38 — Clarisse y sus demonios

EN el momento de llegar la carta de Ulrich, Walter y Clarisse se encontraban al piano, tocando con una violencia tal que los artísticos muebles de débiles patas bailaban, y los grabados de Dante Gabriel Rosetti temblaban en las paredes. El viejo cartero halló todas las puertas abiertas; entró en la sala y quedó allí, sobrecogido de estupor ante aquellos rayos y truenos; el sagrado estrépito le adosó a la pared como a la estatua de un santo. Fue Clarisse la que, finalmente, descargó en dos profundos acordes aquella excitación musical, que apremiaba a más, y lo liberó. Mientras leía la carta, las manos interrumpidas de Walter prosiguieron derramando efluvios; una melodía caminaba majestuosa, como una cigüeña, y remontaba el vuelo. Clarisse escuchaba con indiferencia, al mismo tiempo que descifraba la letra de Ulrich.

Cuando Clarisse le comunicó la visita del amigo, Walter exclamó: —¡Lástima!

Ella se sentó otra vez junto a él en el pequeño taburete giratorio y una sonrisa, que a Walter le pareció de algún modo cruel, se dibujó en sus labios abriéndolos sensualmente. En aquel instante, los pianistas retuvieron la sangre para poder lanzarla al mismo ritmo, sostuvieron los ejes de los ojos como cuatro obeliscos enderezados en la cabeza, mientras mantenían tirante el asiento, inseguro sobre el largo cuello del tornillo de madera.

Algo después, Clarisse y Walter reemprendían la marcha como dos locomotoras, la una junto a la otra. La pieza que interpretaban volaba ante sus ojos como raíles relampagueantes, desaparecía en la máquina atronadora y quedaba detrás de ellos, como un paisaje sonoro que se hacía presente de un modo maravilloso. A lo largo de aquel paisaje vertiginoso, los sentidos de ambos se fundieron en uno; oído, sangre, músculos, se suspendieron en un éxtasis común a los dos; paredes luminosas, trepidantes, sinuosas de sonidos, conducían sus cuerpos por la misma vía, los curvaban juntos, ensanchaban y oprimían sus pechos en un único aliento. En fracciones de segundo estremecían simultáneamente a Walter y Clarisse alegría y melancolía, ira y temor, amor y odio, concupiscencia y tedio. Era una unificación, como la de un gran pasmo producido por centenares de hombres que poco antes habían discordado en todo y que, en unos instantes, se mueven al unísono para conquistar su libertad; echan los mismos gritos insensatos, desencajan del mismo modo los ojos y la boca, se dejan arrastrar juntos hacia adelante y hacia atrás, a izquierda y derecha, por una violencia inútil; vociferan, saltan, se revuelven y tiemblan. Pero esto no tenía la misma fuerza sorda, prepotente de la vida, donde no se da fácilmente semejante fenómeno, pero donde se extingue inexorablemente todo lo personal. La ira, el amor, la felicidad, la alegría y la tristeza experimentados por Walter y Clarisse en su vuelo no eran sentimientos auténticos, sino frenéticas excitaciones de los receptáculos corporales. Sentados en sus banquetas, rígidos y ensimismados, no se sentían ni irritados ni tristes por nada, pensaban y opinaban cosas distintas; el imperativo de la música los unía en la más alta pasión y, al mismo tiempo, los ausentaba en una especie de sueño hipnótico.

Ambos lo sintieron, cada uno a su manera. Walter estaba feliz y conmovido. Como la mayor parte de los amantes de la música, creía también él que aquellas emociones ondeantes, aquellos movimientos sentimentales del interior, o sea, el fondo corpóreo del alma, removido y alborotado, eran el lenguaje sencillo del Eterno que une a todos los homares. Le encantaba poder estrechar a Clarisse con el brazo recio del sentimiento primitivo. Aquel día había vuelto de la oficina antes de lo acostumbrado. Se había ocupado en catalogar obras artísticas en las que se reconocía todavía la impronta de grandes épocas intactas y una misteriosa fuerza de voluntad. Clarisse le había recibido amablemente y ahora estaba estrechamente unida a él en el prodigioso mundo de la música. Todo en aquel día llevaba en sí una arcana señal de éxito, una marcha silenciosa, como si les acompañaran los dioses en el camino. —¡Quizá es hoy el día! —pensaba Walter. Él no quería hacerla volver en sí por delicadeza; prefería que recobrara el conocimiento por sí sola y se inclinara dulcemente hacia él.

