MIENTRAS Ulrich se entretenía conversando con Clarisse, ninguno de los dos se dio cuenta de las interrupciones que hacía de vez en cuando la música, ni de sus silencios. Walter se asomó a la ventana. Le atormentaban los celos. La música sensual encrespaba sus nervios. El piano permanecía abierto a sus espaldas, como una cama deshecha, y en ella, un soñador resistiéndose a despertar por no ver la realidad ante sus ojos. Eran los celos de un lisiado que envidia la salud de su prójimo; no acertaba a incorporarse porque el sufrimiento se lo impedía.
Cuando Walter se levantaba por la mañana y corría a la oficina, cuando hablaba durante el día con sus compañeros y volvía a casa rodeado de ellos por la tarde, se sentía un hombre interesante y llamado a grandes cosas. Entonces se imaginaba que veía todo distinto; era susceptible a resortes que a otros dejaban insensibles; donde los demás alargaban la mano con la mayor naturalidad, el simple movimiento del brazo significaba para él una aventura espiritual o una debilidad narcisista, enamorada de sí misma. Él era sensible, y su sensibilidad estaba continuamente acosada por oscuras imaginaciones, cavernas, montañas y valles ondulados; no era indiferente, en todo veía ventura o desventura, y esto le daba siempre motivos para ocuparse en fervientes pensamientos. Personas así ejercen sobre los que les rodean un extraordinario influjo magnético; el estímulo moral que les mueve se transfiere a ellas. En sus conversaciones todo tiene una aplicación personal y, puesto que en las relaciones mutuas puede uno ocuparse sin más de sí mismo, proporcionan aquéllas un placer que de otro modo sólo se puede obtener pagando honorarios, en la consulta de un psiquiatra o psicoanalista, con la diferencia de que uno se considera allí enfermo, mientras que Walter ayudaba a sus pacientes procurando infundirles el convencimiento de ser muy importantes, con pruebas que naturalmente escapaban a su competencia. Mediante esta estrategia de dar al prójimo medios de dedicarse a la contemplación de sí mismos, había conquistado a Clarisse y eliminado a sus competidores; todo movimiento era para él una conmoción ética, de ahí que podía disertar persuasivamente sobre la inmoralidad del embellecimiento personal, sobre la higiene de las formas lisas y sobre el vapor de cerveza de la música de Wagner, en conformidad siempre con el novísimo gusto artístico; de esta manera espantaba incluso a su futuro papá político, quien tenía un cerebro pictórico como la rueda de un pavo. No había, pues, lugar a duda de que Walter había conseguido grandes éxitos.
A veces volvía a casa eufórico, con multitud de proyectos y resoluciones en la cabeza. Pero bastaba poner un lienzo en el caballete, o un papel sobre la mesa para que sintiera una transformación deprimente; aquello significaba para él la horrorosa huida de su corazón. Si conseguía mantener la mente serena, el proyecto oscilaba en una atmósfera transparente y clara, se descomponía en dos o tres planes más, y todos se disputaban la prioridad; pronto, sin embargo, se interceptaba y disgregaba el enlace del cerebro con la ejecución de los primeros movimientos. Walter no podía decidirse a mover un solo dedo. Ni siquiera acertaba a levantarse de donde estaba sentado; sus pensamientos, por consiguiente, se diluían en el trabajo emprendido, como nieve que se derrite en cuanto toca el suelo. No sabía qué hacía del tiempo; sin darse cuenta se le echaba la noche encima; la reflexión doméstica sobre las experiencias del día le sumergían en una somnolencia que duraba varias semanas. La ausencia de perspectivas le paralizaba para toda clase de empresas y resoluciones, le hacía víctima de una amarga melancolía y, cada vez que emprendía algo nuevo, su incapacidad le producía un dolor que se paralizaba detrás de la frente, como si se tratara de una hemorragia nasal. Walter era cobarde, y los fenómenos que experimentaba no solamente le impedían trabajar, sino que le aterraban; eran en apariencia tan independientes; de su voluntad que muchas veces le causaban la impresión de una incipiente decadencia mental.
