8 — Kakania

EN la edad en que más aprecio se hace de los servicios del sastre y del barbero, cuando más se mira uno al espejo, muchos suelen soñar en un lugar ideal para vivir o, al menos, en un modus vivendi que esté de moda, aunque no satisfaga al gusto personal. Tal idealización estereotipada de la sociedad viene atribuyéndose desde hace tiempo a un tipo de ciudad superamericana donde para todo, para emprender la marcha o para hacer un alto en el camino, se echa mano del cronómetro. Tierra y aire construyen un hormiguero horadado de calles y pisos. Vehículos aéreos, terrestres, subterráneos, postales, caravanas de automóviles se cruzan horizontalmente; ascensores velocísimos absorben en sentido vertical masas humanas y las vomitan en los distintos niveles de tráfico; en los puntos de enlace se salta de un medio de locomoción a otro, y entre dos velocidades rítmicas, por las que uno es arrastrado y lanzado sin consideración, hay una pausa, una síncopa, una pequeña hendedura de veinte segundos en cuyos intervalos apenas se consigue cambiar dos palabras. Preguntas y respuestas engranan como piezas de máquina, cada individuo carga con sus obligaciones, las profesiones se agrupan, se toma el alimento mientras se hace otra cosa, las diversiones se concentran en zonas especiales, y en otras se alzan torres donde uno encuentra mujer, familia, gramófono y alma. Tirantez y laxitud, actividad y amor se desmiembran temporalmente y se miden conforme a un estricto sistema de laboratorio. Si en el desenvolvimiento de cualquiera de estas funciones surgen dificultades, se desiste de ellas: no tardarán en presentarse otras, o bien alguien que también haya errado el camino; nada de esto perjudica porque el máximo derroche de fuerza es causado por la arrogancia de creerse llamado a completar un fin personal predeterminado. En una colectividad todo camino conduce a un buen fin, si no se titubea y reflexiona demasiado. La meta está puesta a breve distancia, pero también la vida es breve; así se obtiene de ella el máximo rendimiento; el hombre no necesita más para ser feliz, pues el éxito conseguido da forma al alma, mientras que aquello a lo que se aspira sin conseguirlo tan sólo la retuerce; la felicidad no depende tanto de lo que se desea, sino de lo que se alcanza. Además, enseña la zoología que de un conjunto de individuos limitados puede resultar una especie genial.

No es seguro que vaya a suceder así, pero semejantes fantasías recuerdan los sueños de los viajes en que se refleja el incesante movimiento que nos arrastra. Son superficiales, inquietos y cortos. Sabe Dios en qué acabarán. Se debería creer que en cada momento tenemos en nuestra mano los elementos y la posibilidad de ponernos a la obra y de planearla para todos. Si no nos satisface el asunto de la velocidad, inventemos otra cosa. Por ejemplo, una cosa lenta, con una felicidad fluctuante como un velo, misteriosa como un caracol marino y con una profunda mirada de vaca que ya los griegos fantasearon. Pero esto no es así ni mucho menos. La cosa nos tiene dominados. Día y noche viajamos dentro de ella, y en ella desarrollamos toda nuestra actividad; allí se afeita uno, come, ama, lee, ejerce el propio oficio, como si las cuatro paredes estuvieran fijas y lo inquietante es que las paredes viajen sin que lo advirtamos, y los raíles se proyecten como largos hilos tangibles y curvados hacia adelante, pero sin saber hasta dónde. Por encima de todo se pretende tomar parte de las fuerzas que guían el tren del tiempo. Éste es un papel muy confuso: cuando se mira afuera, después de algún tiempo, se ve que el paisaje ha cambiado; lo que aquí pasa de largo, pasó; no puede ser de otra manera, pero, pese a todo sentimiento de entrega, cada vez adquiere más fuerza un sentimiento desagradable, como de haberse pasado del lugar de destino o haber ido a parar a una falsa desviación. Un buen día aparece la frenética necesidad; ¡apearse!, ¡saltar! ¡Un deseo de ser impedido, de no seguir desarrollándose, de parar, de retroceder al punto que precede a un falso empalme! En aquellos buenos tiempos del pasado, cuando aún existía el Imperio austríaco, se podía abandonar el tren del tiempo en un caso así, tomar un tren corriente de una vía férrea común y volver a la patria.

Allí, en Kakania, aquella nación incomprensible y ya desaparecida, que en tantas cosas fue modelo no suficientemente reconocido, allí había también velocidad, pero no excesiva. Cuantas veces se pensaba desde el extranjero en este país, se soñaba en los caminos blancos, anchos y cómodos del tiempo de los viajes a pie y de las diligencias, con bifurcaciones en todas direcciones semejando canales regulados y galones de claro cutí en los uniformes, estrechando las provincias con el abrazo del papeleo administrativo. ¡Y qué comarcas! Mares y glaciares, el Carso, Bohemia con sus campos de grano, las costas adriáticas con el chirrido de inquietos grillos, aldeas eslovacas donde el humo salía de las chimeneas como de los aleros de una nariz respingona, y el pueblecito agazapado entre dos colinas como si hubiera abierto la tierra sus labios para calentar entre ellos a su criatura. Por estas carreteras, naturalmente, también rodaban automóviles, pero no demasiados. Aquí se preparaba, como en otras partes, la conquista del aire, pero sin excesivo entusiasmo. De cuando en cuando se enviaba algún barco a Sudamérica o al Asia oriental, pero no muchas veces; se tenía asiento en el centro de Europa donde se intersecaban los antiguos ejes del continente; las palabras colonia y ultramar sonaban como algo lejano y desconocido. El lujo crecía, pero muy por debajo del refinamiento francés. Se cultivaba el deporte, pero no tan apasionadamente como en Inglaterra. Se concedían sumas enormes al ejército, pero sólo cuanto necesitaba para figurar como la segunda más débil de las grandes potencias. También la capital era un poco más pequeña que todas las otras metrópolis del mundo, pero algo más grande de lo que suele constituir una gran ciudad. El país estaba administrado por un sistema de circunspección, discreción y habilidad, reconocido como uno de los sistemas burocráticos mejores de Europa, al que sólo se podía reprochar un defecto: para él genio y espíritu de iniciativa en personas privadas, sin privilegio de noble ascendencia o de cargo oficial, era incompetencia y presunción. Pero ¿a quién le gustaría dejarse guiar por desautorizados? En Kakania el genio era un majadero, pero nunca, como sucedía en otras partes, se tuvo a un majadero por genio.

