EL HUNDIMIENTO DEL TERCER REICH
LA FRUSTRADA OPERACIÓN MARKET GARDEN fue la última gran ofensiva de los Aliados en 1944. Al llegar el otoño, las lluvias dejaron impracticables los caminos y muchos ríos se desbordaron. La perspectiva de las bajas temperaturas invernales obligaba a aplazar el asalto final al territorio del Reich hasta la primavera de 1945.
Aún así, y pese a la escasez de tropas y suministros, que aún debían ser desembarcados y trasladados desde las playas de Normandía, los Aliados no dejaron de hostigar a las tropas germanas, aunque con resultado desigual. En ese otoño, ya en territorio alemán, se produjo una de las batallas más sangrientas de la contienda, pero que, quizás debido a que se trató de un fiasco aliado, prácticamente ha desaparecido de los libros de historia.
Al tupido bosque de abetos de Hürtgen, situado al sur de Aquisgrán, cerca de la frontera belga, llegaron los norteamericanos a finales de septiembre. En cuanto intentaron ocuparlo, el 6 de octubre, para evitar que se convirtiese en un futuro reducto germano, les salieron al paso tropas experimentadas apoyadas por fuego procedente de la cercana Línea Sigfrido, el sistema de defensa que protegía la frontera germana. En cinco días, tan sólo se había logrado penetrar un kilómetro y medio, y diez días más de combates sirvieron únicamente para avanzar esa misma distancia. Mientras los norteamericanos debían desplazarse por intrincados caminos de leñador, en el lado alemán existían anchos caminos que permitían trasladar refuerzos rápidamente.
La táctica de los artilleros germanos era insólita pero muy efectiva; las bombas y granadas eran disparadas contra las copas de los árboles, provocando el estallido de miles de astillas incandescentes, convertidas en metralla; no era posible resguardarse de semejante granizo mortal.
Durante un mes, la aviación y la artillería aliadas intentaron destruir los cañones alemanes, pero las fortificaciones soportaron el bombardeo. El 2 de noviembre, una división estadounidense llegó al bosque para reforzar a los que allí combatían, pero 11 días después toda esta división había sido aniquilada. Los soldados se vieron obligados a continuar luchando en Hürtgen, pero comenzaron a producirse deserciones a consecuencia de la claustrofobia que provocaba el bosque, formado por árboles tan altos y frondosos que no permitían que la luz llegase al siempre húmedo suelo. Muchos hombres acudieron a la retaguardia y se negaron a regresar, aterrorizados por un bosque en perpetua sombra, plagado de trampas y minas, que acabó por quebrar la resistencia psicológica de los soldados.
La batalla degeneró para los norteamericanos en una serie de ataques más propios de la Primera Guerra Mundial, incluyendo estériles avances para tomar posiciones enemigas que poco más tarde debían ser abandonadas ante el demoledor fuego de la artillería o de los tanques alemanes.
Finalmente, la importancia de la captura del bosque se vería eclipsada por la inmediata ofensiva germana en las Ardenas. Aunque se sabe que esta absurda y casi desconocida batalla de Hürtgen costó un alto número de bajas, que podría superar las 25.000, es imposible conocer su volumen exacto, puesto que muchas de ellas fueron acumuladas posteriormente en las cifras oficiales de bajas de la Batalla de las Ardenas.
Más suerte tuvieron los Aliados en la histórica ciudad alemana de Aquisgrán. Esta localidad se convirtió en un apetecible objetivo, puesto que en ella convergían dos sectores de la Línea Sigfrido. El 8 de octubre la ciudad quedó cercada, pero no se rendiría hasta 13 días después, tras encarnizados combates urbanos que pusieron a prueba también la resistencia de los soldados aliados. La ciudad de Carlomagno había caído, pero el avance no iría más allá. El crudo invierno ya llamaba a la puerta y era necesario reservar fuerzas para la última acometida, que debía conducir a los Aliados al corazón de Alemania.
Por su parte, en ese invierno de 1944 los soviéticos estaban también acumulando efectivos antes de lanzar el ataque final en dirección a Berlín. Mientras los Aliados occidentales habían desembarcado en Normandía y llevaban a cabo su avance por Francia, Stalin había impulsado una poderosa ofensiva de verano que había llevado a sus tropas a las puertas de Varsovia a finales de julio.
Su campaña se había iniciado el 10 de junio de 1944, atacando a Finlandia y vengándose de la humillación sufrida cuatro años antes. Con medio millón de soldados y 10.000 cañones, los rusos no hallaron obstáculos para vencer a los finlandeses, aunque las condiciones que les impusieron tras derrotarlos no fueron tan draconianas como se temía, gracias a la intercesión de los norteamericanos.
Pero la gran ofensiva de verano daría comienzo el 22 de junio de 1944, precisamente cuando se cumplía el tercer aniversario de la invasión nazi de la Unión Soviética. Esta nueva operación, denominada Bagration, acabaría con las fuerzas germanas posicionadas en Bielorrusia. En su veloz avance, los rusos iban embolsando tropas alemanas, procediendo luego a su liquidación. El 3 de julio cayó Minsk y el día 13, Vilna. El 25 de julio, los tanques rusos ya estaban a tan sólo 80 kilómetros de Varsovia.
El general de las SS Jürgen Stroop se encargó de ahogar a sangre y fuego el levantamiento del gueto de Varsovia en 1943. Un año después se repetirían las mismas escenas de muerte y destrucción en la capital, mientras las tropas rusas, por orden de Stalin, permanecían a pocos kilómetros sin socorrer a los valientes polacos.
El 1 de agosto, con los soviéticos a 11 kilómetros de la capital, la resistencia polaca inició una revuelta para expulsar a los alemanes de Varsovia, con la esperanza de que el Ejército Rojo acudiese en ayuda de los sublevados. Pero entonces los rusos pusieron en práctica una deleznable estrategia; retiraron a sus tropas abandonando a los resistentes polacos a su suerte. Éstos serían víctimas de una despiadada represión por parte de tres divisiones de las SS, que convertirían las calles de Varsovia en una orgía de sangre difícilmente imaginable, en la que no serían respetados ni hospitales ni orfanatos, y cuyos detalles llegaron incluso a escandalizar al cuartel general de Hitler.