Su estado había empeorado en el transcurso del último año, pero al mismo tiempo le había confortado profundamente el pensamiento que antes no había sabido apreciar debidamente: Europa, continente en que se veía obligado a vivir, había degenerado sin que le quedara posibilidad de rehabilitación. En épocas exteriormente prósperas, pero interiormente decadentes, llega su influencia a todos los sectores de la vida, incluso al espiritual, y, si no se aplican esfuerzos especiales y nuevas ideas, poco vale preguntar de qué modo se puede impedir la ruina. En semejantes circunstancias, la mezcla de inteligencia, necedad, belleza y vulgaridad está de tal manera enredada y firme que a muchos parece más sencillo creer en un misterio, razón por la cual proclaman ellos la incontenible desaparición de algo que se sustrae a un juicio riguroso y tiene una solemne imprecisión. En definitiva, es igual que se trate de raza, del vegetarianismo o del alma; en todo sano pesimismo hay que atender a la inexorabilidad para poderlo justificar. También Walter, aunque en tiempos mejores se había reído de semejantes teorías, descubrió sus grandes Ventajas al llegarle el momento de vivirlas. Hasta entonces había sido útil para el trabajo y se había sentido enfermo; ahora el siglo era inepto y él estaba sano. Su vida, que no había servido para nada, encontró por fin su monumental razón de ser, una justificación, en términos seculares, verdaderamente dignificada; adquirió incluso el carácter sublime de un gran sacrificio; esto tenía lugar siempre que tornaba en la mano el lapicero o la pluma, para volver a dejarlos.
Walter perseveraba en la lucha consigo mismo; y Clarisse le atormentaba. Ella no estaba para soportar críticas del tiempo; creía ciegamente en el genio. Aunque no sabía qué era un genio, todo su cuerpo se conmovía y temblaba al oír hablar del asunto; «se siente o no se siente», éste era su único argumento. Para Walter, ella era siempre la pequeña, la cruel niña de quince años. Nunca acabó de comprender Clarisse los sentimientos de Walter, ni él consiguió dominarla. Pero fría y dura como era, y otras veces tan entusiasta, con su voluntad que ardía sin sustancia, poseía una misteriosa capacidad de influir sobre su marido; a través de su arte femenino recibía él a manera de impulsos provenientes de un punto que no era posible colocar en ninguna de las tres dimensiones del espacio. A veces se volvían tétricos. Él los sentía de modo especial cuando interpretaban juntos alguna obra musical. Clarisse, obedeciendo a una extraña ley dramática, tocaba de una manera material e incolora; en ocasiones, sin embargo, el ardor se apoderaba de su cuerpo, igual que del de Walter; y cuando se traslucía el alma en ellos, la interpretación se hacía estremecedora. Algo indescriptible se desencadenaba en el ser de Clarisse y amenazaba huir por los aires con su espíritu. Procedía de un secreto rincón de su interior que ella debía guardar escrupulosamente cerrado; Walter lo percibía sin saber cómo ni poder explicarlo; le martirizaba la indecible angustia y necesidad de oponer un remedio efectivo; pero no lo lograba porque él era el único que le daba alcance.
¡Quién sabe si Walter, al ver regresar a Clarisse, iba a ser capaz de resistir a la tentación de murmurar de Ulrich! Él le había importunado, perjudicaba a Clarisse, agravaba perversamente en ella aquello que Walter no se atrevía a tocar, la caverna del mal, lo que ella tenía de pobre, de enfermo, de funestamente genial, el espacio secreto, vacío, circundado de cadenas que un día podrían romperse. Ella entró y se presentó ante Walter, descubierta su cabeza y con el sombrero de jardín en la mano; él la miró. Los ojos de Clarisse escrutaron irónicos, limpios, tiernos; quizá demasiado limpios. Walter pudo advertir en su rostro una fuerza que a él le faltaba. Ya desde niña la había sentido como un aguijón que no le dejaba en paz y sin duda era así como más le gustaba; ¿no era éste el secreto de su vida que los otros dos no podían entender?
