22 — La Acción Paralela, personificada en una influyente mujer de indescriptible atractivo, está a punto de devorar a Ulrich

POR indicación del conde Stallburg, Ulrich se debía haber presentado al conde Leinsdorf, pero no quiso; prefirió visitar a su «gran prima» siguiendo así la recomendación de su padre; le interesaba además verla con sus propios ojos. No la conocía personalmente, sin embargo, desde hacía algún tiempo, venía sintiendo una verdadera antipatía contra ella, sin duda porque personas bien relacionadas con su familia le habían aconsejado más de una vez: «Debería usted conocer a esa mujer». Se lo habían dicho acentuando especialmente el «usted» y en un tono que intentaba hacerle ver que él sería capaz de aquilatar semejante joya; también podía ser un cumplido sincero o significar la secreta convicción de que Ulrich era un auténtico idiota si no se ponía en contacto con ella. Por eso, se había informado repetidas veces de las dotes especiales de aquella mujer, pero nunca obtuvo respuesta satisfactoria. Le decían: «Es de un encanto espiritual indescriptible»; o bien «Es la mujer más hermosa e inteligente de nuestra sociedad»; otros: «Es la mujer ideal»; «¿Qué edad tiene?» preguntaba Ulrich finalmente, nervioso. «¿Está relacionada?» El joven a quien hablaba, no carente de experiencia, quedó sorprendido: «Tiene usted razón. Nadie ha pensado en ello». «O sea, una hermosura espiritual —se decía Ulrich—, una segunda Diotima». Desde aquel día la llamó así en el pensamiento, en memoria de aquella ilustre profesora de amor.

En realidad se llamaba Ermelinda Tuzzi; y, más concretamente, Hermine. No se vaya a creer que Ermelinda es la traducción de Hermine: ella se conquistó un buen día el derecho a aquel bonito nombre, gracias a una inspiración intuitiva que le fue susurrada al oído espiritual, como una verdad superior. Su marido seguía llamándose Hans, y no Giovanni, a pesar de que este nombre no habría sonado mal junto a su apellido y de haber aprendido italiano en la Academia consular. Contra el jefe de sección, señor Tuzzi, Ulrich no tenía los mismo prejuicios que contra su esposa. Desempeñaba un cargo de responsabilidad en el Ministerio de Asuntos Exteriores, de un carácter todavía más feudal que otros oficios gubernativos, siendo él el único funcionario burgués; dirigía la sección de mayores influencias, estaba considerado como el brazo derecho y, según algunos, incluso como cabeza del ministro; era uno de los pocos hombres de influencia en los designios de Europa. Pero cuando en un ambiente tan arrogante como aquel ascendía un burgués, podía con razón hacer caso omiso de sus cualidades; éstas tenían que asociar de un modo ventajoso la necesidad absoluta de su persona con la necesidad de una resignada dimisión. Ulrich no andaba lejos de considerar al autorizado jefe como a un entero sargento de caballería con poder sobre reclutas de la nobleza. Su mujer le vanía como anillo al dedo; a pesar de que él ponderaba y elogiaba su hermosura, no le concedía juventud ni ambición, y no le tentaba demasiado su talle de cultura burguesa.

Le esperaba una gran sorpresa. Cuando Ulrich fue a su casa y le ofreció sus respetos, Diotima le recibió con una indulgente sonrisa de mujer de categoría, consciente de su belleza y que sabe perdonar a los hombres superficiales el pecado de fijarse en su tipo antes de pensar en nada.

—Le esperaba —dijo ella. Y Ulrich no supo si había pronunciado una expresión galante o un reproche. La mano que ella le tendió era rellena, sin peso.

Ulrich la apretóy la retuvo algo más de lo debido; sus pensamientos no pudieron separarse de aquella mano al instante. La sostuvo en la suya como a un capullo reventón; sintió las uñas afiladas como élitros de un insecto dispuesto a remontar el vuelo de allí a un mundo improbable. La afectación de aquella mano femenina le subyugó, pero pensó que en realidad era un órgano humano casi obsceno, que tienta todo como el morro de un perro; oficialmente, sin embargo, es la sede y el símbolo de la fidelidad, de la nobleza y de la delicadeza. Echó de ver que en el cuello se abultaban sus nervios tersos, revestidos de una finísima piel; los cabellos los recogía anudados en un moño griego, rígido y tan perfecto que parecía un nido avispas. Ulrich se sintió invadido por sentimiento hostil, por el placer de desdeñar a aquella mujer sonriente, pero no pudo sustraerse a su belleza.

También Diotima le observó detenidamente y casi lo examinó. Había oído varias referencias de aquel su primo, a manera de leves disonancias de escándalo privado; era parientes suyo. Ulrich se imaginó que también a ella le había impresionado bastante su físico, a lo cual ya estaba é acostumbrado. Era alto, bien desarrollado, flexible de músculos, y aparecía bien afeitado con el rostro claro e inescrutable; a veces, creía ser el ideal que casi todas las mujeres se forjan acerca del hombre interesante en plena juventud; no siempre tuvo el valor de desengañarse a tiempo. Diotima, en cambio, se defendió contra posibles asechanzas haciéndole espiritualmente objeto de compasión. Ulrich observó también cómo le contemplaba ella, y pensó que sus sensaciones internas no debían ser tan despreciables; Diotima a su vez pensaba quizá que los nobles atributos, de que aparentaba estar dotado aquel hombre, tenían que haber sido adulterados por una mala vida, pero que todavía se podían salvar. Diotima era algo más joven que Ulrich y, corporalmente, se encontraba en plena efervescencia; revelaba una cierta virginidad inexplorada de espíritu, en declarado contraste con su autosuficiencia. Así, hablando, se observaban el uno al otro.