Mientras esto ocurría, Stalin no sólo permanecía de brazos cruzados, sino que impedía a los Aliados occidentales, que sí querían socorrer a los sublevados, utilizar los aeródromos bajo control soviético para que sus aviones pudieran arrojar desde el aire armas a los resistentes. El motivo de su inacción era que la feroz represión alemana estaba liquidando a los sublevados polacos, una fuerza leal al gobierno polaco en el exilio y que podía girarse más tarde en contra de los rusos al reclamar su protagonismo en la liberación de Varsovia. Así pues, las SS estaban llevando a cabo el trabajo sucio, aplanando el dominio soviético posterior. La muerte de 15.000 resistentes a manos alemanas fue un involuntario favor que Hitler proporcionó al astuto y calculador Stalin.
Aunque Varsovia permanecería aún seis meses más bajo la bota alemana, los soviéticos se daban por satisfechos con el avance conseguido en ese verano, que había supuesto para los alemanes la pérdida de 30 divisiones. Al igual que sus aliados occidentales, las líneas de abastecimiento habían sido estiradas al límite y era necesario tomarse también un respiro. El precio pagado por la Operación Bagration tampoco era desdeñable; unos 250.000 muertos y más de 800.000 heridos.
En el otoño de 1944, el panorama que se le presentaba por delante a Alemania no era nada halagüeño. Las derrotas sufridas durante el verano le habían privado del petróleo rumano y habían cortado el suministro de minerales desde España. Finlandia, Rumanía y Bulgaria luchaban ahora en el bando aliado, mientras Hungría planeaba en secreto su deserción. Únicamente los gobiernos de la República Social Italiana, Croacia y Eslovaquia permanecían leales al Eje, pero su existencia era fantasmagórica. Nadie deseaba ya unir su suerte a la del agonizante Tercer Reich.
Las formaciones aéreas aliadas sobrevolaban día y noche las principales ciudades germanas, destruyendo los centros industriales y efectuando ataques intimidatorios contra los núcleos habitados, para quebrar la moral de la población. La Luftwaffe se mostraba totalmente impotente para impedirlo, pero aún así no se resintieron las cifras de producción, al haber sido trasladada en su mayor parte a instalaciones subterráneas.
La derrota de Alemania parecía inevitable; el territorio del Reich se encontraba totalmente cercado y nada hacía pensar que el ejército germano tuviera poder de reacción. Pero los Aliados se equivocaban; no contaban con la audacia de un jugador desesperado capaz de arriesgar el todo por el todo.
Eso es lo que ocurrió en diciembre de 1944, cuando Hitler puso sobre el tapete su última apuesta para derrotar, o al menos frenar, a los ejércitos aliados que estaban poniendo sitio a las fronteras del Reich. El objetivo era obtener una victoria aplastante en el frente del oeste para forzar a los Aliados occidentales a negociar una paz separada con Alemania. De este modo, podría centrar todos sus recursos en la lucha contra la Unión Soviética.
Hitler estaba convencido de que podría reeditar los ya añejos éxitos de la guerra relámpago. Su plan consistía en lanzar un ataque masivo y contundente en la agreste e inhóspita región de las Ardenas, escasamente defendida, para llegar hasta el río Mosa. En una segunda fase, las divisiones Panzer se dirigirían nuevamente en veloz carrera hacia el mar, en dirección a Bruselas y Amberes, y dejando aislado al Ejército de Montgomery.
Sobre el papel la idea no dejaba de resultar prometedora, pero Hitler se olvidaba de que la Wehrmacht y la Luftwaffe no eran las mismas que en 1940 y de que las tropas aliadas, bien pertrechadas y con espíritu de victoria, nada tenían que ver con aquel desmoralizado ejército francés.
Aunque los generales alemanes estaban convencidos de que esa desesperada maniobra era una locura, nadie se atrevió a llevar la contraria al Führer. Aún estaba muy reciente la represión sufrida por el estamento militar tras el frustrado atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Aquel día, el coronel Von Stauffenberg logró introducir una bomba en la Wolfsschanze o Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en Prusia Oriental; aunque la bomba estalló, el dictador nazi resultó prácticamente ileso gracias a que unos minutos antes alguien apartó el maletín-bomba dejado por Von Stauffenberg, colocándolo tras una de las gruesas patas de la mesa a la que estaba sentado Hitler, que sirvió así de providencial escudo protector.
Las represalias contra los supuestos conjurados fueron brutales, procediéndose a la ejecución en la horca de más de 700 oficiales del ejército. Una de las víctimas sería el propio Rommel, que se vio obligado a suicidarse con cianuro el 14 de octubre a cambio de que su nombre se mantuviera limpio y su familia recibiera un buen trato.
Así pues, tras ser diezmados por la sed de venganza de Hitler —que gustaba de ver una y otra vez una filmación de los ejecutados colgando de ganchos para carne—, los militares germanos prefirieron no llevar la contraria al irascible dictador y aceptaron a regañadientes la misión de llevar a buen puerto la inminente ofensiva en las Ardenas.
Consciente de que se jugaba sus últimas cartas, Hitler no dudó en saltarse las reglas de la guerra, organizando un grupo de soldados que se infiltrarían tras las líneas enemigas vestidos con uniforme norteamericano y con dominio del inglés coloquial. Su misión sería cambiar señales indicadoras, transmitir órdenes falsas y dirigir erróneamente el tráfico de vehículos para extender así la confusión.
Si la ofensiva prevista en las Ardenas tenía escasas posibilidades de éxito, estas opciones quedaron reducidas al mínimo al no poder reunir todo el potencial necesario para el ataque. Estaba previsto que los tanques dispusiesen de cinco depósitos de combustible, pero sólo se les pudieron proporcionar dos. El resto deberían tomarlo de las reservas capturadas a los Aliados. En cuanto a la cobertura aérea, los más de 3.000 aviones prometidos por la Luftwaffe se vieron reducidos a 300, debido a que el resto tuvo que ser destinado a proteger las ciudades alemanas de los bombardeos.