El piano amartillaba cabezas aureoladas de notas en una pared de aire. Aunque este fenómeno fue en un principio real, los tabiques de la habitación desaparecieron y, en su lugar, se elevaron las jambas áureas de la música, el espacio misterioso en el que el yo y el mundo, la percepción y la sensación, el interior y el exterior se precipitan el uno sobre el otro confundiéndose entre sí, mientras el ejecutante consta exclusivamente de sensibilidad, precisión, exactitud, de una jerarquización del esplendor de detalles ordenados. A estos detalles sensuales estaban ligados los hilos del sentimiento, tensados por las emanaciones ondeantes del alma; y estos vahos se reflejaban en la precisión de las paredes y se parecían a sí mismos claros e inteligibles. Las almas de los dos pendían, como capullos de seda, de estos hilos y rayos. Cuanto más se engrosaban y extendían, tanto mejor se sentía Walter y sus sueños adoptaban de tal modo la figura de un niño pequeño que empezaba a equivocarse de nota y a hacerse empalagoso.

Pero antes de que se pronunciara la crisis y consiguiera que una chispa de sentimentalismo trivial rompiese la niebla dorada y los restableciera a la realidad de sus relaciones terrenas, los pensamientos de Clarisse se habían alejado tanto de los de Walter como sólo puede suceder en dos seres que se lanzan paralelos con gestos gemelos de desesperación y felicidad. Entre nieblas flotantes surgían imágenes, se confundían, se sobreponían, desaparecían: era el pensamiento de Clarisse; era un modo suyo de pensar; a veces aparecían en escena varios pensamientos enlazados, a veces ninguno, pero se podían sentir los pensamientos como demonios detrás del escenario, y la sucesión temporal de los acontecimientos, que a otras personas sirven de auténtico apoyo, en Clarisse se convertían en un velo que, o se doblaba en pliegues, o se disolvía en un soplo apenas perceptible.

Tres personas rodeaban entonces a Clarisse: Walter, Ulrich y el asesino Moosbrugger.

De Moosbrugger le había hablado Ulrich.

Atracción y repugnancia se mezclaban entre sí produciendo un efecto mágico.

Clarisse chupaba las raíces del amor. Éste es discrepante, con beso y bocado, con mutuas miradas y con la atormentadora dislocación de los ojos en el último momento. —¿Conduce el dulce desahogo mutuo al odio? —se preguntó ella—. ¿Busca la vida honesta la vulgaridad? ¿Tiene la paz necesidad de crueldad? ¿Siente el orden exigencias de desconcierto? Eso era, y no era, lo que le sugería Moosbrugger. Entre los truenos de la música se produjo un incendio universal a su alrededor, un incendio todavía no sofocado, consumiendo interiormente el armazón. Pero era como en una comparación cuyos términos son los mismos, si bien son también totalmente diversos; de la diferencia de la igualdad, como de la igualdad de la diferencia, se elevan dos columnas de humo con el olor mítico de manzanas asadas y de ramas de abeto echadas al fuego.

—Nunca se debería cesar de tocar música —se dijo Clarisse, y sin más dio vuelta enérgicamente a la partitura y comenzó la pieza nuevamente. Walter sonrió perplejo y la siguió.

—¿Qué hace Ulrich con la matemática? —le preguntó ella.

Walter se encogió de hombros mientras tocaba, como si guiara un coche de carreras.

