EL DÍA MÁS LARGO
CON TODA SEGURIDAD, NUNCA TANTAS PERSONAS han estado tan pendientes de un parte meteorológico como en los primeros días de junio de 1944. En esos tensos momentos, la historia de Europa, y quizás del mundo, dependía del acierto de un anónimo hombre del tiempo, el coronel de la RAF James Stagg. En base a la predicción expresada por este flemático escocés, asesorado por un equipo de meteorólogos británicos y norteamericanos, el general Eisenhower tomó la que sería probablemente la decisión más arriesgada y comprometida de toda la Segunda Guerra Mundial.
Tras dos años de preparación, estaba a punto de comenzar el asalto a la fortaleza europea de Hitler. El reto no era nada fácil; ya se había demostrado el 19 de agosto de 1942, cuando 5.000 soldados canadienses y un millar de británicos desembarcaron en la ciudad costera de Dieppe con el fin de poner a prueba las defensas alemanas. Pese al valor demostrado por estos hombres, la misión —mal planificada y peor ejecutada— fue un desastre que costó la vida a más de 600 soldados y dejó en el continente más de 1.000 prisioneros.
La amarga experiencia de Dieppe al menos serviría para evitar cometer los mismos errores, como intentar apoderarse de una zona portuaria bien defendida. Pero ahora, dos años después de aquella frustrante operación, no habría más que una oportunidad; si los alemanes lograban expulsar la fuerza de invasión al mar, seguramente no podría organizarse otro desembarco hasta después de varios años, si es que llegaba a poder lanzarse de nuevo algún día.
Desde principios de 1944, cada hombre de los que iban a participar en el Día-D se había entrenado a diario hasta conocer de memoria su misión. Durante la última semana de mayo, las tropas quedaron recluidas en sus campamentos sin posibilidad de enviar cartas. Todo lo que hacía referencia a la invasión de Europa fue clasificado como alto secreto. Pese a las espectaculares medidas de seguridad para que no trascendiese ningún detalle de la operación, en un maletín olvidado en un taxi, en la estación londinense de Waterloo, apareció el listado completo de las frecuencias de radio y las claves que se emplearían ese día; por fortuna, estos documentos no cayeron en manos de ningún espía alemán.
Pero el olvido del maletín no fue el único susto que se llevaron los servicios de inteligencia aliados. Durante las cinco semanas anteriores al desembarco, en los crucigramas del rotativo británico Daily Telegraph fueron apareciendo los términos secretos del Día-D; desde los nombres en clave de las playas (Utah u Omaha) hasta el propio nombre de la operación (Overlord) además de otros como Neptune o Mulberry. Una vez disparada la alarma ante esta supuesta evidencia de que se había roto el secreto, los agentes de Scotland Yard detuvieron al autor del crucigrama pero, sorprendentemente, era un maestro de escuela que los confeccionaba desde hacía dos décadas, por lo que no se trataba más que de una increíble coincidencia.
Sin duda, el nerviosismo ya estaba haciendo mella en el mando aliado, pero no era para menos. Aunque el plan de desembarco se había trazado meticulosamente, existía un imponderable que no podía ser dominado de ningún modo: el tiempo meteorológico. Aunque a un profano le puede parecer que cualquier día es bueno para lanzar una operación anfibia, no es así. Era necesario que los primeros rayos de sol del amanecer coincidiesen con la marea baja para dejar al descubierto los obstáculos; en el mes de junio de 1944, eso reducía los días válidos a seis. Pero teniendo en cuenta que debía haber luna llena para poder efectuar los lanzamientos nocturnos de paracaidistas, los días verdes quedaban reducidos a tres.
La mítica máquina Enigma, que los alemanes utilizaban para cifrar mensajes, y que les causó tantos disgustos, porque pronto se conoció su mecanismo.
Estas condiciones podían predecirse con la ayuda de unas sencillas tablas, pero ahora entraban en juego otras mucho menos predecibles. En esos tres días válidos no podía haber un viento excesivo, debía darse una visibilidad mínima, las nubes no podían ser espesas y tampoco tenía que haber oleaje. Todo ello hacía que… ¡tan sólo se diera un día válido en dos meses!
Evidentemente, era necesario sacrificar alguna de estas condiciones, por lo que se decidió que Overlord se lanzaría a primeros de junio, siempre y cuando un tiempo excesivamente malo no aconsejase aplazar la operación. A principios de mayo se determinó que el día del desembarco fuera el 5 de junio, una elección que fue confirmada a final de mes, teniendo en cuenta los pronósticos efectuados por el equipo de James Stagg.
La maquinaria del Día-D se ha puesto definitivamente en marcha. Desde todos los puntos de Inglaterra parten convoyes de soldados y vehículos —algunos de más de un centenar de kilómetros de largo— para concentrarse en los campamentos de la costa. El 3 de junio, los 170 .000 soldados que van a participar en la mayor operación anfibia de la historia ya están embarcados y reciben allí las últimas instrucciones. Se puede percibir la tensión de unos hombres que se van a enfrentar a un enemigo que los está esperando al otro lado del Canal de la Mancha, parapetados en sus casamatas y nidos de ametralladora, mientras que ellos deberán avanzar sin protección por la playa…
Pero a última hora de ese sábado 3 de junio llegan muy malas noticias; tres depresiones procedentes del Atlántico llegarán sucesivamente a Inglaterra en las próximas horas. Se espera un tiempo muy inestable, con nubosidad del cien por cien y vientos intensos que no amainarán hasta después de cuatro días. En esas condiciones es imposible lanzar la invasión.
A las cuatro de la madrugada, Eisenhower se reúne con el coronel Stagg, esperando que éste le dé alguna buena noticia, pero no es así y le confirma el pronóstico anterior; habrá mal tiempo en los próximos días. La operación, prevista para el día 5, queda aplazada para el siguiente día, pese a que nada hace pensar que el tiempo mejore para entonces.
