SU Señoría llama urgentemente a Ulrich.
El conde Leinsdorf había mandado su invitación en muchas direcciones desafiando a «despertar el pensamiento», pero no hubiera llegado tan lejos si un influyente publicista, viendo tambalearse todo, no hubiera escrito en su periódico dos grandes artículos en los que exponía lo que a su parecer estaba por hacerse. No sabía gran cosa, ¿cómo lo iba a saber? Sin embargo nadie lo notó; esto fue precisamente lo que le inspiró palabras de un influjo tan electrizante. Inventó la expresión «el año austríaco» y, sin penetrar en su significado, redactó acerca de ella muchas columnas, pero con frases siempre nuevas y unidas al tema como en un sueño provocador de prodigiosos entusiasmos. El conde Leinsdorf se horrorizó al principio, pero injustamente. El título «año austríaco» revelaba lo que era un genio periodístico, pues fue un instinto certero el que lo inventó. Hizo vibrar acordes de emoción que hubieran permanecido mudos ante la expresión de un «siglo austríaco», y la exhortación a colaborar en él hubiera parecido, incluso a personas sensatas, una ocurrencia, que nadie toma en serio. No es fácil decir por qué. Acaso una cierta Vaguedad y metaforización, con la que uno piensa en la realidad menos que de costumbre, no sólo daba alas al sentir de Leinsdorf. La imprecisión tiene el poder de elevar y de engrandecer.
Parece que el hombre verdaderamente práctico no ama sin reservas la realidad ni la toma en serio. De niño se esconde bajo la mesa cuando sus padres no están en casa y pretende, mediante este truco simple e ingenioso, dar a la habitación un aire de aventura; de adolescente sueña con un reloj; más tarde, teniendo ya el reloj de oro, con la mujer que haga juego con él; de adulto, cuando tiene ya reloj y mujer, con una posición elevada; y cuando se convierte en cabeza feliz de esta pequeña familia de deseos, y cuando la mueve tranquilo a una y otra parte como un péndulo, le parece que no ha disminuido en nada su provisión de sueños insatisfechos. Cuando desea elevarse, necesita de una alegoría. Cuando la nieve le molesta, la compara a los Cándidos senos femeninos y, en cuanto llega a aburrirse de los pechos de su mujer, los compara a la blanca nieve: quedaría espantado si un día viera los pezones de su esposa transformados en cornudos picos de paloma o en corales engastados, pero en una comparación poética le seducen. Es capaz de transformar todo —la nieve en piel, la piel en pétalos, los pétalos en azúcar, el azúcar en polvo, el polvo otra vez en nieve— porque su única preocupación es, al parecer, ver en una cosa otra distinta, lo cual es una prueba de que no puede resistir largo tiempo en ningún lugar donde se encuentra. Mucho menos internamente soporta un kakaniense a su patria. Si se hubiera exigido de él un «siglo austríaco», le hubiera parecido un castigo infernal al que se debía someter poniendo en acción esfuerzos libres y ridículos ante sí mismo y ante el mundo entero. Otra cosa muy diversa fue el «año austríaco». Esto significaba: queremos demostrar lo capaces que somos; pero, por así decirlo, con facultad revocativa y al plazo máximo de un año. Cada uno podía pensar a su gusto; no tenía transcendencia eterna; llegaba al corazón no se sabía cómo. Reavivaba el más profundo amor a la patria.
Así sucedió que el conde Leinsdorf llegó a alcanzar un éxito insospechado. También él había concebido su idea en un principio como un símbolo poético, pero además acudieron a la mente una serie de nombres, y su índole moral aspiraba a salir del estado de inconsistencia; estaba plenamente convencido de la necesidad de dirigir la fantasía del pueblo —o la del público, según había declarado a un periodista— hacia una meta clara, razonable, sana y de acuerdo con la auténtica meta de la humanidad y de la patria. Este corresponsal, estimulado por el éxito de su colega, tomó inmediatamente nota de todo, y teniendo sobre su predecesor la ventaja de la información directa, usó de la técnica periodística para dar realce a su artículo, intitulándolo con grandes caracteres de: «Información de fuentes auténticas», era lo que el conde Leinsdorf había esperado de él, pues Su Señoría se preciaba de no ser ideólogo, sino un político realista y experimentado, y quería que se trazara una línea sutil de demarcación entre el «año austríaco» de un publicista genial y la prudencia de los círculos responsables. Con este objeto adoptó él sistema de Bismarck, al que por lo demás no consideraba como modelo; según él, se trataba de poner en boca de periodistas las verdaderas intenciones, para poderlas reconocer o negar según las exigencias del momento.
