AL quedarse Ulrich solo en casa, después de haber acompañado a Bonadea hasta la puerta, no sintió ganas de seguir trabajando. Salió a la calle con la idea de enviar a Walter y a Clarisse dos líneas anunciándoles su visita para aquella tarde. Al atravesar el pequeño vestíbulo observó en la pared la cornamenta de un ciervo que le recordó el movimiento de Bonadea mientras se colocaba el velo ante el espejo, pero sin aquella sonrisa vaga de renuncia. Miró alrededor examinando el ambiente. Todas aquellas líneas redondeadas, cruzadas, rectas, arqueadas, trenzadas, de que estaba compuesto el moblaje y que se habían amontonado en torno a él, no eran ni naturaleza ni intrínseca necesidad, sino exuberancia barroca. La corriente y pulsación que animan las cosas que nos rodean se paralizó un momento. —Yo existo por casualidad —dijo la necesidad riendo sarcásticamente. «Mi aspecto exterior no se diferencia mucho del de un enfermo de lupus, si se me mira sin prejuicios» —confesó la hermosura. En realidad, no necesitaba gran cosa para ello; un barniz había saltado, una sugestión se había interrumpido, un cortejo de costumbre, de esperanza y de tensión se había disuelto, un equilibrio secreto y fluido entre el sentimiento y el mundo se había turbado a lo largo de un segundo. Todo lo que se siente y se hace sucede de alguna manera «en la dirección de la vida», y el movimiento en otra dirección es difícil o alarmante. Es lo mismo que cuando uno camina: se alza el punto de gravedad, se le empuja hacia adelante y se le deja caer; pero basta un cambio pequeño, un leve temor o simplemente admiración ante aquel dejarse-caer-en-el-futuro, y uno ya no puede sostenerse más en pie. Es mejor no pensar en ello. Ulrich cayó en la cuenta de que todos los momentos cruciales de su vida le habían dejado detrás de sí un sentimiento parecido a éste.
Hizo una seña a un cartero y le entregó su escrito. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, y se decidió a recorrer el camino a pie. El día primaveral de otoño le llenaba de felicidad. El aire fermentaba. Los rostros de las personas tenían algo como de espuma flotante. Después de la tensión monótona de sus pensamientos en los últimos días, se sentía como liberado de una cárcel y puesto en una bañera blanda. Se esforzó por ir a paso transigente y cordial. Un cuerpo entrenado en ejercicios gimnásticos como el suyo está de tal modo dispuesto al movimiento y a la lucha que le resultaba ahora tan desagradable como el rostro de un viejo comediante, lleno de mil falsas pasiones mil veces representadas. Del mismo modo, la búsqueda de la verdad había colmado su interior con movimientos y formas espirituales, los había subdividido en grupos yuxtapuestos de pensamientos de maniobra, y le ponían esa expresión rigurosamente irreal e histriónica que adopta todo, incluso la sinceridad, desde el momento que se convierte en costumbre. Así pensaba Ulrich. Se deslizaba como una ola a través de su ola hermana, si cabe hablar así; y ¿por qué no ha de estar permitido expresarse de esta manera, si un hombre cansado de trabajar sólo vuelve a la comunidad y siente la satisfacción de ir en la misma dirección que los otros?
