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LA CAMPAÑA DE ITALIA

LA ITALIA DE BENITO MUSSOLINI no fue un aliado demasiado útil para Alemania. Las decisiones del Duce supusieron en la mayoría de casos un contratiempo para Hitler, que no alcanzaba a ver las ventajas que le proporcionaba ser su aliado. Esta falta de coordinación entre Berlín y Roma, que sería aún mayor con el tercer elemento del Eje, Tokio, contrastaba con la sintonía casi total de los Aliados, especialmente entre los occidentales.

Tanto la necesidad de embarcarse en una campaña en el norte de África, como el retraso en el lanzamiento de la Operación Barbarroja, fueron debidos a las decisiones equivocadas de Mussolini que, con una actitud casi infantil, pretendía emular los éxitos militares de Hitler. Por su parte, el Führer desconfiaba, no tanto del Duce —con el que mantuvo una excelente relación de amistad hasta el último momento— como de los italianos en general, por lo que solía mantener sus planes secretos lejos del conocimiento de su aliado, que en ocasiones se enteraba de las acciones de Hitler después de que lo hiciera el bando enemigo.

Soldados norteamericanos a comienzos de la Campaña de Sicilia.

Pese a la escasa capacidad del pueblo italiano para mantener una guerra total como la que se estaba llevando a cabo, para Alemania era preferible que el país transalpino militase en su mismo bando. Su posición geográfica convertía a Italia en la pieza fundamental de la defensa del Mediterráneo, siendo imposible mantener el control del sur del continente sin contar con ella.

Por otro lado, los Aliados sabían que Mussolini era el eslabón más débil de la cadena del Eje. Si Italia caía, el Mediterráneo pasaría a ser un lago aliado y podría destinarse un buen número de efectivos a la invasión que debía lanzarse en las costas francesas.

Tal como hemos visto anteriormente, los Aliados habían conseguido expulsar a las tropas alemanas e italianas del norte de África en mayo de 1943. Ahora se abría un prometedor abanico de posibilidades; podían trasladarse todas las tropas a Inglaterra para abrir el segundo frente en el continente o uno alternativo en Noruega, era factible atacar directamente Córcega, Cerdeña o Grecia o incluso no se descartaba realizar un desembarco en España.

Finalmente se decidió seguir adelante con el plan acordado en enero de 1943 en la Conferencia de Casablanca, en la que Roosevelt y Churchill habían escogido Sicilia como el siguiente objetivo de los Aliados. Pese a ser éste el más obvio, puesto que las tropas se encontraban en la cercana Túnez, los servicios de inteligencia británicos consiguieron mediante hábiles engaños que los alemanes creyesen que la invasión se produciría en Grecia. Hitler picó en el anzuelo y desvió numerosas fuerzas destinadas en Italia para frenar ese desembarco en tierras helenas que nunca se produciría.

DESEMBARCO EN SICILIA

La isla de Sicilia era la puerta de entrada del sur de la península itálica. Pero antes de desembarcar en ella era necesario romper el sistema de defensas que la protegía. Un cordón de pequeñas islas fortificadas situadas entre Sicilia y la costa africana estaba dispuesto para rechazar cualquier intento de invasión. La más importante era la de Pantellaria, en la que se había venido construyendo desde los años veinte una compleja red de túneles, troneras y nidos de ametralladora; en palabras de Mussolini, constituía «el rompe olas de Sicilia y el portaaviones de Italia».

Pantellaria fue atacada el 1 de junio de 1943. Tras un intenso bombardeo, que afectó a las escasas reservas de agua de la isla, los 15.000 soldados de la guarnición se rindieron. Lo mismo ocurriría en las islas de Lampedusa y Linosa, cuyos defensores agitaron de inmediato la bandera blanca de la capitulación. La única baja que tuvieron que contabilizar los Aliados fue la un soldado inglés que al desembarcar en la playa fue mordido por un burro, lo que ilustra las facilidades que concedieron las escasamente combativas tropas italianas.

