30 — Ulrich oye voces

DE repente se concentraron sus pensamientos y, como si mirase ipor una rendija, vio a Christian Moosbrugger, el carpintero, y a sus jueces.

Atormentador y ridículo para un hombre que no piensa así, el juez preguntó: —¿Por qué se lavó usted las manos ensangrentadas? ¿Por qué ocultó el cuchillo? ¿Por qué se cambió de traje y de ropa interior después del homicidio? ¿Porque era domingo? ¿O porque estaba manchado de Sangre? ¿Por qué fue usted la tarde inmediata al baile? ¿No se lo impidió él pensamiento de lo que había hecho? ¿Ni siquiera sintió remordimiento?

A Moosbrugger le iluminó un destello: vieja experiencia de presidiarios: hay que fingir arrepentimiento. El destello influyó, accionó su boca y dijo él: —Cierto.

—Ante la policía ha declarado usted: No siento remordimiento sino sólo odio y rabia hasta el paroxismo —alegó rápidamente el juez.

—Es posible —dijo Moosbrugger con aire de seguridad y distinción—. Es posible que no tuviera entonces otros sentimientos. —Usted es alto y fuerte —intervino el fiscal—, ¿cómo pudo sentir miedo ante una mujer como Hedwig?

—¡Señor! —respondió Moosbrugger sonriente—, es que se puso muy tierna. Había esperado que se revelara con más crueldad de la que yo atribuyo a las hembras de este género. Tengo aspecto robusto y lo soy…

—Bueno —refunfuñó el presidente ojeando las actas.

—Pero en determinadas circunstancias —dijo Moosbrugger en voz alta— soy tímido e incluso cobarde.

Los ojos del presidente se soltaron de los papeles; como dos pájaros abandonan una rama, así ellos la frase en la que se habían posado.

«Cuando sus compañeros de la obra en construcción le enzarzaron en la reyerta, usted no se mostró entonces cobarde —dijo el presidente—. A uno le hizo dar un salto de dos pisos, y al otro, con el cuchillo…»

—Señor presidente —interrumpió Moosbrugger en tono amenazador—, yo mantengo todavía mi punto de vista.

El presidente hizo un ademán despreciativo.

—¡Injusto! —dijo Moosbrugger—, eso tiene que servir de fundamento a mi brutalidad. He venido a juicio como un hombre ingenuo pensando que los señores jueces lo sabrían todo. Pero me han defraudado.

El rostro del juez se inclinó de nuevo sobre las actas.

El fiscal sonrió y dijo amablemente: —Pero Hedwig era una muchacha inofensiva.

—A mí no me pareció así —replicó Moosbrugger con arrebato.

—A mí me parece —concluyó el presidente enfáticamente— que usted siempre intenta echar la culpa a los demás.

—¿Por qué, pues, la acuchilló usted? —empezó el fiscal a repetir afablemente toda la historia desde sus comienzos.