7 — En un estado de debilidad se conquista Ulrich una nueva querida

UNA mañana temprano, Ulrich regresó a casa maltrecho. El traje colgaba ajado de su cuerpo, sobre su magullada cabeza fue preciso aplicar paños mojados, el reloj y la cartera habían desaparecido. No sabía si se los habían robado los tres hombres con los que peleó la noche anterior o había sido un manso filántropo que aprovechó el breve tiempo que permaneció en el suelo sin sentido para llevárselos. Se acostó en la cama y, mientras reposaban sus miembros descoyuntados, reconstruyó con el pensamiento su aventura.

Los tres individuos se habían detenido súbitamente ante él; pudo ser que hubiera rozado a alguno de ellos en medio de la oscuridad de la calle desierta, pues iba distraído, absorto en sus consideraciones; los rostros aparecieron ya iracundos y contraídos cuando entraron en el contorno iluminado del farol. Entonces cometió él un error. Tenía que haber reaccionado rápido y empujar violentamente con la espalda al que le atacaba por detrás, o hincarle el codo en el estómago e inmediatamente intentar escapar, pues es inútil luchar uno solo contra tres forzudos. Él, por el contrario, había titubeado unos instantes. La edad tuvo la culpa, sus treinta y dos años; hostilidad y amor necesitan algo más de tiempo. No quería creer que aquellos tres rostros, que le miraron con tanta ira y desprecio, no buscaban otra cosa que su dinero; más bien se inclinaba a creer que era odio lo que había tomado cuerpo en aquellas sombras nefastas. Mientras los salteadores le insultaban con palabras groseras, le halagaba el pensamiento de que quizá no fueran salteadores, sino burgueses como él, algo bebidos y privados del freno inhibitorio, los cuales, al sorprenderse de su escurridiza aparición, descargaban sobre él su odio, odio que está siempre latente (contra él y contra todo lo extraño), como la tormenta en la atmósfera. Él mismo sentía algo parecido también de cuando en cuando. Muchísimos hombres se sienten hoy día en lamentable contradicción con otra infinidad de semejantes. Es un rasgo característico de la cultura la arraigada desconfianza que siente el hombre frente a todos los que no entran en su propia esfera, o sea, que no solamente un germano considera a un judío como un ser inferior o inconcebible, sino que lo mismo piensa un futbolista de un pianista. En definitiva, el objeto existe sólo merced a sus límites y gracias a una actitud en cierto modo hostil contra el ambiente que lo circunda; sin el Papa no se hubiera dado Lutero, y sin los paganos tampoco el Papa; por eso es innegable que el más profundo apoyo que pueda encontrar el hombre en sus semejantes consiste en su rechazo. En esto pensó él, aunque, claro está, no tan específicamente; sin embargo conocía este estado de incierta hostilidad atmosférica de que está lleno el aire que respira nuestra generación y si esto quedara concentrado, de repente, en tres desconocidos que, como el trueno y el relámpago, estallan para desaparecer eternamente, todo ello resultaría casi un alivio.

Poco a poco iba convenciéndose de haber reflexionado ante los tres bribones con demasiada lentitud. Cuando se le abalanzó el primero, Ulrich le hizo retroceder adelantándose con un golpe en la barbilla, pero el segundo, al que tenía que haber liquidado con la misma rapidez y al que tan sólo había rozado con el puño, le encasquetó un golpe tan fulminante en la cabeza que por poco se la parte. Cayó de rodillas, se sintió cogido; entonces, con un esfuerzo casi sobrehumano, que suele quedar y sigue generalmente al primer derrumbamiento del cuerpo, se levantó y acometió contra el revuelto de cuerpos extraños, pero éstos le molieron a puñetazos cada vez más certeros.

Reconocido el error cometido, simplemente de carácter deportivo y comparable al salto demasiado corto de un acróbata, Ulrich, que no había perdido la entereza de sus nervios, se durmió sumiéndose en su éxtasis delicioso de espirales intermitentes que había acompañado también antes a la pérdida gradual del conocimiento en el momento del derrumbe.

