35 — El director Leo Fischel y el principio del motivo insuficiente

ULRICH fue interrumpido por un conocido que le dirigió la palabra de improviso. Este conocido, al coger la carpeta en la mañana de aquel mismo día cuando se disponía a salir de casa, se encontró con la desagradable sorpresa de una carta circular del conde Leinsdorf. La había dejado olvidada largo tiempo sin contestar porque su sano sentido práctico se revelaba contra toda Acción Patriótica procedente de altas esferas. —Ya huele —se dijo; no fue éste, sin embargo, el juicio que hubiera pronunciado en público, pero ahora, dadas las características de la memoria humana, la suya le había hecho una mala jugada regulándose según la primera reacción sentimental oficiosa y dejando caer negligentemente el to, en lugar de esperar a una pausada recapacitación. Cuando abrió de nuevo la carta, encontró algo que le molestó, aunque antes no había hecho caso de ello; era sólo una expresión, dos palabras, pero repetidas a lo largo de toda la misiva; este par de palabras le había costado al apuesto señor de la carpeta en la mano unos cuantos minutos de perplejidad antes de salir, y eran: el verdadero.

Se llamaba Leo Fischel, director del Lloyd-Bank. En realidad era sólo procurador con el título de director de banco. Ulrich se consideraba su amigo más joven desde tiempos inmemoriales, y había entablado también amistad con su hija Gerda en su última estancia; la había visitado una sola vez desde su regreso. El señor Fischel conocía a Su Señoría como un hombre que hacía producir al dinero y adaptaba su (paso a los métodos más modernos; Fischel, repasando los apuntes de su memoria le «valoraba», según se dice en el lenguaje comercial, como a persona muy importante, pues Lloyd-Bank era una de aquellas instituciones en las que él hacía sus operaciones de Bolsa. Por eso Leo Fischel no podía comprender la indiferencia con la que había respondido a la emotiva invitación de Su Señoría, quien reunía a un grupo selecto de personas a fin de emprender una ingente obra social. Él mismo había sido incluido en este círculo, gracias sólo a circunstancias e influencias muy especiales, y ésta era la razón por la que se precipitó sobre Ulrich apenas le vio. Había oído que Ulrich estaba en el movimiento y que ocupaba «un puesto prominente» —lo cual era uno de aquellos rumores incomprensibles, pero no raros, que aciertan con algo antes de ser cierto— y le aplicó al pecho, como una pistola, tres interrogaciones, preguntándole qué entendía él por «el verdadero amor a la patria», «el verdadero progreso» y «la verdadera Austria».

Ulrich, no bien vuelto en sí de su estupefacción, a pesar del susto, respondió en el tono que siempre empleaba con Fischel: —El PDMI.

—¿El…? —Fischel deletreó siguiendo a Ulrich, sin pensar esta vez en una broma, pues tales siglas, si bien entonces no abundaban tanto como hoy, se usaban en carteles y sociedades y llegaron a hacerse familiares. Sin embargo, dijo—: Por favor, no gaste usted bromas; tengo prisa por ir a una reunión.

—El principio de un motivo insuficiente —replicó Ulrich—. Usted es filósofo y, como tal, sabrá qué se entiende por principio de los motivos insuficientes. El hombre hace excepción única de sí mismo; en nuestra vida real, es decir, personal, y en la público-histórica sucede siempre lo que en el fondo carece de motivo suficiente.

Leo Fischel no sabía si contradecirle o no; al señor Fischel, director del Lloyd-Bank, le gustaba filosofar —todavía quedan tipos de esta clase entre los profesionales—, pero tenía verdadera prisa; por eso le dijo; —Usted no quiere entenderme. Bien sé yo lo que es progreso, lo que es Austria, y probablemente también lo que es amor patrio. Quizá lo que no alcanzo a comprender del todo es el significado del verdadero patriotismo, de la verdadera Austria y del verdadero progreso. Por eso se lo pregunto.

—Bien; ¿sabe usted qué es una enzima o un catalizador?

Leo Fischel se limitó a hacer un gesto evasivo.

—Esto no viene a nada, pero pone el proceso en movimiento. La historia le habrá enseñado que la verdadera fe, la verdadera moral y la verdadera filosofía no han existido nunca en la perfección deseada; y que, por otra parte, ellas han desencadenado las guerras, las obscenidades, los odios, han transformado fructuosamente el mundo.

—¡Otra vez! —protestó Fischel, e intentó hacerse el ingenuo—. Óigame, es un asunto que afecta a la Bolsa y me interesa saber las intenciones del conde Leinsdorf, ¿a qué se refiere con el adjetivo «verdadero»?

—Le juro —añadió Ulrich seriamente— que ni yo ni nadie sabe lo que es el, la, lo verdadero; pero le puedo asegurar que está en vías de realizarse.

—Usted es un cínico —declaró el señor Fischel y se dispuso a marchar, pero a los dos pasos se volvió para rectificar—: Ya hace mucho tiempo que le tengo dicho a Gerda que usted podría haber sido un diplomático de primer orden. Espero nos visite pronto.