas parecían inclinarse fuera de lugar; las personas eran como gotas hermanas, hirvientes, ridiculas. —Yo he sido llamado a poner orden entre todos éstos —creía el extraordinario borracho. Toda la escena titilaba a su mirada, parte de ella le parecía clara, pero los muros giraban de nuevo. Los ojos se le salían de sus órbitas como antenas y las plantas de sus pies sujetaban el suelo. Su boca despedía un vaho denso; las palabras salían de su interior no se sabía cómo habían podido entrar; probablemente eran insultos. Resultaba difícil distinguirlas. Dentro y fuera se confundían las unas con las otras. La ira no era interior, sino sólo una excitación de los receptáculos corporales de la furia; el rostro del guardia se acercó tanto a su puño cerrado que al final sangró.
Pero también el guardia se había triplicado entretanto; juntamente con los diligentes policías, habían acudido también otras personas; el borracho se había echado al suelo y no se dejaba agarrar. Entonces cometió Ulrich una imprudencia. Había oído en medio del vocerío una ofensa a Su Majestad y ahora se daba cuenta de que aquel hombre no era capaz de ofender a nadie y que lo mejor que se podía hacer con él era llevarlo a dormir. Ulrich no había dado mucha importancia a aquella frase, pero la había dicho. Al sentirse el hombre aludido por las palabras de Ulrich, comenzó a decir a gritos que tanto él como Su Majestad ¡se podían ir…! Entonces un agente de seguridad, atribuyendo evidentemente la culpa de la reincidencia a la intromisión de Ulrich, le ordenó brusco que no se metiera donde nadie le llamaba. Ulrich estaba acostumbrado a considerar al Estado como un hotel donde todos tienen derecho a exigir cortesía; por eso protestó contra el tono brusco en que el guardia le había respondido; viendo, pues, los policías que sólo el borracho no justificaba la presencia de tres agentes, prendieron también a Ulrich.
La mano de un hombre en uniforme le sujetó por el brazo. Su brazo era mucho más fuerte que el apretón injurioso, pero no podía hacer violencia si no quería envolverse en una lucha de boxeo con los agentes armados, de modo que al final no le quedó más remedio que mostrarse dócil e intentar conseguir que le dejara libre por propia iniciativa. El cuerpo de guardia estaba en el edificio de Comisaría, y Ulrich, al fijarse en las paredes y en el pavimento, creyó encontrarse en un cuartel; en él reinaba la misma lucha entre la suciedad, continuamente introducida y los bastos artículos de limpieza. Lo siguiente que vio fue el símbolo entronizado de la autoridad civil, dos mesas de escritorio —en realidad cajones— con una balaustrada donde faltaban algunas columnitas, tapizadas con tapetes llenos de rasgones y quemaduras, de pies cortos y cilindricos, barnizadas en tiempo del emperador Fernando con laca de color bazo, de la cual quedaban todavía algunos restos sobre la madera La tercera sensación notable que le causó la sala fue la de tener que esperar sin decir nada. Su guardia, después de haber expuesto el motivo de la detención, permaneció junto a él escoltándole como una columna. Ulrich intentó inmediatamente dar alguna explicación; el sargento y jefe de aquella plaza alzó un ojo del pliego en el que había comenzado a escribir al sentir que entraban, examinó a Ulrich, bajó otra vez la mirada y prosiguió escribiendo sin pronunciar palabra. A Ulrich se le hacía aquello infinito. Después, el sargento de servicio dejó el pliego, cogió un libro del estante, hizo alguna anotación, la espolvoreó con un poquito de arena, volvió el libro a su sitio, tomó otro, anotó, espolvoreó, sacó de un montón de papeles otro pliego y continuó en él su actividad. A Ulrich le parecía aquella espera una segunda eternidad; mientras las constelaciones seguían girando normalmente en sus órbitas, él se ausentaba del mundo.
En la oficina había una puerta abierta que daba a un corredor con acceso a las celdas de seguridad. Allí metieron en seguida al protegido de Ulrich y, puesto que ya no se le oía, era de suponer que la borrachera le había concedido un bendito sueño; pero además se barruntaban otros acontecimientos. El pasillo de las celdas debía de tener una segunda entrada; Ulrich oía continuamente pasos que iban y venían, el golpear de puertas, voces ahogadas y de repente, al ser introducido otro hombre, alguien gritó, según Ulrich, en un tono de desesperación suplicante: —Si le queda a usted todavía una chispa de compasión, ¡déjeme libre! Las palabras zozobraron, sonaron extrañas, inoportunas, casi ridiculas, ¡semejante invocación a un funcionario! ¡A quién se le ocurre exigir sentimientos de quien tiene que desempeñar su misión con exclusiva objetividad! El sargento levantó por un momento la cabeza, pero sin abandonar sus papeles. Ulrich oyó el ruidoso pataleo de muchos pies cuyos cuerpos arrastraban probablemente otro cuerpo rebelde. Se sintió el tropezar de dos pies, como tras de un empellón. Entonces se cerró violentamente una puerta y se disparó un cerrojo; el hombre uniformado del escritorio inclinó de nuevo la cabeza y en el aire se suspendió el silencio de un punto colocado al final de una frase.