En un momento como éste nada es tan peregrino como la idea de que la vida que ellos llevan y que los lleva a ellos no afecta ni mucho ni internamente a los hombres. Con todo, esto lo sabe cada ser humano mientras es joven. Ulrich se acordaba de lo que habían sido para él días parecidos en aquellas mismas calles, diez o quince años antes. Ahora todo era, de nuevo, tan espléndido, y, sin embargo, se hacía patente, en medio de aquel ardiente deseo, un atormentador presentimiento de caer prisionero; una sensación inquietante: todo lo que creo alcanzar me alcanza a mí, la sospecha roedora de que las manifestaciones falsas, atolondradas y sin importancia personal obtienen mayor resonancia que las más propias y personales. —¿Esta belleza? —ha pensado—; muy bien, ¿pero es mía? ¿Es verdad que yo conozco mi verdad? Los objetivos, las voces, la realidad, todo esto tentador, que seduce y guía, a lo que nosotros seguimos y en lo que escollamos… ¿es esto, pues, la verdadera realidad, o no se revela de ella nada más que un soplo intangible descansando sobre la brindada realidad? Lo que crea en la vida tanta desconfianza son sus clasificaciones y formas, lo igual a sí mismo, lo ya prefigurado por las generaciones, el lenguaje acabado, no sólo de la boca, sino también de las impresiones y de los sentimientos. Ulrich se había detenido delante de una iglesia. ¡Dios del Cielo!, si se hubiera sentado aquí, a la sombra, una matrona gigante, con un gran vientre colgando sobre las escaleras, apoyada su espalda en los muros de las casas, y arriba, con mil arrugas, verrugas y pústulas, el sol poniente en el rostro: ¿no la hubiera encontrado hermosa también? ¡Oh, cielos! ¡Qué bella era! No sé quiere rehuir la obligación innata de admirarla; pero, como queda dicho, no era imposible hallar hermosas las formas anchas, tranquilas, colgantes y la filigrana de arrugas de una reverenda matrona; resulta más fácil decir que es vieja. Este paso de lo viejo a lo bello del mundo es aproximadamente igual al paso de la mentalidad de los jóvenes a la moral superior de los adultos que por mucho tiempo es objeto ridículo de enseñanza, hasta que se llega a poseer. Ulrich permaneció ante la glesia nada más que segundos, pero éstos crecieron en profundidad y oprimieron su corazón con toda la resistencia primitiva que se siente mstintivamente contra ese mundo petrificado de millones de quintales, contra esas heladas montañas lunares del sentimiento en las que involuntariamente hemos puesto nuestra morada.
Puede ser que para la mayor parte de los hombres signifique comodidad y ventaja considerar al mundo algo acabado y bello, a excepción de pequeñas particularidades personales; y no se puede poner en duda que la perseverancia en todo no es solamente conservadora, sino también fundamento de todo progreso y de todas las revoluciones, aunque no se pueda ocultar el profundo y espectral malestar que sintieron muchos hombres independientes. Mientras contemplaba con pleno conocimiento la belleza arquitectónica del sagrado edificio, Ulrich reconoció sorprendido que pensar en antropófagos no se diferenciaba mucho de pensar en los arquitectos o conservadores de aquellos monumentos. Las casas al lado, el techo del cielo encima, una armonía imponderable en todas las líneas y espacios que recogían y guiaban la mirada, el aspecto y la expresión de la gente que pasaba abajo, sus libros y su moral, los árboles de la calle…: todo esto es a veces tan rígido como un biombo y tan duro como el cuño cortante de una prensa, y así… no se puede decir otra palabra que «perfecto», tan perfecto y acabado que a su lado uno es una niebla inútil, un hálito débil del que Dios no se preocupa. En aquel momento se deseó a sí mismo ser un hombre con atributos. Pero en los demás no sucede de modo muy distinto. En los años de madurez, pocos hombres se acuerdan de cómo han llegado a ser lo que son, de cómo han conseguido sus placeres, la concepción del mundo, su mujer, su carácter, su oficio y sus éxitos, y sienten no poder someterse ya a una transformación. Se podría incluso asegurar que han sido víctimas de un engaño; es imposible aducir una razón suficiente de que todo sucediera precisamente como sucedió; podría haber sucedido también de otra manera; sólo mínimamente los acontecimientos fueron producidos por ellos mismos, en su mayor parte dependieron de las más variadas circunstancias: del humor, de la vida, de la muerte de otros hombres; y se precipitaron, en un momento dado, sobre ellos. En la juventud aparecía la vida como una mañana sin fin, llena de posibilidades y de nada en todas direcciones, y ya al mediodía se presentó de improviso algo que pretendía ser su