EL caso Moosbrugger había atraído en aquel tiempo el interés de la Publicidad.
Moosbrugger era un carpintero, un hombre alto, ancho de espaldas, magro, de pelo castaño como el vello de un cordero montés, y bonachón como un toro manso. Reciedumbre de carácter y buena voluntad se reflejaban en su rostro; hasta un ciego lo podía adivinar por el olor agrio, genuino, seco de los días de labor, característico de aquel obrero de treinta y cuatro años; sabía a madera y a trabajo, a destreza y sudor.
Todo el mundo quedaba perplejo al encontrarse por primera vez ante aquel alma de Dios: Moosbrugger estaba escoltado habitualmente por dos guardias armados y maniatado con una cadena de acero cuyo extremo sostenía uno de sus vigilantes.
Cuando advertía que alguno le miraba, dibujaba una sonrisa en su cara ancha y la adornaba con su cabellera desaliñada y con su bigote en el que nunca faltaba alguna mosca; vestía una chaqueta corta de color negro y pantalón gris; su andar era esparrancado y militar; pero lo que más daba que hablar a los corresponsales judiciales era su sonrisa. Podía ser una sonrisa de compromiso o de astucia, irónica o socarrona, dolorosa, insensata, sanguinaria, perversa…; todos andaban al acecho de expresiones contradictorias y buscaban encarnizadamente algo revelador que no lograban encontrar.
Moosbrugger había asesinado a una mujer, a una prostituta de ínfima calidad, de una forma macabra. Los periodistas habían publicado detalladamente el crimen describiendo la herida, extendida desde la garganta hasta la cerviz, las dos puñaladas en el pecho atravesando el corazón, las dos en el costado izquierdo, y el destrozo de sus pechos que pendían descuartizados; habían manifestado su repugnancia y horror, pero no se habían dado por satisfechos hasta haber contado, catalogado y descrito las treinta y cinco brechas abiertas en el vientre, el corte inciso desde el ombligo hasta el hueso sacro, la infinidad de pequeñas heridas en la espalda y las huellas de estrangulamiento en el cuello. Partiendo de semejantes atrocidades, los periodistas se veían mal para conectarlas con el bondadoso rostro de Moosbrugger, aunque también ellos se consideraban hombres de benigno corazón e informaban con objetividad, competencia y realismo en un estilo que suspendía el aliento. La obvia suposición de haber perpetrado aquella atrocidad en estado de perturbación mental —Moosbrugger había estado largo tiempo internado en un manicomio por delitos análogos— no les interesaba demasiado ni la mencionaban siquiera, a pesar de que un buen periodista de hoy día es perito en tales cuestiones. Parecía como si se opusieran a renunciar a la delincuencia y no quisieran liberar el suceso de responsabilidad trasladándolo al ámbito de la patología; por lo demás, estaban de acuerdo con los psiquiatras en declarar a un asesino igualmente sano que irresponsable. Sucedió el fenómeno curioso de que, al hacerse públicos los morbosos desafueros de Moosbrugger, miles de personas, de las que criticaban el sensacionalismo escandaloso de los periódicos, exclamaron con satisfacción: «Por fin algo interesante»; entre ellas se contaban, como es natural, funcionarios diligentes, muchachos de catorce años y amas de casa acosadas de trabajo. Todos éstos suspiraban y sacudían la cabeza ante semejante monstruosidad, e internamente se ocupaban en ella más que en desempeñar fielmente el deber de su profesión. No hubiera sido raro que en aquellos días, al acostarse un apuesto procurador o director de banco, hubiera susurrado al oído de su esposa medio dormida: —¿Qué harías tú ahora, si fuera yo un Moosbrugger…?
