14 — Amigos de juventud

ULRICH visitaba con frecuencia a sus amigos Walter y Clarisse. Durante varios años no les había visto, y en aquel verano no habían salido de viaje. Cada vez que iba a su casa los encontraba tocando el piano. En esta ocasión interpretaban el «Himno a la alegría» de Beethoven. Según la descripción de Nietzsche, los millones caían estremeciéndose sobre el polvo, las barreras enemigas se derrumbaban, el evangelio de la armonía universal reconciliaba y unía a los separados. Sus amigos habían perdido el habla y el andar, y estaban a punto de remontarse en un baile por los aires. Sus rostros habían mudado de color, los cuerpos se encorvaban, las cabezas picoteaban el ritmo, las manos alborotadas golpeaban la masa sonora aumentando gradualmente su intensidad. Era algo inconmensurable, una erupción propagada por todo el cuerpo, inflamada por ardientes sentimientos y próxima a estallar; de los dedos en erección, de las contracciones nerviosas de la frente, de las convulsiones del cuerpo irradiaba un sentimiento, siempre nuevo, en el enorme estremecimiento individual. ¿Cuántas veces se repitió todo esto?

Ulrich no había podido soportar nunca aquel piano con su boca continuamente abierta y enseñando los dientes rechinantes, aquel ídolo canino de morro chato y patas largas, aquel resultado del cruce de un raposero y de un mastín que influía en la vida de sus amigos dominándola hasta en los cuadros que pendían de las paredes y en las líneas artísticas de sus muebles descarnados y esqueléticos; a esto se unía el hecho de no tener muchacha de servicio, sino sólo una interina para la cocina y la limpieza. Al otro lado de la ventana, las viñas con grupos de viejos árboles y casitas inclinadas se extendían hasta perderse por los homogéneos bosques en lontananza, pero en las proximidades todo aparecía desordenado, pelado, abandonado y destrozado, como sucede en los puntos convergentes de la periferia de una ciudad con la campiña. Entre esta inmediación y aquella amable lejanía, el instrumento tendía un arco; de su negro incandescente salían, chocando en las paredes, columnas de fuego, dulzura y heroísmo que, reducidas a cenizas, sonidos pulverizados, se desvanecían después de pocos centenares de pasos sin alcanzar siquiera la colina de pinos con la hostería a medio camino del bosque. El piano hacía vibrar la casa y era uno de esos megáfonos a través de los cuales grita el alma en pleno universo, como un ciervo en celo a quien nadie contesta sino el mismo grito desafiante de otras mil almas que vociferan en el espacio. La firme posición de Ulrich en aquel hogar estaba fundada en su apreciación de la música, a la que definía como un desmayo de la voluntad y una perturbación del corazón; hablaba de ella en tono todavía más despreciativo de lo que él mismo hubiera querido. Para Walter y Clarisse en aquel tiempo la música era, por el contrario, suprema esperanza y temor. Por eso, le despreciaban en parte y en parte le veneraban como a un espíritu maligno.

Esta vez, Walter, al terminar de tocar, se volvió haciendo girar el taburete y permaneció sentado en actitud de rendición, extenuado y absorto; Clarisse, en cambio, se levantó y saludó calurosamente al intruso. Le palpitaba todavía en el rostro y en las manos la electricidad de la música, su sonrisa se abría paso trabajosamente entre la tensión del entusiasmo y la repugnancia.

—¡Rey de las ranas!, exclamó, haciéndole una mueca a Walter o a la música. Ulrich sintió que la fuerza elástica del vínculo entre él y ella empezaba nuevamente a adquirir tirantez. En la última visita, Clarisse le había contado un sueño terrible: un ser viscoso pretendió forzarla mientras dormía; era de vientre blando, tierno y horripilante; aquella gran rana simbolizaba la música de Walter. Los dos amigos guardaban pocos secretos ante Ulrich. Apenas le había saludado, Clarisse le dio la espalda y se fue aprisa al lado de Walter, lanzó de nuevo su grito de guerra —¡rey de las ranas!— que Walter, al parecer, no comprendía, y con las manos todavía temblorosas de música, le tiró de los pelos con tal violencia que le hizo estremecerse de dolor. Su marido puso una cara más estúpida que amable, y pareció dar un paso atrás en la lúbrica vacuidad de la música.

