—EN fecha aún reciente estuvimos juntos mi amigo y yo —pensó Ulrich al quedarse solo. Él y Walter poseían una prodigiosa cualidad intuitiva, no sólo de tipo previsivo, por la que se adelantaban a todos los demás, sino incluso sincrónico: bastaba, pues, que abriese uno la boca y dijera algo nuevo para que el otro repitiera al instante el mismo impresionante descubrimiento. Hay algo especial en las amistades juveniles; son como un huevo que siente en la yema el maravilloso futuro del ave, pero que no ofrece a la mirada del mundo más que una línea oval, inexpresivo y confundible con cualquier otra. Ulrich se representó claramente la habitación donde se habían reunido de niños y de estudiante, al regresar para un par de semanas de sus primeras excursiones por el mundo: el escritorio de Walter, cubierto de dibujos, apuntes y papeles de música que pregonaban el esplendoroso futuro de una celebridad; enfrente, el estante de libros en el que se apoyaba Walter, a veces con ahínco, como San Sebastián en el poste; el brazo de luz sobre la hermosa cabellera que Ulrich había admirado siempre furtivamente. Nietzsche, Altenberg, Dostoievski y otros autores que leía por entonces, tenían que resignarse a descansar sobre el suelo o sobre la cama, cuando no los necesitaba o cuando el hilo de la conversación no le permitía la pequeña molestia de dejarlos en su sitio. La presunción de la juventud, para la cual los grandes espíritus son ejemplos en cuanto les sirven a su capricho, le pareció en aquel momento maravillosa. Se esforzó por acordarse de aquellas conversaciones. Le parecía como si despertara de un sueño y apresara todavía los últimos pensamientos imaginados. Reflexionó con cierta estupefacción: entonces, cuando aclarábamos una idea, no temamos otro objeto que el de hacerla justa, o sea, el de aclararnos a nosotros. Tan fuerte era en la juventud el instinto de brillar como el de ver claro; el recuerdo de aquel sentimiento oscilante de la juventud lo consideraba como una pérdida dolorosa.
Al comienzo de la edad viril se sintió Ulrich engolfarse en una bonanza universal que, a pesar de pequeños remolinos pasajeros rápidamente sosegados, se mantenía en una calma aburrida y pesada. Hubiera sido difícil decir en qué consistió aquella transformación. ¿Habían disminuido en el mundo las personas de ingenio? ¡Nada de eso! Por otra parte, no importa mucho; las transformaciones de una época no dependen sólo de los hombres; por ejemplo, la carencia de espiritualidad en los años entre los sesenta y los ochenta no pudo impedir el desarrollo de Hebbel y de Nietzsche, así como ninguno de estos dos lograron poner límite a la falta de espiritualidad de sus contemporáneos. ¿Languidecía acaso la vida? No; ¡se había hecho más poderosa! ¿Se daban más contradicciones que antes para impedir el desarrollo? Eran tantas que no podían aumentar en número. ¿Se habían abstenido en el pasado de cometer errores? ¡Incurrieron en muchísimos! Sea dicho esto entre nosotros: gente mediocre consiguió apoyo y hombres de valor quedaron abandonados; imbéciles recibieron cargos gubernativos, y grandes talentos representaron simplemente el papel de tipos originales; el hombre alemán, indiferente a todos los dolores de aquel parto para él exagerados, decadentes y morbosos, leía tranquilo sus revistas ilustradas, y visitaba los palacios de cristal y las casas de artistas con mayor asiduidad que las exposiciones de los secesionistas; el mundo político no se cuidaba ya de las opiniones de los hombres nuevos y de sus revistas, y las instituciones públicas se distanciaban del espíritu nuevo como de la peste. ¿Se puede ahora afirmar tranquilamente que desde entonces ha mejorado todo? Hombres que antes figuraban tan sólo a la cabeza de pequeñas sectas se han transfigurado entretanto en viejas eminencias; editores y comerciantes se han enriquecido; a menudo se funda un movimiento nuevo; el público de todo el mundo visita tanto los palacios de cristal como las muestras de las secesiones y las secesiones de las secesiones; las revistas familiares se han cortado el pelo; los hombres de Estado gustan mostrarse aferrados a las artes de la cultura, y los periódicos escriben historia de la literatura. ¿Qué es, pues, lo que se ha extraviado?