La rápida caída de las tres islas fortificadas que debían proteger el camino de Sicilia era un indicio de que los italianos abrigaban la intención de salir de la guerra lo más pronto posible, algo a lo que los alemanes no permanecieron ajenos.

Los Aliados ya podían contemplar en el horizonte la isla de Sicilia. Al mando de la operación estaría el poco carismático pero siempre eficiente general Eisenhower. El veterano general inglés Harold Alexander se situaría al frente de las tropas terrestres, compuestas por el VIII Ejército del general Montgomery y el VII Ejército norteamericano del general Patton. Así pues, la casualidad quiso que en Sicilia se combinase un cóctel explosivo formado por los dos militares con el ego más exaltado de todos los que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Como se comprobaría más adelante, Sicilia sería una isla demasiado pequeña para albergar los respectivos orgullos de Patton y de Monty.

El plan, denominado Operación Husky, era aparentemente sencillo, pese a que luego se desarrollaría de forma muy diferente. Montgomery desembarcaría en el sudeste de la isla para avanzar hacia el norte, en dirección a Messina, el punto más cercano a la punta de la bota italiana. De este modo se cerraría la vía de escape de las tropas del Eje y se procedería a la liquidación de la enorme bolsa resultante.

Mientras tanto, a Patton se le encargó la labor más sacrificada; sus tropas desembarcarían en la región sudoccidental y se desplazarían hacia el norte cubriendo en todo momento el flanco del triunfal avance de Monty. Era previsible que los hombres de Patton fueran los que sufriesen más bajas, mientras que a los soldados del VIII Ejército, protegidos siempre por los norteamericanos, les correspondería el honor de recibir los laureles al llegar a Messina.

Naturalmente, al irascible Patton le enojó la idea de hacer de guardaespaldas de Montgomery, pero el plan se había diseñado así por criterios políticos, puesto que hasta ese momento los británicos habían soportado todo el peso de la guerra y Churchill deseaba ofrecer a sus compatriotas un motivo de celebración tras muchos sinsabores. Así pues, Patton acató las órdenes, pero en lo más profundo de su ánimo se resistía a representar ese papel de simple comparsa…

El 10 de julio de 1943 se efectúa el desembarco en las playas sicilianas, tras una tormenta que había dejado un fuerte viento. Durante la madrugada se habían lanzado paracaidistas para despejar el camino por el que debían avanzar las tropas, entablando los primeros combates contra soldados alemanes. Pese a la débil resistencia de los italianos, Montgomery se ve en dificultades para proseguir por la costa rumbo a Messina, por lo que solicita permiso al general Alexander para traspasar el límite asignado, apropiándose así del terreno que estaba reservado a Patton. Por lo tanto, Patton debería trasladar su línea de avance aún más al interior, a un terreno montañoso que pondría en graves dificultades a sus hombres.

El general norteamericano, ya de por sí muy molesto con la deslucida misión que se veía forzado a acometer, considera que esa petición de Montgomery es una declaración de guerra, por lo que a partir de ese momento opta por tomar sus propias decisiones.

La capital de Sicilia, Palermo, está situada en la costa norte de la isla, por lo que quedaba fuera del avance de los Aliados; Patton solicita al general Alexander poder dirigirse directamente hacia allí, con la intención de seguir hacia Messina por la costa. A Alexander no le parece mal la idea como recurso para desbloquear la situación, puesto que en ese momento la invasión de la isla marchaba con retraso, así que da permiso a Patton para tomar la carretera de Palermo. Pero Montgomery, al enterarse de la noticia, monta en cólera y reclama que Patton no se despegue de su flanco, por lo que Alexander, conocedor del carácter audaz de Patton, envía al norteamericano un inequívoco mensaje: «¡Deténgase de inmediato!».

Cuando Patton recibe la contraorden, los motores de sus tanques ya están en marcha para lanzarse sobre Palermo; pero un simple mensaje no va a disuadirle de su encuentro con la gloria, así que ordena a su oficial de radio que, pasadas unas horas, envíe una comunicación asegurando que existen problemas de recepción y solicitando que lo vuelvan a transmitir.