En la mañana del domingo 4 de junio, una furiosa tormenta azota el Mar de Irlanda. A primera hora de la tarde, las olas llegan ya a las playas de Normandía. Mientras tanto, los barcos anclados en los puertos del sur de Inglaterra, atestados de soldados, se balancean bruscamente, provocando vómitos y mareos en una tropa que ya acusa síntomas de nerviosismo.
Al anochecer, nada invita a pensar en una mejoría del tiempo. Pero no es posible aplazar más el desembarco previsto para el día 6 de junio. Los hombres no pueden permanecer otras 24 horas en el interior de los barcos, pero tampoco cabe la posibilidad de desembarcarlos, puesto que sus campamentos ya están ocupados por las tropas que deberán seguirlos en la segunda oleada sobre las playas francesas.
Se barajan nuevas fechas para la invasión, pero ninguna es factible. En los días siguientes la marea comienza a crecer y no baja hasta después de dos semanas, pero para entonces ya no habrá luna llena, lo que impedirá el lanzamiento de paracaidistas. Si se aplaza hasta julio, ya será imposible ocultar la acumulación de efectivos frente a las costas normandas, por lo que se perderá el efecto sorpresa, permitiendo a los alemanes reforzar las defensas en ese sector.
Afortunadamente para los Aliados, en esos momentos es Eisenhower el que está en el puente de mando; sus nervios de acero y su perenne sonrisa consiguen transmitir serenidad en esos momentos dramáticos, pero a nadie se le escapa que se está al borde del desastre. Para colmo, Stalin, desde Moscú, exige a sus aliados occidentales que abran de una vez ese segundo frente en Europa, para hacerlo coincidir con su ofensiva de verano, que está a punto de ponerse en marcha.
La situación no puede ser más dramática. Según confesaría más tarde Eisenhower, «las consecuencias de un retraso eran tan amargas que, sencillamente, era una posibilidad que no podía contemplarse». Los comandantes aliados se reúnen a las nueve y media de la noche de ese domingo 4 de junio; en el exterior el viento silba y se oye el ruido de la lluvia repiqueteando en el tejado. Las miradas están fijas en el suelo. La invasión no puede aplazarse más, pero sería una locura intentarlo con este tiempo. Sólo un milagro podría sacarlos de este terrible dilema.
Eisenhower en persona da ánimos a los paracaidistas que están a punto de subir a los aviones que les arrojarán sobre Normandía. Sus acciones en la retaguardia alemana fueron decisivas para el éxito del Día-D.
En ese momento se presenta el coronel Stagg, tan serio y circunspecto como siempre. Los presentes intuyen que continúan las malas noticias. Stagg toma la palabra: «Caballeros, parece ser que el primero de los tres frentes procedentes del Atlántico ha avanzado más deprisa de lo que esperábamos, por lo que, una vez que atraviese el Canal de la Mancha, habrá un espacio de tiempo sin perturbaciones que irá de la tarde del lunes 5 de junio hasta la noche del martes 6 de junio, cuando llegará el segundo frente frío».
Acaba de resonar en la sala la predicción meteorológica más importante y decisiva de la historia. Los reunidos se quedan en silencio. El milagro se ha producido, pero nadie se atreve a expresar su alegría. Todo depende ahora de Eisenhower. El norteamericano pregunta a Montgomery su opinión, y éste se muestra partidario de impulsar la operación. Tras unos minutos de reflexión, Eisenhower expresa la necesidad de dar luz verde a Overlord. Sin embargo, la decisión final queda a expensas de un último parte meteorológico previsto para las cuatro de la madrugada.
Llegada esa hora, mientras en el exterior cae un intenso chaparrón, los comandantes aliados esperan con impaciencia la aparición del coronel escocés. Tras varias horas de insoportable tensión, Stagg entra en la sala y, sin perder su gesto adusto, afirma que no se han producido cambios importantes desde el último parte. El buen tiempo se mantendrá durante todo el martes 6 de junio. En ese momento, todas las miradas confluyen en Eisenhower, que tiene en sus manos dar la orden más trascendental de la Segunda Guerra Mundial.
De repente, Ike deja atrás su mirada de preocupación, se dirige hacia Stagg y, sonriendo, le espeta: «Está bien, haga que el tiempo se atenga a lo que usted ha pronosticado y le prohíbo que nos traiga malas noticias». Dicho esto, el general se acomoda en su butaca, mira a los ojos a los presentes y con aire relajado dice: «Bien, ¡allá vamos!».
El asalto anfibio que estaba a punto de lanzarse en las playas de Normandía era, sin duda, la operación militar más compleja de las organizadas hasta esa fecha, y probablemente lo siga siendo durante mucho tiempo.
El objetivo de la Operación Overlord («Señor Supremo») era asaltar el continente europeo, en esos momentos dominado por Hitler, para lo que era necesario penetrar a través de las defensas que guardaban toda la costa atlántica de la Europa ocupada, desde la frontera franco-española hasta Noruega. Estas fortificaciones, que la propaganda nazi presentaba como inexpugnables, eran conocidas como el Muro del Atlántico.
En realidad, a principios de 1944, en algunos tramos estas defensas dejaban mucho que desear, por lo que se encargó al mariscal Rommel que elaborase los informes necesarios para su mejora. Pero el mítico Zorro del Desierto se vería impotente para organizar esta crucial línea de defensa. La imposibilidad de coordinar las guarniciones costeras con la Luftwaffe o la Marina —por ejemplo, Goering se negó a proporcionarle cañones antiaéreos, mientras que la Kriegsmarine tan sólo aportó tres destructores— dificultó enormemente la tarea encomendada al veterano general.