Aún así, Hitler ordenó poner en marcha la ofensiva, para la que reunió efectivos procedentes del frente oriental; el 16 de diciembre de 1944, 25 divisiones alemanas iniciaron un ataque fulgurante en los bosques de las Ardenas, tomando por sorpresa a las cuatro divisiones norteamericanas que se encontraban destinadas en la región. Tal como se había previsto, ese gélido día se despertó con una densa niebla, que impidió que la aviación aliada pudiera operar. Al atardecer, el frente se había roto en varios puntos y parecía que los blindados alemanes estaban de nuevo en camino de obtener una gran victoria en el oeste.
Durante unos días el pánico se apoderaría de las fuerzas aliadas, gracias sobre todo al trabajo de los soldados alemanes infiltrados, que llegaron incluso a propagar el rumor de que Eisenhower iba a ser asesinado por un comando en su cuartel de Versalles. El desconcierto fue total, a lo que había que sumar la falta de refuerzos aliados en los primeros días.
La clave de la batalla fue la heroica resistencia aliada en unos pocos puntos clave, como Bastogne, en donde se logró inmovilizar el avance de las divisiones Panzer. Pero hasta el día 19 de diciembre Eisenhower no fue consciente del alcance de la ofensiva alemana. A partir de entonces se planeó el contraataque, consistente en taponar los huecos abiertos en el norte y golpear desde el sur con los blindados de Patton como ariete.
Ya antes de que se pusiera en marcha la respuesta aliada, los generales germanos se dieron cuenta de que el ímpetu inicial había sido frenado y que era difícil que las tropas pudieran progresar más. El paso de los días tan sólo daría más tiempo a los Aliados para hacer llegar refuerzos, por lo que lo más aconsejable era replegarse. Hitler no quiso ni oír hablar de una retirada y ordenó continuar con la ofensiva, enviando sus reservas de carros de combate a la batalla.
El rostro de este soldado alemán denota el cansancio de las tropas que intentaron infructuosamente romper el frente aliado en las Ardenas. Esta batalla supuso el último intento de Hitler de alcanzar un éxito militar en el frente occidental.
En Bastogne, las tropas norteamericanas resistían totalmente rodeadas, sin alimentos y con escasa munición. Aún así, el 22 de diciembre rechazaron despectivamente una oferta formal de rendición mediante una nota que respondía lacónicamente «Nuts!» (¡Váyanse al cuerno!), ante la perplejidad de los alemanes. Cuatro días más tarde, una columna de socorro con Patton al frente logró romper el cerco, aunque la lucha por Bastogne no cesaría hasta el 9 de enero. Pero desde ese momento, animados por el ejemplo de heroísmo que les había insuflado la resistencia de Bastogne, los soldados norteamericanos ya no darían un solo paso atrás.
La meteorología también pareció ponerse del lado de los Aliados; curiosamente, el 23 de diciembre irrumpió un atípico anticiclón procedente precisamente de Rusia y durante seis días seguidos lució el sol en toda la región de las Ardenas, lo que permitió por fin actuar a la aviación aliada.
El 28 de diciembre, hasta el propio Hitler se dio cuenta de que la batalla no podía ganarse. Sus tanques estaban inmovilizados por falta de gasolina y eran objetivo fácil de los aviones enemigos. Pero el Führer no ordenó la retirada a las posiciones seguras de la Línea Sigfrido, tal como dictaba el sentido común y defendían sus generales, sino que se empeñó en resistir a toda costa en el saliente que dibujaban las posiciones ocupadas en ese momento.
Esta decisión resultaría desastrosa, al convertir un fracaso asumible en un descalabro total. El 31 de diciembre, Patton contaba ya con seis divisiones en la región, con las que no tuvo excesivas dificultades para arrollar a los blindados germanos. Aunque Patton pretendía llevar a cabo una maniobra en tenaza para atrapar a los alemanes en el saliente, al final se impuso el plan más conservador, defendido obviamente por Montgomery, consistente en atacar por el centro para ir empujando progresivamente a las tropas de Hitler hacia la Línea Sigfrido. Los alemanes intentarían mantener sus posiciones pero era inútil; el saliente se iría reduciendo cada vez más hasta que el 20 de enero de 1945 las fuerzas germanas se retiraron a sus posiciones de partida.
La Batalla de las Ardenas había supuesto el canto del cisne de la maquinaria de guerra del Tercer Reich. Hitler, que continuaba viviendo en su insensato autoengaño, afirmaba que «aunque desgraciadamente no se haya producido el éxito resonante que se esperaba, la mejoría producida es inmensa». El Führer consideraba que se había logrado ganar tiempo, retrasando la ofensiva aliada sobre Alemania, pero ese supuesto beneficio que sólo existía en su obtusa mente se había conseguido a un coste elevadísimo. En las Ardenas los alemanes sufrieron 120.000 bajas, muriendo 20.000 hombres. Se perdieron 800 carros de combate, 1.200 aviones y más de 6.000 camiones. Ésas eran las últimas reservas con las que contaba el Reich para defender su propio territorio, y habían sido malgastadas en una ofensiva que había dejado la línea del frente prácticamente intacta.
En cuanto a los norteamericanos, la Batalla de las Ardenas confirmó a su ejército —cuya capacidad de lucha aún levantaba algunas dudas— como una fuerza de combate tan poderosa como fiable. Aunque en los primeros días cundió el nerviosismo, que llevaría a Eisenhower incluso a plantearse pedir a Washington el envío de 100.000 marines, conforme avanzaba la batalla los norteamericanos fueron ganando solidez, demostrando que sus soldados sabían luchar a muerte por un palmo de terreno. El precio que pagaron también fue considerable al sufrir 81.000 bajas, incluidos 19.000 muertos en combate.
Aunque la frialdad de las cifras puede hacer creer que la partida finalizó en tablas, en realidad la batalla significó sólo un contratiempo para los Aliados, mientras que para los alemanes supuso el agotamiento de buena parte de sus reservas. Los grandes beneficiados serían los soviéticos; bien atrincherados en sus cuarteles de invierno, asistieron al desangramiento de la Wehrmacht en el oeste, al haber empleado los efectivos destinados a la defensa de las fronteras orientales. De este modo, el Ejército Rojo podría lanzar su ataque final contra el Reich teniendo enfrente a unas fuerzas muy debilitadas.