Los veloces tanques de Patton no se detienen hasta llegar a la capital de Sicilia y Patton hace la entrada triunfal en Palermo en 22 de julio, para enfado de Alexander y, sobre todo, de Montgomery, que se encuentra empantanado en su avance sobre Messina.

La toma de Palermo tendría una consecuencia inesperada. Ante la evidencia de que más pronto que tarde Sicilia caería en manos aliadas y que, por tanto, la invasión de la península era inevitable, el rey de Italia, con el apoyo de las altas esferas políticas y militares, depuso a Mussolini para facilitar así la salida de la guerra. En su lugar nombró primer ministro al mariscal Pietro Badoglio.

Una vez capturada Palermo, Patton se dirige hacia Messina, estimulado por el apetitoso acicate de adelantarse a Montgomery. Se inicia así el avance en dirección a Messina que pretende ser rápido, pero que los alemanes se encargan de entorpecer.

Tanto Patton como Montgomery se encuentran con grandes obstáculos para cubrir unos pocos kilómetros. Los motivos son los que se repetirán luego en la península italiana; los alemanes proceden a volar las carreteras, puentes y túneles que atraviesan las montañas e instalando posiciones artilleras elevadas para hostigar los trabajos de reconstrucción. Cuando los zapadores aliados lo gran improvisar un paso, tan sólo es para volver a encontrarse un poco más adelante con otro tramo destruido. Esta defensa organizada por los alemanes posibilitó la evacuación de todas sus fuerzas motorizadas a la península.

Finalmente, Montgomery se presenta a las puertas de Messina el 17 de agosto, pero se lleva una desagradable sorpresa: una avanzadilla del VII Ejército de Patton ha alcanzado la ciudad antes que él, pese a que el general norteamericano había tenido que dar toda la vuelta a la isla. El rencoroso Monty no olvidaría jamás esa afrenta, haciéndoselo pagar a Patton durante la invasión del continente tras el desembarco de Normandía, como se verá más adelante.

Pero no todo serían buenas noticias para Patton. Una visita suya a un hospital de campaña, en la que abofetea a un soldado aquejado de «neurosis de guerra» acusándolo de cobarde, es aireada por la prensa estadounidense, estallando un escándalo de grandes proporciones. La presión de la opinión pública fuerza a Eisenhower a exigir a Patton que se disculpe públicamente ante el soldado y los que estaban presentes durante el lamentable incidente. Aunque Patton cumple la orden con disciplina, su prestigio se verá gravemente comprometido, lo que será determinante para su marginación en las operaciones del Día-D, para indisimulada satisfacción de Montgomery.

Pese al poco edificante espectáculo ofrecido por las dos prima donnas de la fuerza aliada en su competición por alcanzar Messina en primer lugar y los retrasos causados por la tenaz resistencia tejida por los alemanes, la invasión de Sicilia había resultado un completo éxito.

El Eje había perdido en la defensa de la isla, entre muertos y prisioneros, cerca de 170.000 soldados, mientras que los norteamericanos habían sufrido 9.000 bajas, por 13.000 de los británicos. Aún así, los alemanes habían conseguido evacuar de Sicilia más de 100.000 soldados junto a la mayor parte de sus vehículos, que constituirían la espina dorsal de las fuerzas que debían impedir el avance aliado por la península.

Un sanitario norteamericano atiende a un compañero herido, ante la mirada compungida de estos aldeanos de la isla de Sicilia. Los soldados aliados serían recibidos como libertadores por los italianos y contarían con su ayuda y colaboración.

LA TRAMPA ITALIANA

Tras la captura de Sicilia, surgieron las dudas en el mando aliado sobre el paso que se debía dar a continuación. Si el objetivo final era alcanzar el corazón de Alemania, era evidente que la península italiana no era el camino más adecuado, puesto que era un callejón sin salida que finalizaba en los Alpes. La única vía para llegar a territorio del Reich era la que estaba prevista que se abriese en el verano de 1944 a través de Francia.

