13 — Un genial caballo de carreras convence a Ulrich de ser un hombre sin atributos

NO es casual el hecho de que Ulrich pudiera atribuirse no pocos méritos en el campo de la ciencia. Sus mismos trabajos le habían procurado elogios y popularidad, sin llegar a la admiración; en el reino de la verdad sólo se rinde culto a los científicos más viejos, de los que depende la obtención de una cátedra o profesorado. Más exacto: Ulrich había llegado a ser una esperanza, y esperanzas son, en la república de las ideas, los republicanos, o sea, esos hombres que se imaginan les es lícito consagrar todas sus fuerzas a la causa propia, en vez de dedicar una gran parte de ellas al progreso de la comunidad; olvidan que el rendimiento de la persona privada es pequeño, que, en cambio, el deseo de todos es progresar, y descuidan el deber social de hacer carrera, la cual se comienza a título de batidor de marcas, a fin de poder servir de guía de nuevos escaladores una vez lograda la cumbre.

Un día Ulrich se cansó de ser una esperanza. Por aquel entonces, comenzaba a hablarse de genios del fútbol y del boxeo, pero en las crónicas de los periódicos sólo encontraba cabida un genial mediocentro o un gran tenista entre diez geniales inventores, tenores o escritores. El nuevo espíritu no había adquirido solidez. Entonces precisamente leyó Ulrich en alguna parte algo así como el pronóstico de buen tiempo para el verano, formulado en la expresión: «un genial caballo de carreras». Era el informe de un sensacional concurso de equitación, y quizá ni el mismo escritor fue consciente de la extraordinaria invención que el espíritu colectivo le había sugerido. Pero Ulrich comprendió en seguida la ineludible concatenación que unía su carrera entera con aquel caballo genial. El caballo ha sido siempre el animal sagrado de la caballería, y Ulrich, en su juventud transcurrida en el cuartel, apenas había oído hablar de otra cosa que de caballos y mujeres; se había incorporado a aquel ambiente para hacerse un hombre importante; así es que al llegar el momento, después de repetidas tentativas, de sentirse cerca de la meta de sus esfuerzos, le saludó desde allí el caballo genial que se le había adelantado.

Esto tiene sin duda su justificación en el tiempo, porque no han pasado todavía muchos años desde que un espíritu viril, digno de admiración, significaba un ser cuyo valor era valor moral, su fuerza la fuerza de una convicción, su solidez la del corazón y la de la virtud, un hombre que consideraba la rapidez como algo pueril, el fingimiento como una cosa ilícita, la volubilidad y el ímpetu como indecorosos. Este tipo de ser humano ha ido extinguiéndose gradualmente, y ya no se encuentran más que algunos ejemplares raros entre el personal docente de algunos gimnasios y en varios escritos; se había convertido en un fantasma ideológico, y la vida tuvo que buscarse un nuevo prototipo de virilidad. Mientras se hacían las pesquisas, se descubrió que las operaciones y la industria que un cerebro ingenioso emplea en un problema lógico de cálculo no son muy distintas de las maniobras de un cuerpo bien adiestrado para la lucha, y que existe una energía moral en acción que, a fuerza de complicaciones y decepciones, sé ha vuelto fría y avisada, ya se trate de adivinar el lado flaco de un problema, o de descubrir un enemigo de carne y hueso. Si se hiciese un análisis psicotécnico de un gran intelectual y de un campeón de boxeo, se observaría probablemente que su astucia, valentía, precisión y capacidad coordinativa, así como la rapidez de reacciones en su campo de interés, son en el fondo las mismas; y que la virtud y las aptitudes que determinan el éxito no se diferencian sustancialmente de las de cualquier famoso caballo vencedor en carreras de obstáculos, pues no se deben menospreciar las relevantes cualidades que entran en juego al saltar una valla. Un campeón de boxeo y un caballo superan a un gran intelectual en que su trabajo puede ser medido sin discusión, y el mejor entre ellos es reconocido como tal por todos; de este modo, el deporte y la objetividad han llegado meritoriamente a suplantar a aquellos conceptos anticuados del genio y de la grandeza humana.