La retirada de tropas en el frente oriental con destino a la ofensiva de las Ardenas se reveló rápidamente como un error. A finales de diciembre de 1944, el cuadro de los efectivos soviéticos presentaba un aspecto formidable. En el río Vístula, los rusos contaban con un número de divisiones nueve veces superior al de los alemanes. La proporción de fuerzas era abismal; de veinte a uno en artillería, de once a uno en infantería y de siete a uno en carros de combate.
Esta acumulación de fuerzas evidenciaba que era inminente otra ofensiva de invierno de las que hasta ese momento lanzaban puntualmente los soviéticos cada año, pero Hitler dio nuevas muestras de su ceguera. Pese a las continuas derrotas de su ejército a manos de los rusos, el Führer los consideraba aún como una horda desorganizada, incapaz de plantear una batalla decisiva; no tenía reparos en afirmar que el potencial soviético era «el bluff más grande desde los tiempos de Gengis Khan».
Pero el Ejército Rojo no tardaría en poner en entredicho estas grotescas palabras de Hitler; en la madrugada del 12 de enero de 1945, cientos de baterías comenzaron a disparar en las cabezas de puente del Vístula. Tras esa cortina de fuego, la infantería rusa avanzaba, precedida por las divisiones blindadas y los limpiadores de minas. En los días siguientes, las unidades rápidas se desplegaron en dirección a Danzig, el río Oder y Silesia. Las tropas rusas ocuparon Varsovia el 16 de enero, después de que la guarnición alemana en la capital se retirase.
Al producirse la ruptura del frente, Hitler echó la culpa a sus generales, pero al conocer el abandono de Varsovia, los acusó de traición y cobardía. Las tropas germanas estaban siendo aniquiladas, pero la máxima preocupación del dictador era detener y juzgar a tres de los oficiales supuestamente responsables del desastre militar. Mientras tanto, la población civil de Prusia Oriental huía despavorida ante el avance ruso; un total de ocho millones de personas se refugiarían al otro lado del río Oder, aterrorizados por los saqueos, asesinatos y violaciones cometidos por los soldados soviéticos, que vengaban de esta forma los excesos cometidos con anterioridad por los alemanes en suelo ruso.
Esta torrencial ofensiva del Ejército Rojo fue agotando su impulso debido al alargamiento de la cadena de suministros, estancándose definitivamente en el Oder, en donde los alemanes habían acumulado los efectivos suficientes para contener la marea soviética. En la tercera semana de febrero, el frente quedó estabilizado y a partir de entonces los rusos se dedicaron a operaciones de limpieza de los reductos alemanes que aún resistían, pero sobre todo a preparar el asalto definitivo a Berlín.
Con las tropas germanas retrocediendo en todos los frentes, el recién estrenado 1945 se presentaba como el año de la victoria para los Aliados. Pero la inminente derrota de la Alemania nazi dejaba en el aire muchos interrogantes. Era necesario que las potencias vencedoras acordasen cómo sería el mundo después de la Segunda Guerra Mundial, por lo que era imprescindible la celebración de un encuentro entre sus máximos representantes.
La primera reunión ya se había celebrado en Teherán el 28 de noviembre de 1943, cuando se vieron las caras los «Tres Grandes» —Roosevelt, Churchill y Stalin— y en la que Estados Unidos intentó crear un clima de confianza con su aliado soviético, mientras que Churchill se mostró más reticente a hacer concesiones a los rusos.
En 1945, con el Tercer Reich contra las cuerdas, los Aliados occidentales propusieron una nueva reunión que podía tener como escenario Estambul, Jerusalén o Roma. Finalmente, Stalin logró que se celebrase en suelo soviético, esgrimiendo la imposibilidad de abandonar su país en el momento en el que se preparaba la ofensiva definitiva sobre Alemania. Yalta, en la península de Crimea, sería el lugar en el que se verían las caras.
El domingo 4 de febrero dio comienzo la reunión. Desde el primer momento quedó claro que el líder soviético manejaría todos los hilos del encuentro. Las tres naciones se presentaban en condiciones desiguales; mientras los norteamericanos estaban liderados por un presidente enfermo que moriría poco más tarde, y Churchill figuraba al frente de un país valiente y orgulloso pero muy debilitado por la guerra, Stalin aparecía en todo su insolente esplendor, con sus tropas extendiéndose sin freno por Europa Oriental.
El dictador soviético agasajó a las delegaciones invitadas con opíparos banquetes en los que no había restricción de alcohol, pero a la vez hacía todo lo posible por obstaculizar los contactos entre norteamericanos y británicos para evitar que formasen un frente común.
La Conferencia de Yalta finalizó el 11 de febrero, entre brindis y felicitaciones. Stalin se mostró muy satisfecho con los resultados, ya que consiguió prácticamente todos sus objetivos; consolidó su control sobre Polonia a cambio del compromiso —posteriormente incumplido— de celebrar unas elecciones libres, obtuvo una zona propia de ocupación en Alemania, la anexión de varios enclaves en Extremo Oriente, además de 10.000 millones de dólares en reparaciones de guerra, entre otras muchas ventajas.
Por su parte, los Aliados occidentales no se mostraron firmes ante el propósito de Stalin de situar a Europa Oriental bajo la órbita soviética y aceptaron sus exigencias a fin de salvaguardar la coalición hasta la derrota total de Alemania y la de Japón, puesto que en esos momentos los norteamericanos confiaban en el concurso de los rusos para derrotar al Imperio nipón.
Una vez acordados en Yalta los detalles del nuevo mapa de Europa que debía surgir después de la contienda, los Aliados ya estaban en disposición de llevar a cabo el asalto definitivo al Reich. Fue entonces cuando se recrudeció la campaña de bombardeos en toda la geografía germana. Aunque fueron muchas las ciudades que soportaron las terribles tormentas de fuego y destrucción provocadas por la aviación aliada, destacó por encima de todas la que sufrió Dresde entre el 15 y el 17 de febrero de 1945.
