20 — Contacto con la realidad. Ulrich sustituye la falta de atributos por energía y vehemencia

ULRICH decidió por fin visitar al conde Stallburg, entre otros motivos, por curiosidad.

El conde Stallburg desempeñaba un cargo público en la Corte Imperial y Real, y el Emperador y Rey de Kakania era un anciano legendario. Desde entonces se han escrito muchos libros acerca de él, y se sabe exactamente lo que hizo, impidió y dejó de hacer; pero en el último decenio de su vida y de la existencia del reino de Kakania dudaron de ello muchos jóvenes del mundo del arte y de la ciencia. Sus retratos aparecían en todas partes y en número casi igual al de los habitantes del reino. Con motivo de su cumpleaños se comía y se bebía tanto como en el día de Navidad; se encendían hogueras sobre las montañas, y las voces de millones de hombres proclamaban su amor filial. El himno de alabanza al Emperador era la única creación poética y musical que conocía todo kakaniense, pero su popularidad y publicidad eran tan archiconvincentes que la fe en su existencia podía equivaler a la fe en algunas estrellas que vemos ahora, a pesar de haber desaparecido hace miles de años.

Lo primero que tuvo lugar, cuando Ulrich se dirigió a Palacio, fue que la carroza que lo conducía se detuvo en el patio exterior, y el cochero expresó su deseo de recibir la paga afirmando que podía atravesar el Ulterior, pero no le estaba permitido estacionarse en él. Ulrich se molestó, trató al cochero de estafador y de cobarde, e insistió en que siguiera adelante; pero el cochero permaneció impasible frente a la inseguridad de Ulrich. Al penetrar en el patio interior, apareció ante sus ojos una infinidad de levitas, calzones y penachos rojos, azules, blancos y amarillos, que lucían almidonados en el sol como pájaros en la arena. Hasta entonces, «Su Majestad» había sido para él una expresión hueca, en uso, pero sin más significado que el que puede sentir un ateo cuando dice «¡por amor de Dios!». Elevó sus ojos hacia lo alto del muro y vio una isla gris, fortificada, junto a la cual discurría sin parar mientes en ello el tráfico veloz, huidizo de la ciudad.

Presentó su demanda y fue conducido por escaleras y pasillos, a través de habitaciones y salas. Aunque iba elegantemente vestido, le parecía que todos con los que tropezaba su mirada le justipreciaban en su exacto valor. Nadie creía confundir la nobleza intelectual con la de sangre; a Ulrich no le quedó otra vindicación que la protesta irónica y una crítica vulgar. Se persuadió de que se encontraba metido en un gran cajón de escaso contenido; las salas estaban casi desamuebladas, pero aquel gusto vacío no tenía la aspereza de un gran estilo. Pasó por delante de una serie de guardias y pajes de cámara, distribuidos por las distintas dependencias y constituyendo una defensa más deslucida que pomposa; media docena de detectives bien pagados y adiestrados hubieran surtido más efecto. El personal de servicio, con su uniforme gris como los empleados de banco y con sus gorras de funcionario, se mezclaban entre los guardias y lacayos y hacían pensar en un abogado o médico que tuviera el despacho o consulta en su propia casa. —Ahora se explica uno —pensó— cómo los burgueses de la época Biedermaier pudieron ver aquí lujo; hoy día ya no se puede comparar esto con la elegancia y comodidad de un hotel; por eso suelen emplear los eufemismos de «noble modestia» y «severidad señorial».

Al presentarse ante el conde Stallburg, Su Ilustrísima le recibió en la amplia concavidad de un prisma bien proporcionado en cuyo centro estaba él, calvo e insignificante, un poco encorvado, plegadas las piernas, en una postura que no parecía auténtica; más bien, como alto funcionario de la Corte, imitaba quizá la distinción innata de los hijos de familias nobles. De hombros caídos, de labios lacios: evocaba la figura de un viejo alguacil o la de un contable. En un abrir y cerrar de ojos se desvanecieron todas sus dudas sobre el parecido; el conde Stallburg se hizo transparente; Ulrich comprendió que un hombre, que durante setenta años representa la más alta dignidad del supremo poder, tiene que encontrar una cierta satisfacción en descender de las alturas y hacerse como el más subalterno de sus súbditos; esta actitud fomenta la buena educación y las obligadas formas de discreción por parte de los inferiores, y les aleja la tentación de engreírse sobre sí mismos. Por esta razón debieron de llamarse también los reyes y los soberanos de la tierra «siervos del Estado». Rápidamente llegó Ulrich al convencimiento de que Su Ilustrísima llevaba por idéntico motivo aquellas patillas grises, finamente recortadas hasta el mentón, igual que todos los ujieres y empleados ferroviarios de Kakania. Se hubiera podido también pensar que su pretensión era asemejarse a su Rey y Emperador; la exigencia más profunda es en tales casos recíproca.

