33 — Ruptura con Bonadea

ENTRETANTO, Bonadea, no pudiendo permanecer eternamente mirando al techo, se recostó en un diván; su tierno vientre de madre respiraba en la batista blanca, libre de elásticos y de otros ceñidores; llamaba a esta posición: meditar. Se acordó de que su marido, no solamente era juez, sino también cazador, y de que, de cuando en cuando, hablaba con ojos relampagueantes acerca de los animales dañinos de la caza; a Bonadea le parecía que todo aquello redundaría en provecho de Moosbrugger y de sus jueces. Por otro lado, no quería que su marido sufriera menoscabo de parte de su amante, fuera de lo tocante al amor; su honor familiar exigía que el cabeza de familia fuera estimado y respetado. Por eso nunca llegaba a tomar una resolución. Y mientras aquel dilema, como dos nubes entrelazadas, atravesaba perezoso el horizonte oscureciéndolo, Ulrich se gozaba de poder seguir libremente extasiándose en sus pensamientos. Esto duró algo; Bonadea, sin habérsele ocurrido nada que pudiera resolver el aprieto, se apesadumbró otra vez porque Ulrich la había ofendido desconsideradamente, y el tiempo que él había dejado transcurrir sin rectificarlo comenzó a excitarla y a afligirla. —¿Te parece que hago mal en venir a visitarte? Esta pregunta se la hizo en un tono enfático, lentamente, con tristeza, pero con firme voluntad de declararle la guerra.

Ulrich calló y se encogió de hombros; durante largo tiempo no había hecho caso de lo que decía; en aquel momento, sin embargo, se le hizo insoportable.

—¿Eres todavía capaz de hacerme reproches por nuestro apasionamiento?

—A esas preguntas corresponden tantas respuestas, como abejas a una colmena —contestó Ulrich—. Todo el desorden psíquico de la humanidad, con sus problemas en suspenso, cuelga, de ina forma asquerosa, de cada desorden en particular. Con aquello decía simplemente lo que había pensado y repensado durante días seguidos, pero Bonadea se aplicó el desorden psíquico a sí misma y lo encontró verdaderamente excesivo. De buena gana hubiera corrido nuevamente las cortinas para acabar así con la discordia, e igualmente hubiera aullado de dolor. Pensó que Ulrich estaba harto de ella. Gracias a su temperamento, hasta entonces había perdido sus amantes por el sistema de cambio, o sea, perdía de vista a uno al poner los ojos en otro nuevo; o de distinta forma: separándose de ellos en cuanto consumaba su unión, lo cual, aparte la indignación personal, tenía algo del imperativo de una fuerza superior, la primera sensación que experimentó ante la tranquila resistencia de Ulrich fue la de haber envejecido. Se avergonzó de verse en aquella desamparada y obscena situación, echada medio desnuda en el diván, expuesta a todos los ultrajes. Se incorporó aturdida y tomó sus vestidos. Pero el susurro y el crujir de la corola de seda, en la que se volvía a envainar, no indujo a Ulrich al arrepentimiento. El dolor punzante de la impotencia oscureció los ojos de Bonadea. —Es brutal, me ha herido intencionadamente —se repetía a sí misma. Y añadía—: Y él se queda impasible. A cada cinta que ataba y a cada broche que ajustaba descendía más y más al profundo y oscuro abismo de aquel olvidado dolor infantil de ser abandonada. Las tinieblas les rodeaban; el rostro de Ulrich palidecía a la luz crepuscular y destacaba en la oscuridad de la angustia. —¿Cómo he sido yo capaz de amar ese rostro? —se preguntó Bonadea—, pero al mismo tiempo se le encogió el pecho al decirse: —¡Perdido para siempre!

Ulrich, que adivinaba su decisión de no volver más, no hizo nada por impedirlo. Bonadea se compuso el cabello con gestos vigorosos ante el espejo; se puso el sombrero y se echó el velo. Ahora, cubierto su rostro con el velo, se podía dar todo por terminado; fue un momento solemne, como una sentencia de muerte o como cerrar una maleta. Él no debía ya besarla, no se imaginaba que estaba perdiendo la última oportunidad.

Ella sentía tanta compasión por él que se le hubiera echado al cuello desahogándose en clamoroso llanto.