Pero Ulrich creyó estar equivocado partiendo del supuesto de que no había sido creado para el cosmos policíaco, porque el sargento, al levantar otra vez la cabeza, le miró de hito en hito; las últimas líneas recién escritas permanecieron húmedas y resplandecientes; la causa de Ulrich ya introducida desde hacía tiempo. ¿Nombre? ¿Edad? ¿Profesión? ¿Dirección?… Ulrich fue interrogado.
Le parecía estar metido en el engranaje de una máquina que le descomponía en trozos impersonales, antes de que se pudiera hablar de culpabilidad o de inocencia. Su nombre, aquellas dos palabras, las más pobres de imaginación, pero las más ricas en sentimiento, no dijeron allí nada. Sus trabajos, que en el mundo científico, un mundo de solidez y rédito, le habían procurado honor y fama, en aquel momento no contaban para nada; ni una sola vez le preguntaron por ellos. Su rostro rebeló sus señas personales; tenía la impresión de no haber pensado nunca hasta entonces que sus ojos eran grises, de uno de los cuatro tipos existentes y oficialmente registrados en millones de ejemplares; sus cabellos „eran rubios, alta su figura, su rostro ovalado y, por lo demás, no tenía características especiales, aunque él se reservaba otra opinión. Según Ulrich, era esbelto, ancho de espaldas, su caja toráxica poseía la forma de una vela hinchada en el mástil de un barco y las articulaciones de su cuerpo accionaban los músculos como pequeñas palancas de acero cuando se irritaba, reñía o estrechaba a Bonadea en sus brazos; por el contrario, era delgado, tierno, oscuro y blando, como una medusa nadando en el agua cuando leía un libro que le conmovía o cuando le rozaba la brisa del amor errante, el cual nunca habría creído que tuviera lugar en el mundo. En aquel momento le interesó precisamente el desencadenamiento estadístico de la persona; y el sistema de medida y descripción que le habían aplicado los organismos policíacos, le entusiasmó como una poesía de amor compuesta por el diablo. Lo más maravilloso de todo el procedimiento fue que la policía no sólo podía despedazar a un hombre de modo que no quedara nada de él, sino que con aquellas piezas insignificantes lo reconstruyeron inconfundiblemente y en ellos se le podía reconocer. Para desarrollar todo este proceso se necesita algo imponderable que la policía llama sospecha.
Ulrich comprendió de una vez que sólo sirviéndose de la más fría prudencia podría salir de aquel enredo en que le había metido su insensatez. El interrogatorio continuó. Se imaginó el efecto que podría producir su respuesta si, al preguntarle por su domicilio, les dijera: mi casa es la de una persona que me es extraña. O si a la otra pregunta sobre su acción les respondiera que hacía siempre lo contrario de lo que le importaba. Pero externamente contestó con docilidad y dio calle y número de su vivienda, y trató de justificar de algún modo su conducta. La autoridad interna del espíritu era por desgracia impotente frente a la autoridad externa del sargento. Al fin echó mano de la última tabla de salvación. Preguntado por su oficio, respondió: «privado» —intelectual privado no debía haber dicho jamás—; al pronunciar aquel vocablo, sintió descansar sobre sí una mirada que hubiera sido igual si se le hubiera ocurrido decir «vagabundo»; pero cuando se trató de tomar los datos de filiación al declarar Ulrich que su padre era miembro del Senado, la mirada fue otra. Siguió siendo desconfiada, pero Ulrich vio en ella algo que le produjo una sensación semejante a la de un hombre que, abatido por las olas del mar, toca al fin con el dedo gordo del pie terreno firme. Con viva presencia de ánimo, se decidió a aprovechar la ocasión. Atenuó todo aquello que antes había admitido, contrapuso a la autoridad de los agentes juramentados la enérgica demanda de ser interrogado por el comisario en persona y, al no obtener más respuesta que una sonrisa, afirmó —con afortunada naturalidad, como de paso y dispuesto a retirar enseguida su propuesta, caso de querer el sargento hacer uso de ella para hacerle caer en la trampa de más interrogatorios— que era amigo del conde Leinsdorf y secretario de la gran Acción Patriótica, anunciada ya en los periódicos. Pudo notar en aquel instante que aquello había dejado pensativo al sargento y que éste empezaba a atenderle con una consideración que hasta entonces no había mostrado; y perseveró en su ventaja. Como consecuencia, el jefe le miró ahora disgustado no queriendo asumir la responsabilidad de apresarle ni de darle libertad; dado que ninguno de sus superiores estaba a aquella hora presente en la oficina, se le ocurrió una solución que demostró al sencillo sargento cómo había aprendido algo de los sistemas con que los oficiales improvisados solían despachar los expedientes desagradables. Se dio aire de importancia y manifestó sus serias sospechas de que Ulrich no sólo podría ser culpable de una ofensa a la autoridad y de haber impedido la intervención oficial, sino que, teniendo en cuenta la clase social a la que pertenecía, según él afirmaba, podía también hacerse sospechoso de maquinación política; por eso, debería resignarse a ser transmitido al departamento político de la dirección de Policía.
