NO es prudente congraciarse con un loco declarado; Ulrich se guardó bien de hacerlo. ¿Pero por qué sostenían algunos, especialistas incluso, que Moosbrugger era un loco, mientras otros aseguraban lo contrario? ¿De dónde habían sacado los periodistas tanta objetividad para describir el trabajo del cuchillo? ¿Cómo se las arregló Moosbrugger para producir aquella sensación estremecedora que para la mitad de los habitantes de la capital fue materia de disputas familiares y algo parecido a una anulación de esponsales? Amedrentaron insólitamente los ánimos y perturbaron la tranquilidad de las almas. Sin embargo, en las ciudades provincianas se comentaba el caso con más indiferencia, y en Berlín o en Brisgovia, donde vivía de tiempo en tiempo la familia de Moosbrugger, ni se mencionaba. Aquel juego terrible de la sociedad daba a Ulrich tema de reflexión. Lo sentía repetido en su persona. No le animaba la voluntad de libertar a Moosbrugger, ni de apelar a la justicia, y sus sentimientos se erizaban como los pelos de un gato. Moosbrugger le preocupaba extrañamente más que su propia vida; le obsesionaba como una poesía abstracta en la que todo se desconcierta y se disloca un poco y que revela un sentido fraccionado en la profundidad del ánimo.
—¡Romanticismo de Grand Guignol! —se objetó. La admiración de lo horrible e ilícito en las formas permitidas de sueños y neurosis le parecía compatible en los hombres de la época burguesa. —¡O lo uno o lo otro! —pensó—, ¡o me gustas o me disgustas! ¡O te defiendo en toda tu atrocidad, o tengo que reprocharme el haber jugado con ella! En fin, sería oportuna una lamentación fría y eficaz; hoy día se podría hacer muchísimo por impedir semejantes accidentes y monstruos, si la sociedad quisiera emplear, por lo menos, la mitad de los esfuerzos morales ae exige de las víctimas. Pero entonces se le ocurrió también otro lado desde el cual podía contemplarse el asunto, y extraños recuerdos afloraron a la mente de Ulrich.
Nuestro juicio sobre una acción nunca es un juicio sobre aquel aspecto de la acción que Dios recompensa o castiga; ya lo dijo Lutero, aunque resulte bastante extraño. Quizá se lo inspiró alguno de los místicos con los que estuvo relacionado cierto tiempo. Cualquier otro creyente lo podría haber dicho igual. En sentido burgués, todos eran inmorales. Habían distinción entre los pecados y el alma, la cual puede permanecer, no obstante sus pecados, inmaculada; pensaban casi como Maquiavelo que distinguía los medios del fin. Se les había «extraído» el «corazón humano». «También en Cristo vivía un hombre interior y un hombre exterior, y todo lo que ejecutaba en relación con las cosas exteriores lo hacía movido por el hombre exterior, al mismo tiempo que el hombre interior permanecía en inamovible recogimiento», dice Eckhart. Tales santos y creyentes hubieran sido capaces de absolver a Moosbrugger. Indudablemente la humanidad ha progresado desde entonces; pero aunque ésta condene a muerte a Moosbrugger, tiene la debilidad de venerar a aquellos hombres que le hubieran absuelto.
Una nueva frase acudió al recuerdo de Ulrich, precedida de una ola de desazón. La frase decía: —El alma del sodomita podrá atravesar la multitud sin darse cuenta, y en sus ojos brillaría la sonrisa transparente de un niño porque todo depende de un principio invisible. Esta sentencia no era muy distinta de las primeras, pero en su pequeña exageración se extendía el olor malsano y dulce de la corrupción. Como era evidente, a tal frase le pertenecía un lugar, una habitación con folletos franceses de cubiertas amarillas sobre las mesas, con cortinas de abalorios en Sustitución de puertas, y se le localizó un sentimiento en el pecho, como siuna mano interviniera en un seccionado cadáver de gallina para extraer de él su corazón. Esta frase la había pronunciado Diotima en su visita. Era original de un escritor contemporáneo al que Ulrich se había aficionado en sus años jóvenes, pero al que terminó por juzgar con el título de filósofo de salón; frases de aquel género sabían tan mal como el Pan mojado con perfume, de modo que durante decenios no hubo nada lúe hacer con todo ello.