Clarisse y Ulrich salieron entonces solos a pasear bajo la lluvia de dardos oblicuos del sol poniente; Walter se quedó al piano. Clarisse dijo: —Poder prohibirse una cosa dañosa es prueba de fuerza vital. Al exhausto le seduce lo nocivo. ¿Qué piensas tú de esto? Nietzsche afirma que un artista que reflexiona demasiado sobre la moral de su arte, da muestras de debilidad. Ella se había sentado sobre un pequeño montículo de tierra.

Ulrich se encogió de hombros. Cuando tres años atrás, Clarisse, que tenía veinticinco, se casó con Walter, su amigo desde la niñez, Ulrich les llevó como regalo de boda las obras completas de Nietzsche.

«Si yo fuera Walter, desafiaría a Nietzsche a un duelo» —respondió sonriendo.

La espalda delicada de Clarisse, oscilando en suaves líneas bajo el vestido, se enderezó como un arco, y también su rostro se estiró enérgico; ella lo protegía guardándolo temerosamente y distanciándolo de su amigo.

—Conservas todavía un aire virginal y heroico a un tiempo…, añadió Ulrich. Era una pregunta, o quizá tampoco lo fuera, un poco de broma, pero también un poco de tierna admiración. Clarisse no entendió bien lo que él quiso decir con ello, pero las dos palabras, que ya otra vez había empleado, penetraron dentro de ella como una flecha incendiaria en un tejado de paja.

De cuando en cuando les alcanzaba una oía de sonidos revueltos, sin rumbo. Ulrich sabía que ella se negaba a Walter semanas enteras, cuando él tocaba a Wagner. Sin embargo, Walter seguía tocando a Wagner, con mala conciencia, como si se tratara de un vicio de la adolescencia.

Clarisse hubiera querido preguntar a Ulrich hasta qué punto estaba informado del asunto. Walter no podía callar nada, pero le daba vergüenza. También Ulrich se sentó sobre otro montículo, al lado de ella; por fin, Clarisse habló de otra cosa muy distinta: —Tú no quieres a Walter —afirmó—; en realidad no eres amigo suyo. El tono fue provocativo, pero Clarisse lo dijo riendo.

Ulrich dio una respuesta inesperada. —Sí, somos amigos, desde nuestra juventud. Tú eras todavía una niña, cuando ya nos estrechaba a nosotros el vínculo de una auténtica amistad. Hace muchísimo que veníamos admirándonos mutuamente, y ahora desconfiamos el uno del otro con profundo conocimiento de causa. Cada uno quisiera liberarse de la embarazosa impresión de que el uno se ha cambiado al otro por sí mismo, y así nos prestamos el servicio de un espejo imperecedero y caricaturesco.

—¿No crees, pues —repuso Clarisse— que va a conseguir algo?

—No hay un ejemplo de destino inexorable comparable al que ofrece un joven de ingenio, prematura y mediocremente envejecido; sin golpe de la suerte, sólo por una contracción a la que había sido predestinado.

Clarisse apretó con fuerza los labios. El antiguo pacto entre los dos, de hacer prevalecer la sinceridad sobre la prudencia, le oprimió el corazón y le causó dolor. ¡Música! Los sonidos seguían acosándoles en remolino. Ella los escuchaba. En un momento de silencio, se oyó claramente el bullir del piano. A un oído distraído le podía haber parecido el «agitarse del fuego» que en llamas fugaces salía de la tierra.