Esta ciudad, célebre en la época por poseer bellos edificios y monumentos en su centro histórico, acogía a una ola de refugiados procedentes del este y no constituía un punto estratégico que debía ser destruido. Aún así, un total de 1.500 bombarderos británicos y norteamericanos se turnaron durante tres días para devastar la ciudad, creando unos ciclones de fuego nunca vistos.
Es imposible conocer la cifra total de víctimas; mientras que unos la elevan hasta 300.000, otros la reducen a 50.000. El dato más escalofriante es que se reunieron 20.000 anillos de matrimonio procedentes de los cadáveres carbonizados.
Hitler, que prefería no conocer los detalles de estos trágicos episodios, estaba mucho más atento a las cuestiones militares. Para frenar la brutal embestida invernal de los soviéticos, Hitler había trasladado al este tropas destinadas en la frontera occidental, lo que fue aprovechado por los Aliados occidentales para organizar con tranquilidad el modo de penetrar en Alemania, pese a algunos intentos desesperados de romper el frente que no obtuvieron ninguna recompensa. Aún así, las fuerzas en liza en el oeste no eran desproporcionadas; mientras que Eisenhower contaba con 87 divisiones, los alemanes podían enfrentar 73, pese a estar formadas por menos hombres y no disponer de combustible para los blindados.
Esta formación de bombarderos B-17 norteamericanos se dirige a atacar una ciudad alemana. Pese a la masiva campaña de bombardeos, la producción industrial germana no se resentiría.
Ya estaba claro que la última línea de defensa sería el caudaloso Rin. Era consciente de que, si los Aliados lograban franquear esta barrera, ya nada podría pararlos en su camino hacia el interior de Alemania. Pero, contrariamente a cualquier lógica militar, Hitler dio órdenes de permanecer en la orilla occidental del Rin a cualquier precio, con el río a la espalda. El mantenimiento de esta barricada natural costaría la vida a más de 60.000 soldados teutones.
Pero esa resistencia a ultranza no serviría de nada. El 7 de marzo de 1945 los norteamericanos lograron pasar a la otra orilla gracias a que los zapadores germanos no habían logrado destruir el puente ferroviario Ludendorff, en la ciudad de Remagen. Aunque consiguieron explotar las cargas de dinamita, el puente se elevó unos centímetros para, de forma increíble, volver a descansar sobre sus cimientos. En cuanto fue tomado, los ingenieros consolidaron momentáneamente su estabilidad. Para enfado de los generales estadounidenses, Eisenhower no autorizó a irrumpir al otro lado en profundidad, puesto que era necesario esperar a Montgomery, que debía atravesar el río más al norte. El puente de Remagen se desplomaría el 17 de marzo, pero las tropas aliadas ya estaban aposentadas en la otra orilla.
Mientras esto sucedía, Patton, que se movía más al sur al frente del III Ejército, consiguió el 22 de marzo pasar a la otra orilla del Rin cerca de Oppenheim, entre unos acantilados que no estaban defendidos por los alemanes, al creer éstos que ningún ejército podía cruzar por allí. De este modo, el general norteamericano volvió a imponerse en esa competición particular que mantenía con Monty.
El mariscal británico atravesaría el Rin en Wessel al día siguiente en su mejor estilo, es decir, sólo después de intensos bombardeos aéreos, una larga preparación artillera de más de 3.000 cañones y un lanzamiento de paracaidistas en la retaguardia enemiga, mientras que Patton lo había hecho sin ningún tipo de apoyo y basándose sólo en la rapidez de sus ingenieros para ensamblar los pontones. A Monty, que había quedado en evidencia una vez más, no le sentaron demasiado bien las declaraciones efectuadas por Patton la noche anterior: «El mundo entero debe saber que el III Ejército ha logrado pasar el Rin antes que Montgomery».
En los días posteriores, el Rin fue atravesado en una veintena de puntos más, por lo que las puertas de Alemania quedaban abiertas de par en par a los Aliados occidentales. Ciudades y pueblos se iban rindiendo al paso de los blindados, colgando sábanas blancas en las ventanas. Paradójicamente, la población germana temía más a las fanáticas tropas de las SS que se dedicaban a fusilar a supuestos traidores que a los soldados norteamericanos. La llegada de los Aliados significaba el final de los devastadores bombardeos, por lo que la derrota supuso en muchos casos un alivio más que una frustración.
En esos momentos, Berlín se ofrecía como un objetivo asequible, pero Eisenhower, por criterios políticos, prefirió dirigir el grueso de sus tropas hacia el sur y reservar la capital alemana a los soviéticos, que ansiaban plantar su bandera en el edificio del Parlamento alemán, el Reichstag. Así pues, mientras los británicos se empleaban en despejar el norte de Alemania, los norteamericanos avanzaron hacia Leipzig, con el compromiso de no pasar de la línea del río Elba y esperar allí a los soviéticos.
Tras un rápido avance de tres ejércitos norteamericanos en paralelo, el 11 de abril se alcanzó la orilla del Elba, en Torgau, adonde llegarían los soldados rusos el día 25. Aunque a Patton se le ordenó dirigirse a Checoslovaquia y Austria, se le prohibió entrar en Praga y Viena, que debían ser tomadas por los soviéticos.
La tenaza alrededor de la Alemania nazi estaba ya cerrada, pero aún quedaba por escribirse el capítulo final de la guerra en Europa: la toma de Berlín.
Los Aliados occidentales ya habían terminado prácticamente con su cometido, pero para los soviéticos la guerra aún no había concluido. Tenían ante ellos la presa más codiciada: la capital del Reich. La defensa de la ciudad se comenzó a preparar a principios de febrero, mientras la Wehrmacht intentaba inútilmente contraatacar en Hungría. Esta infructuosa acometida costaría a los alemanes la pérdida de 11 divisiones blindadas y dejaría abiertas las puertas de Austria. Los rusos entrarían en Viena el 13 de abril de 1945.
En esa fecha, Berlín ya estaba protegida con tres cinturones defensivos, guarnecidos en buena parte por el Volksturm (tempestad popular), una fuerza en la que debían alistarse todos los alemanes varones entre 16 y 60 años, con escasos uniformes y pobremente armados, que bien poco podían hacer contra las bregadas tropas soviéticas.