Pocos minutos después, partía Ulrich en plena noche, en un automóvil, escoltado por un vigilante de paisano poco dispuesto a la conversación. Llegados ante el edificio de la dirección de Seguridad, el detenido vio las ventanas del primer piso solemnemente iluminadas; el jefe superior había convocado a aquella hora tardía una reunión importante; la fachada no parecía de acero oscuro, sino más bien la de un Ministerio; Ulrich respiró un aire más familiar. Notó también que el policía de guardia reconocía el absurdo que el agente había cometido con su denuncia; por otra parte, éste consideraba fuera de propósito dejar escapar de las redes de la lusticia a un hombre que había tenido el descuido de caer en ellas. También el funcionario de la dirección llevaba en rostro una máquina blindada; declaró al prisionero que su imprudencia difícilmente permitiría responsabilizarse de su liberación. Ulrich había repetido ya dos veces todo lo que tan favorablemente había influido en el sargento, pero ante el funcionario superior no sirvieron de nada; Ulrich estaba ya a punto de darse por vencido cuando el rostro de su juez se transformó de improviso adoptando una extraña expresión, casi de júbilo. Examinó detenidamente una vez más la denuncia, se hizo repetir el nombre entero de Ulrich, constató su dirección y le rogó cortésmente esperara un momento mientras abandonaba la habitación. Pasaron unos diez minutos hasta que volvió como un hombre que se ha acordado de repente de algo agradable y pidió al detenido que por favor le siguiera. Junto a la puerta de una de las dependencias iluminadas del piso superior, le dijo simplemente: —El director general de Policía desea hablar directamente con usted; acto seguido, Ulrich se entrevistaba con un señor de patillas bien cuidadas, venido de la sala contigua donde tenía lugar la asamblea; entonces le reconoció. Ulrich pretendió esclarecerle los motivos de su presencia y censurar finamente el error del revisor, pero el director se le adelantó y le saludó diciéndole: —Una equivocación, claro doctor; el señor comisario me ha explicado ya todo. No obstante, tenemos que imponerle un pequeño castigo, pues… Al dirigirle estas palabras, le miró malicioso (si cabe aplicar el epíteto de malicioso al más alto funcionario de Policía), como si le invitara a adivinar un acertijo.
Pero Ulrich no lo adivinó.
—¡Su Señoría! —sugirió el director.
—Su Señoría el conde Leinsdorf —añadió— hace unas horas que ha pedido con gran interés información sobre usted.
Ulrich comprendió sólo la mitad. —Usted no está registrado en el libro de direcciones, señor doctor —comentó reprochando con sorna, como si sólo aquél fuera el delito de Ulrich.
Ulrich se inclinó sonriendo con corrección.
—Supongo que usted tendrá que visitar mañana a Su Señoría por asuntos de gran interés público; en consecuencia, yo no se lo puedo impedir con un arresto. Así terminó su broma el señor de la cara blindada.
Es de presumir que el director general hubiera desaprobado el arresto también en cualquier otro caso y que el comisario —que justamente se acordaba de las circunstancias que habían hecho aparecer, pocas horas antes, el nombre de Ulrich por primera vez en aquella casa— hubiera descrito al director lo sucedido tal y como convenía que el director lo viera, sin que nadie pudiera intervenir arbitrariamente en el desarrollo del asunto. Su Señoría, desde luego, no supo jamás cómo había ocurrido. Ulrich se sintió con la obligación de ir a ofrecerle sus servicios al día siguiente de aquella «ofensa a Su Majestad» y fue en aquella visita cuando recibió el nombramiento de secretario honorífico de la gran Acción Patriótica. Si hubiera llegado a conocer la historia, el conde Leinsdorf no hubiera podido hacer otra cosa que atribuirla a un milagro.