LA amistad de Diotima con el conde Leinsdorf se transformó en una firme institución.
Si hay partes del cuerpo que tienen algo que ver con la amistad, para Su Señoría eran éstas las comprendidas entre la cabeza y el corazón, de modo que, en cuanto sea lícita la expresión, a Diotima la podía haber llamado «la amiga de los pechos». Su Señoría veneraba la hermosura e inteligencia de Diotima sin que llegara a permitirse, sin embargo, intenciones pasadas de raya. Bajo su protección, el salón de Diotima alcanzó no solamente consistencia, sino que desempeñó, como él solía decir, un oficio.
El conde era, en su propia opinión, «nada más que patriota». Pero el Estado no consta sólo de corona y de pueblo con administración en el medio, sino que hay además otra cosa: el pensamiento, la moral, la idea. Por muy religiosa que fuera, no se cerraba Su Señoría al conoci-miento —como espíritu penetrado de responsabilidad y como propietario de fábricas— de que en muchos asuntos el espíritu se había sustraído a la tutela de la Iglesia. No podía comprender cómo una fábrica, por ejemplo, un movimiento del mercado del trigo o del azúcar pueda ser dirigido por principios religiosos; por otra parte, sin bolsa ni industria no cabe en ninguna razón moderna pensar en latifundios. Si su director administrativo le demostraba que un determinado negocio funcionaría mejor encauzado por especuladores extranjeros que confiado a la nobleza del país, Su Señoría se decidía generalmente por la primera solución, pues los hechos positivos tienen una lógica propia a la que no se puede oponer el sentimiento, sobre todo cuando uno es cabeza de grandes organismos y carga no solamente con la responsabilidad propia, sino con la de muchísimas otras existencias. Había una conciencia profesional que en determinadas circunstancias aparecía en contraposición con la conciencia religiosa; el conde Leinsdorf estaba convencido de que incluso el Cardenal Arzobispo, en su lugar, no hubiera podido proceder de otra manera. Naturalmente el conde Leinsdorf estaba siempre dispuesto a deplorar públicamente en la asamblea del Senado este estado de cosas, y a expresar sus esperanzas de que la vida restituiría su simplicidad, naturalidad, sobrenaturalidad, salud y necesidad de acuerdo con los principios cristianos. En cuanto abría la boca para hacer tales declaraciones, sucedía como si se desconectara de la corriente ordinaria y se acoplara a otra distinta. En el resto de los asuntos de la vida ocurre lo mismo a la mayor parte de los hombres cuando hablan en público. Si alguno hubiera reprochado a Su Señoría haber hecho en privado lo que condenaba públicamente, él hubiera censurado a sus acusadores con santa convicción y los hubiera llamado elementos revolucionarios, desconocedores de la complejidad de la vida. A pesar de todo, él mismo reconocía que la asociación de las verdades eternas con los negocios —mucho más complicados que la estética simplicidad de la tradición— constituye un problema de máxima importancia, y que aquélla no hay que buscarla sino en la profundización de la cultura burguesa. Con sus grandes pensamientos e ideales en materia de derecho, de deber, de moral y de estética, este pueblo culto tomaba parte en las luchas cotidianas y en sus indefectibles contradicciones, asemejándose a un puente de plantas entrelazadas. No era tan firme ni poseía la seguridad de los dogmas de la Iglesia, pero tampoco era menos insistente y comprometedor; el conde Leinsdorf era en consecuencia, no sólo un hombre de ideales religiosos, sino también un fervoroso idealista cívico.