Era difícil decir quién era Walter. Con sus treinta y cuatro años cumplidos, se presentaba como un hombre agradable, de ojos elocuentes y expresivos; desde hacía algún tiempo estaba empleado en un negociado de Bellas Artes. Su padre le había procurado este cómodo puesto con la amenaza de retirarle toda subvención si no lo aceptaba. En realidad, Walter era pintor; al mismo tiempo que había estudiado historia del Arte en la Universidad, había frecuentado también una academia de pintura, y más tarde había trabajado algún tiempo en un atelier. La pintura había sido su ocupación al trasladarse a vivir con Clarisse, poco después de la boda, a aquella casa bajo el ancho cielo; pero ahora, por lo visto, había vuelto a dedicarse a la música. A lo largo de sus diez años de enamoramiento había sido unas veces una cosa, otras otra distinta, incluso poeta: había dirigido una revista literaria y, para poderse casar, había ocupado un puesto en las oficinas de administración de un teatro; pocas semanas después cambió de idea y tomó la dirección de una orquesta; a los seis meses reconoció que sus esfuerzos habían sido vanos y se hizo maestro de dibujo, crítico de música, eremita y otras cosas por el estilo, hasta que su padre y su futuro suegro no le soportaron más, a pesar de su máxima benevolencia. Pero por esta razón hubiera podido creerse que en toda su vida no llegó a ser más que un simple diletante polifacético; sin embargo, lo más curioso del caso era que especialistas en música, pintura o literatura auguraron a Walter un futuro muy prometedor. En la vida de Ulrich, por el contrario, si bien había logrado algunos éxitos de indiscutible valor, no había ocurrido nunca que hubiese venido un señor a decirle: «Usted es el hombre que yo siempre he buscado y al que esperan mis amigos». A Walter le había pasado esto cada tres meses. Y aunque los críticos no hubieran sido muy competentes, fueron personas de influencia, de posibilidades, de empresas en marcha, de puestos, amistades y protección, y ponían todo esto a disposición de Walter a quien ellos habían descubierto; así pudo dar a su vida un rumbo de zigzag tan favorecedor. Sólo una cosa corría riesgo junto a él y parecía significar más de lo que en realidad era: su propio talento, al que se hacía pasar por un gran ingenio. Si resultaba ser el diletantismo, entonces se podía decir que la vida espiritual de la nación alemana estaba fundada en gran parte sobre el diletantismo, pues este talento se encontraba en todas las graduaciones, hasta en los verdaderos genios y es en ellos donde podría, al parecer, faltar habitualmente.

Walter poseía el talento de reconocerlo. Aunque se inclinaba, como cualquier otro, a atribuir sus éxitos al mérito personal, aquella ventaja de ser elevado con tanta facilidad por los golpes de la fortuna le había preocupado siempre como una inquietante falta de peso y, cuando cambiaba sus actividades y sus relaciones sociales lo hacía no solamente por inconstancia, sino en medio de una inquietud y temor íntimos, y acosado por el ansia de volver al vagabundeo y para salvaguardar así la pureza de su íntima esencia antes de que enraizara donde se vislumbraba el engaño: Su vida era una cadena de estremecedoras experiencias, de las que procedía la lucha heroica de un alma oponiendo resistencia a toda mediocridad, y no se daba cuenta de que con ello favorecía a la suya propia. En efecto, mientras él sufría y combatía por la moralidad de su conducta espiritual, como corresponde a un genio, la fuerza del destino le reducía en círculo interior a la nada de la que había partido. Finalmente había llegado al punto donde nada podía presentarle obstáculos; aquel empleo suyo, casi de erudito, tranquilo e independiente, defendido de todo lenocinio del mercado artístico, le permitía tener todo su tiempo libre y la posibilidad de dar oídos a su llamada interior; la posesión de la amada le sacaba las espinas del corazón, la casa «al borde de la soledad», en la que se domicilió después de casarse, parecía hecha para servir a la creación; pero cuando se hubieron superado todas las dificultades, ocurrió lo inesperado: las obras, que la grandiosidad de su intención había prometido hacía tanto tiempo, brillaron por su ausencia. Se creía que Walter no podría trabajar más; se ocultaba y desaparecía; se encerraba largas horas al volver a casa por la mañana o por la tarde, hacía largos paseos con su álbum de diseños, pero lo poco que daba resultado se lo reservaba para sí o lo destruía. Aducía cientos de los más variados motivos. En conjunto, sin embargo, sus puntos de vista empezaron en este tiempo a cambiar de modo llamativo. Ya no hablaba de «arte actual», ni del «arte del futuro», conceptos que para Clarisse estaban ligados a él desde sus quince años; trazó más bien un límite en cierto punto —incluyendo en la música a Bach, en la poesía a Stifter, en la pintura a Ingres— y calificó de sobrecargado, degenerado, afectado y decadente todo lo que había venido después; cada vez repetía con más energía que, en una época corrompida hasta en sus mismas raíces como la actual, un talento puro debería sin ®as abstenerse de crear. Pero la deslealtad estaba en que, a pesar de ser él mismo el autor de tan severo juicio, apenas se cerraba en su habitación, comenzaba a sonar música wagneriana, aquella precisamente que en años anteriores le había inspirado a Clarisse el desprecio hacia el arte burgués, estrecho de miras, engreído y degenerado, pero al que él se sometía, como a una bebida fuerte, embriagadora.