Diotima comenzó afirmando que la Acción Paralela sería la única ocasión de realizar el proyecto más grande e importante de cuantos se pueden imaginar. —Queremos y debemos poner en práctica una idea excelsa. Está en nuestra mano y hay que aprovecharla.

Ulrich preguntó ingenuamente: —¿Piensa usted en algo concreto?

No, Diotima no pensaba en nada concreto. ¿Cómo lo iba a hacer? Nadie que habla de lo más grande e importante del mundo cree que exista realmente. ¿Con qué especial atributo del mundo se puede comparar? Todo tiende a formular la conclusión de que lo uno es más grande, importante o también más bello y más triste que lo otro, dependiendo, por tanto, de un grado o comparación; ¿y no se da al lado una cumbre, un superlativo? Si alguien se quiere hacer interesante hablando de esa forma sobre lo más importante y grande, se hace sospechoso de ser un individuo sin sentimientos ni ideales. Así le sucedió a Diotima y así había hablado a Ulrich.

Diotima, como mujer de inteligencia admirada por todos, encontró indiscreta la réplica de Ulrich. Sonrió un poco y contestó: —Hay todavía tantas cosas grandes y buenas sin realizar que no hacen fácil la elección. Pero formaremos comisiones con elementos de todas las clases sociales, y éstas nos ayudarán. ¿O cree usted, señor…, que no es un privilegio extraordinario poder invitar con ocasión de estas fiestas a toda una nación, al mundo entero, para que reflexione y se reconcilie con la vida del espíritu en medio de una barahúnda materialista? No debe pensar que nosotros perseguimos fines patrióticos anticuados.

Ulrich eludió la respuesta con una broma.

Diotima no rió; se sonreía solamente. Estaba acostumbrada a tratar con hombres ingeniosos que eran además alguna otra cosa. Los paradójicos puros le parecían personas faltas de madurez, y provocaban en ella la imperiosa necesidad de llamar la atención de sus parientes sobre la seriedad de los hechos reales que conferirían a la gran empresa patriótica dignidad y responsabilidad. Ahora hablaba en un tono distinto, concluyendo y enunciando; Ulrich buscaba entre sus palabras los balduques de un negro amarillento usados en las oficinas ministeriales para atar legajos. De la boca de Diotima salían no sólo palabras técnicas de burocracia estatal, sino también frases como «tiempos sin alma, dominados únicamente por la lógica y la psicología», o bien «el presente y la eternidad» y, de vez en cuando, decía algo de Berlín y del «tesoro de sentimientos» que, ante la indignación de Prusia, custodiaba todavía Austria.

Ulrich intentó interrumpir aquel discurso patriótico; pero de repente sintió un olor a incienso de alta burocracia que envolvía suavemente, cómo una nube, su indiscreción. Ulrich se puso blanco, se levantó; con ello quiso decir que su primera visita había terminado. En los pocos minutos que duró la despedida, Diotima le agasajó con múchos cumplidos cariñosos, circunspectos y sin duda algo exagerados; los había aprendido de su marido; éste hacía uso de ellos en sus relaciones con jóvenes de la nobleza; por aquel entonces estaban subordinados a él, pero podía llegar un día en que figurasen como ministros del reino. La manera de invitar a Ulrich a repetir su visita reveló en ella una pretenciosa inseguridad de espíritu frente a una cruda fuerza vital. Cuando Ulrich volvió a tomar la mano leve y suave de Diotima en la suya, se miraron los dos a los ojos. Ulrich tuvo un presentimiento que le reveló algo así como si los dos estuvieran destinados a ocasionarse mutuamente grandes disgustos por motivos de amor.

”En verdad —pensó él—, esta mujer es una hidra de hermosura. Ulrich había determinado dejar que la Acción Patriótica le esperase en vano, pero parecía ser que aquella Acción se había personificado en Biotima y estaba a punto de devorarle. Resultaba casi divertido; no óbstante su experiencia y edad, se consideraba a sí mismo como un gusanillo venenoso contemplado detenidamente por una gran gallina”. ¡Pero hombre! —se dijo Ulrich—, cualquier cosa antes que dejarse cautivar por esta gigante del espíritu y perpetrar vileza semejante. Le bastaban las relaciones con Bonadea, por eso se impuso severas restricciones.

Mientras se alejaba de la casa, le consolaba la sensación agradable que había sentido al venir. Le había recibido una pequeña doncella de ojos soñadores. Al salirle ésta al encuentro, en la oscuridad del vestíbulo sus ojos habían titilado seductores, como las alas de una mariposa negra; ahora, al marchar, rasgaban la oscuridad como negros copos de nieve. Algo árabe o árabe judaico, una imagen confusamente captada, de una gracia tal, a pesar de haber pasado casi inadvertida, que Ulrich se olvidó de examinarla de arriba abajo; sólo cuando llegó a la calle se acordó de ello, y sintió la extraña lozanía y vitalidad de aquella pequeña.