9 — La primera de tres tentativas para llegar a ser un hombre distinguido

ESTE hombre no podía acordarse, después de volver del extranjero, de un solo instante de su vida en que no hubiera estado animado del deseo de llegar a ser una persona distinguida; aparecía en él como una cualidad innata. Es cierto que semejantes pretensiones pueden denunciar vanidad y estupidez; sin embargo, no es menos cierto que se trata de una aspiración muy bella y justa, sin la cual se hubieran dado probablemente pocas personas de relieve.

La fatalidad del caso estaba en que él no sabía siquiera qué es ser un hombre distinguido ni cómo se consigue. De estudiante creyó que Napoleón lo era; pero esta apreciación provenía de la natural admiración que en la juventud causa la delincuencia, y en parte también porque los maestros presentaban a este tirano, que intentó devastar Europa, como el malhechor más facineroso de la historia. La consecuencia fue que Ulrich, en cuanto pudo evadirse de la escuela, se incorporó como alférez en un regimiento de caballería. Si le hubieran preguntado entonces por los motivos de su determinación, probablemente no hubiera respondido: adiestrarme en el oficio de la tiranía; tales deseos son jesuíticos: el genio de Napoleón comenzó a revelarse al ser nombrado general. ¿Qué medios habría de usar, pues, Ulrich, simple alférez, para convencer a su coronel de la necesidad de tal requisito? Ya en tiempos de su instrucción militar quedó claro que el coronel no compartía esta opinión. Sin embargo, Ulrich, de no haber sido tan ambicioso, se hubiera abstenido de maldecir el pacífico campo de instrucción en el que no es posible distinguir la presunción de la vocación. A eslóganes pacifistas como «iniciación del pueblo en las armas» no concedía el menor valor; se dejaba apoderar más bien del recuerdo apasionado de épocas heroicas de despotismo, poderío y soberbia. Tomaba parte en competiciones hípicas, se batía en duelos y distinguía sólo tres clases de personas: oficiales, mujeres y civiles; esta última estaba constituida por un grupo de hombres corporalmente subdesarrollados e intelectualmente despreciables, cuyas esposas e hijas eran presa de los oficiales. Él se entregaba a un sublime pesimismo: le parecía que, siendo el oficio de soldado un instrumento cortante e incandescente, era preciso emplearlo para partir y cauterizar el mundo, en bien suyo.

Ulrich se libró por suerte de todo esto, pero un día hizo una experiencia. Durante un acto social tuvo un pequeño choque con un conocido hacendista; quiso resolver el conflicto con su método de costumbre, pero aprendió que también entre los civiles hay hombres defensores de sus mujeres. El financiero recurrió al ministro de la Guerra, al que conocía personalmente, y el resultado fue que Ulrich hubo de presentarse ante el coronel, quien le explicó la diferencia que existe entre un archiduque y un simple oficial. Desde aquel día no le agradó la vida militar. Había esperado encontrarse en un escenario de aventuras extrañas en el que él iba a ser el héroe, y de repente se vio, como un joven borracho, alborotando una amplia plaza vacía, sin nadie para contestarle a no ser el eco de las piedras. Cuando lo comprendió, dijo adiós a aquella ingrata carrera en la que había ascendido hasta el grado de teniente, y abandonó el servicio.