26 — La fusión del alma con la hacienda. Un hombre de capacidad quiere deleitarse en el barroquismo encantador de la antigua civilización austríaca. A la Acción Paralela le nace así una idea.

DIOTIMA no conocía pensamientos ilícitos, pero aquel día se escondieron probablemente toda clase de imaginaciones detrás de aquel inocente morenito con quien se había entretenido, después de haber mandado fuera de la habitación a su doncella «Rachelle». Con agrado había escuchado una vez más su historia desde que Ulrich había visitado a su ilustre prima. La hermosa mujer, en plena madurez, se sentía ahora joven y como con un juguete en los brazos. Antiguamente, las familias nobles y distinguidas se rodeaban de servidumbre de color. Acudieron a su imaginación cuadros de viajes en trineos tirados por caballos engualdrapados, lacayos empenachados y árboles espolvoreados de escarcha; pero aquella figuración de la nobleza estaba ya muy caduca. «La vida de sociedad ha perdido el alma» —se decía ella. En su corazón sentía algo que la inclinaba a declararse partidaria del audaz secesionista que se atrevía a tener un criado negro, del burgués incorrectamente ennoblecido, del intruso que humillaba el privilegio hereditario de modo parecido a como en otro tiempo el esclavo erudito de Grecia había humillado a sus señores romanos. Su conciencia, encogida por escrúpulos de todo género, desertó hacia él como alma hermana, y aquel sentimiento, que le parecía tan natural comparado con todos los demás de ella, le hizo olvidarse de que el doctor Arnheim —aunque los barruntos se contradecían y no existían todavía pruebas convincentes— debía de ser de procedencia judía (por parte del padre se daba como cierto, sólo su madre representaba un problema, pues hacía tantos años que había fallecido que pasaría tiempo hasta que las indagaciones concretaran algo). Por lo demás, era también posible que un cierto pesimismo melancólico, que oprimía cruelmente el corazón de Diotima, no la impulsara a desear siquiera que el hecho fuera desmentido.

Cautelosamente Diotima había permitido que sus pensamientos abandonaran al negro y se aproximaran a su señor. El doctor Arnheim no era solamente un hombre rico; poseía además un espíritu selecto. Su fama procedía de ser el heredero de negocios ramificados en todo el mundo, y de sus libros que en ambientes vanguardistas eran juzgados como extraordinarios. Las personas que viven en esas esferas de pura intelectualidad están por encima del dinero y del reconocimiento burgués; no se ha de olvidar, sin embargo, que les entusiasma que un hombre rico se haga de los suyos; Arnheim predicaba en sus programas y libros nada menos que la unión del alma con la hacienda, o la de las ideas con el poder. Los espíritus sensibles, dotados de un sentido muy agudo para averiguar el futuro, extendieron la noticia de que él unía en sí mismo aquellos dos polos, generalmente divididos en el mundo, y sostenían el rumor de que una fuerza nueva se aproximaba y estaba llamada a guiar por el camino del bien los destinos del reino, ¡y quién sabe si también al mundo entero! En efecto, era una creencia umversalmente difundida el hecho de que los principios y los métodos de la antigua política y diplomacia europeas quedaban en la cuneta; muchos especialistas habían comenzado también a apostar.

El estado de ánimo de Diotima se podía describir como una rebelión contra la ideología de la vieja escuela diplomática; por eso comprendió en seguida la extraña analogía entre la posición suya y la de aquel secesionista genial. El ilustre personaje había venido a obsequiarla en cuanto le fue posible; su casa era desde hacía mucho la primera que recibía tal honor; la carta de presentación de una amiga común hablaba de la antigua cultura reinante en la ciudad de los Habsburgo y de sus habitantes; de todo esto esperaba poder gozar aquel hombre trabajador, en medio de sus negocios. Cuando Diotima supo que la fama de su preclara inteligencia había llegado al conocimiento de su célebre huésped, experimentó la satisfacción y honra que siente un escritor al enterarse de que sus obras se van a traducir por primera vez a un idioma extranjero. Notó que él no tenía tipo judío, sino un aspecto noble y severo, como de antiguo fenicio. También Arnheim quedó encantado con encontrar en Diotima la mujer que no solamente había leído sus libros, sino que, como una estatua vestida de estilizada corpulencia, correspondía a su belleza ideal, al tipo helénico, pero con un poquito más de carne para redondear la rigidez del clásico. No se le ocultó a Diotima que su conversación de veinte minutos había impresionado a aquel hombre de verdaderas relaciones internacionales; de ahí dedujo una conclusión que bastó para que se disiparan todas las dudas acerca de su marido, quien la había ofendido en su dignidad con sus métodos diplomáticos claramente anticuados.

Con sosegada satisfacción se repitió a sí misma el diálogo entero. Apenas había comenzado, Arnheim le dijo que había venido a aquella ciudad para regalarse en el barroquismo encantador de la antigua civilización austríaca y para descansar un poco de operaciones matemáticas y de tanto materialismo, de la razón inanimada de la actual civilización.

—Todos encuentran espiritualidad animada en esta ciudad —repuso Diotima.

—Sí —contestó él—; nosotros ya no oímos voces interiores; sabemos hoy día demasiado, y la razón tiraniza nuestra existencia.

A esto añadió Diotima: —Por eso a mí me gusta tratar con mujeres, porque ellas no saben nada y son integrales. Arnheim dijo: —Sin embargo, una mujer bella entiende mucho más que un hombre que, a pesar de la lógica y de la psicología, nada sabe de la vida. Entonces le reveló que un problema parecido al de la emancipación del alma frente a la civilización, proyectado solamente en las esferas masivas y estatales, ocupaba a organismos de la autoridad. —Sería necesario…, dijo Diotima, pero Arnheim le interrumpió: —Es admirable presentar ideas nuevas en las esferas potestativas, o mejor, si es permitido decir (aquí emitió un sonido gutural para apartar cierta aspereza de la garganta), ¡nada más que ideas! Diotima prosiguió: —Se pretende formar comisiones con miembros de todas las clases sociales, con el fin de organizar estas ideas. Y fue precisamente entonces cuando Arnheim hizo una observación especialmente importante y con tal acento de calor y respeto amistosos que la amenaza quedó en ella profundamente impresa: —De esa manera —dijo— no será fácil llevar a cabo una gran empresa; los que pueden ser cabezas de la Acción son, no una democracia de comisiones, sino unos pocos hombres fuertes, expertos igualmente en el terreno de la realidad que en el de las ideas.

Diotima se había repetido hasta aquí, palabra por palabra, toda la conversación; pero en aquel momento fue interrumpida por el toque de un resplandor; ya no se podía acordar de lo que ella había contestado. Durante todo el tiempo fue elevándola una sensación de felicidad y de esperanza; su espíritu se encontraba ahora suspendido en el aire, como un globo huido de la mano de un niño, de múltiples colores y resplandeciente a la luz del sol. Al minuto siguiente explotó.

Había nacido a la Acción Paralela una idea, la que había faltado hasta entonces.