El salón de Diotima correspondía en su conjunto a las convicciones de Su Señoría. Las reuniones en torno a ella se habían hecho famosas porque en fiestas solemnes acudían a su casa personalidades con las que no se podía hablar palabra; todos eran especialistas afamados; era, pues, difícil estar a su altura para poder conversar sobre las últimas novedades; muchas veces ni el simple nombre de las materias se conocía. Había kencianistas y kanisistas, un gramático del Bo se encontraba con un investigador de partículas, un tocontólogo con un teórico de los cuantos, aparte de los representantes de las nuevas corrientes del arte y de la poesía que se cambiaban cada día de nombre y que hallaban más limitaciones en el trato que sus colegas presentes. En general la asamblea se organizaba de tal manera que, en medio del movimiento desordenado de las personas, reinaba un equilibrio armónico; a los intelectuales noveles Diotima les invitaba por separado; a los huéspedes de honor los destacaba discretamente y les hacía objeto de especiales atenciones. Lo que más distinguía la casa de Diotima era, por así decirlo, el elemento laico, el elemento de la aplicación práctica de las ideas que —en frase de Diotima— rodeaba el núcleo de las ciencias divinas como un pueblo de actividades religiosas, como una comunidad constituida por legos y legas; en una palabra, el elemento de la acción. Entonces, cuando la economía nacional y la física parecían amenazar a la teología, al crecer la lista de los administradores temporales del espíritu (que Diotima registraba en su libro de visitas y la parangonaba con el «Catalogue of Scientific Papers» de la «British Royal Society»), legos y legas eran en aquellas circunstancias directores de banco, técnicos, políticos, consejeros ministeriales y tanto las señoras como los señores de la alta sociedad. Diotima agasajaba especialmente a las señoras, pero daba preferencia a las «damas», frente a las «intelectuales». —La vida está hoy día muy cargada de ciencia —acostumbraba a decir—, por eso se puede renunciar a la mujer integral. Estaba persuadida de que únicamente la mujer integral poseía la fuerza del destino, capaz de entrelazar el entendimiento con la potencia del ser, de lo cual, según su opinión, estaba el entendimiento especialmente necesitado para consumar su propia redención. Esta concepción de la asociación de la mujer con la fuerza del ser le fue atribuida a ella y reconocida incluso por la juventud masculina de la aristocracia; no se debía sólo a la costumbre, también a las muchas simpatías de Tuzzi. El ser indisoluble significaba mucho para la nobleza; en las reuniones de la familia Tuzzi se podía profundizar dos a dos en conversaciones, sin llamar la atención y sin que Diotima lo notara; quizá por eso, su casa resultaba más apropiada y apreciada que una Iglesia para citas amorosas y largas tertulias.
Su Señoría comprendía estos dos elementos, en sí tan multiformes, que se mezclaban en las reuniones de Diotima, y los llamaba «capital y cultura», cuando no los definía como «flor y nata»; de mejor grado les otorgaba la calificación de «función», para la cual reservaba en su pensamiento un puesto privilegiado. Sostenía que todo servicio —no sólo el de un oficinista, sino igualmente el de un obrero o un barítono— significa una función. —Cada individuo —solía decir— desempeña un oficio en el Estado: un obrero, un príncipe, un artesano son funcionarios. Esto era una emanación de su pensamiento incondicionalmente realista y desconocedor de influencias; a sus ojos, también los señores y señoras de la alta sociedad eran portadores de responsabilidad funcional, aunque no hicieran más que entretenerse en conversaciones con investigadores de las inscripciones Boghaz-Koi o de los moluscos lamelibranquios, o aunque simplemente cortejaran a las esposas de los grandes financieros.
Aquel concepto de función pública era para él equivalente a lo que Diotima llamaba unidad religiosa del rendimiento humano, desaparecida desde el medioevo.