Además, aunque la Wehrmacht podía enfrentar un total de 59 divisiones a la fuerza de invasión —una cantidad similar a la que estaba a disposición de Eisenhower—, la mayoría estaban integradas por soldados de edad madura, escasamente motivados, o incluso por rusos o cosacos a los que la ingestión de alcohol ayudaba a soportar mejor las horas de tedio, por lo que era difícil creer que pudieran ofrecer una resistencia organizada ante las tropas aliadas, y más teniendo en cuenta que el armamento con el que contaban era inadecuado y obsoleto.
Por último, la defectuosa organización del resorte militar, auspiciado por Hitler para impedir que algún general acumulase demasiado poder, obstaculizaba la toma de decisiones rápidas en caso de invasión. Esta condición era fundamental para rechazar a las tropas aliadas en las playas durante las primeras 24 horas, el único modo —según el clarividente Rommel— de poder rechazar el asalto al continente.
Todo ello confirmaba el principio napoleónico de que una batalla está ganada o perdida antes de que se dispare la primera bala. Los Aliados gozaban de todas las ventajas para lograr abrir ese segundo frente pero, aún así, el objetivo no resultaría tan sencillo como hacía pensar la disposición de fuerzas que existía sobre el papel.
Un soldado norteamericano es atendido de sus heridas en la playa de Omaha, la única en la que las tropas aliadas estuvieron a punto de ser reembarcadas, ante la fuerte oposición de los defensores germanos.
El escenario finalmente elegido para Overlord sería la costa normanda, puesto que las defensas de este sector presentaban numerosas deficiencias, aunque Rommel estaba tratando desesperadamente de corregirlas. En el asalto anfibio participarían 100.000 soldados del ejército estadounidense, 58.000 hombres del ejército británico y 17.000 efectivos del ejército de Canadá. La operación naval que debía trasladar a estas tropas a través del Canal de la Mancha recibía el nombre en clave de Neptune; las playas situadas al oeste, a las que llegarían los soldados norteamericanos, se bautizaron como Utah y Omaha; las correspondientes a los británicos, al este, serían Gold y Sword, mientras que Juno, situada entre estas dos últimas, estaba reservada a los canadienses.
Para facilitar la conquista de las playas, la noche anterior se lanzarían paracaidistas detrás de las líneas alemanas con la misión de obstaculizar la llegada de tropas de refresco una vez comenzada la invasión, así como impedir la voladura de los puentes que permitirían salir de las playas hacia el interior. Además, la resistencia francesa recibiría instrucciones de Londres para iniciar actos de sabotaje en las líneas férreas de todo el país, impidiendo así el envío de refuerzos.
Un elemento decisivo para el éxito de la invasión era convencer a los alemanes de que la operación sobre Normandía no era más que un señuelo y que el grueso de la fuerza de desembarco llegaría a Calais, el punto más cercano a las costas inglesas. Para engañar al servicio de inteligencia nazi, los Aliados se sirvieron del general Patton, que se vio obligado a pasearse por los puertos del Canal situados enfrente de Calais para que fuera visto por los espías alemanes; allí estaba al frente de un gran ejército de invasión, tal como podían comprobar los aviones de reconocimiento germanos, pero en realidad estaba compuesto de tanques hinchables y lanchas de desembarco de madera y lona. Unos estudios cinematográficos de Londres se encargaron de crear falsos campamentos, hospitales, depósitos de munición y hasta una instalación portuaria completa en la playa de Dover.
Para acabar de confundir a los alemanes, durante los meses anteriores al Día-D los británicos radiaron mensajes destinados a hacer creer a los servicios de inteligencia enemigos que existía un ejército de un cuarto de millón de hombres en Escocia, listo para un desembarco en Noruega. La solicitud urgente de miles de bastones de esquí por parte de este ejército fantasma hizo creer a los alemanes que el asalto a Noruega era inminente, lo que provocó que Hitler —que tenía una extraña fijación en proteger este país escandinavo a toda costa— ordenase que 27 divisiones permaneciesen allí en lugar de ser enviadas a rechazar la invasión de Francia.
Estaba previsto que el engaño se prolongase durante las primeras horas de la invasión, para retener en Calais a las temibles divisiones Panzer. Para ello se decidió que algunos barcos zarpasen desde Dover pertrechados con grandes antenas emisoras, para simular el tráfico de una gran escuadra. Además, se arroja rían desde el aire toneladas de láminas de aluminio en este sector para que las pantallas de radar alemanas detectaran una enorme cantidad de puntos, lo que les haría creer que se acercaba la fuerza naval de invasión.
Así pues, todo estaba preparado para poner en marcha el asalto a la «Fortaleza Europa». En cuanto Eisenhower dio la orden de puesta en marcha de la operación, en aquella desapacible madrugada del 5 de junio, una flota compuesta por 5.000 embarcaciones se puso en camino hacia el punto de reunión desde el que se dirigirían a las costas francesas. Los hombres que debían participar en el asalto anfibio, y que atestaban las bodegas y las cubiertas, sufrieron algún mareo debido al oleaje, pero nadie se quejó; sus mentes estaban muy ocupadas asimilando las últimas instrucciones recibidas.
A última hora de ese día, los paracaidistas que debían caer tras las líneas germanas tomaron su cena y cargaron con el equipo; 45 kilos en sus espaldas y 25 kilos atados a sus piernas. Con el rostro pintado de negro subieron a los aviones después de recibir personalmente ánimos de Eisenhower, que acudió a despedir a algunos de ellos.
Pasaban unos minutos de la medianoche cuando los paracaidistas pudieron ver a través de las ventanillas, gracias a la luz de la luna llena, la línea de la costa francesa. Era el momento de la verdad; había llegado el Día-D.
A las 00:18 horas del 6 de junio de 1944, los primeros paracaidistas aliados saltan a través de las portezuelas de sus aviones. Poco después, los planeadores son desenganchados de los aviones de arrastre e inician el descenso.
