ELLA, leyendo en sus pensamientos, descubrió que se le había extraviado algo de cuya posesión no había sabido gran cosa: el alma.
¿Qué es? La podemos definir negativamente: es aquello que escapa y se esconde al oír hablar de progresiones algebraicas.
¿Y positivamente? Parece que se sustrae con resultados a todos los esfuerzos por comprenderla. Puede ser que hubiera existido en Diotima algo fundamental y primitivo, una sensibilidad intuitiva, en aquel tiempo oculta bajo la forma del vestido cepillado de su corrección; la llamaba alma y ésta daba tema a la metafísica de Maeterlinck, a Novalis, pero sobre todo al anonimato del romanticismo y a la búsqueda de Dios que la era de las máquinas ha originado como protesta espiritual y artística contra sí misma. Quizá este sentimiento intuitivo podría concentrarse también en una dosis de ternura, de sosiego, de devoción y de bondad que no había encontrado nunca el camino verdadero y que ya no podía medir exactamente y que, al fundirlas en los moldes del destino, se solidificaba en su cómica forma de idealismo. Quizá era pura fantasía, un presentimiento producido por la actividad de los instintos vegetativos, ocultos bajo la piel del cuerpo y que se animan en el hombre al ser accionados por la expresiva mirada de una hermosa mujer; quizá le llegaban horas indescriptibles en las que se sentía relajada y ardiente, las sensaciones le parecían más aladas que de ordinario, la ambición y la voluntad se aplacaban, y una ligera embriaguez y plenitud de vida la invadían; los pensamientos, aun los más insignificantes, abandonaban la superficie y se sumergían en la profundidad; los acontecimientos del mundo quedaban lejos, como el ruido a la otra parte del jardín. Diotima creía ahora ver en sí misma sin mayor esfuerzo la verdad inmediata; vivencias delicadas, todavía sin nombre, levantaban sus velos y se sentía —para citar algunos de los muchos calificativos que encontró en la literatura— armónica, humana, religiosa, próxima a una profundidad genesíaca que santifica todo lo que procede de ella y declara pecaminoso lo que no brota de sus fuentes. Aunque resultaba agradable pensar en estas cosas, Diotima no conseguía salir de la confusión, como tampoco lo conseguían los libros proféticos a los que había recurrido en busca de consejo y que hablaban en un lenguaje enigmático e impreciso. A Diotima no le quedaba otro remedio que achacarlo a una civilización obstaculizadora del acceso al alma.
Probablemente lo que ella llamaba alma era sólo un pequeño capital de amor, en su posesión al tiempo de casarse; el jefe Tuzzi no le había ofrecido ninguna posibilidad de inversión. Su superioridad sobre Diotima había sido al principio y durante largo tiempo la de un hombre mayor; después, la del hombre triunfador en actividades secretas que revela a su mujer lo menos posible y que observa benévolamente las pequeñeces en las que ella se entretiene. Exceptuadas las ternuras del noviazgo, el señor Tuzzi había sido siempre un hombre práctico y positivo que nunca perdió el equilibrio. Además le aureolaba la tranquilidad de su porte y la elegancia de su traje, el —digámoslo así— cortés y serio perfume de su cuerpo y de su barba, la voz recia y discreta de barítono con que hablaba; todo esto formaba un halo de distinción que había conmovido el alma de la joven Diotima, de manera semejante a como la proximidad del amo emociona el alma de su perro de caza al apoyar éste el morro sobre sus rodillas. Como el perro que brinca cariñosamente, atraillado detrás de su gula, así se había introducido Diotima en la ilimitada región del amor.
El señor Tuzzi tomaba siempre con preferencia los caminos rectos. Sus costumbres vitales eran las de un trabajador ambicioso. Por la mañana se levantaba temprano para dar un paseo a caballo, o mejor a pie durante una hora; esto no solamente contribuía a conservar su elasticidad, sino que significaba a la vez pedantería, hábito que, observado escrupulosamente, revelaba al hombre responsable de sus actividades. Era natural que por la tarde, no teniendo invitaciones a las que acudir ni recepciones en casa, se retirara a su habitación de trabajo a estudiar para poder conservar así sus conocimientos científicos a un nivel superior al de sus colegas y jefes. Una vida de este género impone limitaciones prensas y hace subordinar el amor a todas las demás ocupaciones. Como todos los hombres cuya fantasía no ha sido infectada por el erotismo, Tuzzi, en sus años de soltero —aunque de vez en cuando se dejaba ver en actos de sociedad a que le obligaba su cargo diplomático y acompañaba a actrices y coristas— había sido un asiduo frecuentador de burdeles y, ya en el matrimonio, seguía el ritmo regular de aquella costumbre —anteriormente adquirida. Por eso Diotima conoció el amor bajo la forma de accesos agresivos, impetuosos, breves, repetidos sólo una vez por semana y provocados por una fuerza todavía más violenta. Su naturaleza se sentía obligada a mudar repentinamente de disposición. Sin apenas darse cuenta, recibía el ataque de su marido que, a los pocos minutos cesaba convirtiéndose en una conversación sobre los acontecimientos del día y acababa en un sueño tranquilo; no era acompañado de comentarios, sino a lo más de alusiones indirectas (como la de chistes diplomáticos sobre la «partie honteuse» del cuerpo); todo ello repercutía en Diotima sorpresiva y contradictoriamente.