—Habría que tocar y tocar, siempre, hasta el fin —pensó Clarisse—. Si se pudiera tocar sin interrupción hasta el fin de la vida, ¿qué sería entonces Moosbrugger? ¿Un monstruo? ¿Un loco? ¿Un pájaro negro del cielo? No lo sabía.

No sabía absolutamente nada. Un día —podía haber dicho hasta la fecha exacta— al despertar del sueño de la infancia, sintió la convicción consumada de estar llamada a hacer algo, a desempeñar un papel importante en la vida, quizá a cumplir una gran misión. Entonces no sabía nada del mundo. Tampoco creía lo que le contaban sus padres y su hermano mayor; eran palabras sonoras, buenas y bonitas, pero no las podía digerir, resultaba inútil todo esfuerzo; le pasaba como cuando se pretende que una sustancia química absorba otra que no se «acomoda». Walter llegó en un día; y desde ese día todo le fue propio. Walter llevaba un pequeño bigote, un cepillito; decía «señorita»; de repente, el mundo dejó de ser una superficie desierta, irregular y quebrada, y se convirtió en un círculo de luz, Walter en un centro, ella en un centro, dos centros convergentes en un mismo punto. Tierra, casas, hojas caídas sin barrer, tormentosas líneas del aire (ella recordaba el episodio como uno de los más dolorosos de la infancia en que, estando con su padre en un mirador, él, pintor, se extasió largo rato en el paisaje, mientras a ella le producía dolor la mirada al mundo, a lo largo de aquellas interminables líneas aéreas, como si pasara el dedo por el canto de una regla): de estas cosas había estado formado antes su ser; ahora, de pronto, todo se había hecho suyo, como carne de su carne.

Estaba segura de que habría de realizar obras titánicas; cuáles, no sabía decir; donde más claras las veía era proyectadas en la música, y esperaba que Walter llegaría a ser un genio más grande que Nietzsche, por no hablar de Ulrich, que apareció más tarde y le regaló las obras de Nietzsche.

Desde entonces había ido todo en continuo progreso. Ya no se hablaba de rapidez, ni de lo mal que había tocado antes el piano, ni de lo poco que entendía de música. Ahora tocaba mejor que Walter. ¿Y quién podría citar los libros que había leído? ¿De dónde habían venido? Todo esto lo veía delante de sí, como pájaros negros revoloteando en bandada alrededor de una muchacha en la nieve. Pero algo después vio una pared negra con manchas blancas; negro era todo lo que ella no conocía y, aunque lo blanco describía islas que se dilataban o contraían, lo negro permanecía invariable e infinito. De este negro procedía miedo e inquietud. —¿Es el demonio? —pensaba ella—. ¿Se ha personificado el demonio en Moosbrugger? Entre las manchas blancas echó de ver estrechos caminos grises; su vida la iba cruzando pasando de uno a otro; eran acontecimientos, llegadas, partidas, violentas discusiones, conflictos con los padres, el matrimonio, la casa, luchas interminables con Walter. Estos caminos grises serpenteaban. —¡Serpientes! —pensaba Clarisse—. ¡Serpientes! Aquellos acontecimientos la enlazaban, la sujetaban, le impedían ir a donde quería, eran frivolos y la obligaban a mirar a un punto que no deseaba.

Serpientes, lazos, frivolidades: así transcurrió su vida. Sus pensamientos empezaron a discurrir como la vida. Las puntas de sus dedos se sumergían en el torrente de la música. En el lecho del torrente caían serpientes y lazos; se abría, como una bahía tranquila, el refugio de la prisión donde se tenía oculto a Moosbrugger. Los pensamientos de Clarisse entraban estremecidos en su celda. —Hay que tocar la música hasta el final —se repetía para animarse, pero su corazón palpitaba fuerte. Una vez calmada, la celda se llenó de ella, de su yo. Era un sentimiento suave, como bálsamo sobre la herida; al pretender retenerlo para siempre, se abrió y se dispersó, como una fábula o como un sueño. Moosbrugger estaba sentado, con la cabeza entre las manos; ella soltaba las cadenas. Mientras movía sus dedos, entró en la habitación fuerza, ánimo, virtud, bondad, hermosura y riqueza, como un viento procedente de varios prados y accionado por el embrujo de sus dedos. —No interesa saber por qué se me ha ocurrido a mí hacer ahora esto —sintió Clarisse—; importante es sólo el hecho de hacerlo. Le impuso sus manos, una parte de su cuerpo sobre sus ojos y, cuando retiró sus dedos, Moosbrugger se había transformado en un joven hermoso; ella misma aparecía junto a él como una maravillosa mujer, con su cuerpo dulce y blando como vino meridional y nada reacio, según generalmente se mostraba. —Es la personificación de nuestra inocencia —reconoció en un profundo y reflexivo estrato de su conciencia.