Nada hace pensar a los alemanes que acaba de iniciarse la invasión. Paradójicamente, el mal tiempo de los días anteriores ha disipado el temor a un ataque, por lo que Rommel ha viajado a Alemania para celebrar el cumpleaños de su mujer, Lucie. Creyendo que los Aliados no intentarán nada hasta la siguiente fecha en la que las mareas y la luna sean favorables, los oficiales del Muro del Atlántico están convocados en la mañana de ese 6 de junio para asistir a un ejercicio teórico que se llama precisamente «Desembarcos en Normandía precedidos por lanzamientos de paracaidistas» (!).
Unos soldados estadounidenses se despiden para siempre de un compañero caído en la playa de Omaha. Las bajas aliadas en el Día-D serían menores de las previstas.
Sin embargo, los servicios secretos germanos sí que tuvieron en sus manos el indicio más claro de la inminencia de la invasión. La BBC debía emitir unos versos del poeta Paul Verlaine el día anterior al desembarco para alertar a la Resistencia francesa, según había averiguado un espía alemán infiltrado en estos grupos. El día 5 de junio, los versos fueron detectados por el centro de escuchas y éste elevó inmediatamente el informe avisando de que la invasión se produciría en unas horas. Sin embargo, inexplicablemente, la alerta no fue tomada en consideración al ver el mal tiempo que reinaba en el Canal y se creyó que se trataba de un error.
De forma también incomprensible, los alemanes no reaccionaron cuando en las primeras horas de la madrugada del 6 de junio más de 1.000 bombarderos de la RAF comenzaron a aplastar las defensas costeras normandas. En ausencia de los más altos oficiales, la confusión de apoderó de todas las guarniciones costeras; los informes sobre los bombardeos en Normandía se sumaban a los falsos informes de acciones aéreas sobre Calais, instigados por los Aliados con emisiones en alemán desde Londres.
Para agravar el enredo, el lanzamiento de centenares de muñecos en paracaídas restó credibilidad a los informes que alertaban del aterrizaje de los paracaidistas auténticos en la retaguardia germana. Con la llegada de la primera claridad del amanecer, la mayoría de objetivos señalados a las tropas aerotransportadas habían sido alcanzados, pese a que miles de paracaidistas se perdieron en los intrincados campos de setos de la región —el llamado bocage— y no llegaron a desempeñar ninguna acción. Quizás, las dos proezas más célebres conseguidas en estas primeras horas del Día-D serían la captura del mítico puente Pegaso, en el Canal de Caen, y la toma de la estratégica localidad de Sainte-Mère-Eglise.
Pero una de las hazañas más extraordinarias del Día-D sería el asalto por parte de los rangers norteamericanos a Pointe-Du-Hoc, un promontorio en el que se encontraba una temible batería costera de seis cañones que tenía en su radio de acción tanto la playa de Omaha como la de Utah. Los rangers llegaron en botes y comenzaron a escalar el acantilado de 30 metros de altura, soportando los disparos que efectuaban los alemanes desde la cumbre. Pero cuando alcanzaron la cima, a costa de un gran número de bajas, se llevaron la desagradable sorpresa de que la batería ya no estaba allí; siguiendo las huellas que habían dejado los cañones en su traslado, consiguieron localizarlos ocultos en un bosque, destruyéndolos de inmediato. Los rangers habían cumplido la ardua y comprometida misión que se les había encomendado.
Mientras tanto, ¿qué sucedía en el bando alemán? La primera confirmación de que se estaba produciendo un ataque a gran escala no llegaría hasta las dos y cuarto de la madrugada, aunque no sería hasta poco antes de las tres cuando se envió un mensaje al cuartel general de Hitler. De todos modos, no sirvió de nada el aviso, puesto que el Führer se había tomado unos somníferos y dormía profundamente; nadie se atrevió a despertarlo para darle esa mala noticia, temiendo provocar uno de sus cada vez más habituales ataques de ira.
A las cuatro y cuarto, tras detectar la flota de desembarco, se confirmó que la invasión estaba en marcha. Entonces se transmitió al cuartel general la petición urgente para el traslado a la costa de dos divisiones Panzer que estaban en reserva, pero el mensaje tampoco llegó a manos de Hitler, que continuaba durmiendo. Ante la falta de noticias, esas dos divisiones fueron puestas en marcha hacia las playas, pero la orden fue revocada desde el cuartel general, a la espera de poseer más información. En ese momento los alemanes cometieron su primer error de importancia.
Increíblemente, no sería hasta las seis de la mañana cuando a alguien se le ocurrió avisar por teléfono a Rommel, casi en el mismo momento en el que la flota de invasión comenzaba a disparar sus cañones contra las defensas costeras en Normandía. Allí, los soldados alemanes ensordecían ante la tormenta de fuego que les caía encima, que hacía volar por los aires los cascotes de hormigón, mientras toda la amplitud del horizonte estaba cubierta por una línea continua formada por barcos, en una visión que nunca más olvidarían. Aquellos hombres, más interesados en huir o en entregarse que en resistir a ultranza, no tenían ya ninguna duda: la invasión había comenzado.
A lo largo de casi 100 kilómetros de costa, los cañones de los barcos aliados abren fuego una y otra vez contra las defensas germanas. A su vez, los bombarderos machacan las playas que están a punto de ser asaltadas. Mientras tanto, los soldados norteamericanos se dirigen, mareados y nerviosos, en sus lanchas de desembarco hacia las playas de Utah y Omaha. Ellos serán los primeros en pisar suelo francés, a las 6:30 de la mañana. Una hora más tarde está previsto que británicos y canadienses lleguen a Gold, Juno y Sword.