En lo tocante a Ulrich, hay que reconocer que él iba varios años adelantado a su tiempo. Se había dedicado a la ciencia armado de un programa para mejorar los récords con una victoria en centímetros o kilogramos. Su mente se revelaba aguda y segura, y había realizado el trabajo de los fuertes. Ese placer en la fuerza intelectual era una expectación, un juego bélico, una especie de indeterminada e imperiosa exigencia presentada al futuro. No llegaba a ver claro el fin al que le iba a llevar aquella fuerza: podía hacer todo o nada, transformarse en redentor del mundo o en delincuente. Por lo general, ésta es la posición mental de cuya existencia recibe el mundo de las máquinas y de los inventos siempre nuevos refuerzos. Ulrich había considerado la ciencia como una preparación, una disciplina y una especie de entrenamiento. Cuando se advertía que aquel razonar resultaba demasiado árido, exacto, ajustado y mezquino, había que aceptarlo como la expresión ascética y rígida que ciertos rostros adoptan durante un gran esfuerzo del cuerpo o de la voluntad. Él había amado durante años enteros la renuncia espiritual. Odiaba a los hombres que, según palabras de Nietzsche, eran incapaces «de padecer hambre en el alma por amor a la verdad»; odiaba a los que vuelven a las andadas, a los pusilánimes, a los blandos, que consuelan su alma con alucinaciones de su alma y la nutren, porque la razón les da piedras en vez de pan, con sentimientos religiosos, filosóficos y fabulosos, semejantes a bollos de leche. Era de la opinión de que en nuestro siglo todos forman parte de una expedición, de que la soberbia exige responder a toda pregunta inútil con un «todavía no», y de llevar una vida basada en principios interinos, pero con la conciencia de una meta que alcanzará la posteridad. La verdad es que la ciencia ha desarrollado un concepto de la severa y sobria fuerza espiritual que hace insoportables las viejas ideas metafísicas y morales del género humano, aunque no puede sustituirlas sino con la esperanza de que, en un día lejano, una raza de conquistadores del espíritu descenderá a los valles feraces de la espiritualidad.

Pero esto va bien sólo en tanto no nos veamos precisados a dirigir la mirada desde la lejanía profética sobre la proximidad del presente, y a leer que entretanto un caballo de carreras se ha revelado genial. Ulrich se levantó a la mañana siguiente con el pie izquierdo, y con el derecho pescó a río revuelto la zapatilla. Esto le ocurrió en otra calle y ciudad, distintas de donde ahora vivía, hacía pocas semanas. Sobre el asfalto oscuro, bajo la ventana, pasaban veloces los automóviles; el aire puro de la mañana comenzaba a infectarse con los olores ácidos del día; parecía un absurdo inefable meterse en la luz lechosa que se filtraba entre las cortinas, para ponerse, como de costumbre, a doblar su cuerpo desnudo hacia adelante y hacia atrás, a elevarlo de la tierra y a volver a posarlo accionando los músculos abdominales, y a descargar los puños contra el balón de boxeo, según hacen tantos otros hombres a la misma hora, antes de dirigirse a la oficina. Una hora al día es la duodécima parte de la vida consciente y basta para mantener un cuerpo entrenado en las condiciones físicas de una pantera dispuesta a cualquier aventura; pero esta distinción es inútil, porque una aventura digna de tal preparación no se presenta nunca. Lo mismo ocurre con el amor; el hombre se prepara para él de una manera exageradísima. Al final descubrió todavía Ulrich que también en la ciencia era él como un alpinista que escala toda una cordillera sin divisar un fin. Poseía fragmentos de un nuevo modo de pensar y de sentir, pero la misma visión, tan potente para el principiante, se había extraviado entre el número, siempre creciente, de particularidades y, si hubiera creído beber de las fuentes de la vida, hubiera agotado casi todas sus esperanzas. Aquí puso punto final, en medio de un trabajo vasto y prometedor. Sus colegas le parecieron, en parte, fiscales inexorables, ávidos de persecución, o comisarios de seguridad pública de la lógica, masticadores de una droga extraña y pálida que poblaba el mundo con visión de números y de proporciones irreales: «¡Por amor de Dios! —pensó él—. ¡Yo no he tenido nunca intención de ser un matemático toda mi vida!»

¿Cuál había sido en realidad su intención? En aquel momento no le quedaban posibilidades de dedicarse a la filosofía. La filosofía, sin embargo, en aquella situación en que se encontraba, le recordaba la historia de Dido, cuando se hace cortar una piel de buey en tiras para correas, aunque no se sabe si con ellas se pudo efectivamente ceñir todo un reino; y aquello que se añadía de nuevo era semejante a lo que él mismo había emprendido, y no quiso tentarlo. Podía decir solamente que se sentía más lejos que en su juventud de aquello que había querido ser, si es que en realidad lo supo alguna vez. Veía con asombrosa nitidez toda la capacidad, atributos y aptitudes —menos la de ganar dinero, porque nunca la necesitó—, que tiempo atrás había apreciado en sí mismo, pero había perdido la posibilidad de aplicarlos; en definitiva, si también los futbolistas y caballos tienen genio, únicamente su utilización puede salvar las propiedades personales; por eso decidió tomarse un año de vacaciones, para dar a sus facultades un empleo apropiado.