«¡Profundo es nuestro dolor! —pensó Walter—. No creo que haya deis en el mundo que se amen tanto como nosotros estamos precisados a amarnos». Y sin más comenzó a hablar: —No quiero saber lo que te ha contado Ulo; pero te puedo decir que la fuerza que tú admiras en él no es otra cosa que un vacío. Clarisse miró al piano y sonrió; él se había sentado inconscientemente junto al piano abierto. Siguió: —No es nada del otro mundo sentir heroicidades cuando se es por naturaleza insensible, y pensar en kilómetros cuando se ignora la distancia de un milímetro. A Ulrich le llamaban a veces Ulo, como cuando era pequeño, y él sentía predilección por quien lo hacía, así como también se profesa respeto cariñoso a la propia nodriza. —Ése ha perdido el hilo —sugirió Walter—. Tú no lo sabes; pero no debes creer que yo no le conozco.
Clarisse dudaba.
Walter se explicó con energía: —Hoy todo es ruina, un abismo sin fondo de inteligencia. Él es inteligente, te lo concedo; pero del poder de un alma intacta no sabe nada. De eso que Goethe llama «personalidad» y orden movible no tiene ni noción. Ese hermoso concepto de límite y de poder, de arbitrariedad y ley, de libertad y medida, de orden movible.
La cita se cernía a flor de labios. Clarisse observaba sus labios con admiración y benevolencia, como cuando lanzaba al aire un aeroplano, un globo, un juguete entretenido. Entonces ella se acordó de algo, interrumpió y pasó a hacer de mamá.
—¿Quieres cerveza?
—¡Claro, por qué no! Todos los días bebo una por lo menos.
—Casualmente, hoy no tengo ninguna en casa.
—Pues te podías haber ahorrado la pregunta —dijo Walter—. Probablemente ni siquiera hubiera pensado en cerveza.
Con esto el asunto estaba concluido para Clarisse. Pero Walter perdió el equilibrio y no encontró forma de proseguir.
—¿Te acuerdas de nuestra conversación sobre los artistas? —preguntó inseguro.
—¿Cuál?
—La que tuvimos hace unos días. Yo te expliqué lo que significaba el principio creativo, viviente en un individuo. ¿No recuerdas cómo llegamos a la conclusión de que antiguamente, en lugar de la muerte y de la lógica mecanización, reinó la sangre y la sabiduría?
—No.
Walter se quedó cortado; buscaba, vacilaba. De repente explotó:
—Ese es un hombre sin atributos.
—¿Y qué es un hombre sin atributos? —preguntó Clarisse sosteniendo la carcajada.
—Nada, sencillamente nada.
Pero la expresión despertó la curiosidad de Clarisse.
—De ésos hay hoy día millones —afirmó Walter—. Es la casta que ha dado a luz la actualidad. Aquella expresión espontánea le dejó a él mismo satisfecho; como si comenzara una poesía, la pronunció sin apenas darse cuenta de su sentido.
—Ahí lo tienes. ¿Por qué clase de hombre se le podría tener, por médico, comerciante, pintor, diplomático…?
—Por nada de eso —opinó Clarisse tranquilamente.
—Bueno, ¿tiene quizá el aspecto de matemático?
—No lo sé; me es difícil imaginar las características que puede tener un matemático.
—Has dicho una cosa muy acertada. Un matemático no tiene aspecto alguno; esto es, tendrá una apariencia inteligente, pero tan vaga que ni siquiera poseerá contenido concreto. A excepción del clero católico, nadie parece hoy día lo que es, porque empleamos nuestra cabeza todavía más impersonalmente que nuestras manos; la matemática, sin embargo, es el colmo; sabe tan poco de sí misma como los hombres del futuro que se alimentarán de pastillas en vez de hacerlo a base de carne y pan, y tampoco sabrán nada de prados, gallinas y chuletas de ternera.