Hace frío y el agua helada salpica los rostros de aquellos soldados a los que se les ha reservado un lugar en la historia. Pero en esos momentos la situación no presenta un cariz demasiado épico. Mientras algunos no han podido evitar hacerse sus necesidades en los pantalones ante ese probable encuentro con la muerte, otros vomitan mareados por un mar embravecido, al haber iniciado su andadura demasiado lejos de la costa, a 18 kilómetros de distancia, para evitar el radio de acción de las baterías costeras. Aún así, el resplandor de las bombas en la costa indica que los defensores alemanes están siendo barridos; con suerte, no encontrarán resistencia.
Tras consolidar sus posiciones en Normandía, las tropas aliadas avanzaron rápidamente a través de Francia. En la imagen, dos soldados norteamericanos tienen tiempo para bromear en una aldea gala poniendo a prueba la paciencia de un asno.
La suerte sí que acompaña a los destinados a tomar Utah. Por un error, sufren un desvío y tocan tierra a dos kilómetros del lugar previsto, pero afortunadamente en ese punto las defensas germanas son mucho menos sólidas y buena parte de las tropas alemanas, formadas por reservistas y reclutas ucranianos, han huido ante la violencia del bombardeo. Al bajar a la arena, los norteamericanos corren enarbolando sus fusiles y dando gritos de alegría. Los tanques que desembarcan con ellos acaban con los escasos focos de resistencia. En pocos minutos, la playa de Utah está en manos de los Aliados, con un coste de sólo dos centenares de bajas. Al final del Día-D, habrán desembarcado en esta playa más de 21.000 soldados y 1.700 vehículos, y las líneas se extenderán hasta nueve kilómetros hacia el interior.
Muy distinto será el destino de los que deben tomar la playa de Omaha. Allí, los norteamericanos se encuentran con un recibimiento inesperado, y a medio kilómetro de la orilla. Los alemanes, desde los acantilados, tienen una posición inmejorable para disparar. En cuanto se abren los portones de las lanchas de desembarco, las ráfagas de ametralladora siegan en pocos segundos la vida de los soldados que están a punto de salir de ellas. La única opción es saltar por la borda y tratar de llegar a la playa por el agua. Pero el peso del equipo arrastra a muchos de ellos hacia el fondo, por lo que tendrán que desprenderse rápidamente de él para no perecer ahogados, aunque los más desafortunados no lo conseguirán.
Los que consiguen llegar a la arena tras unos 70 metros caminando con el agua por la cintura, se encuentran con que es imposible avanzar. Delante de ellos tienen más de 200 metros de playa, en la que está cayendo una granizada de balas y obuses. Únicamente pueden resguardarse tras los obstáculos colocados por los alemanes, pero no pueden mantenerse allí durante mucho tiempo; siguen llegando más lanchas y han de avanzar para dejar sitio a los que vienen detrás. Los alemanes, desde las alturas y bien protegidos en sus búnkeres, ametrallan a placer a los infortunados norteamericanos, que además han perdido la mayor parte de sus armas, como bazookas, morteros o lanzallamas.
¿Qué ha sucedido para que las defensas de Omaha se encuentren prácticamente intactas? Aunque los aviones aliados han soltado en esa zona su carga de bombas, éstas han caído más al interior. Además, el bombardeo naval ha sido demasiado breve, de tan sólo 35 minutos. Esos errores acabarán costando muchas vidas.
Conforme sube la marea, los soldados se ven obligados a avanzar en dirección a los alemanes, que no paran de barrer todo lo ancho de la playa con sus ametralladoras. El agua se tiñe de rojo, mientras que centenares de hombres agonizan mecidos por el agua. Omaha se convierte en una auténtica carnicería.
Las noticias del desastre llegan al mando aliado, pero aún hay esperanzas de que cambie el signo del combate. A las nueve en punto las pérdidas son ya tan grandes que se decide evacuar la playa y trasladar esas tropas a Utah, pero antes de que se ejecute la orden comienzan a llegar informes de que algunos grupos, tras esfuerzos inhumanos, han logrado atravesar un extremo de la playa y llegar hasta la meseta. A las nueve y media, ya han conseguido abrir una brecha en la línea de defensa; en esos momentos reciben la ayuda de un acorazado y varios destructores que, con peligro de embarrancar al rozar sus quillas con el fondo, se aventuran a acercarse a menos de un kilómetro de la orilla para demoler con sus cañones las fortificaciones de hormigón, haciendo el trabajo que debía haberse realizado antes del desembarco.
Pese al auxilio de la artillería naval, no será hasta la una de la tarde cuando las tropas atascadas en la playa consigan finalmente avanzar, capturando los puestos fortificados alemanes. Los Aliados han sufrido unas 3.000 bajas, pero Omaha también está conquistada; al atardecer, más de 34.000 hombres estarán ya asentados en esta playa, cuya arena está aún impregnada del dulzón olor de la sangre.
En cuanto a los británicos y los canadienses, que deben desembarcar más al este, Montgomery se asegura de que las defensas alemanas serán aplastadas antes de que sus hombres lleguen a las playas. Para ello, fiel a sus principios, Monty ordena que el bombardeo previo dure dos horas. Tampoco cometerá el error de enviar las lanchas de desembarco desde tan lejos y los barcos se aproximarán a menos de cinco kilómetros. Además, al atacar a las 7:30 se asegura de que la marea estará más alta, con lo que el recorrido por la playa a descubierto será más corto.
La consecuencia es que el desembarco de estos hombres es extrañamente plácido, favorecido por el relieve bajo de este tramo de costa, que posibilita la llegada de los tanques aliados para proteger el avance. De todos modos, las minas hunden varias lanchas y en algunos puntos los alemanes ofrecen una feroz resistencia, pero incluso aquí las ametralladoras germanas quedarían acalladas tras una escasa hora de lucha. Al terminar el día se habrá conseguido penetrar seis kilómetros hacia el interior, aunque no se logrará el objetivo previsto de tomar Caen, una ciudad cuya captura costaría varias semanas de intensos combates.