Pero mientras el conde Leinsdorf gestionaba con tanta prudencia, descuidaba una cosa. En efecto, no solamente él y otros como él veían la verdad que necesitamos, muchísimos otros se creían también capaces de poseerla. Esta verdad se puede definir como la forma solidificada del estado anteriormente mencionado en el que se crean metáforas. En alguna ocasión se pierde también el gusto por ellas y muchos hombres que todavía guardan reservas de sueños definitivamente insatisfechos, fijan un punto en el que se establecen en secreto, como si tuviera que comenzar allí un mundo que se le había dejado a deber. Poco tiempo después de haberse publicado sus noticias periodísticas, Su Señoría creyó ver un sectario antipático en cada uno de los hombres carentes de dinero. Aquel hombre obstinado que lleva dentro el hombre, lo acompaña todas las mañanas a la oficina y no acierta a protestar con resultado eficaz contra la marcha del mundo, pero no aparta la vista de un punto que nadie más que él quiere advertir, si bien está claro que proceden de allí todas las desgracias del mundo que no reconoce a su redentor. Tales puntos fijos, en los que el centro del equilibrio de una persona coincide con el centro del equilibrio del mundo, son, por ejemplo, una escupidera fácil de cerrar, o la desaparición del salero en que se introduce el cuchillo en los restaurantes para evitar, de una vez, la difusión de la peste de la tuberculosis, o la adopción de un nuevo sistema de taquigrafía cuyo incomparable ahorro de tiempo resuelve también en seguida los problemas sociales, o la conversión a un régimen de vida conforme a la naturaleza que puede reprimir la barbarie imperante, pero también una teoría metafísica de los movimientos del cielo, la simplificación del aparato administrativo y la reforma de la vida sexual.
Si las circunstancias le son propicias, el hombre se defiende y se ayuda escribiendo, un buen día, algún libro sobre un tema cualquiera, o un opúsculo, o al menos un artículo en el periódico, con lo cual contribuye en cierto modo a la relación de las actas de la humanidad, son además un sedante, aunque no los lea nadie; de ordinario, sin embargo, atraen a algunos lectores que aseguran al autor ser un nuevo Copérnico, después de presentarse ellos como Newtons incomprendidos. La costumbre de buscarse recíprocamente los puntos de la piel es muy be-neficiosa y está muy extendida, pero su efecto no dura mucho, porque los participantes se riñen pronto y se quedan otra vez solos como antes; puede suceder también que alguno reúna alrededor de sí un pequeño círculo de admiradores, quienes con fuerzas conjuntas acusan al Cielo de no apoyar suficientemente a su Hijo Ungido. Repentinamente cayó de gran altura un rayo de esperanza sobre aquel conglomerado de puntos; sucedió así cuando el conde Leinsdorf declaró públicamente que un «año austríaco», si se daba —lo cual no se podía asegurar todavía—, debería estar en armonía con los verdaderos fines de la existencia. De ese modo lo acogieron, como los santos a quienes Dios envía una aparición.
El conde Leinsdorf había imaginado que su obra sería una poderosa manifestación y que surgiría del seno del pueblo. Había pensado en la Universidad, en el clero, en algunos nombres que nunca faltan en los informes de organizaciones benéficas, e incluso en la prensa; contaba con los partidos patrióticos, con la «salud moral» de la burguesía que izaba las banderas en el cumpleaños del Emperador, y con la ayuda de las altas finanzas, del mismo modo que con la política, pues esperaba secretamente que su grandioso movimiento la eclipsara y la redujera al común denominador de «patria», que después pensaba distribuir por el «país», para quedar con el «paternal monarca» como único resultado; pero Su Señoría no se había dado cuenta de todo y fue sorprendido por la difundida necesidad de reformar el mundo, necesidad que es incubada en el calor de las grandes oportunidades, como huevos de insecto en un incendio. Esto no lo había previsto Su Señoría, había esperado mucho patriotismo, pero no se había preparado a invenciones, teorías, sistemas mundiales y gentes que exigían en él amnistía para las cárceles espirituales. Asediaron su palacio, ensalzaron la Acción Paralela como la ocasión de hacer triunfar a la verdad, y el conde Leinsdorf no sabía por dónde empezar. Consciente de su posición social, no se permitía a sí mismo ocupar un sitio en la mesa junto a aquellas gentes, pero, como espíritu animado de activa moralidad, no quería tampoco desentenderse de ellas. Su cultura era política y filosófica, y no científica ni técnica, por eso no podía discernir si sus proposiciones eran sensatas o no.
Entonces comenzó a pensar en Ulrich, ya que se lo habían recomendado todos como hombre cuya colaboración había de necesitar; su secretario —como en general todos los secretarios vulgares— no era competente para asumir tal responsabilidad. Un día, irritado por sus empleados, llegó incluso a pedir a Dios —de lo cual se avergonzó al día siguiente— que se dignara presentar a Ulrich ante él; y como esto no ocurrió, se dedicó a buscarlo personalmente. Consultó su agenda, pero Ulrich no estaba registrado en ella. Se dirigió a su amiga Diotima, que sabía siempre su paradero y había hablado con él, pero ésta se había olvidado de pedir su dirección o simplemente se sirvió de este pretexto; en realidad, quería aprovechar la oportunidad para proponer a Su Señoría un nuevo sujeto, mejor que el anterior, para el puesto de secretario de la gran Acción. Pero el conde Leinsdorf se indignó mucho y manifestó que se había hecho a la idea de Ulrich y que no necesitaba de un prusiano, ni siquiera de un prusiano reformado, y que no quería más complicaciones. Se quedó consternado al notar que su amiga se ofendía y entonces tuvo una ocurrencia espontánea: le dijo que iba a entrevistarse inmediatamente con su amigo, el jefe de policía, quien podía darle la dirección de cada uno de los ciudadanos.