21 — El conde Leinsdorf encuentra la clave de la Acción Paralela

EL verdadero promotor de la gran Acción Patriótica no fue el conde Stallburg, sino su amigo el ilustrísimo señor conde Leinsdorf. Desde ahora llamaremos a esta operación «Acción Paralela», para abreviar «El trascendental jubileo septuagenario cuyas glorias y preocupaciones serían celebradas con una fastuosidad superior a la del trigésimo aniversario». En el despacho acogedor, iluminado por altas ventanas aparecía éste noble señor, rodeado de una aureola de recogimiento, devoción, galones y fama; le acompañaba, al tiempo de hacerle Ulrich su visita, su secretario con un libro en la mano, del cual leía a Su Señoría un párrafo que le había mandado buscar. Era algo muy apropiado, según su parecer, tomado del «Discurso a la nación alemana» de J. G. Fichte:

—Para librarse del pecado original de la indolencia —leyó— y de sus consecuencias, la cobardía y la falsedad, necesitan los hombres de modelos que les interpreten por adelantado el enigma de la libertad, como lo hicieron los fundadores de las religiones. La obvia aclaración de las convicciones morales se ha de buscar en la Iglesia, cuyos símbolos se considerarán, no como temas aleccionadores, sino sólo como medios didácticos para la predicación de las verdades eternas. Había acentuado las palabras «indolencia», «modelos» e «Iglesia»; Su Señoría escuchó atentamente, se hizo mostrar el libro y sacudió la cabeza. —No —dijo el conde—, el libro está bien, pero ese punto de vista protestante no reza con la Iglesia. El secretario le miró con desaire, como un sencillo empleado cuando el jefe le rechaza por quinta vez el borrador de una escritura, y objetó prudentemente: —Pero en ambientes nacionales, Fichte causaría óptima impresión. —Yo creo —replicó Su Señoría— que de momento debemos renunciar a eso. AI cerrar el libro, se oscureció también su rostro y, ante aquella actitud agria y autoritaria, el secretario se cuadró y le rindió el homenaje de una inclinación reverendal; tomó a Fichte en sus manos para quitarlo de en medio y volverlo a su lugar de la biblioteca, junto a todos los demás sistemas filosóficos del mundo. Uno no tiene por qué hacerlo todo, de algo tienen que servir los demás.

—Por consiguiente —dijo el conde Leinsdorf—, quedamos en los cuatro puntos: Emperador Pacífico, piedra angular de Europa, Austria auténtica, capital y cultura. En estos términos debe usted redactar la circular.

Su señoría había tenido en aquel momento un pensamiento político que, traducido a palabras, se formula aproximadamente así: «¡Vendrán ellos solos!» Se refería a aquellos círculos de su patria que se sentían menos pertenecientes a la misma que a la nación alemana. No le agradaban. Si su secretario le hubiera encontrado una cita mejor, más halagadora (con este objeto había recurrido a J. G. Fichte), la hubiera mandado escribir; pero desaconsejándolo al presente una circunstancia desconcertante, el conde Leinsdorf se sintió excusado.