Mientras el destino de la fortaleza europea de Hitler se estaba jugando en las playas normandas, los comandantes alemanes, increíblemente, aún no tenían noticia de ello. Los bombardeos aliados de la madrugada habían destruido los sistemas de comunicación, por lo que los primeros informes contrastados no llegarían hasta poco antes de las nueve.
En esas primeras horas, los alemanes disfrutan aún de su última oportunidad para expulsar al mar a las fuerzas de desembarco. Desde Normandía se insiste de nuevo en la necesidad urgente de enviar a la reserva de blindados hacia las playas ocupadas por los británicos, pero desde el cuartel general de Hitler —en donde el Führer continúa durmiendo— se prohíbe esta acción, ante los informes que señalan que el verdadero ataque se producirá en Calais.
Finalmente, Hitler se despierta a las diez de la mañana. Aún vestido con su pijama, escucha atentamente las informaciones de sus generales, pero no se deja impresionar por el despliegue aliado y confirma la orden de que los panzer, pese a que en ese momento ya tienen sus depósitos llenos de gasolina y están listos para ponerse en marcha, no se muevan y permanezcan listos para trasladarse a Calais. Si los alemanes tenían alguna opción para derrotar a las fuerzas de invasión, en ese preciso instante la acaban de perder.
Mientras los Aliados ya están asaltando con éxito el continente europeo, Hitler, ajeno por completo a la realidad, centra su atención en los detalles del futuro bombardeo de Londres con las revolucionarias bombas volantes V-1 y decide mantener una reunión prevista al mediodía con el primer ministro húngaro.
Los informes que llegan de Normandía son cada vez más preocupantes, pero eso no altera los planes del Führer, que no se ocupará del asunto hasta que no dé por terminado su almuerzo vegetariano. Es entonces cuando decide por fin dar permiso para el envío de sus unidades acorazadas, que no recibirán la orden de marcha hasta las cuatro de la tarde, cuando los Aliados están ya firmemente asentados en las playas. Esta fuerza es la que conseguiría contener a los británicos a las puertas de Caen; teniendo en cuenta las dificultades que tuvieron los hombres de Montgomery para tomar la ciudad, cabe imaginar lo que hubiera sucedido si esas divisiones hubieran llegado a tiempo de rechazar la invasión en las playas.
En cuanto a Rommel, que había sido alertado a las 6:30 del lanzamiento de los paracaidistas, recibió a las diez de la mañana la noticia de que la invasión anfibia finalmente se había producido. Cuando le confirmaron que hacía más de tres horas que los Aliados estaban en las playas, profundamente deprimido, comprendió que ya no había nada que hacer. Aunque a la una de la tarde se puso en camino hacia Normandía, adonde llegaría a medianoche, era consciente de que —tal como confesó a un ayudante— no sólo la batalla estaba ya perdida, sino también la guerra.
Rommel no se equivocaba en su pronóstico tan poco optimista. Aunque los Aliados debían realizar todavía un ímprobo esfuerzo para consolidar y expandir sus cabezas de playa, la apertura del segundo frente en el continente europeo era ya un éxito. Overlord había marchado incluso mejor de lo previsto; aunque los expertos aliados habían calculado un balance de 10.000 muertos en las primeras horas del asalto, en realidad la operación se saldó con la pérdida de 2.500 vidas, siendo la suma total de bajas —incluyendo heridos y prisioneros— de 12.000.
Al anochecer de aquel histórico día, el panorama que se presentaba ante los Aliados no estaba libre de riesgos y amenazas, pero todos tenían la impresión de que lo peor había pasado ya. Eran conscientes de que durante las primeras luces de esa intensa jornada había estado en juego el destino de Europa, y éste se había decantado de su lado. Nadie puede poner en duda que aquel 6 de junio de 1944 había sido el día más largo.
El 7 de junio se unieron todas las cabezas de playa, excepto la de Utah, en la península de Cotentin, pero cinco días después se pudo establecer ya un frente continuo. En las semanas siguientes, los Aliados se enfrentaban a un importante reto, como era alimentar el avance de este nuevo frente. Para ello era necesario un aporte constante de tropas, vehículos, armamento, munición y combustible, y todo debía canalizarse a través de muelles provisionales en las playas, con los inconvenientes que ello entrañaba. Por lo tanto, era vital capturar el cercano puerto de Cherburgo; sin embargo, tras una enconada resistencia, la ciudad no pudo ser tomada hasta el 27 de junio, pero su captura no sirvió de nada, puesto que las instalaciones portuarias habían sido inutilizadas por los alemanes antes de rendirse.
El otro gran objetivo de los Aliados, la ciudad de Caen, resistió todas las acometidas de los británicos. Más tarde, Montgomery afirmaría que su retraso en tomar Caen estaba motivado por su intención de mantener a las tropas alemanas ocupadas allí el máximo tiempo posible, para aligerar así la presión sobre las playas de los norteamericanos. La realidad es que Caen sólo pudo ser capturada el 18 de julio, tras una serie de injustificados bombardeos indiscriminados que dejaron la ciudad reducida a escombros, pero su caída no resultó determinante, puesto que los blindados alemanes impidieron la progresión de los británicos hacia el sur.
Hitler confiaba en que las bombas volantes V-1 conseguirían arrasar Londres, pese a que hubieran sido mucho más eficaces de haber sido disparadas contra las áreas de desembarco en Normandía.
Durante aquellos días en los que se dirimía el éxito o el fracaso de la invasión, la bomba volante V-1 (Vergeltungswaffe o arma de represalia) pudo haber sido un factor desequilibrante si hubiera sido dirigida contra las playas normandas, pero Hitler se reafirmó en el propósito ya expresado el 6 de junio y seis días después ordenó su lanzamiento contra Londres.
