ULRICH había dado a Bonadea una contraseña para que supiera si se encontraba solo en casa. Generalmente siempre estaba solo, pero hasta entonces no lo había advertido. Aun sin haber recibido previo aviso, Ulrich esperaba que Bonadea se presentara en su casa de un momento a otro con sus velos y su sombrero, porque era excesivamente celosa. Cuando iba a ver a un hombre —a veces para decirle únicamente que le despreciaba— aparecía siempre vencida por una debilidad interna, debido a que las impresiones del trayecto y las miradas de los hombres con los que se cruzaba oscilaban en su interior como un ligero mareo. Si el hombre lo adivinaba y le salía al encuentro aunque no se hubiera preocupado de ella durante mucho tiempo, ella se sentía ofendida, reñía con él, le hacía reproches casi inesperados para ella misma, y se asemejaba a un ánade herido en el ala que cae en el mar del amor e intenta salvarse añado.
Bonadea tomaba asiento, lloraba y se sentía profanada.
En tales casos, cuando el amante la irritaba, pedía a su marido apasionadamente perdón por sus culpas. Según una norma antigua, que las mujeres infieles aplican para no traicionarse con una palabra imprudente, Bonadea había hablado a su esposo acerca de un hombre docto e interesante, al que encontraba a veces en casa de su amiga; le había contado que aquel hombre pertenecía a un rango social muy considerado, por lo que él no se adelantaba a visitarlos ni ella se atrevía a invitarle. Aquella media verdad le facilitaba la mentira, y la otra mitad la compartía con su amante. —¿Qué podría imaginar mi marido —pensaba Bonadea— si repentinamente yo pusiera limitaciones al trato con mi amigo? ¿Cómo explicarle semejantes vaivenes de la amistad? Ella estimaba la verdad porque apreciaba todos los ideales; Ulrich la deshonraba porque le obligaba a apartarse de ella más de lo necesario.
Con Bonadea representaba escenas apasionadas. Una vez pasadas, se precipitaban reprensiones, protestas y besos en el vacío abierto. Cuando también éstos habían pasado, quedaban como si nada hubiera sucedido. Los comentarios del día llenaban el vacío, y el tiempo formaba ampolla, como una campana de cristal inflamada de agua sosa.
—Qué hermosa es Bonadea cuando se pone rabiosa —reflexionaba Ulrich— y qué mecánicamente se desarrolla entonces todo. La mirada de Bonadea le conmovía y le seducía a colmarla de caricias; al terminar, echaba nuevamente de ver lo poco que daban de sí. La increíble rapidez de tan bruscas mutaciones, que transforman a un hombre normal en un enajenado espumarajeante, se le revelaba allí patentemente. Le parecía que aquella metamorfosis amorosa de la conciencia era solamente un caso particular de algo mucho más genérico, pues también una sesión de teatro, un concierto, una acción litúrgica, todas las manifestaciones introspectivas parecen, hoy día, islotes pronto desaparecidos, de un segundo estado de conciencia, transitorio, deslizado temporalmente en el ordinario.
—Hace poco que estaba ocupado con mi trabajo —pensó Ulrich— y algo antes estuve en la calle y compré papel. He saludado a un señor de la Sociedad de Física a quien conozco. Pocos días antes había tenido con él una seria entrevista. Y ahora, si Bonadea se apresurara un poco, podría yo ojear aquellos libros que veo por la rendija de la puerta. Entretanto hemos volado a través de una nube de locura, y no es menos inquietante ver a la sólida vida cerrarse sobre este vacío evaporado y mostrarse en su dureza.