Stalin estaba dispuesto a tomar Berlín lo más pronto posible, quizás para evitar que sus aliados recapacitasen y se decidiesen a avanzar hacia la capital. Para garantizar un asalto demoledor, los soviéticos consiguieron reunir un descomunal contingente de dos millones y medio de soldados, más de 6.000 tanques y 40.000 cañones. El ataque se efectuaría desde la línea formada por los ríos Oder y Neisse en tres frentes que convergerían en la capital; Stalin favorecería la competencia entre ellos para acelerar la carrera hacia Berlín.
En la madrugada del 16 de abril estalla la gran tormenta de fuego procedente de las líneas rusas. Las tropas soviéticas que debían atacar por el centro y por el sur embisten contra las defensas alemanas, pero la del centro, dirigida por el mariscal Zhukov, sólo obtiene débiles penetraciones ante el IX Ejército alemán, dirigido por el general Heinrici, pese a la extraordinaria violencia de su preparación artillera, probablemente la más intensa de la historia. En sólo media hora se alcanza una cadencia de fuego tal que muchos tiradores soviéticos ensordecen temporalmente, las explosiones provocan una masa de aire tan caliente que por sí sola incendia los árboles, y pueblos enteros quedan reducidos a polvo en minutos.
Tras esta batida infernal, los tanques rusos avanzan provistos de grandes focos antiaéreos, dirigidos hacia los alemanes para deslumbrarlos. Pero los rusos se encuentran con la sorpresa de que su bombardeo no ha servido de nada; durante la noche, los hombres de Heinrici han abandonado las posiciones de vanguardia y se han refugiado en unos montes cercanos, protegiendo la carretera que conduce a Berlín. Además, los reflectores de los tanques sólo sirven para facilitar la labor a los artilleros alemanes.
En contraste con las dificultades que tiene Zhukov, el frente sur, dirigido por Koniev, sí que consigue imponer rápidamente su aplastante superioridad, atraviesa las líneas germanas y comienza a girar hacia el norte, rumbo a Berlín.
Hitler recibe entonces la súplica de Heinrici para retrasar su IX Ejército con el fin de reforzar la defensa de Berlín y evitar así quedar cercado, pero el dictador nazi comete un nuevo error, obligándole a mantenerse frente a Zhukov, convencido de que el ataque a Berlín no es más que una finta para ocultar un avance hacia Praga.
El 20 de abril entra en acción el frente norte, comandado por Rokossovski, y consigue también romper la resistencia alemana, lo que facilita por fin el avance de las tropas de Zhukov, que hasta ese momento continuaban detenidas ante el IX Ejército. Poco después, tal como había pronosticado Heinrici, éste queda cercado por los rusos.
La línea Oder-Neisse, de este modo, ha quedado rebasada por el Ejército Rojo. Ya nada puede detenerlos en su camino a Berlín. En vez de atacar frontalmente, los frentes norte y sur rodean completamente la capital para dejarla aislada y, de paso, cerrar el camino a cualquier intento anglo-norteamericano de llegar hasta ella. El temido cerco de Berlín se ha consumado.
A los visitantes de Berlín que hoy día pasean distraídamente por el centro de la ciudad, difícilmente les llamará la atención un conjunto de edificios de apartamentos de color gris situados en la Wilhelmstrasse. Construidos en los últimos años de existencia de la Alemania Oriental, estos impersonales bloques de viviendas cuentan, junto al aparcamiento, con una pequeña zona verde. Salvo por la presencia de un cartel informativo que fue colocado allí en 2006, no se advierte ningún indicio de que en el subsuelo de ese lugar pasó sus últimas semanas de vida el criminal más despiadado del siglo XX.
En ese punto se encuentran los restos del Führerbunker, el refugio desde el que Hitler dirigiría la guerra a partir del mes de abril. Fue el 6 de enero de 1945 cuando entró en él por primera vez para protegerse de los violentos bombardeos de que era objeto Berlín día y noche. Hasta mediados de febrero, Hitler permanecería en sus estancias privadas de la Cancillería, pero finalmente se vería obligado a vivir en el interior del búnker, consciente de que su ineludible cita con la muerte se produciría en aquel sarcófago de hormigón.
El ambiente en el búnker es claustrofóbico. Las minúsculas habitaciones, las estrechas escaleras, las vibraciones producidas por las explosiones, unidas al olor de humedad y al omnipresente rumor de los motores diésel que alimentan la ventilación, conforman un conjunto tan opresivo que afecta al estado de ánimo de todos los que allí viven. De nada sirven las despensas llenas de los mejores manjares, así como de coñac y champán francés, mientras la población debe sobrevivir a duras penas en el exterior. Pero el factor más sofocante es —según el testimonio posterior de la mayoría de los que sobrevivieron— la mera presencia de Hitler, del que emana un aura mefítica que impregna todo el refugio.
Como si por sus conductos de ventilación aquel búnker difundiese su aire rarefacto a toda la ciudad, Berlín cae víctima de un estado febril que la sume en una extraña atmósfera de irrealidad. Aunque los rusos están a las puertas de la ciudad, la población berlinesa aún confía en un milagro. Hay quien habla todavía de las «armas fantásticas» del Führer, mientras se siguen por la radio las noticias que anuncian la inminente llegada de dos columnas de socorro, una procedente del Oder y otra del frente occidental.
Hitler ordena una y otra vez ataques y contraataques con unidades de las que sólo se conserva el nombre, pero los informes que recibe hablan únicamente de derrotas. La última buena noticia llega al búnker el 12 de abril, al conocerse el fallecimiento del presidente Roosevelt. Hitler, convencido de que ese acontecimiento supondrá la ruptura de los Aliados, lo celebra junto a los dirigentes nazis descorchando botellas de champán. Pero la euforia dura sólo un día; la caída de Viena, la ciudad en la que él entró triunfante en 1938, le trae de regreso a la trágica realidad.