Clarisse no lo quería saber. Detestaba a Wagner, aunque no fuera más que por su chaqueta de terciopelo y por su birrete. Era hija de un pintor escenógrafo mundialmente famoso. Había pasado su infancia en un reino de bastidores y de olor a pintura donde se hablaba en tres lenguajes artísticos: el del teatro, el de la ópera y el de los pintores, había estado rodeada de terciopelos, tapices, genios, pieles de pantera, plumeros de pavo, baúles y guitarras. Por eso aborrecía con toda el alma la sensualidad del arte, y se sentía atraída por lo sobrio y austero, ya se tratara de la metageometría de la nueva música atonal o de la voluntad descarnada de las formas clásicas, depuradas y claras, como un preparado anatómico. En su cautiverio virginal, Walter había dado el primer mensaje. «Príncipe de la luz», le había llamado ella, ya de niña, y le había jurado no casarse con él hasta que hubiera conseguido serlo. La historia de su metamorfosis y de sus resoluciones era, al mismo tiempo, la historia de infinitos sufrimientos y delicias, cuyo premio era Clarisse. Ella no poseía el ingenio de Walter, bien lo sabía. Pero en su opinión, el genio era cuestión de voluntad. Con indómita energía se había propuesto estudiar música hasta dominarla; posiblemente no tenía el más mínimo talento musical, pero poseía diez dedos vigorosos, como diez bueyes flacos en actitud de arrancar del surco lo que está por encima de sus fuerzas. De igual modo se dedicaba a la pintura. Desde sus quince años había tenido a Walter por un genio, pues había decidido no casarse más que con un genio. Ella no le permitía desistir. Y cuando notó que fallaba a la promesa, se defendió como un salvaje contra la lenta y deprimente alteración de su atmósfera vital. Entonces, precisamente, hubiera necesitado Walter de calor y simpatía; cuando le torturaba su impotencia se refugiaba en ella como una criatura que busca leche y cama, pero el pequeño cuerpo inquieto de Clarisse no era maternal. Se consideraba acechada por un parásito que quería anidar en su cuerpo, y Clarisse se negaba, despreciaba el calor de cuarto de colada en la que él buscaba consuelo. Puede que esto fuera cruel, pero ella quería ser la compañera de un gran hombre y luchaba con el destino.

Ulrich ofreció a Clarisse un cigarrillo. ¿Qué le podía decir, después de haberle revelado tan brutalmente lo que él pensaba? El humo de ambos cigarrillos, que seguía los rayos del sol crepuscular, se mezclaba a cierta distancia de ellos.

«¿Qué sabe Ulrich de esto?» —pensaba Clarisse, sobre su montículo —¡Bah, qué puede él comprender de esta lucha! Se acordó entonces de cómo se le descomponía el rostro cuando le atormentaba la angustia de la música y de la sensualidad, y cuando no conseguía vencer la resistencia de su mujer. —No —se dijo a sí misma—, de este juego monstruoso de amor sobre el Himalaya, compuesto de pasión, de desprecio, de miedo y de deberes excelsos, Ulrich no sabe nada. Clarisse no tenía a la matemática en gran estima, y nunca había considerado a Ulrich de más talento que a Walter. Él era inteligente, lógico, sabía mucho; ¿y qué es esto sino barbarie? Es cierto que antes había jugado al tenis incomparablemente mejor que Walter, y ella podía acordarse de una vez que viéndole jugar y ganar despiadadamente, intuyó que él conseguiría un día todo cuanto quisiera, cosa que nunca se le había ocurrido pensar ante la pintura, la música y las ideas de Walter. Entonces reflexionó: —Quién sabe si acaso no está al tanto de todo y no dice nada. ¿No había aludido efectivamente un poco antes al heroísmo de Clarisse? Este silencio entre los dos fue extraordinariamente provocativo.

Pero Ulrich pensaba: —¡Con lo amable que era Clarisse hace diez años…! ¡Esta medio niña, con su ardiente fe en nosotros tres…! Sólo una vez le había sido realmente antipática: cuando se casó con Walter; entonces mostró un desagradable egoísmo «a dos» por el cual las mujeres jóvenes, ambiciosamente enamoradas de sus maridos, resultan insoportables a otros hombres. —Entretanto ha mejorado la cosa —pensó él.