Pero Bonadea no se dio prisa, y Ulrich tuvo que pensar en otra cosa. Su amigo de juventud Walter, aquel que se había hecho de milagro marido de la pequeña Clarisse, había dicho una vez de él: «Ulrich emplea sus mejores energías en cosas innecesarias». Esto le vino a la memoria en aquel preciso momento, y además pensó: —Lo mismo se podría decir hoy de todos nosotros. Recordaba perfectamente la escena: un balcón de madera rodeaba la casa de campo. Ulrich era huésped de los padres de Clarisse: faltaban pocos días para la boda y Walter sentía celos de él. Walter poseía una maravillosa capacidad para ponerse celoso. Ulrich estaba fuera, al sol, cuando Clarisse y Walter entraron en el cuarto, al otro lado del balcón. Los espió sin esconderse. Por lo demás, ya sólo se acordaba de una frase; y también del cuadro; la profundidad ensombrecida de la habitación, suspendida como una bolsa semiabierta en el crudo vigor del muro exterior. Bajo los pliegues de aquella bolsa aparecieron Walter y Clarisse; el rostro de Walter se había alargado dolorosamente y mostraba unos dientes largos y amarillos. Se podía decir que un par de dientes largos y amarillos estaban incrustados en un estuche de terciopelo negro, y dos personas al lado, como espectros. La envidia no tenía naturalmente sentido; a Ulrich no le interesaban las mujeres de sus amigos. Pero Walter poseía una aptitud especial para sacar jugo a la vida. Nunca llegaba a lo que aspiraba porque todo lo sentía muy intensamente. Se hubiera dicho que llevaba dentro de sí un amplificador muy melódico de la felicidad y de la desgracia. Negociaba siempre con pequeñas monedas de sentimientos de oro y plata, mientras que Ulrich operaba más a lo grande, con cheques de pensamientos, por decirlo así, y con cifras astronómicas; en definitiva, todo se reducía a papel. Cuando Walter quiso hacerse importante ante Ulrich, estaba tumbado en la linde de un bosque, vestía pantalón corto y, lo más raro, calcetines negros. No tenía piernas de hombre, ni fuertes ni musculosas, ni secas ni nervudas, sino las de una niña sin exceso de hermosura: blandengues y feas. Con las manos cruzadas detrás de la cabeza, miraba al paisaje, y el cielo sabía que se le estaba molestando. Ulrich se acordó de haber visto así a Walter en cierta ocasión que se le quedó grabada como un sello centenario. El pensamiento de haber visto a Walter celoso por él le deleitaba. Todo esto había tenido lugar en un tiempo en que todavía podía uno gozar de sí mismo. Ulrich pensó: —He estado ya varias veces en su casa y Walter no me ha devuelto mis visitas. Sin embargo, podría ir también esta noche a verlos; ¿por qué he de preocuparme?
Decidió mandarles aviso, una vez que Bonadea hubiera terminado de vestirse; en presencia de Bonadea no era prudente hacerlo por el aburrido interrogatorio que inevitablemente le descerrajaría.
Los pensamientos son rápidos; Bonadea, sin embargo, no estaba todavía lista; le dio, pues, lugar a hacer otra reflexión. Ésta fue una pequeña teoría, simple, clara; un buen pasatiempo: —Un joven en fase de actividad mental —se dijo Ulrich y probablemente se refería a Walter, su amigo de juventud—, irradia de continuo ideas en todas direcciones. Pero sólo lo que halla resonancia en el ambiente reverbera en él y torna forma, mientras que todas las demás irradiaciones se esparcen en el espacio y se pierden. Ulrich no tenía inconveniente en aceptar que un hombre inteligente posee la peculiaridad de tener una inteligencia más primitiva que sus atributos; él mismo era un hombre lleno de contradicciones, y creía que todas las aptitudes atribuidas a la criatura humana descansan, bastante juntas, en la inteligencia de cada hombre, si es verdad que el hombre tiene inteligencia. Quizá no es esto del todo exacto, pero lo que nosotros sabemos del origen del bien y del mal induce a pensar que cada uno tiene un número de talla interior, y que esa talla puede ser cubierta con los trajes más diversos, si así lo dispone el destino. A Ulrich no le pareció tan sin sentido lo que había pensado. Si en el curso del tiempo las ideas ordinarias y personales se refuerzan a sí mismas y se pierden las extraordinarias de modo que casi todos, con la precisión de un engranaje mecánico, aparecen cada vez más mediocres, esto demuestra por qué, a pesar de las mil posibilidades que se nos ofrecerían, el hombre corriente sigue siendo el más corriente. Explica también cómo, entre los privilegios que se hacen valer y que obtienen reconocimiento, hay una cierta mezcla que tiene aproximadamente un 51 por ciento de profundidad y un 49 por 100 de superficialidad; los hombres con esta mezcla son los que más éxitos consiguen. Ulrich encontró esto tan complicado y absurdo, tan insoportable y triste, que de buena gana hubiera pasado a pensar en otra cosa.
Se sintió interrumpido porque Bonadea no daba todavía muestras de estar preparada; la espió a través de la cerradura, y vio que estaba aún a medio vestir. Ella había considerado descortés su distracción en el momento en que se trataba de gustar las últimas gotas exquisitas de su mutua presencia; ofendida por aquel silencio, esperó a que reaccionara. Tomó un libro que, por suerte, coincidió ser de historia del arte: con muchas ilustraciones.
Ulrich prosiguió su meditación, irritado por la espera e invadido por una vaga impaciencia.