Ulrich tuvo tiempo para hacerse estas consideraciones, pues Su Ilustrísima tardó algo en hablar. El más primitivo instinto del disfraz y la transformación, que se cuenta entre los placeres de la vida, se le ofreció sin el más mínimo sabor extraño y sin sombra de teatralidad, y tan áierte que la costumbre burguesa de edificar teatros y de hacer del espectáculo un arte alquilable por horas, le pareció, frente a aquel arte inconsciente e inconstante de representarse a sí mismo, como algo totalmente artificioso, tardío y quebrado. Y cuando Su Ilustrísima separó por fin los labios y le dijo —Tu querido padre… y se cortó, prolongó el hilo de su voz y puso en movimiento sus hermosas manos amarillentas y confirmadoras, mientras emanaba de toda su persona una especie de moralidad tuciorista; a Ulrich esto se le antojó delicioso, y cometió un error en el que algunos intelectuales fácilmente incurren. Su Ilustrísima le preguntó por su profesión y, al responderle Ulrich que la matemática, replicó: —Interesante, ¿y en qué escuela? Ulrich le aseguró que no tenía nada que ver con escuela alguna, a lo que añadió Su Ilustrísima: —Desde luego es muy interesante, comprendo; ciencia, Universidad… Tan familiar y amena se le hizo a Ulrich la conversación que sin querer empezó a comportarse como si estuviera en su casa, y dio curso a sus pensamientos privados, en vez de sujetarlos a las circunstancias del momento. De repente, se acordó de Moosbrugger. Su derecho de gracia estaba a punto de darse, y nada se le ocurrió tan natural tomo intentar hacer uso de él. —Ilustrísima —le preguntó— ¿me permite aprovechar esta ocasión para interceder por un hombre injustamente condenado a muerte?

A estas palabras, Su Ilustrísima abrió desmesuradamente los ojos.

—Un delincuente sexual —confesó Ulrich, pero en el mismo momento se dio cuenta de lo desquiciado que andaba—. Por supuesto, un enfermo mental —intentó corregir, y estuvo a punto de añadir—: Su ilustrísima no ignora que nuestra legislación data del siglo pasado y está muy superada, pero prefirió tragárselo y siguió sentado. Era una maniobra descarrilada atreverse a hacer semejantes dilucidaciones a aquel hombre; a menudo las hacen también, sin éxito naturalmente, personas que se las dan de intelectuales. Dos palabras bien dichas, oportunas, pueden resultar fértiles como tierra abonada; en este caso, sin embargo, influyeron como barro pegado a la suela del zapato y distribuido por la habitación. El conde Stallburg notó su apuro y se mostró propicio. —Sí, sí, ya me acuerdo —repuso sobreponiéndose a sí mismo, al decirle Ulrich su nombre—, y usted dice entonces que es enfermo mental, y quisiera ayudarle.

—Él no tiene culpa ninguna.

—Sí, claro, son casos desagradables. El conde Stallburg dio muestras de lamentar seriamente aquellas dificultades. Miró desconsolado a Ulrich y le preguntó si la condena que había recaído sobre Moosbrugger era de todo punto definitiva. Ulrich tuvo que responder que no. —¡Ah, bueno! —prosiguió aliviado—, si es así, tenemos todavía tiempo, y pasó a hablar de «papá» dejando en suspenso el caso Moosbrugger.

Ulrich, a causa de su desliz, estuvo unos minutos ausentado de sí mismo; pero cosa extraña, este error no produjo en Su Ilustrísima mala impresión. El conde Stallburg se había quedado al principio casi sin habla, como si alguno se hubiera quitado la chaqueta en su presencia; pero después, aquella espontaneidad en un hombre tan fervientemente recomendado le pareció indicio de energía y vehemencia. Al recapacitar sobre estas palabras, se sintió satisfecho de haberlas hallado, pues ya antes había resuelto formarse buen concepto de él. Al instante las anotó: («Podemos confiar en la energía y vehemencia de un elemento interesante») y las dirigió en calidad de credenciales al jefe de la gran Acción Patriótica. Poco más tarde, cuando Ulrich obtuvo aquel escrito, se consideró un niño al que se le despide con una onza de chocolate. Ahora sostenía en la mano aquello y recibía consignas para esa próxima visita, que igualmente podía ser una encomienda que un ruego sin posibilidad de poner objeciones. —Es una equivocación, yo no he buscado esto, así hubiera querido hablar; pero estaba ya de regreso, recorriendo los largos corredores y las salas. De repente, se paró y se dijo a sí mismo: —Me han tratado como a un bobo y me han llevado a donde yo no quería. Examinó curioso la insidiosa simplicidad del mobiliario. Tranquilamente se podía decir que ahora tampoco a él le causaba impresión; era un mundo sin desalojar. ¿Pero qué atributo de aquel mundo repercutía todavía en él? ¡Demonios! Apenas se podría expresar de otro modo: Sencillamente, era un mundo sorprendentemente real.