Ulrich, cuando recayeron sus ojos en aquel rostro con todas las señales de los hijos de Dios, y en los hierros que sujetaban sus muñecas, se dio media vuelta, ofreció unos cigarrillos al centinela de la Audiencia de enfrente y preguntó por el convoy que había desaparecido hacía unos momentos al otro lado del portón. De ese modo se enteró de que ya antes habían sucedido cosas semejantes, pues a menudo aparecen los mismos informes con pequeñas variaciones; y Ulrich casi lo creyó, pero la auténtica realidad histórica fue que la había leído simplemente en el periódico. Pasó mucho tiempo hasta que pudo conocer personalmente a Moosbrugger; en carne y hueso consiguió verle una sola vez, durante una sesión del proceso. La probabilidad de adquirir conocimiento de un hecho extraordinario a través de los periódicos es mucho mayor que la de vivirla; en otras palabras: lo más fundamental se realiza en abstracto y lo intrascendente en la realidad.
Lo que Ulrich llegó a saber de la historia de Moosbrugger es aproximadamente lo siguiente:
Moosbrugger había sido de joven un pobre hombre, un pastor en una aldea tan pequeña que ni siquiera tenía una calle vecinal, y había sido tan pobre que no le había llegado ni para hablar con una moza. Lo más que consiguió fue ver las muchachas de su pueblo en la escuela y en las excursiones. Ya no hace falta decir más. Aquello por lo que se siente un apetito natural, como el agua y el pan, sólo era accesible a los ojos. Por ese camino, el apetito, pasado un tiempo, se desnaturaliza. Pasa una chica, y la falda ondea alrededor de la pantorrilla. Salta un seto, y se le ve hasta la rodilla. Mira a los ojos, y los ojos se vuelven opacos. Se la oye reir y vuelve uno instintivamente la cabeza, pero no se ve más que una cara inexpresiva, como una grieta en la tierra en la que se esconde un ratón.
Era, pues, comprensible que Moosbrugger, tras su primer homicidio, se hubiera disculpado alegando ser perseguido por espíritus que llamaban día y noche. Le arrojaban de la cama cuando dormía y le molestaban durante el trabajo; a todas horas les oía hablar y reñir. No se trataba de enfermedad mental; Moosbrugger no consentía que se le diagnosticara así. Muchas veces intentaba justificarse con recuerdos de predicaciones oídas en la iglesia, o reconstruía el hecho según los dictámenes de la simulación que se aprende en las cárceles. El material estaba siempre preparado; pronto se evaporaba, sin embargo, si no tenía cuenta.
Cosa semejante le había sucedido en su peregrinaje por el mundo. En invierno es difícil a un carpintero encontrar trabajo, por lo que Moosbrugger se había visto semanas enteras plantado en la calle. Se ha andado durante todo el día, se llega a un lugar, y no se encuentra alojamiento. Se ve obligado a seguir caminando hasta entrada la noche. El dinero no alcanza para una comida; se bebe, pues, aguardiente, hasta que en los ojos se encienden dos luces y el cuerpo va solo. Se renuncia al catre de la casa de beneficencia, a pesar de la sopa caliente; parte por los bichos y parte por el humillante corte de pelo. Así se prefiere mendigar unas monedas y echarse sobre el heno de un aldeano; sin pedirlo, naturalmente, pues primero hay que rogar largo rato para no recibir más que insultos. A la mañana siguiente hay altercados y denuncia por violación de domicilio, vagabundeo y mendicidad, y al final se reúne una buena colección de méritos de arresto que el juez empleará para darse importancia, al mismo tiempo que dilucida el caso Moosbrugger.