Por una parte, fue esto la causa de su hiperbólico e inflamado idealismo, de aquella personalidad externa oficiosa, cuya fuerza de amor y cuya aspiración psíquica abrazaban todo lo que de grande y noble se hacía visible a su alrededor; tan íntima y fervorosa fue la dedicación y distribución de Diotima, que evocaba la impresión poderosa, ardiente, pero platónica —desconcertante para los hombres— de aquel sol del amor, a través de cuya descripción nació en Ulrich la curiosidad de conocerla. Por otra parte, el ruido continuado del contacto matrimonial se convertía para ella en un hábito puramente fisiológico que recorría su órbita y se manifestaba sin relación alguna con las partes superiores de su ser, como el hambre de un esclavo al que se le da pocas veces de comer, pero entonces fuerte. A medida que fue pasando el tiempo, cuando apuntaron los pelitos sobre el labio superior de Diotima y cuando a su fragilidad de niña se sobrepuso la seguridad viril de mujer madura, esto le causó horror. Amaba a su marido, pero en su amor se mezclaba una repugnancia creciente, le parecía un ultraje del alma, sólo comparable a los sentimientos que Arquímedes podía haber experimentado, si en medio de sus meditaciones le hubiera interrumpido un soldado extraño, no para descargar sobre él un golpe, sino para hacerle una proposición sexual. Su esposo no lo advertía, ni se le ocurría pensar en ello; Diotima, sin embargo, se sentía víctima de una opresión, cada vez que hacía donación de su cuerpo; no se puede decir que fuera una violencia indecorosa, pero le atormentaba como un movimiento convulsivo o como la esclavitud de un vicio ineludible. Diotima debía de haberse vuelto melancólica y más espiritual; por desgracia, coincidió esta transformación con el momento en que su salón comenzaba a preocuparle. El señor Tuzzi fomentaba naturalmente las tendencias intelectuales de su esposa; había reconocido que redundaban en ventaja de su profesión; a pesar de todo, él nunca había participado en las reuniones, ni las había tomado en serio, pues aquel hombre experimentado tomaba en serio solamente el poder, la obligación, la alta alcurnia y, con algunas reservas, también la razón. La había prevenido de poner su ambición en los «ocios gubernativos del espíritu», porque si bien la cultura es la sal de los manjares de la vida, a la buena sociedad no le gustan los platos demasiado salados; lo dijo sin ironía, pero Diotima se dio por enterada. Ella disponía siempre de una sonrisa continuamente dibujada en el rostro de su marido; así aprobaba él los esfuerzos de su esposa. En todas partes, en casa y en la calle, llevaba aquella sonrisa a flor de labios; caso de ser verdadera —lo cual no siempre era probable— podía ser un regalo para su mujer o una expresión inherente en un hombre como él, obligado por las circunstancias de la función que desempeñaba a mostrarse ante todos con un aire de superioridad; a Diotima llegó a resultarle intolerable, y nunca logró liberarse de la infamia producida por aquella presunción que se arrogaba su marido. Diotima echaba la culpa al tiempo, al materialismo entonces reinante y que tomaba parte juntamente con el mundo en un juego maligno, donde un hombre de ideales no halla, entre ateísmo, socialismo y positivismo, la libertad suficiente para remontarse a su esencia; pero también esto servía muchas veces de poco.
—En este estado de cosas se encontraba la casa Tuzzi al comenzar a activarse los preparativos de la Acción Patriótica. Desde que el conde Leinsdorf, para no comprometer a la aristocracia, había hecho de la casa de su amiga el cuartel general de sus maniobras, dominaba allí una res-ponsabilidad imponderable, pues Diotima había resuelto demostrar a su marido, ahora o nunca, que su casa no era una sala de juegos. Su Señoría le había dicho que la gran Acción Patriótica necesitaba de una idea coronadora de toda la empresa, y ella ponía todas sus fuerzas en buscarla, El pensamiento de realizar, con la cooperación de todo el reino y ante la mirada atenta del mundo entero, algo que se pudiera contar entre los más relevantes acontecimientos de una civilización o, en términos más modestos, algo que mostrara la íntima esencia de la cultura austríaca, aquel pensamiento influía en Diotima de manera semejante a como si las puertas de su salón se abrieran de golpe y se introdujeran a través de ellas las olas de un mar infinito. No se puede negar que lo primero que sintió Diotima fue un vacio inmenso.
Las primeras impresiones son a veces las más justas. Ella, viendo avecinarse algo imponderable, reclutó sus muchos ideales; movilizó la pasión de las lecciones escolares de historia en que aprendió a contar siglos y reinos; hizo todo lo que se debe hacer en tales casos, pero, al cabo de pocas semanas de este ejercicio, advirtió que no había sido inspirada por la más mínima idea. Hubiera sido odio lo que en aquel momento sintió Diotima contra su marido, si el odio —esa especie de vil enajenamiento— hubiera tenido cabida en su alma; por eso, fue melancolía lo que se apoderó de ella y, poco a poco, «una quemazón frente a todo», hasta entonces desconocida.
El doctor Arnheim llegó entonces a la ciudad con su pequeño negro, y Diotima recibió días después su trascendental visita.