Entretanto Clarisse había puesto la modesta cena sobre la mesa. Walter ya estaba lanzado; quizá fue esto lo que le inspiró aquella comparación. Clarisse contempló nuevamente sus labios. Le recordaron los de su difunta madre, vigorosos y femeninos; mesaban la sopa con vehemencia y pasión; bajo la nariz lucía un bigotillo a cepillo. Sus ojos brillaban como castañas recién peladas, aun cuando sólo buscaran un pedazo de queso en el plato. Era de pequeña estatura y de complexión más débil que tierna; sin embargo, causaba la impresión de una persona de muchas luces. Prosiguió la conversación:
—De su aspecto no puedes deducir su oficio, y con todo no parece un hombre sin profesión. Figúrate cómo es: sabe siempre lo que tiene que hacer; sabe mirar a los ojos de una mujer; puede reflexionar con agilidad en cualquier momento y es capaz de boxear. Tiene ingenio, voluntad, es despreocupado, valiente, perseverante, resuelto, prudente… no quiero adentrarme en un análisis, puede poseer todas esas cualidades. ¡Pero no las posee! Ellas han hecho de él lo que es, han señalado su capiino y, sin embargo, no le pertenecen. Cuando está indignado, hay algo en él que ríe. Cuando está triste, se prepara a hacer alguna cosa. Cuando un sentimiento le conmueve, lo rechaza. Toda acción mala le parece, desde algún punto de vista, buena. Sólo una posible conexión determinará su juicio sobre un hecho. Para él no hay nada firme, todo es transferible, todo es parte de un entero, de innumerables enteros, quizá de un superentero que él desconoce totalmente. Por eso, todas sus respuestas son respuestas parciales; sus sentimientos, opiniones; y no le interesa el «qué» sino el «cómo» marginal, la acción secundaria y accesoria. No sé si me explico con claridad.
—Sí —dijo Clarisse—, pero todo esto me parece en él muy amable.
Walter había hablado dejando entrever, sin quererlo, una creciente animadversión; los antiguos sentimientos pueriles del amigo más débil acrecentaron sus celos. Aunque estaba convencido de que Ulrich, fuera de unas pocas pruebas desnudas de inteligencia, no había dado jamás pie con bola, sin embargo, no podía liberarse de la impresión de ser corporalmente inferior a él. El retrato que había trazado le confortaba como un acierto en la ejecución de una obra artística; no era idea original, era una asociación de palabras unidas entre sí bajo la eficacia misteriosa de un arranque; en su interior surgía a la vez un efluvio que escapaba a la conciencia. Al terminar reconoció que Ulrich no expresaba más que ese ser deshecho que se manifiesta disperso en la vida de hoy. —Parece que te gusta —dijo él con dolorosa sorpresa—. No lo debes tomar en serio.
Clarisse masticaba pan con queso; podía sonreír solamente con los ojos.
—¡Bah! —dijo Walter—. Quizá también nosotros, en tiempos pasados, hemos pensado de modo semejante. Pero sólo en calidad de primer grado. ¡Un hombre así no es un hombre!
Clarisse estaba consumiéndose.
—Eso lo dice él mismo-replicó. —¿Qué es lo que dice?
—¡Yo qué sé! Que hoy todo está deshecho. Dice que en la actualidad todo está encallado, no sólo él. Sin embargo, no lo toma tan trágicamente como tú. En una ocasión me contó una larga historia: si se pudiera descomponer el ser de mil personas, resultarían a lo más dos docenas de aptitudes, sentimientos, formas de desarrollo, como principios por los que están constituidos. Y si se descompone nuestro cuerpo, resulta sólo un poco de agua y algunas docenas de pequeños elementos que nadan en ella. El agua circula dentro de nosotros, lo mismo que en los árboles, y forma los cuerpos animales de modo semejante a como forma las nubes. Yo encuentro esto muy curioso. No se sabe ya qué hablar de uno mismo, ni qué hacer.