¿Y quién se hace idea de lo que significa no poderse lavar en días y semanas? La piel se vuelve tan tersa y dura que sólo permite movimientos rudos, aun cuando quiera uno hacerlos tiernos; y bajo esa costra de suciedad se entorpece el alma. La razón no se resiente menos; las necesidades, sin embargo, siguen socorriéndose razonablemente. El juicio arde todavía, pero como una llama minúscula en un faro gigantesco, deambulante, lleno de lombrices y gusanos. La personalidad está magullada y no es más que una sustancia orgánica en fermentación. El vagabundo Moosbrugger encontraba también en los pueblos y a lo largo de los caminos procesiones de mujeres. Primero una, y a la media hora, otra; aunque sólo fuera en tan largos intervalos y sin relación entre sí, en el fondo eran procesiones. Iban de una aldea a la siguiente, o salían de casa, llevaban mantones pesados o chaquetas hasta las caderas; entraban en estancias calientes o mandaban a sus niños adelante, o caminaban por la carretera tan solas que se las podía espantar de una pedrada lo mismo que a un cuervo. Moosbrugger rechazaba la lascivia como motivo del asesinato porque siempre había sentido aversión a las mujeres, lo que no es inverosímil si se conoce el sentimiento, por ejemplo, de un gato ante la jaula de un canario gordo y rubio saltando de palo a palo, o ante un ratón al que atrapa y suelta, vuelve a atrapar para verle al final esconderse en su agujero; ¿y qué es un perro que persigue un artefacto rotatorio y lo muerde sólo por juego, él, el amigo del hombre? En relación con lo que vive, se mueve, rueda o se desliza, oculta la naturaleza una secreta repulsión contra la criatura que goza de sí misma. ¿Y qué se hace, si empieza a gritar? Salir del embelesamiento o, si no es posible, sacudir su cabeza contra el suelo y llenarle la boca de tierra.
Moosbrugger era un carpintero soltero, un hombre solitario, y, aunque en todas partes donde trabajaba fue querido, no tenía amigos. De tiempo en tiempo, el más fuerte de sus instintos impulsaba su entidad hacia fuera; pero posiblemente le faltó educación u oportunidad para hacer de ello otra cosa: un ángel exterminador, un incendiario o un gran anarquista; a los anarquistas que se mezclaban en sociedades secretas los llamaba con desprecio «falsos». Estaba visiblemente enfermo; pero si su naturaleza morbosa contribuía a aislar su conducta del comportamiento de los demás, para él este fenómeno se traducía en el sentimiento más alto y más fuerte de su yo. Toda su vida era una lucha ridicula y peligrosa, y ésta era su prestigio, si lo conseguía. De chico rompió una vez los dedos de su patrón al querer éste golpearle; a otro le robó el dinero «para administrar justicia necesaria», como él decía. No duraba largo tiempo en el mismo puesto. Al principio, sí, perseveraba mientras conseguía mostrarse tranquilo, simpático y trabajador y en tanto sus compañeros guardaban las distancias. En cuanto comenzaban a tratarle con familiaridad y le faltaban al respeto, como si le conocieran de siempre, se largaba porque se apoderaba de él la sensación de no estar seguro en su pellejo. En una ocasión reaccionó demasiado tarde; cuatro albañiles de una obra en construcción juraron demostrarle su superioridad y se propusieron derribarle de lo más alto del andamio. Pero él oyó lo que se tramaban y, al verlos acercarse riéndose por anticipado de la broma, se lanzó sobre ellos con su pesado cuerpo y su fuerza ciclópea; a uno le hizo volar escaleras abajo, y a otros dos les magulló los tendones del brazo. Su alma se estremeció —así decía— cuando se enteró de que se había hecho por ello reo de castigo. Se le ocurrió entonces emigrar a Turquía; pero pronto tuvo que regresar; el mundo entero se había confabulado contra él; ninguna palabra maléfica pudo impedir aquella conjura, como tampoco la bondad.
Había aprendido muchas palabras en los manicomios y cárceles; eran restos de francés y de latín que intercalaba en los puntos más inoportunos de la conversación; venía empleándolas desde que supo que el conocimiento de este idioma confería el derecho de disponer de su destino. Por la misma razón se esforzaba en usar términos escogidos en los debates de los tribunales, por ejemplo, «sirva esto de fundamento a mi brutalidad», o «había esperado que fuera más cruel de como en general me imaginaba yo a las hembras». Pero cuando comprobaba que tampoco esto causaba impresión, adoptaba con frecuencia una actitud teatral y se declaraba irónicamente «anarquista teórico»; sabía que así conseguiría más fácil la libertad por parte de los socialdemócratas, y que de ese modo se llevaba un regalo de aquellos judíos, estafadores del ignorante pueblo obrero. Aquí tenía también él una «ciencia», un campo de su dominio en que la erudita arrogancia de sus jueces no conseguía dar a su caza alcance.