El día 15 de abril, Eva Braun, la mujer con la que compartía su vida desde hacía una década, acude al búnker dispuesta a acompañar a Hitler hasta el inminente final. Pero el Führer aún no se da por vencido; el día 21 ordena una contraofensiva general para romper el cerco de Berlín. A la mañana siguiente se reúne con sus generales, impaciente por conocer el resultado del ataque. Uno tras otro, le dicen que la operación ha fracasado, confesando que en la mayor parte del frente ni tan siquiera se ha intentado, ante la falta de efectivos. Hitler estalla en un terrible acceso de cólera; los insulta, los maldice, asegura que ha sido traicionado por todos. Durante tres horas, los generales sufren la ira desatada del dictador, que golpea furiosamente la mesa. En el exterior de la sala, el resto de habitantes del búnker permanece en silencio, mientras que sólo se oyen los apagados gritos de Hitler a través de la puerta.
Una vez desahogada toda su airada frustración, el Führer recobra inesperadamente el sosiego y anuncia su intención de permanecer en Berlín. Aunque intentan convencerle para que escape de la capital, Hitler está decidido a perecer en la ciudad que vio su encumbramiento. En ese momento asume que ha perdido la guerra y en su mente se dibuja con claridad la idea del suicidio.
A partir de ese día, la figura de Hitler deambula como un fantasma por el búnker, encorvado, arrastrando los pies y con los ojos inyectados en sangre. Pese a haber cumplido 56 años, su aspecto es ya el de un anciano. Ante la conmiseración de sus secretarias, encuentra deleite engullendo chocolate y pasteles que le dejan manchas y migajas en su raído uniforme. Hablar con él cara a cara no es muy agradable debido a la halitosis causada por el mal estado de su dentadura y la saliva que discurre por la comisura de los labios. Ahora es difícil ver en aquel espectro al líder que, gracias a sus inflamantes discursos, se había apoderado de la voluntad del pueblo alemán.
La visión del abismo hace reaccionar a los jerarcas nazis, que temen ya por su vida. Goering, desde el sur de Alemania, envía un telegrama a Hitler tanteando la posibilidad de sucederle al frente del Reich, mientras que la BBC revela las conversaciones de paz iniciadas por Himmler. En la noche del 28 de abril, ambos son destituidos por Hitler. Solamente Bormann y Goebbels permanecerán leales hasta el último momento.
Pasadas las 12 de esa misma noche, el búnker asiste al episodio más surrealista. Un funcionario municipal que estaba luchando en la trinchera de una calle próxima, Walter Wagner, es reclamado en el refugio para oficiar la boda de Hitler con Eva Braun. Tras firmar en el registro, ambos contrayentes brindan con champán. Todos saben que la luna de miel de los nuevos esposos no será muy larga, pero en el búnker reina una irreal atmósfera de alegría. Pero como si todo lo que envolviese a Hitler estuviera contaminado de muerte, el funcionario que acababa de certificar el matrimonio moriría alcanzado por una bomba cuando regresaba a su posición.
En la madrugada del 29 de abril, mientras continúa la fiesta posterior a la boda, Hitler se retira con su secretaria para dictarle su testamento. En él se reafirma en sus enfermizos planteamientos, responsabilizando a los judíos del estallido de la guerra, animando a las tropas alemanas a seguir combatiendo y expresando su deseo de morir en Berlín. En el documento nombra al almirante Karl Doenitz como su sucesor al frente del Reich.
En ese mismo día llega al búnker la noticia de que Mussolini y su amante, Clara Petacci, han muerto a manos de los partisanos. Los escabrosos detalles de la exhibición pública de sus cadáveres, colgados por los pies en una gasolinera de Milán, confirman a Hitler en su propósito de que su cuerpo y el de Eva sean destruidos para evitar que los rusos puedan organizar un espectáculo semejante. Para ello ordena a su chófer que guarde 200 litros de gasolina para quemar los cadáveres cuando llegue el momento.
Falta por decidir el método para quitarse la vida. Hitler lo consulta a su médico y éste le recomienda que tome una cápsula de cianuro e inmediatamente se dispare un tiro en la cabeza. El dictador ensaya el veneno con su perra Blondi y ésta cae fulminada. Sus cachorros también son sacrificados. Como en las grandes tragedias griegas, todo está preparado para el último acto.
La noche del 29 al 30 de abril discurre en el búnker superior entre vapores de alcohol y sudor. Las botellas de vino y licor van de mano en mano, se baila la estridente música que surge de un gramófono, y hombres y mujeres se lanzan a un goce desenfrenado antes de la inminente llegada de los rusos. Aunque un oficial de las SS es enviado a imponer silencio, sus órdenes son ignoradas. Mientras se oyen con claridad los gritos y la música, Hitler, ajeno a esta desconsideración, reúne a una docena de sirvientes y centinelas para despedirse de ellos. A las tres de la madrugada se retira a descansar.
A las diez de la mañana del nuevo día, el 30 de abril, a Hitler se le informa de que ya hay tiradores soviéticos a 300 metros del búnker, por lo que su decisión no puede demorarse más. Los proyectiles procedentes de la cada vez más cercana artillería soviética estallan sobre la superficie del búnker, haciéndolo temblar. A mediodía, Hitler se dispone a tomar su último almuerzo; junto a sus secretarias, y ausente Eva Braun, come un plato de pasta con tomate. Al terminar las obsequia con varias cápsulas de veneno.
A las dos y media convoca a todos los miembros de su séquito. Aparece en el corredor de conferencias con su habitual uniforme mientras su esposa luce un elegante vestido azul. Ambos comienzan a estrechar las manos de los presentes. Hitler murmura en voz apenas audible unas palabras de despedida a cada uno. Al cabo de unos minutos, más pálido y encorvado que nunca, se retira a su habitación. Eva Braun desaparece junto a la mujer de Goebbels, Magda, que no puede contener el llanto.
A cabo de unos minutos, ambas mujeres regresan y Magda Goebbels, con el fin de disuadir a Hitler de su intención de suicidarse, consigue que salga de su habitación para pedirle que intente escapar de Berlín. Nada consigue y al final el Führer vuelve a entrar en sus aposentos, en este caso acompañado de Eva. La puerta se cierra. Los presentes saben que acaban de verlos con vida por última vez.