A pesar de la repugnancia que le causó a Ulrich, le pareció ignominioso tener que abstenerse, durante toda la vida, de volver a las otras, a las frases germinas de aquel lenguaje místico. Poseía un especial sentido interpretativo, por no decir que estaba familiarizado con ellas en orden a comprenderlas; sin embargo, no se podía afirmar que estuviera dispuesto a defenderlas y profesarlas. Aquellas frases le hablaban al corazón, sin saber por qué, con acento fraterno, con una blanda y oscura intimidad en contraste con el tono imperativo del lenguaje científico y matemático; aquellas frases emergían en medio de sus ocupaciones como islas, sin conexión ni afectación. Si las examinaba en cuanto se le revelaban, le parecía sentir su coherencia, como si aquellas islas, poco separadas unas de otras, se esparcieran a lo largo de una costa oculta detrás de ellas, o como si fueran restos de un continente desaparecido en tiempos prehistóricos. Sintió la blandura del mar, de la niebla, de las negras colinas que dormían a una luz pardusca. Se acordó de un pequeño viaje por mar que había sido una huida según el eslogan de las agencias turísticas: «Viaje usted», «Cambie de horizontes», y reconstruía fielmente todo el acontecimiento, ridiculamente encantado, cuyas estremecedoras fuerzas habían sido arrastradas por otras semejantes. Un corazón de veinte años palpitó unos momentos en su pecho; desde entonces su piel se había cubierto de pelo y se había endurecido. El palpitar de un corazón de veinte años en su pecho de treinta y dos le parecía ahora como el beso inmoral de un adolescente a un hombre. Sin embargo no apartó el pensamiento. Era el recuerdo de una pasión de extraño desenlace que había sentido a los veinte años por una mujer bastante más vieja que él en edad y en experiencias domésticas.
Sintomáticamente no recordaba los rasgos exactos de su persona; una fotografía entumecida y la evocación de las horas en que pensaba en ella solitariamente sustituía la contemplación directa del rostro, de los vestidos, de los movimientos y de la voz de aquella mujer. Su mundo, entretanto, se había hecho tan extraño que, cuando se aludía en la conversación a la «esposa» del comandante mayor se sentía lleno de deleitable incredulidad. —Pronto será la mujer de un coronel retirado —pensaba. En el gobierno militar se decía que era una artista de carrera, una virtuosa del piano, habilidades que no había demostrado públicamente en su juventud a instancias de su familia, ni más tarde por impedírselo sus obligaciones matrimoniales. De hecho, solía tocar el piano con éxito en las fiestas del regimiento, aureolada por el sol de oro que penetraba en los abismos del sentimiento; Ulrich se había enamorado desde el principio, no tanto de su presencia de mujer, cuanto de su ideación. El teniente que llevaba entonces su nombre no era tímido; su ada estaba acostumbrada a ver mujeres, incluso había descubierto el dero que conduce a las honestas. Pero el «gran amor» era para el joven oficial, cuando sentía su nostalgia, una cosa distinta: un concepto; ba fuera del alcance de sus empresas y era tan pobre en contenido Experimental, y por lo tanto tan vacío, como pocos conceptos lo pueden ser. Cuando se le presentó a Ulrich la primera oportunidad de su vida ide captar aquel concepto, su realización fue inevitable; a la señora del Comandante le tocó en suerte desempeñar un papel semejante a la última causa que origina una enfermedad. Ulrich cayó enfermo de amor. Y ya que el mal de amor no significa necesidad de posesión, sino un blanco descubrir el mundo, y por eso se renuncia con gusto a la posesión de la amada, el teniente descubrió el mundo a la señora del comandante, —de una manera tan desacostumbrada y penetrante que le resultó completamente nuevo. Constelaciones, bacterias, Balzac y Nietzsche se mezclaron en un embudo de pensamientos cuyo extremo se aplicaba con creciente claridad a ciertas diferencias vedadas que separaban su cuerpo del cuerpo del teniente. Ella quedó desconcertada por las apremiantes insinuaciones del amor, y se creó problemas que a su juicio nunca hasta entonces habían tenido relación con el amor. En un paseo a caballo, mientras caminaban sosteniendo a sus caballos por las bridas, ella ofreció su mano a Ulrich y vio con estremecimiento de su corazón que su mano permanecía rendida en la de él. Al instante siguiente, sintió inflamarse un fuego, desde sus muñecas hasta las rodillas, y una chispa los derrumbó a los dos al margen del camino, sobre el musgo; allí se sentaron, se besaron apasionadamente y se ruborizaron, porque fue tan grande y extraordinario el amor que, para su sorpresa, no se les ocurrió decir ni hacer otra cosa que lo usual en semejantes abrazos. Los caballos, —impacientados, sacaron a los dos enamorados de aquella embarazosa situación.
El amor de la mujer del comandante hacia el joven teniente fue, en su desarrollo, breve e irreal. Ambos estaban extrañados; se estrecharon mutuamente repetidas veces, pero sintieron la voz acusadora que les mostraba algo desordenado; ella no hubiera consentido llegar en sus abrazos a la unión de los cuerpos, aun después de haber superado los obstáculos del vestido y de la moral. La señora no quería sustraerse a una pasión sobre la que no se había formado concepto; sin embargo, la inquietaba un secreto remordimiento a causa de su marido y de la diferencia de edad, y cuando un día le comunicó Ulrich, con motivos inventados, que se ausentaba para largo tiempo, la señora del oficial mayor respiró aliviada entre lágrimas de emoción. Pero Ulrich no pretendía otra cosa que alejarse lo más posible y rápidamente del origen de aquel amor. Partió a ciegas, hasta que una costa interrumpió la línea ferroviaria; se embarcó en una lancha y llegó a una isla ignorada y casual donde se quedó mal alojado y alimentado; en la primera noche escribió a su amada la primera de una larga serie de cartas que nunca envió.