vida; todo eso era tan sorprendente como verse de pronto ante la persona con que se ha mantenido correspondencia epistolar durante veinte años sin conocerla personalmente, habiéndosela imaginado antes distinta. Pero es todavía más extraño el hecho de que casi nadie lo nota; todos adoptan a la persona con que se han cruzado, e incorporan su vida a la suya, juzgan sus experiencias como la expresión de sus atributos; su destino es su recompensa o su desgracia. Algo se ha comportado con ellos como una cinta insecticida con una mosca: la aprisiona por un élitro y le impide todo movimiento, la envuelve poco a poco hasta sepultarla en una forma tque no corresponde a la originaria. Conservan un recuerdo vago de la juventud en que poseyeron algo así como una fuerza de oposición. Esta otra fuerza empuja y zumba, se resiste a reposar y levanta una tempestad de movimientos de huida sin rumbo; la burla de la juventud, su rebelión contra lo vigente, su disponibilidad para todo heroísmo, para la propia abnegación y sacrificio, para el crimen, su fogosa seriedad y su inconstancia, todo esto no revela otra cosa que sus movimientos de huida. En el fondo, estos movimientos o tentativas expresan que nada de todo lo que el joven emprende aparece unívoco ni es dictado por exigencias interiores, incluso cuando lo manifiestan queriendo convencer de que todo aquello sobre lo que se lanzan es absolutamente improrrogable y necesario. Cada uno inventa un gesto bello, uno interior y otro exterior. ¿Cómo se traduce? ¿Un gesto vital? ¿Una forma en que el sentimiento íntimo fluye como el gas en un globo de vidrio? ¿Una expresión de la impresión? ¿Una técnica del ser? Puede ser un nuevo bigote o un pensamiento nuevo. Es una comedia, pero, como toda comedia, tiene naturalmente algún sentido… de repente se arrojan los espíritus jóvenes encima, como los gorriones sobre el tejado cuando se les da comida. Basta imaginárselo: cuando fuera, un mundo oprime la lengua, las manos y los ojos, el gélido paisaje lunar de tierra, casas, costumbres, cuadros y libros… y cuando dentro no hay más que niebla escurridiza: ¡qué felicidad poner una expresión en la que uno pueda reconocerse a sí mismo! ¿No es natural que un hombre apasionado se enseñoree de esa nueva forma, aun antes que un hombre vulgar? Ella le otorga el momento del ser, del equilibrio entre dentro y fuera, entre ser aplastado y descuartizado. «Sólo de esto depende —pensó Ulrich, cosa que también a él le incumbía. Tenía las manos en los bolsillos, y en su rostro se reflejaba tranquilidad y felicidad somnolienta como si estuviera muriendo de dulce congelación a los rayos del sol que le acariciaban—, sólo de esto depende el fenómeno continuamente repetido y llamado nueva generación, padres e hijos, revolución espiritual, cambio de estilo, desarrollo, moda y renovación. Lo que hace de esta manía de renovar un perpetuum mobile es simplemente la desdicha de que entre el yo nebuloso y el yo de los predecesores, concretados en una forma extraña, se inserte una apariencia del yo, un grupo de almas que casan más o menos entre sí. Y si se observa detenidamente, se pueden ver en el futuro más próximo los antiguos tiempos venideros. Las nuevas ideas son entonces treinta años más viejas, pero satisfechas y muy poco acolchadas y sobrevividas, de modo parecido a como en los rasgos resplandecientes de una niña se refleja el rostro apagado de su madre; o bien no han tenido éxito alguno y aparecen consumidas y arrugadas, reducidas a un proyecto de reforma defendido por un viejo loco al que sus cincuenta admiradores llaman Fulano de Tal».
Ulrich permaneció en pie, esta vez en una plaza de la que conocía algunas casas, y recordó las luchas públicas y las polémicas que habían acompañado a su formación. Pensó en sus amigos de juventud; amigos suyos de juventud —los conociera él personalmente o sólo por el nombre— habían sido todos los rebeldes empeñados en traer al mundo nuevas cosas y nuevos hombres, ya se hubieran manifestado aquí o en otra parte cualquiera, fueran o no de su misma edad y aunque hubieran sido más viejos que él. Aquellas casas se alzaban ahora como cariñosas tías, con sus sombreros anticuados, a la luz pálida del atardecer, agradables y sin importancia, todo menos seductoras. Provocaban hilaridad. Pero las personas que habían dejado detrás de sí aquellos restos sin exigencias se habían convertido en profesores, celebridades y gente de renombre: todos los rebeldes empeñados en una parte notoria del notorio progreso. Por un camino más o menos largo habían llegado del estado nebuloso al estado sólido, y por eso la historia dirá de ellos al describir su siglo: «Estuvieron presentes…»