Lo que de ordinario ganaba era reconocimiento de su «notable inteligencia», consideraciones y respeto en las sesiones judiciales, y condenas más graves; en el fondo, sin embargo, ante su ilusoria vanidad, pasaban estos juicios como los momentos más honrosos de su vida. Por tanto, a nadie odiaba tan declaradamente como a los psiquiatras que creían poder despachar el asunto con unas cuantas palabras raras, y que al pronunciarlas causaban la impresión de serles muy familiares, cotidianas. Como siempre en tales casos, los diagnósticos médicos sobre su estado mental fluctuaban, influidos por el mundo dominador de la jurisprudencia, y Moosbrugger no dejaba escapar ninguna oportunidad de demostrar al público su superioridad respecto de los psiquiatras, y de desenmascararlos llamándoles «charlatanes y globos hinchados», que no saben por dónde se andan y que, cuando él se hacía el loco, le mandaban ingresar en el manicomio, en vez de echarle a la cárcel donde tenía su lugar merecido. Él no negaba sus fechorías; quería fueran interpretadas como incidentes fortuitos de un gran orden de vida. Las ladinas mujeres eran las que se aliaban contra él; despreciaban todos los galanteos y las palabras más sinceras del hombre más serio, si no las consideraban como ofensas. En lo posible, él evitaba su encuentro para no dejarse seducir; pero no siempre podía. Llegan días en que al hombre le sudan las manos de agitación. Si se rinde, puede tener por seguro que al primer paso atrás encontrará una patrulla mensajera de sentimientos alborotados, y pronto se cruzará con una serpiente venenosa, una zorra que se burlará del hombre y lo embaucará con su comedia hasta agotarlo, si su desconsideración no irroga todavía otro perjuicio peor.
Así se habían desarrollado las cosas en aquella noche apática, alcoholizada, con demasiado ruido para calmar la inquietud interior. El mundo puede parecer movedizo sin estar uno muy borracho. Los muros de las calles tiemblan como bastidores de un escenario, y detrás de ellos espera alguien a una señal para salir. A las afueras de la ciudad es mejor, más tranquilo; al aire libre refleja más clara la luz de la luna. Allí debió de volverse Moosbrugger para ir a casa dando un rodeo, y allí, junto al puente de hierro, le habló una mujer. Era una muchacha de las que se alquilan abajo, en los prados, fugitiva del servicio doméstico y agremiada en el público; poca cosa, dos tentadores ojos de ratón relampagueaban en la oscuridad bajo el tocado de su cabeza. Él la desairó en cuanto la vio, y apretó el paso; pero ella mendigó y le rogó la llevara a casa consigo. Moosbrugger siguió su ruta; primero derecho, hacia adelante; luego torció la esquina; al final, de una parte a otra, desamparado; él daba grandes pasos, y ella corría junto a él; se detuvo, y ella también, como una sombra. Caminaba tras la ruina, eso era todo. Entonces Moosbrugger intentó ahuyentarla de nuevo; se volvió y le escupió a la cara. Pero de nada sirvió; aquella mujerzuela era invulnerable.
Sucedió en el inmenso parque que tenían que atravesar, en la parte más estrecha. A Moosbrugger le entraron sospechas de que el espadachín protector de aquella joven no estaría lejos; ¿pues de dónde había sacado, si no, aquel coraje para seguirle, no obstante sus malos tratos? Echó mano al cuchillo del bolsillo en el pantalón; había que tenerlo listo, caso de ser agredido; detrás de tales mujeres se esconde otro hombre dispuesto a faltar y a mofarse. En realidad, ¿no le había parecido aquella figura de mujer un hombre disfrazado? Él veía el movimiento de las sombras, oía el crujido de las ramas; y la damisela, oscilando a su lado como el Péndulo de un reloj de pared, repetía a cada momento la misma plegana. Pero no aparecía nada sobre lo que Moosbrugger pudiera precipitar su fuerza colosal, así empezó él a sentir miedo de que no sucediera algo fatídico.
