23 — Primera intromisión de un gran hombre

DIOTIMA y su doncella quedaron algo impresionadas por la visita de Ulrich. Pero mientras la pequeña lagartija negra se escurrió rápidamente entre las paredes iluminadas, según acostumbraba después de haber despedido a un huésped distinguido, Diotima usó del recuerdo de Ulrich con la conciencia de una mujer a la que no agradan los contactos indebidos porque posee el poder de reprender amorosamente. Ulrich no sabía que en el mismo día había entrado en la vida de Diotima otro hombre que se alzaba bajo su mirada como un monte gigantesco con vistas panorámicas dilatadísimas.

El doctor Paul Arnheim había ido a visitarla al poco de llegar a la ciudad.

Este hombre era inmensamente rico. Su padre era el más poderoso dominador de la «Alemania férrea»; incluso el jefe de sección Tuzzi se había prestado a este juego de palabras. Uno de los principios de Tuzzi era: es preciso ser parco en expresiones; los juegos de palabras, si bien no se puede prescindir totalmente de ellos en conversaciones ingeniosas, no deben ser perfectos porque fácilmente uno se vuelve burgués. Había recomendado a su mujer que tuviera cuidado de recibir a los huéspedes con todos los honores. Aunque aquella clase de gente no sobresalía todavía en el Reich y, en cuanto a la influencia que tenían en la Corte, no se podían comparar con los Krupps, se podía temer, sin embargo, que sucediera al día siguiente. Añadió que, según sospechas, aquel hijo —que por lo demás andaba bien entrado en los cuarenta— no solamente aspiraba a suceder a su padre en el cargo, sino que además se preparaba a asumir una cartera ministerial con la ayuda del tiempo y de sus relaciones internacionales.

Él no se imaginaba la tempestad que había formado con estas conferencias en la fantasía de su mujer. Pertenecía al estilo de Diotima no estimar de modo exagerado a los «negociantes», pero como persona de mentalidad burguesa, también ella admiraba la riqueza en lo más profundo de su ser, lo cual no tiene nada que ver con las convicciones. El encuentro personal con un hombre tan desmedidamente rico le produjo la impresión de un querubín con sus alas de oro extendidas sobre ella. —Desde que su marido había comenzado a ascender, Ermelinda Tuzzi se había habituado a frecuentar el trato de la fama y la riqueza; pero fama y gloria, adquiridas con obras del entendimiento, se disipan rápidamente a los ojos de quien conoce a sus portadores; la riqueza feudal, o tiene la forma de deudas imprudentes de un joven agregado diplomático o está ligada a un estilo de vida tradicional, sin tener que ganar montañas de dinero amontonado con industria ni sentir el escalofrío del oro con que los grandes bancos y las industrias internacionales hacen sus negocios. Lo único que Diotima sabía acerca de los organismos bancarios era que incluso sus empleados modestos hacían los viajes de servicio en primera clase, mientras que ella, si no iba en compañía de su marido, tenía que viajar en segunda; según eso, casi no podía imaginarse el lujo que tendría que rodear a los más altos déspotas de semejante comercio oriental.

Su pequeña doncella Raquel había oído cosas inverosímiles. Por lo menos se decía que el nabab de Arnheim había venido en un tren privado, se había alquilado un hotel entero y se hacía acompañar a todas partes por un esclavo negro. La verdad era mucho más modesta, pues Paul Arnheim nunca hacía ostentación. Sólo la historia del niño moro era realidad. Lo había segregado hacía años de una tropa de bailarines, con ocasión de un viaje al sur de Italia, y se lo había llevado consigo con el deseo mixto de sacar a aquella criatura del fango de la vida y de adornarse a sí mismo, de redimirle para la vida del espíritu y de hacer de él una obra de Dios. Algo más tarde perdió el entusiasmo por él, cuando el chico acababa de cumplir los dieciséis años, y lo empleó en el servicio habiéndole dado a leer ya antes, cuando tenía catorce, Stendhal y Dumas. Pero aunque los rumores que había traído la doncella a casa fueron tan exagerados y pueriles que hicieron reír a Diotima, Raquel tuvo que repetir palabra por palabra todo lo que había oído, y su narración le pareció a Diotima tan «incólume» como sólo había podido suceder en esta metrópoli única, «llena de cultura hasta en la inocencia». El pequeño moro impresionó de modo extraño su fantasía.

Diotima era la mayor de tres hijas de un profesor de enseñanza media sin bienes patrimoniales; su marido pensó por eso sacar buen partido al casarse con ella, siendo él todavía un vicecónsul anónimo y burgués. De muchacha no había poseído más que su orgullo; dado que él tampoco había tenido por qué sentirse orgulloso, se le podía describir como la corrección encogida, con tentáculos extendidos de sentimentalismo. Pero también ésta oculta muchas veces ilusiones y ambiciones, y puede constituir una fuerza incalculable. Si Diotima se dejaba seducir al principio por perspectivas de lejanas intrigas en tierras remotas, el desengaño no se hacía esperar; pocos años después redundó esto en provecho suyo en su trato con amigas envidiosas de su aire exótico, y no pudo dejar de reconocer que, en las cosas esenciales, su vida de las misiones permanecía la misma vida que había llevado antes. La ambición de Diotima estuvo a punto de acabar en una estéril dignidad de quinta categoría en el momento en que por una casualidad empezó su marido a ascender, y antes de que un ministro benévolo y «progresista» le hubiera ofrecido la dirección central de la cancillería presidencial. A esta oficina acudieron multitud de gentes en demanda de la ayuda de Tuzzi, y desde aquel momento se reavivó en Diotima, ante su mismo asombro, un tesoro de recuerdos sobre «la belleza y grandeza espiritual» que decía haber adquirido en la intelectual casa paterna y en los centros del mundo, pero en realidad lo había aprendido en el liceo de señoritas con calificación de alumna aprovechada; luego comenzó a utilizarlo con prudencia. El entendimiento frío, pero seguro, de su marido encauzó sus atenciones, sin querer, hacia ella, y Diotima obró sin malicia, como una esponjita húmeda que devuelve lo que ha absorbido sin fin especial; entretanto, apenas notaba que sus dotes intelectuales eran reconocidas, mezclaba con gran placer en sus conversaciones frases oportunas de «altísima intelectualidad». Poco a poco, mientras su marido continuaba ascendiendo, crecía el número de los que venían a hacerle la corte; la casa de Diotima se vio convertida al final en un «salón» donde, según se decía, se encontraban juntas «la sociedad y la cultura». Ahora, en contacto con personas de poder de diversos ambientes, Diotima comenzó a descubrirse seriamente a sí misma. Su corrección, siempre alerta como en tiempos de colegiala, capaz de recordar perfectamente lo aprendido y de amalgamarlo en una unidad interesante, se convirtió por extensión en una intelectualidad independiente. La casa Tuzzi había adquirido renombre.