Al despertarse, se aseguró de que sus lesiones no habían sido de consideración, y volvió a meditar en el suceso. Toda reyerta deja mal sabor de boca, de algo así como una intempestiva familiaridad. Independientemente del hecho de haber sido él el agredido, Ulrich tenía la impresión de no haberse comportado como debía. ¿En qué aspecto? Al borde de las calles, donde cada trescientos pasos se encuentra un guardia municipal sancionando hasta la más mínima transgresión del orden, hay otras que exigen tanta fuerza y astucia como una selva virgen. La humanidad produce biblias y armas, tuberculosos y tuberculina. Es democrática con reyes y nobleza; construye iglesias y contra ellas nuevas universidades; transforma los conventos en cuarteles, pero los dota de capellanes castrenses. Naturalmente provee también a los malhechores con porras de goma rellenas de plomo para golpear el cuerpo de un semejante y quebrantar su salud, y después pone a disposición de este cuerpo ultrajado y desamparado lechos de pluma, como el que acogía en aquel momento a Ulrich y que parecía envuelto de respeto y delicadeza. Ésta es la conocida cuestión de las contradicciones, inconsecuencias e imperfección de la vida. Aquí se sonríe o se suspira. Ulrich, sin embargo, no hacía así. Odiaba esa conducta, mezcla de renuncia y de amor ciego, de algunas vidas, que toleran contradicciones y medias verdades como una tía solterona tolera las impertinencias de su sobrino. A la hora de levantarse tampoco se mostraba excesivamente diligente, saltando rápido de la cama, sobre todo si comprobaba que el permanecer en ella podía ayudarle a sacar provecho del desorden de la humanidad, pues en algún sentido viene a ser eso una conciliación de la conciencia con la cosa a expensas de ésta, un cortocircuito, una huida al mundo privado, cuando uno evita para sí lo malo y se procura lo bueno en vez de preocuparse del bien común. Para Ulrich, después de aquella experiencia involuntaria, apenas tenía utilidad el desarme y la destitución de los reyes y el que un progreso mayor o menor hiciera disminuir la estupidez y la maldad; porque la medida de los abusos y de la perversidad vuelve de nuevo a completarse, como si del mundo un pie resbalara siempre hacia atrás, al tiempo que el otro avanza. ¡Quién pudiera conocer las causas y el mecanismo secreto de todo esto! Tendría más importancia que ser buena persona según principios anticuados; así es que Ulrich se inclinaba en su moral más hacia el servicio de estado mayor que al vulgar heroísmo del obrar bien.

Seguía representándose la aventura nocturna. Cuando recobró el conocimiento, después del infeliz resultado de la lucha, vio pararse un taxi junto a la acera y salir de él al conductor que intentó incorporarle, mientras una señora se inclinaba hacia él con una expresión angelical en el rostro. Después de un colapso, al volver uno en sí, todo aparece como en los libros infantiles; pronto, sin embargo, dejó paso el delirio a la realidad consciente; la presencia de aquella mujer infundió un soplo suave y estimulante, como de agua de colonia; se dio cuenta de no haber padecido daños mayores e intentó ponerse en pie con garbo. No lo consiguió con la agilidad deseada, por lo que la señora se ofreció solícita a conducirle a donde pudiera encontrar socorro. Ulrich manifestó su deseo de volver a casa; dado, pues, que todavía no había salido de su atolondramiento, la señora condescendió. En el automóvil se recuperó en seguida. Sintió una maternal sensualidad junto a sí, una nube delicada de idealismo altruista en cuyo calor comenzaban a formarse pequeños cristales de duda y de temor ante una acción indeliberada al mismo tiempo que volvía a ser hombre; los cristales llenaban el aire con la suavidad de una nevada. Describió el incidente, y la hermosa mujer, que aparentaba ser algo más joven que él, o sea, quizá unos treinta años, censuró con palabras enérgicas la brutalidad de los hombres y se mostró profundamente enternecida.

Ulrich justificó vivamente el percance y declaró, ante la estupefacción de la hermosura maternal de su costado, que tales experiencias bélicas no se deben juzgar atendiendo al resultado. Su incentivo está en el hecho de que en un brevísimo espacio de tiempo, con una rapidez propia y exclusiva de la vida burguesa y bajo la guía de señales apenas perceptibles, tienen que ejecutarse tantos y tan diversos movimientos enérgicos, estrechamente coordinados, que resulta imposible controlarlos con plena conciencia. Al contrario, todo deportista sabe que debe entrenarse días antes de la competición con el fin único de que puedan ponerse de acuerdo sus músculos y nervios sin que la voluntad, la mente y la conciencia tengan después que intervenir. En el momento de la acción, repuso Ulrich, sucede siempre así: los músculos y los nervios saltan y luchan con el yo; éste, a su vez, el cuerpo entero, el alma, la voluntad, la totalidad de la persona, tal como lo define y limita el derecho civil, es transportado superficialmente, como Europa a lomos de toro; y si alguna vez no ocurre así, si ocurre la desgracia de caer un rayo de reflexión en esta oscuridad, entonces fracasa normalmente el intento.

