WALTER y Ulrich eran todavía jóvenes en la época, hoy en olvido, transcurrida a continuación del último relevo secular, cuando mucha gente se engañaba creyendo en la juventud del nuevo siglo.
El siglo, recientemente sepultado por entonces, no se había distinguido demasiado en su segunda mitad. Había sido efectivo en el desarrollo técnico, en el comercio y en las investigaciones científicas, pero fuera de estos focos de energía, había sido apacible e ilusorio como aguas pantanosas. Los hombres fueron clásicos en la pintura, como Goethe y Schiller en la poesía, y construyeron sus casas en estilo gótico o renacentista. La exigencia del ideal hacía acto de presencia, como un cuerpo de policía, en todas las manifestaciones de la vida. Pero en virtud de una ley secreta, que no consiente al hombre imitación alguna sin unirla a la exageración, estaba todo tan poseído de un conformismo artístico que los arquetipos admirados quedaban muy lejos de realizarse. Signos de este tiempo los podemos ver todavía en las calles y museos y, viniera al caso o no, las mujeres, tanto las castas como las timoratas, debían llevar vestidos largos, desde las orejas hasta los pies, pero exhibían sus pechos pronunciados y unas posaderas impresionantes. Por lo demás, debido a muchas razones, ningún período pasado ha sido tan ignorado como los tres, cuatro o cinco decenios que dividen nuestros años veinte de los veinte años de nuestros padres. De ahí que puede ser útil tener presente que en los peores tiempos se hicieron casas horribles y malísimas poesías, siguiendo el bello principio de los mejores tiempos; no se olvide que toda generación intenta destruir los resultados positivos de una época precedente creyendo mejorarlos, que la juventud anémica de semejante época se envanece de su joven sangre exactamente igual que la gente nueva de todas las épocas.
Y sucede como un milagro cuando, al cabo de unos años de este sigiloso y lento envilecimiento, sorprende un pequeño ascenso espiritual, como ocurrió entonces. De la mentalidad, escurridiza como el aceite, de los dos últimos decenios del siglo XIX se había apoderado en toda Europa una fiebre eruptiva. Nadie sabía lo que se avecinaba; nadie se atrevía a decir qué era un nuevo arte, un hombre nuevo, una nueva moral, o quizá una nueva organización de la sociedad. Por eso, cada uno decía lo que le parecía. Pero en todas partes había hombres que se alzaban en lucha contra el pasado, aparecía el tipo ideal y, lo que es más importante, hombres de iniciativa práctica se encontraban con hombres de iniciativa intelectual. Prosperaban talentos que antes habían sido impedidos o no habían tomado parte en la vida pública. Eran distintos hasta un grado difícil de imaginar; el contraste de sus objetivos no podía ser mayor. Se amaba al superhombre y al infrahombre; se adoraba al sol y a la salud; se veneraba la ternura de muchachas enfermas del pecho; se rendía culto a la heroicidad y al credo socialista de la humanidad; los hombres eran creyentes y escépticos, naturalistas y refinados, robustos y mórbidos; soñaban con alamedas de palacios, con parques otoñales, con piscinas de cristal, con piedras preciosas, con el opio, con enfermedad y con demonios, pero también con pampas, con grandes horizontes, con fraguas y laminadoras, con lidiadores desnudos, con revueltas de trabajadores esclavizados, con los primeros progenitores de la humanidad y con la destrucción de la sociedad. Eran, claro está, contradicciones y gritos de guerra antitéticos, pero tenían un hálito común; si se hubiera pretendido descomponer y analizar aquel tiempo, hubiera resultado un absurdo, algo así como un círculo cuadrado hecho de hierro ígneo, pero en realidad todo se había amalgamado y tenía una virtud refractante. Aquella ilusión, materializada en la mágica fecha del cambio de siglo, era tan poderosa que algunos se lanzaron entusiasmados sobre el nuevo siglo todavía intacto, mientras otros se entretenían en el viejo como en una casa de la que uno se traslada, pero no se consiguió que estas dos actitudes se diferenciaran.
Quien no quiera, no necesita exagerar el valor de aquel pretérito «movimiento». Éste se desenvolvió sólo en aquella tenue e indecisa capa de intelectuales —unánimemente despreciada, gracias a Dios, por personas que han vuelto a emerger con una visión del mundo indestructible, por muchas diferencias que en ésta pueda haber—, y no influyó en las masas. De todos modos, aunque no mereciera el título de «acontecimiento histórico», lo fue al menos en diminutivo; los dos amigos, Walter y Ulrich, vieron de jóvenes su irradiación. Algo había pasado a través de aquella barahúnda de creencias: muchos árboles se doblegaron al paso de «un» viento, un espíritu de secta y de reforma, la buena conciencia del comienzo y de la partida, un segundo nacimiento como no se había conocido nunca, salvo en los mejores tiempos. Si a alguien le Caía en suerte hacer entonces la entrada en el mundo, sentía ya en la primera esquina el soplo acariciador del espíritu sobre sus mejillas.