Estos aparatos a reacción sin piloto, catapultados desde una rampa, podían ser derribados con cierta facilidad por los cazas o los cañones antiaéreos. En total, de las casi 9.000 que se lanzaron contra Londres, menos de 2.500 impactarían en la ciudad. Aún así, las V-1 que lograban atravesar las barreras defensivas causaban en Londres entre 100 y 200 víctimas diarias, sumando finalmente más de 5.000; aunque era preocupante, estaba claro que Hitler no iba a conseguir poner de rodillas a los británicos con la primera de sus «armas fantásticas». La ciudad belga de Amberes también acabaría sufriendo el ataque de las V-1 cuando cayó en manos de los Aliados, perdiendo la vida más de 3.000 de sus habitantes.
La segunda arma de este tipo sería la V-2, que comenzaría a lanzarse en septiembre de 1944. Diseñada por el joven científico Werner Von Braun, su funcionamiento era muy diferente, al tratarse de un cohete capaz de alcanzar los 1.500 kilómetros por hora, siendo el precursor de los futuros ingenios espaciales. Se desplazaba por las capas altas de la atmósfera y caía casi en vertical, por lo que era imposible interceptarlo. Aunque Londres pudo haber recibido un duro castigo con estas bombas volantes, en realidad muchas de ellas caerían en el campo, gracias a las correcciones de tiro que falsos espías alemanes transmitían diariamente a Berlín.
Hitler, que soñaba con ver a Londres arrasada por sus «armas de represalia» y, de este modo, dar un giro radical al desarrollo de la contienda, sufrió una gran decepción al ver que sus expectativas de muerte y destrucción sin límites no se cumplían.
Paradójicamente, en su única visita al frente durante los combates en Normandía se halló cerca de recibir el impacto de una V-1; ésta sufrió una avería en su sistema de navegación y, cuando ya se dirigía a Londres, emprendió el camino de vuelta, estallando cerca del cuartel en donde poco antes Hitler había mantenido una reunión con Rommel.
Es una incógnita lo que habría ocurrido si Hitler hubiera hecho caso a sus generales y, en lugar de disparar sus V-1 contra Londres, las hubiera empleado para atacar las cabezas de playa durante las primeras semanas. Es probable que el resultado final hubiera sido el mismo y los Aliados las hubieran consolidado igualmente, pero también es posible que un bombardeo masivo con estas bombas volantes, combinado con un ataque terrestre con sus mejores divisiones Panzer, quizás hubiera dado alguna opción a los alemanes de cambiar el signo de la batalla.
La innovadora bomba volante V-2, ante la que era inútil cualquier tipo de defensa. Aún así, este misil, que sería el precursor de los cohetes espaciales, no lograría dar un giro al desarrollo de la guerra.
El 25 de julio, los norteamericanos desencadenaron una violenta ofensiva, en la que ya pudo intervenir el impulsivo Patton, encargado de tomar los puertos de Bretaña. Pese a la opinión de Rommel de que era mejor retirarse y establecer una sólida línea de defensa en la otra orilla del Sena, Hitler ordenó lanzar un contraataque en dirección a Avranches para aislar a los veloces blindados de Patton, pero el dominio del aire por parte de los Aliados asfixió este intento alemán, ya que los tanques estaban condenados a avanzar de noche, debiendo permanecer ocultos durante el día.
Esta extensión de las líneas germanas fue aprovechada para ejecutar un movimiento de tenaza, que culminaría en la población de Falaise. Aunque el 20 de agosto se logró cerrar la bolsa resultante, una detención de última hora ordenada por Eisenhower posibilitó que una parte de las tropas alemanas consiguiese escapar de la trampa, aunque dejando atrás todo el equipo pesado. De todas formas, ya nada podía impedir que las fuerzas aliadas se extendieran por Francia, liberando una ciudad tras otra, siendo recibidas con vítores por una población que ofrecía flores y vino a los soldados que llegaban a lomos de los tanques, persiguiendo a los alemanes en retirada.
Nada podría impedir ya la liberación de toda Francia. En la Costa Azul, los Aliados habían llevado a cabo otro desembarco, que recibiría el nombre de Operación Dragón. El objetivo era tomar los puertos de Marsella y Tolón y avanzar hacia el norte a lo largo de la frontera suiza. La fuerza de desembarco estuvo constituida por tres divisiones norteamericanas y dos francesas. Tras un lanzamiento nocturno de paracaidistas, en la mañana del 15 de agosto se produjo el asalto a las playas; el dominio absoluto del mar y el aire por parte de los Aliados facilitó el desembarco y la resistencia de la infantería alemana fue muy débil.
En el norte, una vez controlada toda la región normanda, el gran objetivo era ya la liberación de París. El general De Gaulle, que se enteró de los desembarcos aliados en la misma mañana del 6 de junio, vio llegado su momento. Pero para Eisenhower, la captura de la capital, que conllevaba la necesidad de aprovisionarla, no representaba ninguna ventaja para el avance de las tropas aliadas, por lo que decidió rodearla hasta que la guarnición alemana acabase rindiéndose, evitando cualquier ataque frontal. Era mucho más provechoso tratar de enlazar con las tropas aliadas que subían desde el sur, para cerrar de este modo la escapatoria del I Ejército alemán, que quedaría aislado.
Pero los parisienses no estaban dispuestos a aplazar la ansiada liberación, por lo que se enfrentaron a los ocupantes en combates callejeros. Ante las súplicas de los habitantes de París, finalmente De Gaulle consiguió que Eisenhower permitiese la liberación de la ciudad.