¿Pero por qué no era Walter así? Despertando del sueño profundo de la música, se acordó de lo pueril que había sido al amar con quince años a Walter y al querer salvarle con valentía, fuerza y bondad de todos los peligros que amenazaban su genio. ¡Y qué hermoso cuando Walter veía en todas partes aquellos profundos peligros del alma! Se preguntaba si no habría sido todo pueril. Al matrimonio le había ofuscado una luz molesta. De repente peligró el amor de aquella unión. Aunque también los últimos tiempos habían sido fantásticos, quizá más ricos en contenido y en cosas que los precedentes, sin embargo, el incendio gigantesco, con sus llamas hasta el cielo, se había reducido a fuego de hornillo con las dificultades que crea al no querer arder. Clarisse no podía asegurar que sus luchas con Walter siguieran siendo grandes. La vida pasaba, como desaparecía también la música bajo las manos. En un abrir y cerrar de ojos. Una angustia incurable iba apoderándose poco a poco de Clarisse. Y en aquel momento se dio cuenta de que el ritmo de Walter empezaba a fallar. Como grandes gotas de lluvia, caían sus sentimientos sobre el teclado. Ella adivinó en seguida en qué pensaba: en el hijo. Clarisse sabía que él quería atarla a sí por medio de un hijo. Era el tema diario de disputa. La música no cesaba, la música desconocía el no. Todo quedó encerrado, como en una red cuyo enredo ella no había notado. Clarisse se puso en pie de un salto y cerró bruscamente el piano; Walter consiguió salvar sus dedos.

¡Oh, qué daño! Él, aún sobresaltado, lo comprendió todo. Tenía que ser la venida de Ulrich, su anuncio, lo que producía en Clarisse aquellos arrebatos. Él la estaba perjudicando al excitar brutalmente en ella aquello que Walter no se atrevía a tocar, la nefasta genialidad de Clarisse, la caverna secreta donde algo fatal tira con violencia de unas cadenas que un día podrían romperse.

Walter no se movió; la observó desconcertado.

Clarisse no dio explicaciones y permaneció en pie respirando con vehemencia.

En definitiva, creo que yo no amo a Ulrich, dijo ella, después de haber hablado Walter. Caso de amarle, lo hubiera dicho sencillamente. Pero se sentía contagiada por él como una luz. Cuando le tenía cerca, sentía que brillaba y resaltaba algo más, más luminosa, más valiosa. Walter hubiera querido, al contrario, cerrar las contraventanas. Lo que ella sentía no le importaba a nadie, ni a Ulrich ni a Walter.

Pero Walter, entre la indignación y la furia que alentaba en sus palabras, creyó sentir el aroma de una semilla estupefaciente y mortal que no era cólera.

Había caído la noche. La habitación se había vuelto negra. El piano era negro. Las sombras de los dos amantes eran negras. Los ojos de Clarisse resplandecían en la oscuridad, encendidos como lámparas, y en la boca de Walter, contraída de dolor, el esmalte de un diente brillaba como marfil. Aunque fuera, en el mundo, se desarrollaban las más preclaras acciones de Estado, y a pesar de sus contrariedades, parecía que aquél era uno de los momentos por los que Dios creó el mundo.