36 — Gracias al principio mencionado, la Acción Paralela se hace tangible antes de saberse en qué consiste

EL señor Leo Fischel, director del Lloyd-Bank, creía en el progreso como todos los directores de banco de antes de la guerra. Hombre experto en su campo, sabía naturalmente que sólo en la especialidad del pió dominio es posible tener una convicción digna de confianza; la enorme extensión de la actividad humana no permite formarla en otros terrenos. Por eso los hombres de capacidad y provecho no tienen —excepto en el ramo de su competencia— convencimiento alguno que no sacrifiquen a la primera presión del exterior; se podría decir, sin más, que se sienten obligados en conciencia a pensar de un modo y a obrar de otro. Por ejemplo, las expresiones «verdadero patriotismo» y «verdadera Austria» no le decían al señor Fischel nada de especial; del «verdadero progreso», sin embargo, tenía una opinión privada, distinta seguramente de la del conde Leinsdorf. Acosado de pólizas y letras, y de tantos asuntos a que tenía que atender, y concediéndose sólo ir una vez por semana a la ópera, profesaba fe en el progreso general al que tenía por paralelo de la progresiva rentabilidad de su banco. Pero cuando el conde Leinsdorf afirmó que poseía mejor conocimiento del asunto, y comenzó a influir en la conciencia de Leo Fischel, éste comprendió que «nunca se puede éntender» de nada (fuera de pólizas y letras), y —puesto que se ignora, pero nadie quiere equivocarse—, se prefiere acudir al director general y preguntarle lo que piensa, tal como hizo Fischel.

Cuando se presentó ante el director general, acababa de entrevistarse éste con el gobernador del Banco Nacional, quien le había informado detalladamente. No sólo el director general del Lloyd-Bank, sino por supuesto también el gobernador del Banco Nacional habían sido invitados por el conde Leinsdorf; Leo Fischel, que dirigía únicamente una filial, debía su invitación a las relaciones familiares de su esposa; ésta descendía de la alta aristocracia y no lo olvidaba nunca, ni en sus relaciones sociales ni en las discusiones domésticas. Por eso Leo, cuando hablaba con sus superiores sobre la Acción Paralela, se contentaba con indicar, mediante un movimiento de cabeza, lo que significaba «una gran cosa» y lo que podía significar «una cosa sospechosa»; de allí no era de temer que le viniera ningún mal; por su mujer, sin embargo, se hubiera alegrado de ver frustradas las pretensiones de aquella casa.

De momento, el gobernador Von Meier-Ballot, consultado por el director general, abrigaba una impresión positiva. Al leer «la convocatoria» del conde Leinsdorf, se miró al espejo —cosa natural, si bien innecesaria— y contempló, entre el frac y sus condecoraciones, el rostro Proporcionado de un ministro burgués, en el que la dureza del dinero se reflejaba, a lo más, en el fondo de los ojos; sus dedos pendían de las manos a manera de banderas en la inmovilidad del viento, como sí nunca en su vida se hubiera ocupado en los quehaceres de un aprendiz. Aquel financiero burocráticamente supercultivado, que apenas tenía que ver con los perros salvajes de los juegos de Bolsa, veía delante de sí posibilidades vagas pero agradablemente contemporizadas; en la misma tarde tuvo ocasión de ver confirmada aquella idea, al hablar en el club de industriales con los ex ministros Von Holtzkopf y el barón Wisnieczky.

Estos dos señores eran hombres distinguidos, competentes y discretos, y habían desempeñado cargos elevados, de los que fueron depuestos al hacerse superfluo el gobierno de transición entre las dos crisis políticas en las que habían tomado parte; eran personas que habían consagrado sus vidas al servicio del Estado y de la Corona, sin adelantarse nunca a ejecutar una empresa que no hubiera sido antes ordenada por su señor supremo. Les llegó el rumor de que la gran Acción austríaca aventajaría a la alemana. Estaban convencidos, antes y después del fracaso de su misión, que los fenómenos por los que la vida política de la doble monarquía habían venido a constituir un foco de infección para Europa eran extraordinariamente complejos, pero así como, al recibir la orden de su superior, se habían sentido en la obligación de considerar solubles las dificultades, ahora no quisieron excluir la posibilidad de alcanzar su cometido con los medios que el conde Leinsdorf había propuesto; sentían especialmente que un «hito», una «espléndida manifestación de vida», un «poderoso desplazamiento hacia el exterior que mejorara también las relaciones del interior» eran formulaciones certeras de los deseos del conde Leinsdorf, a las que había que adherirse porque era como si preguntaran quién era partidario del bien.

Todavía hubiera sido posible que Holtzkopf y Wisnieczky —hombres de conocimientos y experiencia en las negociaciones públicas— hubieran puesto reparos, ya que pudieron creerse llamados a llevar adelante el desarrollo de la Acción. En la horizontalidad es fácil criticar y rechazar lo que no agrada; sin embargo, cuando la góndola de la vida se encuentra a tres mil metros de altura, entonces no puede uno apearse sin más, aunque no esté de acuerdo en todo. Y dado que en tales ambientes reina la lealtad y, en contraste con lo que ocurre en las ya aludidas aglomeraciones de la burguesía, no se quiere obrar de manera distinta de como se piensa, se opta por dejar la reflexión en su superficialidad. Las aserciones de los dos señores contribuyeron a afianzar la impresión del gobernador Von Meier-Ballot; y, a pesar de ser éste por naturaleza o por oficio prudente y cauteloso, aquello que oyó bastó para convencerle de que se trataba de un asunto cuyo desarrollo había que ver.

—En realidad, la Acción Paralela no había comenzado todavía a existir, —ni tampoco sabía el conde Leinsdorf en qué iba a consistir. Lo único que hasta entonces se había concretado era una lista de nombres.

Y no era poco. Porque sin que nadie lo notara, se contaba con una red de disponibilidad que abarcaba una gran extensión; se puede afirmar que era el mejor sistema. Para que la humanidad pudiera comer con corrección hubo que inventar primero el cuchillo y el tenedor; así se explicó el conde Leinsdorf.