Su Señoría fue el creador de la gran Acción Patriótica. Él fue el primero al que se le ocurrió la calificación de Emperador Pacífico, cuando le llegó de Alemania la tan inquietante noticia. Este apelativo brotó espontáneo de la consideración de aquel monarca venerable de 88 años de edad, verdadero padre de su pueblo, y de un reinado sin interrupción durante siete decenios consecutivos. Los dos conceptos contenían naturalmente los rasgos tan familiares de su imperial señor, pero la gloria que les acompañaba no era la de majestad, sino la del hecho enorgullecedor de tener su patria al soberano más viejo y de más largo reinado del mundo. Personas incomprensivas pudieron sentir una simple deleitación, como si se tratara nada más que de un caso raro (también el conde Leinsdorf hubiera podido dar preferencia a un extraño sello del Sahara, estriado, con huellas de agua y algo roto, y haberlo colocado en lugar más preferente que un cuadro del Greco; y así lo hacía el conde, aunque poseía ambas cosas y no por eso descuidaba la famosa colección de cuadros de su casa). Estos escépticos, sin embargo, no comprendían la fuerza ilustradora de un símbolo que enriquece más incluso que un fabuloso capital. En este símbolo del anciano monarca entraba para el conde Leinsdorf también su amada patria y el mundo ante el que debía ser un ejemplo. Le movían grandes y dolorosas esperanzas. No podía distinguir si lo que le afligía era el dolor de no ver a su patria ocupar el puesto de honor que le correspondía «en la familia de las naciones», o la envidia hacia Prusia porque en el año 1866 arrebató a Austria su lugar, o si lo que sentía era orgullo de la nobleza de un Estado tan antiguo y deseos de poder mostrarlo como ejemplo. Los pueblos de Europa, según su parecer, andaban todos a la deriva con ideas democrático-materialistas; le complacía pensar en un símbolo sublime que fuera al mismo tiempo aviso e invitación a ser examinado por la conciencia. Para él no había duda de que tenía que ocurrir algo con lo que Austria se antepondría a todas las demás naciones, y su «esplendorosa manifestación de vida» haría de piedra angular del mundo entero; con ello recobraría su verdadero ser; en todo y ante todo debía reinar el octogenario Emperador Pacífico. El conde Leinsdorf no sabía más ni mejor. Pero estaba seguro de que había tenido una gran idea, y ésta le apasionó, aunque a un cristiano de rigurosa educación y responsabilidad le tenía que haber dejado más bien esgéptico. Con absoluta fe en su evidencia se entregaba a sublimes y fantásticas imaginaciones, como la de aquel soberano, la de su patria y la de la felicidad del mundo. La oscuridad inherente de aquella idea no inquietaba a Su Señoría. Su Señoría conocía bien la doctrina teológica de lo «contemplado in calígine divina», contemplación que es en sí misma infinitamente clara, pero para el entendimiento humano resulta ofuscación y tinieblas. Por lo demás, defendía su firme convicción de que un hombre que realiza algo grande generalmente no sabe por qué. Ya lo dice Cromwell: «¡Un hombre nunca adelanta más que cuando no sabe a dónde va!» El conde Leinsdorf se abandonó satisfecho al placer de sus visiones cuya inseguridad le animaba más que los hechos ciertos.

Prescindiendo de sus imaginaciones, sus ideas políticas eran de una extraordinaria consistencia y de una independencia que sólo posee un carácter exento de la posibilidad de dudar. Como señor de un mayorazgo era también miembro de la Cámara Alta, pero no desarrollaba actividad política alguna, ni desempeñaba cargos en la Corte ni en el Estaco. «No era más que un patriota». Precisamente por eso y por su riqueza privada, se había convertido en centro de todos los demás patriotas, lientos al desenvolvimiento del reino y de la humanidad. La obligación fiioral de estar siempre pronto a «extender la mano en ayuda de lo alto» dominaba su vida, y no se contentaba con ser un simple espectador. El «Pueblo» le había convencido de que aquello era «bueno», pues no solamente dependían de él oficiales, empleados y servidores, sino, en cuanto a lo económico, muchísimas personas. Con el verdadero pueblo no tenía más contacto que el de los domingos y días festivos en que se sale al escenario de la vida de colores, risueño como el coro de una ópera. Los que no encajaban en aquella idea eran considerados «elementos revolucionarios»: individuos irresponsables, carentes de madurez y ávidos de sensaciones. Él había sido educado en la religión y en el feudalismo, nunca había chocado con el mundo burgués, había leído algo; influido por la pedagogía religiosa que le había protegido en su juventud, calificaba sus lecturas o de confirmación de sus propios principios o de divergencias heréticas; fuera de esto, no conocía el mundo de su tiempo sino por los debates del Parlamento y por las polémicas de los periódicos; y como no se escapaba a su inteligencia avisada la gran superficialidad de aquellas luchas, iba afianzándose cada vez más en la convicción de que la verdadera, profunda e inteligible idea del pueblo era exactamente la que él se había formado. El adjetivo «verdadero», aplicado a las corrientes políticas, era un medio expeditivo para orientarse en un mundo creado por Dios y a menudo renegado de los hombres. Creía firmemente en que incluso el verdadero socialismo compartía su opinión; ya desde un principio, su idea más personalista, que a todas luces quería ocultar, fue la de tender un puente que permitiera y obligara a los socialistas a pasar a su campo. Es obvio que el ayudar a los pobres es un deber de caballeros, y que para la alta nobleza no puede existir tanta diferencia entre un fabricante burgués y sus obreros. «En el fondo, todos somos socialistas» era su sentencia favorita, y con ella se refería a la verdad de que en el otro mundo no habrá distinciones sociales: en el actual las consideraba necesarias; y esperaba del proletariado, si bien lo admitía sólo en las cuestiones relativas al bienestar material, que renunciara a las frases disparatadas y que reconociera el orden natural del mundo donde todo ser humano, cada uno en su propio ambiente, puede tener su propio desarrollo y obligaciones. El verdadero señor era para él tan importante como el verdadero artesano, y la solución de los problemas políticos y económicos venía a ser una visión armónica que él llamaba Patria.