Cuántas cosas interesantes se podrían decir de este Estado hundido de Kakania. Era, por ejemplo, imperial-real, y fue imperial y real; todo objeto, institución y persona llevaba alguno de los signos k.k. o bien k.u.k., pero se necesitaba una ciencia especial para poder adivinar a qué clase, corporación o persona correspondía uno u otro título. En las escrituras se llama Monarquía austro-húngara; de palabra se decía Austria, con un término, pues, que se usaba en los juramentos de Estado, pero se conservaba en las cuestiones sentimentales, como prueba de que los sentimientos son tan importantes como el derecho público, y de que los decretos no son la única cosa del mundo verdaderamente seria. Según la Constitución, el Estado era liberal, pero tenía un gobierno clerical. El gobierno era clerical, pero el espíritu liberal reinaba en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Existía un Parlamento que hacía uso tan excesivo de su libertad que casi siempre estaba cerrado; pero había una ley para los estados de emergencia con cuya ayuda se salía de apuros sin Parlamento, y cada vez que volvía de nuevo a reinar la conformidad con el absolutismo, ordenaba la Corona que se continuara gobernando democráticamente. De tales vicisitudes se dieron muchas en este Estado, entre otras, aquellas luchas nacionales que con razón atrajeron la curiosidad de Europa, y que hoy se evocan tan equivocadamente. Fueron vehementes hasta el punto de trabarse por su causa y de paralizarse varias veces al año la máquina del Estado; no obstante, en los períodos intermedios y en las pausas de gobierno la armonía era admirable y se hacía como si nada hubiera ocurrido. En realidad no había pasado nada, tínicamente la aversión que unos hombres sienten contra las aspiraciones de los otros (en la que hoy estados todos de acuerdo), se había presentado temprano en este Estado, se había transformado y perfeccionado en un refinado ceremonial que habría podido tener grandes consecuencias, si su desarrollo no se hubiera interrumpido antes de tiempo por una catástrofe.

En efecto, no solamente había aumentado la aversión contra el conciudadano hasta ser un sentimiento colectivo; incluso la desconfianza frente a sí mismo y al propio destino había adquirido un carácter de profunda certidumbre. Se procedía en este país —y hasta los últimos grados de la pasión y sus consecuencias— siempre de distinto modo de como se pensaba, o se pensaba de un modo y se obraba de otro. Observadores desconocedores de la realidad calificaron este fenómeno de cortesía o de debilidad, atribuidas siempre al carácter austríaco. Pero eso era falso, como falso es definir las manifestaciones de un país simplemente por el carácter de sus habitantes. Un paisano tiene por lo menos nueve caracteres: carácter profesional, nacional, estatal, de clase, geográfico, sexual, consciente, inconsciente y quizá todavía otro carácter privado; él los une todos en sí, pero ellos le descomponen, y él no es sino una pequeña artesa lavada por todos estos arroyuelos que convergen en ella, y de la que otra vez se alejan para llenar con otro arroyuelo otra artesa más. Por eso tiene todo habitante de la tierra un décimo carácter y éste es la fantasía pasiva de espacios vacíos; este décimo carácter permite al hombre todo, a excepción de una cosa: tomar en serio lo que hacen sus nueve caracteres y lo que acontece con ellos; o sea, en otras palabras, prohíbe precisamente aquello que le podría llenar. Este espacio, reconocido como difícil de describir, tiene en Italia colores y forma distintos que en Inglaterra, porque eso que se destaca en él tiene allí otra forma y otro color, y es en una y otra parte el mismo espacio vacío e invisible en cuyo interior está la realidad, como una pequeña ciudad de piedra de un juego de construcciones infantil, abandonada por la fantasía.

Sí hay alguien que tenga buena vista podrá ver que lo sucedido en Kakania fue precisamente eso, y en eso era Kakania, sin que lo supiera el mundo, el Estado más adelantado; era el Estado que se limitaba a seguir igual, donde se disfrutaba de una libertad negativa, siempre con la sensación de no tener la propia existencia suficiente razón de ser; allí se fantaseaba sobre lo no realizado o, al menos, sobre lo no irrevocablemente realizado, bañándolo todo como con el soplo húmedo de los océanos de donde ha surgido la humanidad.

«Ha pasado esto o aquello», se decía en Kakania, mientras otros, en alguna otra parte, creían que se había producido un fenómeno milagroso; era una expresión privativa que no se daba ni en alemán ni en ningún otro idioma; al pronunciarla, las realidades y los reveses del destino se hacían tan ligeros como plumas y pensamientos. Sí, a pesar de todo lo que se diga en contra, Kakania era quizá un país de genios, y probablemente fue ésta la causa de su ruina.