Algo inamovible. Un semáforo. Una ilusión. Como si un imán soltara las limaduras de hierro y de nuevo las atrajera todas revueltas. Como si los hilos se desprendieran del ovillo. Como si se desunieran los vagones de un tren. Como si una orquesta se equivocara a los primeros compases. No se podía señalar una sola cosa que antes no hubiera sido factible, pero todas las relaciones habían cambiado un poco. Ideas, que antes parecían de escasa validez, adquirían consistencia. Personas sin mayor relieve se hacían famosas. La aspereza se pulía, divergencias tornaban a converger, los independientes pactaban con el éxito, el gusto ya definido volvía a hacerse inconstante. Las líneas fronterizas, enérgicamente trazadas, eran borradas en todas partes, y una nueva e indescriptible tendencia a aparentar animaba a gente nueva e inspiraba nuevos conceptos. Éstos no eran malos, de seguro; era solamente que se había mezclado demasiado lo malo con lo bueno, el error con la verdad, la acomodación con el convencimiento. Esta mezcolanza parecía existir en composición con una quinta esencia, con un sucedáneo que, a pesar de su humildad, bastaba para hacer que el genio apareciera verdaderamente genial, y un talento auténtica promesa, así como, según algunos, sólo una cierta dosis de cebada o de achicoria es suficiente para dar al café la verdadera esencia de café. De repente, los más privilegiados e importantes puestos del espíritu quedaron ocupados por gente de tal género, y todo se decidía a su modo. La culpa no la tenía nadie, ni se puede describir cómo había ocurrido todo eso. Sería injusto acusar a personas y atribuirlo a ideas o a determinados fenómenos. No era falta de ingenio ni de buena voluntad, como tampoco de caracteres; era falta tanto de todos como de nadie; se diría que la sangre o el aire se había mudado, una enfermedad misteriosa había destruido la pequeña genialidad de un principio, pero todo resplandecía con nuevo fulgor y, al final, no se sabía si el mundo había empeorado realmente o más bien había envejecido. En ese momento empezó por fin una nueva era.
Así cambiaron los tiempos, como un día que comienza teñido de azul y poco a poco se va cubriendo de nubes; aquéllos no habían tenido la cortesía de esperar a Ulrich. Él recompensó por eso a su siglo calificando de vulgar estupidez la causa de las misteriosas alteraciones que engendraron la enfermedad destruyendo el genio. Por descontado que lo hizo sin intención de ofender. Pues si la necedad no fuera internamente semejante al talento ni se confundiera con él, si por fuera no apareciera encarnada en el genio, en el progreso, en la esperanza y en el perfeccionamiento, nadie querría ser necio, y la necedad no existiría. Al menos, sería muy fácil de combatir. Pero desgraciadamente posee un algo simpático y natural. Si se advierte, por ejemplo, que una oleografía es una producción más artística que un cuadro pintado a mano, esto encierra también una verdad, y es de más fácil demostración que la grandeza pictórica de Van Gogh. Por lo mismo resulta muy sencillo y grato ser un dramaturgo más persuasivo y conmovedor que Shakespeare, o un narrador más equilibrado y armónico que Goethe; y en un auténtico lugar común se encuentra siempre más humanidad que en un nuevo descubrimiento. No existe una sola idea importante de la que la necedad no haya sabido servirse; ésta es universal y versátil, y puede ponerse todos los vestidos de la verdad. La verdad, en cambio, tiene un solo traje y un único camino para cada vez, y acarrea siempre desventaja.
Poco después se le ocurrió a Ulrich, en relación con estos pensamientos, una idea extraña. Se imaginó que el gran filósofo de la Iglesia, Tomás de Aquino, muerto en el año 1274, una vez que consiguió a duras penas ordenar los pensamientos de su siglo, se puso entonces precisamente a perfeccionar su trabajo, y sólo ahora alcanzó el fin; he ahí que, gozando todavía de juventud por una gracia especial, salía del portal románico de su convento con una carpeta de folios bajo el brazo, al tiempo que un tranvía atravesaba en veloz carrera la calle dejando al buen hombre admirado. La incomprensible estupefacción del «doctor universalis», como los antiguos llamaron al gran Tomás, le resultó divertidísima. Un motorista subía la cuesta zumbando y en mangas de camisa. Su rostro tenía la seriedad de un chiquillo gritando a voz en cuello y consciente de la enorme importancia del papel que desempeña. Ulrich se acordó de la fotografía de una famosa tenista que había visto poco antes en un semanario; estaba de puntillas, enseñaba la pierna hasta por encima de la liga y alzaba la otra pierna por detrás a la altura de su cabeza, mientras estiraba el brazo para recoger la pelota con la raqueta; a la vez, ponía cara de institutriz inglesa. En la misma revista se incluía el reportaje gráfico de una nadadora en el momento de recibir los masajes, después de una competición; dos señoras en vestido de calle la contemplaban serenamente, la una a los pies y la otra a la cabecera de la cama donde ella estaba acostada mirando hacia arriba, desnuda, con una rodilla levantada en actitud de entrega; sobre ella descansaban las manos de un masajista, vestido con una bata blanca y mirando hacia afuera de la fotografía, como si aquella carne de mujer estuviera descuartizada y colgara de un gancho. Esto y cosas semejantes comenzaban a verse entonces, y de alguna manera había que aceptarlas, como se aceptan y se reconocen los rascacielos y la electricidad.
—No se puede aparecer de morro ante los fenómenos del tiempo sin sufrir menoscabo —se decía Ulrich—. Él estaba siempre dispuesto a amar todas las posturas de la vida. Lo que, sin embargo, no lograba nunca era amarlas sin reserva, como lo exige el buen sentido social; una sombra de disgusto, de desaliento y de desamparo se proyectaba hacía tiempo sobre todo lo que realizaba y experimentaba, una antipatía universal para la que jamás pudo encontrar la inclinación complementaria. En ocasiones tenía la impresión de haber nacido con atributos carentes, hoy día, de validez.