Clarisse se echó a reír y añadió:
—Le he dicho que tú sueles salir a pescar cuando tienes tiempo libre, y que te echas al agua.
—¡Y qué! Me interesaría saber si él resistiría siquiera diez minutos. Pero hay hombres que vienen haciendo lo mismo desde hace diez mil años, contemplan el cielo, sienten el calor de la tierra y no piensan en deshacerla, como no se piensa en descuartizar a la propia madre.
Clarisse tuvo que reprimir otra vez la carcajada.
—Él dice que desde entonces se ha puesto todo muy complicado. Así como nadamos en el agua, flotamos también en un mar de fuego, en una tempestad de electricidad, en un cielo de magnetismo, en un charco de calor, y así. Pero todo es imperceptible. Al final sólo quedan fórmulas. Y estas fórmulas humanas son también indescifrables; eso es todo. Aunque he olvidado lo que aprendí en el liceo, de alguna manera sé que es cierto. Si a alguno se le ocurre, dice él, como a San Francisco, o a ti, llamar hermano a un pájaro, no debe contentarse con hacerse el simpático, sino que debe ponerse en disposición de ser arrojado a la estufa, de saltar a tierra desde el tope de un tranvía, o de lavarse la cara en el desagüe de un fregadero.
—¡Eso es! —interrumpió Walter—. De los cuatro elementos procederán un par de docenas, y nosotros nadaremos sobre referencias y operaciones, sobre una luz irrigatoria de procesos y de fórmulas, sobre algo que nadie sabe si es un instrumento, un procedimiento, el espectro de una idea, o nada. Entonces no habrá ya diferencia entre el sol y una cerilla, como tampoco la habrá entre la boca y el otro extremo del aparato digestivo. La misma cosa tiene cien lados, cada lado cien relaciones y de cada relación dependen multitud de sentimientos diversos. El cerebro ha podido afortunadamente distribuir así las cosas, pero las cosas han dividido el corazón del hombre.
Walter saltó y permaneció tieso detrás de la mesa.
—¡Clarisse! —exclamó—. Ulrich es un peligro para ti. Mira, Clarisse, todos necesitamos de sencillez, cercanía de la tierra, salud; puedes decir lo que quieras, también un niño, por ser niño, necesita de algo que le una a la tierra. Lo que Ulo te cuenta es inhumano. Tenlo por seguro; cuando yo vuelvo a casa, todavía soy capaz de tomar café contigo, de escuchar el canto de los pájaros, de pasear un poquito, de cambiar unas palabras con los vecinos y de contemplar tranquilamente el ocaso de la luz. ¡Eso es vida!
La ternura de aquellas ideas le habían aproximado a Clarisse; sus palabras brotaron como sentimientos paternales, envueltas en su blanda voz de bajo; Clarisse recalcitró. Su rostro palidecía mientras él se le acercaba; adoptó entonces una postura defensiva.
Su cuerpo, palpitando junto al de Clarisse, emanaba una caliente dulzura, como una estufa de terracota. Ella vaciló un instante entre varias corrientes. Después dijo: —¡Nada, querido! Tomó de la mesa un trozo de queso y pan, y besó rápidamente a Walter en la frente.
—Voy a cazar mariposas.
—Pero Clarisse —replicó Walter—, en esta estación no hay ya mariposas.
—¡Quién sabe!
De ella no quedó en la habitación más que el eco de su risa. Con su pan y queso se fue a rondar por los prados; la comarca era segura y no necesitaba de compañía. Walter había naufragado en el puerto. Su ternura se hundió en las aguas de la conmoción. Exhaló un suspiro profundo. A continuación se sentó al piano y tecleó unos acordes. Queriendo o sin querer, sonaron fantasías improvisadas de temas wagnerianos, y en el torrente de aquella sustancia disgregada sin medida, que en momentos de vanidad severamente se negaba, descargó clamoroso un diluvio de sonidos. ¿Se oiría desde lejos? Su médula espinal quedó adormecida con el narcótico de la música; y su destino, aliviado.