QUIEN ha resuelto el problema de la vivienda debe buscarse mujer. La amiga de Ulrich, la de aquella temporada, se llamaba Leontine y cantaba en un pequeño salón de variedades; era alta, de grácil figura, de contornos redondeados, provocativa y apática; él la llamaba Leona.
Había atraído su atención la oscuridad húmeda de sus ojos, la expresión dolorosa y apasionada de su rostro alargado, hermoso, proporcionado, y las canciones que cantaba, patéticas y en absoluto obscenas. Todas estas coplas trasnochadas hablaban de amor, de dolor, felicidad, entrega, de murmullos de bosque y de brillo de truchas. Leona aparecía en el escenario imperiosa, relajada hasta la médula, y cantaba pacientemente al público con voz de ama de casa. Si alguna vez se mostraba atrevida, acrecentaba con ello el embrujo de su expresión —acompañada de una mímica deficiente— con los sentimientos trágicos o graciosos del corazón. A la imaginación de Ulrich acudían presurosas viejas fotografías y retratos de hermosas mujeres que había contemplado en periódicos alemanes de años olvidados; mientras escrutaba en el rostro de aquella mujer, advertía en él pequeños rasgos que no podían ser auténticos y que, sin embargo, lo caracterizaban. Como es natural, siempre y en todas partes se dan los más variados semblantes, pero entre todos ellos se elige sólo un tipo al que se le destaca conforme al gusto del tiempo; a ése únicamente se le concede fortuna y hermosura, mientras todos los demás se esfuerzan por semejarse a él. Incluso hay mujeres poco agraciadas que logran superar su fealdad gracias al maquillaje y al arte de la costura. Las únicas que nunca obtienen feliz resultado son aquellas que evocan sin concesiones la regia y aventajada hermosura que fue la ideal en tiempos pasados. Semejantes tipos peregrinan como despojos de disipadas veleidades por las geografías imaginarias del torbellino del amor. Los hombres, a los que se les caía la baba escuchando las aburridas canciones de Leontine, estaban inconscientemente animados de unos sentimientos muy complejos que repercutían en sus narices, inflándolas como si estuvieran ante una bailarina despechada, con peinado a lo tango. Fue entonces cuando determinó Ulrich llamarla Leona, y su posesión se le hizo tan apetecible como la de una piel de león disecada.
Al poco de comenzar sus relaciones, Leona reveló una intempestiva cualidad: su extremada voracidad. Este vicio anacrónico, muy pasado de moda, derivaba de la insatisfecha y finalmente liberada nostalgia hacia las golosinas que la habían atormentado cuando era una niña sin recursos; poseía ahora la fuerza de un ideal que acababa de romper su jaula y se había apoderado de la soberanía. Su padre era un modesto y honrado burgués que la golpeaba cada vez que salía con sus admiradores; pero ella no lo hacía por otros motivos que por el placer de sentarse en el dehors de un café y observar desde allí a los paseantes con aire distinguido, al tiempo que saboreaba un helado. Sería exagerado afirmar que era de naturaleza frígida; se podría, sin embargo, asegurar —si es lícito— que en aquello, como en todo, se mostraba perezosa, remolona y no le gustaba trabajar. En su cuerpo desmadejado, los estímulos tardaban largo tiempo —resultando maravilloso— en llegar al cerebro, y sucedía que al mediodía comenzaban a nublársele los ojos sin motivo alguno, siendo así que por la noche los fijaba inmóviles en un punto del techo, como si contemplara una mosca. Del mismo modo solía prorrumpir inesperadamente en ruidosas carcajadas para reírse de un chiste en el que caía entonces, después de días de haberlo oído sin inmutarse ni entenderlo. No teniendo motivos para lo contrario, se comportaba con dignidad. Acerca de las circunstancias que la llevaron a este oficio no había modo de hacerle hablar. Por lo visto tampoco ella lo sabía con exactitud. Se podía adivinar que consideraba esta actividad de cantante como elemento necesario de la vida, y con ello relacionaba todo lo grande y hermoso que había oído del arte y de los artistas, de modo que le parecía perfectamente justo, educativo y noble salir todas las noches a un pequeño escenario, nublado de humo denso de cigarros puros, y dar una sesión de canto cuyo valor emotivo era un hecho indiscutible. Como es natural, no se arredraba ni temía cualquier obscenidad que ocasionalmente se le ofreciera, siendo necesaria para espolear los ánimos decentes, pero estaba convencidísima de que la primera cantante de la Ópera Imperial no hacía menos que ella.
Claro, si se empeña uno en calificar de prostitución la actividad de una mujer que no entrega, como es corriente, toda su persona a cambio de dinero, sino sólo su cuerpo, entonces hay que decir que Leona ejercía la prostitución cuando se terciaba. Pero si se conoce durante nueve largos años, como ella desde los dieciséis, la ridiculez del dinero que se paga en esos antros de baja ralea, y se tienen presente los precios de los artículos de tocador y de la ropa, las retenciones de sueldo, la avaricia y el despotismo de los dueños, los descuentos de comida y bebida que hacen algunos clientes despabilados, y la cuenta de la habitación del hotel vecino; si se piensa que diariamente hay que combatir con todo esto, defender la propia causa y saldar cuentas, resulta que aquello, que al profano parece divertido libertinaje, es una profesión llena de lógica y objetividad, con un código registrado. La prostitución es precisamente una cuestión que cambia mucho según se la mire desde arriba o desde abajo.