Entonces pasan diez interminables minutos. Alguien dice haber oído un disparo ahogado, pero otros dicen no haber escuchado nada. Las bombas rusas siguen estallando en el exterior. El reducido grupo que permanece impaciente a la puerta ya no puede soportar más la tensión y abren con cuidado…
Hitler se encuentra sentado en un pequeño sofá, reclinado, con la mandíbula colgando. A sus pies hay una pequeña pistola. Le gotea sangre de las sienes. La cabeza de Eva Braun descansa en el hombro de su esposo. Su pistola está en una mesa baja que hay delante de ellos. No la ha disparado, pero tiene los labios contraídos por el efecto del veneno. Un jarrón con flores ha caído al suelo.
El cuerpo de Hitler es envuelto en una manta militar y subido al jardín de la Cancillería. Poco después llega también el cadáver de Eva y ambos son colocados en el interior de un cráter de bomba, cerca de la salida de emergencia. Los obuses rusos explotan en los alrededores, por lo que los escasos testigos que suben están más deseosos de regresar al interior que de oficiar las exequias por el Führer. Se les cubre con gasolina y Goebbels arroja un fósforo, pero el combustible no se enciende. Alguien hace arder un trapo empapado de gasolina, lo arroja a los cuerpos y éstos quedan envueltos en una gran llamarada. Los asistentes al improvisado funeral exclaman un apresurado «¡Heil Hitler!» y entran de nuevo en el refugio.
De repente, la atmósfera del búnker se ha vuelto menos opresiva. Excepto Magda Goebbels, nadie derrama lágrimas por la muerte del dictador. La primera señal de que Hitler ya no está es que la mayoría de habitantes del búnker se encienden un cigarrillo. En vida del Führer estaba completamente prohibido fumar en el refugio, por lo que todos respiran ese humo que les sabe, en cierto modo, a libertad.
La bandera soviética ondea el 2 de mayo de 1945 sobre el tejado del Reichstag, en Berlín. Para los rusos era el símbolo de que la larga guerra contra la Alemania nazi había terminado.
La ausencia de Hitler permite que se hable abiertamente de entrar en negociaciones con los rusos, que se intentan entablar esa misma noche por medio del general Krebs que se presenta ante las líneas enemigas con una bandera blanca. Al amanecer del 1 de mayo, Krebs regresa con la negativa soviética; los soviéticos sólo aceptarán la rendición incondicional.
Ya no hay tiempo para más. Cada uno ha de intentar salvarse por sí mismo. Es entonces cuando se produce un hecho trágico que denota la locura que acompaña a esos últimos días del Tercer Reich. Joseph Goebbels y su esposa se suicidan en el exterior del búnker, pero no sin antes quitar la vida a cada uno de sus seis hijos. La señora Goebbels había sido la encargada de administrarles un somnífero y después una cápsula de veneno. Después de cometer tan horrendo crimen hizo un café, encendió un cigarrillo y conversó con su marido sobre los «viejos tiempos».
Tras quemar los cadáveres del matrimonio Goebbels, los habitantes del búnker lo abandonan y huyen en todas direcciones. Cuando a la mañana del 2 de mayo lleguen los rusos, sólo encontrarán en él a un técnico que, en lugar de escapar, había preferido prepararse un abundante desayuno. El drama representado en el Führerbunker había llegado a su fin.
El sucesor de Hitler al frente del Tercer Reich, Karl Doenitz, pese a contar aún con un importante contingente de tropas en Ho landa, Dinamarca o Noruega, e incluso varios enclaves en Francia, no tenía ninguna intención de proseguir la lucha. En el frente italiano la rendición ya se había producido el 29 de abril, entrando en vigor tres días después.
El día 3 de mayo, Doenitz envía una delegación a ofrecer una rendición parcial a Montgomery, que éste rechaza. Aunque los alemanes desean deponer las armas, las conversaciones de paz se retrasan deliberadamente para dar tiempo a que miles de soldados y civiles germanos tengan tiempo de llegar al frente occidental y puedan así ponerse a salvo de los rusos.
Las negociaciones corren peligro de romperse, por lo que finalmente Doenitz autoriza al general Jodl a aceptar la rendición incondicional definitiva en el cuartel general de Eisenhower, en la ciudad francesa de Reims. Cuando faltan 20 minutos para las tres de la madrugada del lunes 7 de mayo, se firma la rendición. En la ceremonia, con una escogida presencia de periodistas, participan los representantes del ejército alemán, por un lado, y los de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética por el bando aliado.
Pero la guerra en Europa no ha terminado todavía. Stalin ha expresado su firme deseo de que la rendición de la Alemania nazi se formalice en Berlín, ante los ojos de todo el mundo. Los norte americanos, para complacer a Stalin, ordenan a los periodistas que han asistido al acto de Reims que no transmitan la noticia, para no restar brillo al previsto en Berlín para el martes 8 de mayo.
De todos modos, el rumor de la rendición comienza a extenderse, pese a que no existe confirmación oficial. Pero uno de los periodistas testigos se salta la prohibición y envía la noticia a su agencia, que la difunde de inmediato. El 7 de mayo los periódicos de los países occidentales vocean a los cuatro vientos la noticia; es el llamado V-E, «Victoria en Europa». Pero Stalin, que prohíbe que el acto de Reims sea hecho público en la Unión Soviética, mantiene su propósito de celebrar la ceremonia oficial en Berlín.
El 8 de mayo, los alemanes firman de nuevo la rendición ante los Aliados, esta vez en el cuartel general del Ejército Rojo en la capital germana, con el mariscal Zhukov como representante ruso. Ahora sí; la guerra en el continente europeo ha finalizado.
La buena nueva es recibida con euforia en las naciones aliadas, pero especialmente entre las tropas que acaban de derrotar al ejército germano; muy pronto podrán volver a casa. Pero hay unos sufridos hombres a los que la noticia no les causa una especial alegría. Son los soldados norteamericanos que están combatiendo a los japoneses en el Pacífico. Para ellos, si nada lo impide, la guerra amenaza con ser todavía muy larga.
Fotografía difundida por la propaganda soviética en la que se rinde homenaje a los soldados que participaron en la toma del Reichstag. Tras la rendición de Alemania en Berlín el 8 de mayo de 1945, todos ellos regresarían a su país convertidos en héroes.