Al llegar a la primera calle, todavía muy sombría, le sudaba la frente y temblaba. Sin mirar a los lados entró en un bar aún abierto y tomó un café negro con tres coñacs; se sentó tranquilo y permaneció así quizá un cuarto de hora. Después de pagar, le vino nuevamente el pensamiento de la joven; ¿qué hacer si al salir se encontrara con ella esperándole? Ciertos pensamientos son como cordeles que aprietan y atan con infinitos nudos brazos y piernas. Apenas dio dos pasos en la oscura calle, sintió junto a sí de nuevo a la muchacha. Su actitud no era ya humilde, sino desvergonzada y segura; tampoco rogaba ya, sino que callaba. Ahora comprendió él que no la podría apartar más de sí, porque era él mismo el que la atraía. Sintió un horror lacrimoso agarrotándole la garganta. Siguió su camino y a poca distancia, ella. Tal como se había encontrado tiempo atrás: en una procesión. En cierta ocasión, partiendo leña, le saltó una astilla y se le incrustó en la pierna; él mismo, por no esperar al médico, se la sacó con sus propias manos; de modo parecido palpaba ahora su cuchillo en el bolsillo, largo y duro.
Moosbrugger, haciendo un uso sobrehumano de su moral intentó evadirse por última vez. A la otra parte de la valla, al margen del camino, había un campo de deporte sin iluminación; hacia allí se dirigió. Entró en la minúscula casa de taquilla, y se acostó en el suelo con la cabeza en el rincón más oscuro; el tierno y execrable segundo yo, se tendió también a su lado. Con disimulo él fingió dormir, para poder huir furtivamente, pero cuando quiso salir sin hacer ruido, de puntillas, la joven se le echó al cuello y le abrazó. Entonces sintió una cosa dura en su bolsa, o en la de ella; la sacó fuera. No sabía bien si era una tijera o un cuchillo; embistió. A ella le pareció sólo una tijera, pero fue un cuchillo. Cayó con la cabeza dentro de la casa; él la arrastró hacia fuera, sobre el mullido césped, y apuñaló su cuerpo hasta separarlo definitivamente de sí mismo. Luego la contempló, quizá durante quince minutos mientras la noche se tranquilizaba y se hacía maravillosamente lisa. Aquella mujer no podría ya mofarse de un hombre, ni pegarse a nadie. Atravesó la calle con el cadáver y lo dejó delante de un matorral con el fin de que lo pudieran hallar y enterrar más fácilmente, pues, como él decía, ella no tenía la culpa.
A lo largo del proceso, Moosbrugger ocasionó a su defensor los apuros más inauditos. Se sentaba en su banco, ancho como un espectador.
Gritaba ¡bravo!, al fiscal, cuando éste le declaraba peligroso para la sociedad lo cual resultaba a Moosbrugger interesante y digno y alababa a los testigos que declaraban no haber visto nunca en él señales de irresponsabilidad. —Usted es un tipo raro, decía con guasa, de vez en cuando, el juéz que presidía la sesión, y apretaba a conciencia el lazo que el mismo acusado se había tendido. Entonces quedaba Moosbrugger Cuadrado de estupefacción, como un toro en el ruedo al recibir un par de banderillas; daba rienda suelta a sus ojos y leía en el rostro de sus circundantes lo que no se podía explicar: que había avanzado un paso adelante la constatación de su culpabilidad.