Aquellas cartas, escritas en el recogimiento de la noche y que entretenían su pensamiento durante el día, las perdió todas más tarde; ése era en realidad su destino. Al principio había escrito largo y tendido acerca de sus ardorosos sentimientos, toda clase de sentimientos que el amor le había inspirado, pero pronto comenzó a suplirlos por descripciones de paisajes. El sol de la mañana le arrebataba el sueño; cuando los pescadores estaban en el mar y los niños y mujeres en sus casas, él y un asno, que pastaba en los bosques y en campos pedregosos situados entre los dos pueblecitos de la isla, parecían ser los únicos seres superiores que vivían una aventura en aquel trozo de tierra suspendida entre agua y aire. Ulrich hacía lo mismo que los demás; subía a las peñas o se acostaba en la ribera de la isla en compañía del mar, de los arrecifes y el cielo. Esto no fue presunción, ya que había desaparecido la diversidad de categorías, así como también había dejado de existir en aquella convivencia la distinción entre el espíritu y la naturaleza muerta y animal; toda clase de diferenciación entre unas cosas y otras fue reduciéndose. Para hablar con objetividad, hay que advertir que aquellas diferencias no se habían atenuado ni desaparecido, pero habían perdido su significado; ya no estaban «supeditadas a las escisiones de la humanidad», como bien han escrito algunos creyentes sobre la mística del amor, de los cuales el joven teniente de caballería no tenía ni noción. Ulrich meditaba en aquellos fenómenos —como un cazador que busca las huellas de su presa, las sigjue y las interpreta—; él no los consideraba ni siquiera verdaderos, sino que los acogía en sí mismo. Se ensimismaba en el paisaje, aunque también esto era una inefable solemnidad; cuando los ojos del mundo miraban por encima de él, chocaban en su interior las olas silenciosas de su sensibilidad. Había penetrado en el corazón del mundo; la distancia entre él y su amada de tierras lejanas era como aquello que le separaba del árbol más próximo; el sentimiento íntimo unía los seres suprimiendo el espacio, así como en el sueño pueden pasar dos seres el uno a través del otro mezclarse, y transformaba todas sus relaciones. Aquel estado no tela, sin embargo, nada de común con un sueño. Era claro y rebosante de pensamientos claros; nada de lo que se movía estaba accionado por recortes casuales, finales, o por deseos corporales, sino que todo se extendía formando nuevos círculos, como los que produce el golpe continuo del agua en medio de un estanque. Esto, y no otra cosa, era lo que describía en sus cartas. Era un aspecto de la vida totalmente nuevo; situado en el centro magnético de la atención ordinaria, liberado de la nitidez, y visto así, más bien algo indistinto y difuminado; pero otros focos de energía volvían a llenarla de suave seguridad y claridad. Todos los problemas y las sugerencias de la vida recibían una incomparable dulzura, suavidad y tranquilidad, y al mismo tiempo un significado distinto. Si, por ejemplo, corría un insecto sobre la mano de este ser meditabundo, .aquello no significaba un acercamiento, paso o alejamiento, y no eran insecto y hombre, sino un suceso que conmovía el corazón de un modo indescriptible, y no ya un suceso, sino, aunque pretérito, un estado. Con la ayuda de aquellas pacíficas experiencias, todo lo que constituía la vida ordinaria adquiría un interés revolucionario que daba quehacer a Ulrich. También el amor que profesaba a la mujer del comandante tomaba rápidamente la forma predestinada. Él se esforzaba por representarse a aquella mujer en la que pensaba continuamente, y por averiguar las ocupaciones a las que se dedicaba en aquel preciso momento; en esto le ayudaba el conocimiento perfecto que tenía de las circunstancias y ambiente de su vida; pero si lo conseguía y la amada se le aparecía ante los ojos, su clarividente sentimiento se ofuscaba y se veía obligado a reducir su imaginación a la consoladora certeza de poder contar con la disponibilidad de su gran amada en todo lugar. No tardó en convertirla en un impersonal centro magnético, en una dínamo anegada de su propia instalación iluminativa, y él le escribió su última carta en la que le explicaba que la gran «vida de amor» nada tiene que ver con posesión y con el deseo de «pertenecerse», sentimientos estos derivados de la esfera del ahorro, de la apropiación y de la voracidad. En estos términos fue redactada la única carta que le envió, la cual señaló aproximadamente el apogeo de su mal de amor al que pronto siguió su fin y su repentino desmoronamiento.