Aún así, se decidió avanzar a través de Italia, aunque la mayor parte del esfuerzo de guerra iría destinado a preparar la invasión a través del Canal de la Mancha. De este modo, la campaña italiana se convirtió en una enmarañada trampa, en la que los Aliados se veían obligados a pujar en esa desafortunada apuesta con más hombres, armamento y munición, mientras que los alemanes, magistralmente dirigidos por el mariscal Albert Kesselring y con una cantidad relativamente pequeña de medios, conseguían taponar con éxito todos los caminos de progresión hacia el norte.

En Italia, los Aliados actuaron de manera improvisada y variando continuamente los objetivos; la fórmula infalible para echar al traste cualquier ofensiva. Si la Operación Barbarroja fracasó debido precisamente a las indecisiones de Hitler, la campaña italiana no se saldó con un desastre aliado gracias a que una batalla de desgaste como ésa solamente podía acabar en derrota germana, pero globalmente puede calificarse como una derrota estratégica de los Aliados.

El único aspecto positivo que entrañaría el avance de norteamericanos y británicos sería la liberación del pueblo italiano del pesado yugo impuesto por los alemanes; un régimen de terror en el que se incluía la ejecución inmediata de sospechosos y de rehenes, la deportación de trabajadores a Alemania y el envío de los judíos a campos de concentración y de exterminio. En cambio, los soldados norteamericanos, en su avance por la geografía italiana, encontraron siempre el calor y la admiración de los naturales del país; muchos de ellos tenían parientes en América y agradecían con entusiasmo las chocolatinas y cigarrillos con que eran obsequiados.

La imagen joven y desenfadada del ejército estadounidense se completaba con la presencia de un innovador vehículo militar que podía adaptarse a cualquier necesidad de transporte, como indicaba el nombre oficial de G. P. (por general purpose, utilidad general). Naturalmente, se trataba del popular Jeep. Han circulado muchas versiones sobre el origen de este nombre; mientras que el ejército aseguraba que se trataba de una corrupción de las iniciales G. P., otros afirmaban que tenía su origen en un extraño animal africano, «Eugene the Jeep», que acompañaba al popular personaje de dibujos animados Popeye. Lo más probable es que el origen sea una mezcla de ambas procedencias. El Jeep, unido a una popularísima bebida de cola que también acompañaba a las tropas allá donde iban, contribuyó a mostrar a Europa toda la atracción del american way of life.

Pero la principal preocupación de las autoridades militares aliadas no era cosechar simpatías, sino vencer a los alemanes. Uno de los principales objetivos de la invasión de Sicilia, forzar a la deserción de Italia, se consiguió el 3 de septiembre, cuando el mariscal Badoglio, que había sustituido a Mussolini, aceptó un armisticio. Se había alcanzado el compromiso de que, por el momento, el acuerdo no saliese a la luz para no dejar en una situación comprometida a los soldados italianos, pero los alemanes ya habían procedido a desarmar a las unidades locales, reforzando además las defensas de la península con 26 divisiones propias, ante la inminente deserción italiana.

Soldados canadienses avanzan con cuidado por las calles de la pequeña localidad de Ortona, el 21 de diciembre de 1943. En las filas aliadas del frente italiano combatieron tropas de innumerables países: sudafricanos, nepalíes, indios, neozelandeses, marroquíes o brasileños, entre otros.

Ese mismo día, el VIII Ejército de Montgomery ponía pie en la punta de la bota italiana, pero no encontró ningún alemán defendiendo la costa. El hábil Kesselring sabía que plantear batalla en esa región tan meridional era un suicidio, puesto que un desembarco aliado en Salerno rebasaría la adelantada defensa germana. Kesselring no se equivocaba; el 9 de septiembre, un día después de que Eisenhower hiciera público el armisticio, fuerzas anfibias aliadas desembarcaban en las playas de Salerno.

Mientras tanto, la mayoría de soldados italianos dejaron atrás sus armas y se desmovilizaron por su cuenta, aunque algunos de ellos resultaron muertos en enfrentamientos con los alemanes, que los acusaban de traidores, o trasladados a Alemania como prisioneros de guerra. Las unidades que aún deseaban combatir se repartieron según sus afinidades entre los alemanes y los Aliados. El mismo 9 de septiembre las tropas germanas ocuparon Roma.