Semejante sociabilidad forzada, como la de los Tuzzi, procede realmente, cuando no es del todo ingenua y cruda, de la necesidad de fingir una unidad humana, la cual debe abarcar todas las actividades del hombre, aunque ya no existe ni ha existido nunca. Diotima apellidaba aquella ilusión con la palabra «cultura» y generalmente con «antigua cultura austríaca». Su ambición fue desarrollándose hasta derivar en intelectualidad; desde entonces usaba cada vez con más frecuencia aquella clase de expresiones que tenían la virtud de compendiar: los hermosos cuadros de Vélázquez y Rubens del museo imperial; el hecho de considerar a Beethoven como austríaco; Mozart, Haydn, la catedral de San Esteban, el Burgtheater; el complicado ceremonial de la Corte, lleno de tradiciones; el distrito primero donde se concentraban los más elegantes comercios de confecciones y mercerías de un reino de cincuenta millones de habitantes; las formas finas y discretas de los altos funcionarios; la cocina vienesa; la nobleza considerada como la más aristócrata después de la inglesa, y sus antiguos palacios; el tono de la sociedad representado en un esteticismo, unas veces auténtico y otras falso; y también el ser ella en aquel país objeto de las atenciones de un señor tan eminente como el conde Leinsdorf y el haber trasladado a su casa el escenario de sus programas culturales. Ignoraba que Su Señoría lo hacía así porque consideraba poco digno abrir las puertas de su palacio a innovaciones difíciles de controlar. Muchas veces el conde Leinsdorf quedaba interiormente asombrado de la libertad e indulgencia con que su hermosa amiga hablaba de las pasiones humanas, de los trastornos que ocasionaban o de ideas revolucionarias. Pero Diotima no lo notaba; hacía distinción entre deshonestidad pública, por decirlo así, y castidad privada, como una médica o asistenta social; era sensible a toda palabra referente a ella y la sentía personalmente como si se la tocara en la llaga, pero hablaba de todo de un modo impersonal, sintiendo sólo que al conde Leinsdorf le atraía muchísimo aquella complejidad.
La vida no puede edificar una casa de piedra sin la ayuda del cantero, que, en otro sitio, rompe las piedras. Con gran susto de Diotima había desaparecido, en los años de éxito, el pequeñísimo granito de fantasía, de dulce ensueño, con que en el año de gracia, no teniendo en su existencia ningún otro contenido, decidió casarse con el vicecónsul Tuzzi, aunque éste no poseía más que el aspecto de una maleta de piel con dos ojos negros. Mucho de lo que ella consideraba perteneciente a la antigua cultura austríaca, por ejemplo, Haydn o los Habsburgo, había sido una desagradable materia de lección escolar, mientras que al cerciorarse de vivir dentro, experimentaba la sensación de un encanto fascinador e igualmente heroico, como el zumbido de las abejas en verano; esto se hizo con el tiempo, no sólo monótono sino también fastidioso y sin perspectivas. A Diotima le sucedió con sus famosos huéspedes lo mismo que al conde Leinsdorf con sus relaciones bancarias; aunque por mucho que se deseara conciliarias con el alma, no había manera. De automóviles y de rayos X se puede hablar, son cosas que sugieren todavía sentimientos; ¿pero qué se podría hacer ante tantísimos inventos y descubrimientos de hoy día, sino admirar genéricamente el ingenio humano, lo cual resulta a la larga tan penoso? Su Señoría se personaba de vez en cuando y hablaba con un político o se hacía presentar a un nuevo invitado; le era fácil extasiarse en profundas consideraciones, pero cuando lo tenía que hacer con la dedicación y continuidad de Diotima, se le revelaba que no era su profundidad lo penoso e insuperable, sino su extensión. Cuando se hablaba con expertos, incluso las cuestiones asequibles, como la noble sencillez de Grecia o la inspiración de los profetas, se descomponían en una multiplicidad incalculable de dudas y posibilidades. Diotima se dio cuenta de que también sus más esclarecidos huéspedes platicaban de dos en dos; entonces se podía hablar concreta y razonablemente a lo más con una segunda persona; ella no lo conseguía con ninguno. De ese modo llegó Diotima a descubrir la enfermedad que aquejaba al hombre en aquel tiempo, y que se llama civilización. Es un estado embarazoso con mucho jabón, de ondas sin hilos, de un presuntuoso lenguaje gráfico de fórmulas químicas y matemáticas, de economía política, de investigación experimental y de incapacidad de convivencia humana, sencilla pero más digna. También la relación entre la nobleza del espíritu —que alojaba en sí misma— y la nobleza social, que obligaba a Diotima a precaverse y que, a pesar de todos sus éxitos, no le libró de desilusiones, le parecía a ella más propia de una civilización que de una cultura.
Civilización comprendía, por consiguiente, todo lo que su espíritu no podía dominar. Por eso lo era también desde hacía tiempo y sobre todo su marido.