Paracaidistas aliados descienden sobre Holanda durante la Operación Market Garden para despejar el camino al corazón de Alemania. Pese a resultar un rotundo fracaso, Montgomery intentó convertirla en un éxito moderado.
En la noche del 24 de agosto, soldados franceses de la unidad acorazada del general Leclerc, que luchaban integrados en el III Ejército de Patton, alcanzaron los suburbios de la ciudad. Al día siguiente, el grueso de una unidad hizo su entrada en París. Esa tarde, el general Dietrich Von Choltitz, que desempeñaba el cargo de gobernador militar de París desde el 9 de agosto de 1944, se rendía en su cuartel general. El nombre de este militar alemán pasó a la historia tras negarse a obedecer las supuestas órdenes de Hitler de destruir la capital francesa, aunque existen sospechas de que ese episodio —la famosa pregunta del Führer: «¿Arde París?»— fue una invención suya para escapar a las represalias de los Aliados. A las cinco de esa misma tarde, De Gaulle hacía su entrada triunfal en la capital francesa, ante una multitud enfervorizada.
Los Aliados, eufóricos, creyeron que la guerra podía finalizar antes de final de año. Los soldados soñaban con la posibilidad de que pudieran pasar la Navidad en sus hogares. Pero para que la contienda acabase era necesario penetrar como un estilete en el corazón de Alemania antes de que llegasen las lluvias otoñales.
Quien estuvo más cerca de lograrlo fue Patton, que al frente de sus tanques tuvo al alcance de la mano cruzar el Rin, pero la falta de combustible le impidió avanzar más allá del curso alto del río Sena. De nada sirvieron las amargas quejas del visceral militar norteamericano: «Mis hombres pueden comerse sus cinturones, pero mis tanques no pueden funcionar sin gasolina».
Por motivos políticos, y quizás personales, un viejo conocido de Patton, Montgomery, era el gran beneficiado de los aprovisionamientos que llegaban al frente, en detrimento del estadounidense. La enorme influencia del general inglés sirvió para que el combustible fuera escatimado a Patton en beneficio de sus unidades. Y fue Monty precisamente quien creyó haber descubierto un atajo para irrumpir en territorio alemán.
Aprovechando el impulso proporcionado por el éxito del desembarco en Normandía, Montgomery creyó posible penetrar en Alemania a través de Holanda, en una audaz operación combinada entre tropas terrestres y aerotransportadas para, según él mismo, «acabar la guerra por Navidad».
Esta operación, denominada Market Garden, fue ideada y desarrollada por Monty en sólo una semana, un plazo demasiado breve para una acción de estas características tan complejas. Aunque muchos de los que tuvieron que participar en ella se mostraban escépticos ante la viabilidad del improvisado plan, el gran prestigio del mariscal sirvió para aplanar todas las dificultades.
Market Garden constaba de dos fases cuya coordinación resultaba esencial para poder lograr el objetivo. Por una parte, las tropas aerotransportadas (Market) debían apoderarse de los puentes situados a lo largo de los 100 kilómetros de carretera entre Eindhoven y Arnhem; por otra, fuerzas terrestres (Garden) debían cubrir en sólo dos días el trayecto entre dichas ciudades para enlazar con las divisiones Market.
Es decir, los paracaidistas descenderían con la misión de impedir la voladura de esos puentes y de mantener la carretera despejada para que irrumpiesen por ella las fuerzas motorizadas aliadas, penetrando como una lanza en la línea de frente alemana. Al menos sobre el papel, esta audaz operación —curiosamente, ajena al espíritu conservador de Monty— se presentaba enormemente atractiva, pero el plan no contaba con un pequeño detalle: que los alemanes estarían allí para impedirlo.
Para la primera fase fueron designadas dos divisiones norteamericanas y una británica, a la que se le agregó una brigada polaca que tenía como misión capturar y mantener el vital puente de Arnhem sobre el Rin. En esta colosal invasión por aire participarían un total de 35.000 hombres.
La operación se inició el 17 de septiembre de 1944. Aunque las fuerzas norteamericanas lograron alcanzar la mayoría de sus objetivos, la división británica sufrió todo el empuje del contraataque alemán en la zona de Arnhem. Inexplicablemente, pese a que los Aliados contaban con informaciones fiables procedentes de la resistencia holandesa en las que se advertía de la presencia de divisiones acorazadas en las proximidades, se siguió adelante con el plan sin tomar más precauciones.
Las tropas terrestres que debían tardar 48 horas en llegar a los objetivos capturados por los paracaidistas, a los nueve días se encontraban aún enzarzadas en violentos combates, después de haber cruzado con mucho retraso el puente sobre el río Waal en Nimega. Mientras tanto, la división británica fue virtualmente destruida en Arnhem por los panzer y los refuerzos que el alto mando germano envió con inesperada eficiencia.
Al final, se admitió que las columnas aliadas nunca llegarían a su objetivo, por lo que se decidió evacuar a los paracaidistas. El 25 de septiembre, una quinta parte de los soldados fueron recogidos en embarcaciones, mientras que los restantes acabarían siendo hechos prisioneros. Los alemanes perdieron más de 3.000 hombres en la batalla, pero los Aliados sufrieron cerca de 15.000 bajas. Pese al desastre de la operación, el prestigio de Montgomery no quedó empañado —aseguró sin rubor que «los objetivos se habían cubierto en un 90 por ciento»—, aunque no pudo cumplir su promesa de acabar la guerra antes de que terminase 1944.
Los Aliados, cuyas líneas de abastecimiento ya estaban estiradas al máximo, comprendieron que la inercia del Día-D estaba agotada y que era necesario tomar aire antes de afrontar el asalto final al Reich. Mientras, en el este, los soviéticos se encontraban también acumulando energías para descargar el definitivo golpe contra Alemania. Pero Hitler aún tenía preparada una súbita e insospechada sorpresa…