Ulrich opinaba que los defensores deberían emplear el hecho de no haber preparado ni premeditado el asesinato. Moosbrugger no había salido con la intención de matar y, por motivos de dignidad, no admitía que se le tuviera por enfermo mental; hablar de sensualidad no era del caso, sino de asco y desprecio; luego tenía que haber sido un homicidio provocado por la sospechosa conducta de aquella mujer, de aquella «caricatura de mujer», según él decía. Pretendía, al parecer, que su delito fuera considerado como crimen político, y a veces daba la impresión de no luchar para sí, sino para la organización jurídica. La táctica que el juez oponía era la de costumbre: ver en todas las acciones del asesino esfuerzos torpes y astutos para eximirse de responsabilidad. —¿Por qué se lavó usted las manos sucias de sangre? ¿Por qué escondió usted el cuchillo? ¿Por qué se mudó usted de traje y de ropa interior? ¿Porque era domingo? ¿O porque estaban manchadas de sangre? ¿Por qué se divirtió usted de esa manera? ¡Ah! ¿Tampoco le impidió el crimen divertirse? ¿Ha sentido usted remordimiento? Ulrich comprendía bien la resignada filosofía con que Moosbrugger echaba la culpa en tales circunstancias a la falta de educación; ésta le impedía además desenredar aquella red de incomprensión que en el lenguaje del juez se expresaba en los términos repretisivos: —Usted despeja siempre la culpa a córner. El juez reunió los dos los papeles en un fajo, empezando por los informes de la policía y del vagabundeo, y declaró a Moosbrugger culpable; sobre él recayeron las otras acusaciones de carácter diverso y sin relación entre sí, cada una con sus propios motivos, ajenos a Moosbrugger y debidos al mundo. A los ojos del tribunal, todo lo había hecho por propia iniciativa; a los suyos, los hechos tocaban la responsabilidad como a la nariz un pájaro en pleno vuelo.
Para el juez, Moosbrugger era un caso especial; para mismo, era un mundo, y del mundo es difícil decir algo que convenza. Eran dos tácticas en mutua lucha, dos unidades, dos lógicas; pero Moosbrugger llevaba las de perder, pues nadie, aunque hubiera sido más inteligente que él, hubiera acertado a describir sus motivos tan vagos y extraños. Derivaban directamente de la desconcertada soledad de su vida y, mientras todas las demás vidas salían cien veces con vida —miradas desde el punto de vista de los que las llevan como de los que las testifican— su verdadera vida existía sólo para él. Era como una nube en continuo cambio de forma y de figura. Claro está que podía haber preguntado al juez si su vida era en esencia distinta de como parecía. Todo lo que ante la justicia había acontecido de un modo natural y gradual, aparecía en él simultáneo y absurdo y Moosbrugger forcejeaba con los más titánicos esfuerzos por darle un sentido que no debía supeditarse a la dignidad de sus ilustres adversarios. El juez respondía a sus empeños casi con benignidad, le apoyaba y le sugería ideas de toda clase, aunque fueran de muy malas consecuencias.
La sombra luchaba contra la pared. Moosbrugger y su sombra lúgubre gravitaban amenazadores. En la última sesión del juicio también Ulrich estuvo presente. Cuando el presidente leyó el informe en que declaraba culpaba al reo, Moosbrugger se levantó y manifestó al tribunal: —Me siento satisfecho de que haya sido así, y de haber conseguido el fin perseguido. Una incredulidad burlona se reflejó como respuesta en los ojos de todos, y él prosiguió enfadado: —Por haber forzado yo mismo la acusación, me declaro de acuerdo con el procedimiento. El presidente, armado ahora de severidad y castigo, le hizo saber que al tribunal no le interesaba su conformidad. Acto seguido, sentenció la pena de muerte, como si con ella diera la respuesta seria a los disparates con que Moosbrugger había entretenido durante el proceso a todos los asistentes. Moosbrugger calló para no revelar el susto. El juez cerró la sesión y clausuró el proceso. Entonces el espíritu se reveló; retrocedió, y acometió impotente contra el orgullo de la incomprensión, se volvió, distanciándose de la patrulla que lo conducía fuera, gesticuló, alzó los brazos y gritó con una voz inconmovible a pesar de los culatazos de los guardias:
—Estoy satisfecho, sí, aun cuando tenga que confesar que ustedes han condenado a un insensato.
Aquello era una inconsecuencia; pero Ulrich permaneció sentado sin aliento. Evidentemente era locura y, con la misma evidencia, una conexión, desfigurada, con los factores que constituyen nuestro propio ser. Era oscuro y fragmentario; pero Ulrich pensó: si la humanidad, en su conjunto, pudiera soñar, tendría que surgir Moosbrugger. Volvió a serenarse cuando el «bobo del abogado», según le había llamado una vez el desagradecido Moosbrugger en una de las sesiones, anunció que había presentado recurso al tribunal de casación por pequeños vicios de forma, mientras que aquel gigantesco cliente de ambos era conducido a la cárcel.