Su Señoría no habría podido concretar cuánto de todo esto había pensado en el cuarto de hora a continuación de la salida de su secretario. Quizá todo. Aquel hombre de sesenta años, de mediana estatura, sentado rígido en su escritorio y con las manos entre las piernas, no se daba cuenta de que sonreía. Llevaba el cuello bajo por su predisposición al bocio; lucía una perilla encrespada, quizá por el mismo motivo o quizá también por asemejarse a los aristócratas bohemios del tiempo de los Wallenstein. Le rodeaba una habitación alta y espaciosa, y a ésta otras grandes, vacías, el vestíbulo, la biblioteca, ánforas y conchas, más cuartos, silencio, devoción, solemnidad y la guirnalda de dos escaleras serpenteantes. En el zaguán, donde las escaleras terminaban, paseaba el conserje envuelto en su pesado capote, cosido de galones y vara en mano; através del arco del portón contemplaba el líquido fluir del día y el navegar de los transeúntes en el acuario de la ciudad. En el límite de estos dos mundos se alzaban graciosas las volutas de una fachada rococó, famosa en la historia del arte y de la cultura, no sólo por su belleza, sino también porque era más alta que larga; estaba considerada como el primer intento de injerto de piel de un cómodo y ancho palacete rural sobre el esqueleto gigante de una casa de ciudad; simbolizaba además el paso del esplendor feudal a la democracia burguesa. La existencia de los Leinsdorf intervenía en la crítica de la intelectualidad mundial. En esto la existencia de los Leinsdorf pasaba, acreditada por los libros de arte, al ámbito del espíritu universal. Pero quien no lo sabía veía tanto de ello como la gota de agua de los muros del canal por el que se desliza: divisaría solamente el orificio blando, pardusco del portón, una sorprendente, casi provocadora concavidad, y en lo profundo el brillo del oro de los galones y los grandes botones del portero. Cuando hacía buen tiempo, el conserje salía fuera y vigilaba la entrada del edificio, como una perla de colores, visible desde lejos, incrustada en una corona de casas. A nadie llamaba la atención aquellos muros, aunque también se levantaban para servicio de todos, para contener y regular el hervidero de gente que sin número ni nombre pasaba por delante. Se podría apostar a que para una gran parte del «pueblo», cuyo orden regulaba solícito e incansable el conde Leinsdorf, el apellido de Su Señoría evocaría precisamente la imagen de aquel conserje.

Pero Su Señoría no hubiera visto en ello una afrenta; más bien, el hecho de disponer de conserjes así lo consideraba él como un signo del «genuino desprendimiento» de la nobleza.