Pero si Leona tenía un concepto perfectamente objetivo del problema sexual, no por eso carecía de su romanticismo. Sólo que en ella la exuberancia, la vanidad, la prodigalidad, los sentimientos de orgullo, de envidia, de voluptuosidad, de ambición, de entrega, en suma: todas las fuerzas instintivas de la personalidad y de la posición social, estaban unidas por un capricho de la naturaleza, no en el llamado corazón sino en el tractus abdominalis, en una actividad gástrica. Esta conexión se dio también antiguamente, como se puede constatar todavía hoy en la gente primitiva, en aldeanos licenciosos, los cuales manifiestan la educación y otras varias virtudes sociales que confieren distinción al hombre con grandes banquetes, donde, según un ceremonial solemne, se come hasta hartarse con todas sus inevitables consecuencias. En las mesas de la sala, Leona cumplía su deber, pero su sueño dorado era un caballero que en sus relaciones le dispensara de un compromiso duradero y le permitiera sentarse de manera distinguida en un distinguido restaurante y ante una carta con distinción. Ella hubiera querido comer entonces de todos los manjares de la lista, y le producía una satisfacción dolorosa y contradictoria poder demostrar al mismo tiempo que sabía cómo se debe elegir y de qué se compone un menú exquisito. Únicamente a la hora de los postres podía dejar vagar su fantasía; en lo que concluía, por lo general, era en una segunda comida, desplegada en sucesión inversa. Con un café y buena cantidad de bebidas estimulantes Leona exhibía de nuevo su capacidad receptiva y se excitaba con sorpresas hasta tener saciada su pasión. Al final estaba su cuerpo tan lleno de cosas estupendas que apenas las podía retener. Miraba alrededor radiante y perezosa, y aunque nunca fue muy comunicativa, hacía de buena gana consideraciones retrospectivas acerca de los manjares que había ingerido. Cuando decía Polmone a la Torlonia o manzanas a la Melville dejaba salir las palabras como aquel que busca y aprovecha la oportunidad para mencionar con estudiada negligencia su entrevista con el príncipe o el lord del mismo nombre.
A Ulrich no le agradaba hacerse ver en público acompañando a Leona; por eso le daba de comer generalmente en su casa, donde bien podía arremeter con la cornamenta y los muebles. Pero ella se sentía herida en su pundonor social, y cuando el hombre sin atributos, mediante las más exóticas pitanzas que puede aderezar un cocinero de cartel, conseguía inducirla a intemperancia solitaria, ella se consideraba víctima de un abuso, igual al de una mujer que se da cuenta de que es amada por su cuerpo y no por su alma. Ella era hermosa y cantante. No necesitaba ocultarse. Todas las noches pendían de su figura las concupiscencias de docenas de hombres que le hubieran dado la razón. Sin embargo, este hombre, que en el fondo deseaba encontrarse a solas con ella, nunca se atrevió a decirle siquiera: «Leona, tu c… me vuelve loco», ni a lamerse el bigote de apetito al verla, como hacían sus cortejadores y a lo cual estaba ella acostumbrada. Leona le despreciaba un poquito, aunque se mantenía fiel a él. Ulrich lo sabía. Conocía bien la manera de comportarse en compañía de Leona, pero el tiempo en el que hubiera puesto a flor de labios una frase semejante —sus labios llevaban, por lo demás, bigote—, quedaba muy atrás. Cuando uno no pone ya en práctica aquello de lo que antes fue capaz, por estúpido que sea, es como si un ataque apoplético le paralizara una mano o una pierna. A Leona se le había subido a la cabeza la comida y la bebida, y a Ulrich se le bamboleaban los ojos viéndola. Era la hermosura de la duquesa que Ekkehard de Schefiel llevó dentro de los muros del monasterio, la hermosura de la doncella con el halcón en el puño, la hermosura legendaria de la emperatriz Isabel con sus largas y pesadas trenzas, un encanto para gentes difuntas. En descripción más exacta, ella le recordaba la divina Juno, pero no la eterna e imperecedera, sino la imagen que en un tiempo pasado y lejano se denominó junoniana. Así, el sueño del ser no se volcaba más que ligeramente sobre la materia. Sin embargo, Leona sabía que quien recibe una invitación distinguida debe corresponder de alguna manera, aun cuando el que invita no manifieste su deseo, y que no basta dejarse contemplar. Por eso se levantaba en cuanto podía y se ponía a cantar con serenidad y a voz en grito. Aquellas tardes le parecían a su amigo como hojas desprendidas de un álbum ilustrado con toda clase de incidencias y pensamientos, pero momificado (como todo lo arrancado de su contexto), y Heno de esa tiranía de lo eternamente anquilosado, de donde deriva la fatídica fascinación de cuadros vivientes, como si la vida recibiera de pronto un somnífero y se presentara rígida, coherente consigo misma, claramente limitada y, sin embargo, sin sentido dentro del todo.