Mussolini, que había sido arrestado y confinado en un refugio de montaña del Gran Sasso, fue rescatado por los alemanes en una audaz operación aerotransportada y trasladado al norte de Italia, en donde formó el gobierno fantasma de la recién constituida República Social Italiana.

Si el desembarco en Sicilia había discurrido según los planes previstos, en Salerno los alemanes ofrecerán una resistencia tan organizada que a punto estará de expulsar a las tropas aliadas. Esta operación, denominada Avalanche, es encargada al general norteamericano Mark Clark, un militar sin experiencia en desembarcos anfibios, pero hambriento de gloria en los campos de batalla europeos.

La invasión, para la que Clark cuenta con medio millar de buques —incluidos siete portaaviones—, se lleva a cabo en dos playas separadas por 12 kilómetros, en el golfo de Salerno. El objetivo es asegurar la cabeza de playa, recibir a las tropas de Montgomery procedentes del sur y, atravesando las colinas circundantes, avanzar hacia el norte en dirección a Nápoles.

Pero los defensores alemanes caen también víctimas del peor enemigo: la indecisión. Mientras que Kesselring ve posible resistir en Salerno, Hitler —aconsejado por Rommel— cree más factible hacerlo al norte de Roma. La consecuencia es que Kesselring no obtiene los refuerzos necesarios para dar el golpe de gracia a las tropas desembarcadas; teniendo en cuenta que aún así estaría a punto de lograrlo, cabe pensar que, de haber contado con efectivos suficientes, los Aliados se habrían visto obligados a reembarcar.

Al final del primer día, las tropas aliadas han ocupado todas las playas fijadas como objetivos, pero ofrecen una posición muy endeble, al alcance de la artillería situada en las colinas. La encarnizada resistencia de los alemanes sorprende negativamente a Clark, que ve incluso cómo la debilitada Luftwaffe se atreve a hundir los barcos de apoyo que acuden con refuerzos a la bahía. Por su parte, Montgomery envía mensajes animando a resistir, asegurando que no tardará en llegar a Salerno, pero la realidad es que el VIII Ejército se hace esperar.

Tras cuatro días de intensos combates, la situación para las tropas de Clark es ya desesperada y se comienzan a tomar las primeras medidas necesarias para el reembarque. Pero, al día siguiente, el poderío aéreo aliado se impone, la Luftwaffe es barrida del cielo y las posiciones germanas son duramente castigadas por la artillería naval.

El 16 de septiembre, las fuerzas invasoras entran por fin en contacto con Montgomery. Kesselring sabe que la batalla está perdida, por lo que decide retirarse ordenadamente hacia el norte; esperará de nuevo a los Aliados en la línea defensiva del río Volturno.

Dos semanas más tarde, Nápoles cae ante el avance aliado. Los alemanes han destruido el puerto, pero los zapadores norteamericanos logran abrirlo al tráfico naval en pocos días. Todo el sur de la península italiana ha sido liberado, pero el precio que han tenido que pagar los Aliados es de más de 6.000 muertos.

La captura de Nápoles hace pensar que Italia no tardará en verse libre de soldados alemanes, pero no será así. La auténtica campaña de Italia está por comenzar. En el mapa del camino a Roma se puede identificar entonces el nombre de una pequeña localidad llamada Cassino. En esos momentos nadie le presta atención, pero en unos meses ese pueblo, y en especial el monasterio benedictino que se levanta sobre un monte cercano, se convertirá en una sangrienta pesadilla para los Aliados.

DESEMBARCO EN ANZIO

Las fuerzas aliadas están ya firmemente asentadas en la península italiana, pero sigue sin existir un objetivo claro. Los británicos pretenden que este frente sea considerado como prioritario, de cara a debilitar las reservas alemanas en territorio francés y quizás a llevar a cabo algún desembarco en los Balcanes; de hecho, se intentan capturar sin éxito las islas griegas bajo control germano. En cambio, los norteamericanos no están dispuestos a sacrificar efectivos en esa batalla de desgaste, teniendo en cuenta que la suerte de la guerra se resolverá en el asalto a las playas del norte de Francia.

