¿HABÍA oído esto en el proceso al que Ulrich había asistido, o lo había leído en los periódicos? Lo recordaba tan vivamente como si lo estuviera oyendo. Nunca en su vida había oído «voces»; ¡por Dios!, él no era de ésos. Pero cuando se oyen, calan en lo profundo, como la paz de una nevada. De pronto se elevan muros desde la tierra hasta el cielo; donde antes no había más que aire se encuentra uno con paredes gruesas y blandas; todas las voces saltan en la jaula del aire de un lugar a otro y penetran después libremente a través de las blandas paredes entrelazadas.
Estaba sobreexcitado de tanto trabajo y aburrimiento, como sucede muchas veces; pero a él no le molestaba oír voces. De repente dijo a media voz: —Existe una segunda patria, donde todo lo que se hace es inocente.
Bonadea tenía entre sus manos un cordón. Había entrado en la habitación de Ulrich. La conversación no le agradó, le sonaba desafinada; había olvidado ya el nombre del asesino del que tanto había leído en la prensa; ahora, cuando Ulrich se disponía a hablar de él, su recuerdo se resistía a reconstruirse en la memoria.
—Pero si Moosbrugger —dijo tras una breve pausa— puede producir semejante desconcertante impresión de inocencia, también la puede producir esa otra pobre criatura abandonada, tiritante de frío, de ojos de topo, aquella Hedwig, que pidió cobijo en su casa y por eso fue asesinada.
—Deja ese tema —le aconsejó Bonadea alzando sus cándidos hombros. Ulrich había hecho esta consideración en el preciso momento, maliciosamente preparado, en que su amiga, sedienta de reconciliación, entraba nuevamente en el cuarto. Sus vestidos, recogidos a media altura, formaban sobre la alfombra como un pequeño cráter mitológico, encantador, del que rebasaba la espuma, y en el medio, Afrodita. Bonadea estaba, pues, dispuesta a aborrecer a Moosbrugger y a deshacerse de su escalofriante víctima. Pero Ulrich no se lo consintió, y describió con rasgos vivos la suerte que esperaba a Moosbrugger. —Dos hombres le pondrán el lazo en el cuello sin abrigar malos sentimientos en lo más mínimo, sólo preocupados por el sueldo a que con ese servicio se harán acreedores. Un centenar de hombres estarán presentes, algunos por deber de oficio, otros por decir que han asistido, al menos una vez en la vida, a una ejecución. Un señor grave con chistera, frac y guantes negros apretará el nudo; al mismo tiempo dos ayudantes se colgarán de las piernas de Moosbrugger para que se rompan las vértebras cervicales. Luego, el mismo señor pondrá su mano con el guante negro sobre el corazón de Moosbrugger y observará con la solicitud de un médico si todavía palpita; en caso afirmativo, se repetirá otra vez toda la escena con mayor impaciencia y menos solemnidad. ¿Te declaras ahora a favor de Moosbrugger, o en contra? —preguntó Ulrich.
Lenta y dolorosamente, como cuando suena el despertador antes de tiempo, Bonadea había perdido «el temple», palabra con que designaba ella sus ataques de adulterio. Ahora tuvo que sentarse, después que sus manos indecisas hubieron sujetado por un momento sus vestidos caídos y el corsé suelto. Como todas las mujeres en circunstancias parecidas, ella también confiaba en un orden público tan justo que, sin necesidad de preocuparse, —amparara sus asuntos privados; entonces, al ser exhortada a lo contrario, se mostró movida de inmediato a compasión y partidaria del Moosbrugger víctima, con exclusión de todo pensamiento sobre el Moosbrugger culpable.
—Luego, tú defiendes a la víctima y condenas la acción.
Bonadea manifestó el obvio parecer de que tal conversación en semejante momento era inoportuna.
—Pero si tu juicio falla con tanta consecuencia contra la acción —respondió Ulrich en lugar de disculparse—, ¿cómo vas a justificar tus adulterios, Bonadea?
Sobre todo, el plural fue soez. Bonadea calló, se sentó en una butaca mullida haciendo un gesto despreciativo, y se quedó ofendida mirando a la arista del techo y de la pared.