Ulrich se había explicado elocuentemente. Aseguró todavía que este fenómeno experimental de un ensimismamiento casi total, o vaciado de la persona consciente, es, en el fondo, afín a las malogradas experiencias de los místicos de todas las religiones, y que son, por tanto, en cierto modo un sustituto temporal de exigencias eternas; aunque sea deficiente, es por lo menos algo. En consecuencia, el boxeo y otros deportes análogos, que componen un sistema racional, son una especie de teología, aunque no se puede pretender que sea reconocida universalmente como tal.

Ulrich quiso hablar así a su compañera, en parte, para defenderse a sí mismo y para distraerla del lamentable estado en que le había encontrado. En tales circunstancias era difícil que ella pudiera distinguir si hablaba en serio o en broma. De todos modos, le pudo parecer natural que intentara explicar la teología mediante el deporte, lo que no dejaba de ser interesante, pues el deporte es algo temporal, y la teología, en cambio, una cosa de la que nadie sabe nada, si bien encontramos en todas partes muchas iglesias. Como quiera que sea, le pareció una feliz casualidad la que le permitió salvar a un hombre de tanto ingenio; al mismo tiempo se preguntaba si no estaría todavía bajo los efectos de la conmoción cerebral.

Ulrich, queriendo decir algo que fuera inteligible, aprovechó la oportunidad para hacer la observación de que también el amor pertenece a las experiencias religiosas y peligrosas, porque sustrae al hombre de los brazos de la razón y lo traslada a un estado inconsciente sobre un abismo sin fondo.

—Sí —dijo la señora—; pero el deporte es una cosa burda.

—Sin duda —contestó Ulrich— hay que conceder que el deporte es una cosa burda. Se podría afirmar incluso que es el resultado de un odio universal, sagazmente defendido y precipitado en un torneo. Generalmente se dice lo contrario, que el deporte une, que fomenta el espíritu de compañerismo, y cosas parecidas; pero en el fondo, esto sólo prueba que brutalidad y amor no se hallan más distanciados entre sí que las dos alas de un gran pájaro multicolor y mudo.

Ulrich acentuó la voz sobre las alas y el pájaro mudo: una imagen sin justo sentido, pero un poco llena de aquella monstruosa sensualidad con la que la vida satisface en su organismo inmenso todos los contrastes rivales; él advirtió entonces que su vecina no había comprendido lo más mínimo; a pesar de todo, la suave nevada que ella derramaba y esparcía en el coche se había hecho más densa. Se volvió hacia ella cara a cara y le preguntó si sentía acaso aversión a hablar de tales problemas corporales. El ejercicio corporal se está poniendo demasiado en boga y naturalmente encierra un sentimiento horrible, porque el cuerpo, cuando está muy entrenado, ejerce predominio y responde a todo estímulo sin esperar órdenes, con sus autónomos movimientos y con tal seguridad que a su dueño no le queda más que hacer que admirarlo, mientras su carácter hace parejas con cualquier parte del cuerpo.

Parecía que de hecho le había afectado profundamente este problema a la joven señora: se mostró conmovida ante tales palabras, respiró hondo y se apartó un poco cautelosamente. Fue como si un mecanismo semejante al descrito se hubiera puesto en movimiento dentro de ella: un resuello, un rubor, palpitaciones aceleradas del corazón, y quizá alguna otra cosa más. Pero precisamente en aquel momento se detuvo el coche ante la casa de Ulrich. Sin tiempo que perder, se dirigió sonriente a su salvadora y le rogó se dignara darle su dirección para hacerle después una visita de cortesía y agradecimiento; para asombro suyo, no le fue otorgado aquel favor. La oscura reja de forja se cerró a espaldas del estupefacto Ulrich. Es de suponer que la señora se detendría entonces a contemplar el viejo parque, plantado de siluetas altas, negras, interrumpiendo la luz de las lámparas eléctricas, las ventanas que se inflamaban, los bajos aleros del palacete que parecían tenderse sobre el fino césped esmeralda, paredes cubiertas de cuadros y filas de libros multicolores; el compañero de viaje, fríamente despedido, entró en su inesperadamente bella casa.

Así habían sucedido las cosas; mientras Ulrich reflexionaba todavía en lo desagradable que hubiera sido tener que perder otra vez el tiempo en una de aquellas aventuras amorosas de las que estaba harto, le llegó el anuncio de la visita de una señora que no quería decir quién era, envuelta en tupidos velos. Era la misma que había ocultado su nombre y su dirección, pero que ahora, romántica y caritativa, con el pretexto de informarse sobre la salud de Ulrich, daba curso a la aventura por propia iniciativa.

Dos semanas después, Bonadea era su querida desde hacía quince días.