De todo ello se aprovechan los alemanes, que establecen una muralla defensiva prácticamente inexpugnable, la Línea Gustav. Tras doblegar la resistencia germana en el río Volturno, a principios de noviembre los Aliados se dan de bruces contra esta formidable fortificación que se extiende al sur de Roma, por detrás del río Sangro. La llegada del invierno paraliza momentáneamente las operaciones de asalto a esta línea de defensa formada por una tupida red de casamatas, nidos de ametralladora, alambradas y campos minados.

La escarpada orografía de la región favorecía enormemente la defensa. Solamente había un lugar en donde el relieve permitía un rápido avance sobre Roma, y ese punto era Cassino. La primera batalla por el control de este paso natural —por el que circulaba la línea férrea que unía Nápoles y Roma— se inicia el 17 de enero de 1944, precedida por una aplastante preparación artillera. Este asalto a Cassino se combinaría con un desembarco más al norte, por detrás de las defensas germanas.

Con tropas procedentes del puerto de Nápoles, se decide que un contingente formado por cuatro divisiones tome la playa de Anzio, a 112 kilómetros al norte de la línea del frente. Para ello se cuenta además con cobertura aérea con base en un aeródromo próximo a la ciudad del Vesubio.

Las playas de esta zona son poco profundas, lo que facilita el desembarco de tropas y vehículos. Además, a unos diez kilómetros discurre la carretera que une Roma con el frente, por lo que es posible cortar esta importante línea de suministros alemana y avanzar por ella hacia la capital.

La operación anfibia, que recibiría el nombre en clave de Shingle, se inicia a las dos de la madrugada del día 22 de enero. Con gran sorpresa para los Aliados, nadie dispara contra las tropas, que desembarcan sin oposición. Los alemanes no tendrán noticia de la invasión hasta que un cabo ferroviario destinado en la estación de Anzio logre ponerse en contacto con el alto mando germano.

En tan sólo 24 horas los Aliados desembarcan 36.000 soldados; el camino a Roma está totalmente despejado e incluso alguna avanzadilla logra alcanzar las afueras de la capital sin toparse con ninguna patrulla germana, pero esta situación inmejorable no es aprovechada por el general al mando de la operación, John Lucas, que en lugar de ordenar un rápido avance opta por consolidar el perímetro defensivo y esperar la llegada de más refuerzos. Pero la respuesta alemana no se hace esperar y Kesselring, feliz por el espíritu conservador mostrado por Lucas, reúne en poco tiempo un total de 33 batallones para hacer frente a los dubitativos asaltantes.

Finalmente, el 29 de enero, Lucas se decide a salir de la cabeza de playa y pasar al ataque, pero ya es demasiado tarde; ahora tiene ante sí ocho divisiones alemanas armadas hasta los dientes. Tras continuas ofensivas y contraofensivas, ambos bandos quedan atascados en una guerra de trincheras más propia de la Primera Guerra Mundial.

Los 90.000 soldados aliados, sometidos a constantes ataques aéreos y batidos por las elevadas posiciones artilleras enemigas, no pueden romper el cerco formado por 63.000 alemanes. Al final, los días irán pasando según una rutina establecida de forma tácita; por el día se intercambian algunos disparos y por la noche los enfermos o heridos son trasladados, se procede a reparar las alambradas o se transportan suministros.

Ante el fracaso de Anzio, Churchill dejó para la historia la definición más descriptiva de la frustrada operación: «Esperaba que la fuerza de desembarco se abalanzara sobre la costa como un gato montés y me encontré con que había llegado a la playa como una ballena varada».

LA BATALLA DE MONTECASSINO

Mientras los soldados aliados tratan de salir de Anzio, los alemanes están firmemente asentados al sur, en la Línea Gustav. El punto más visible de esta línea de defensa es la abadía de Montecassino. Kesselring, consciente de que peligran los tesoros milenarios que custodia el monasterio, decide trasladar los objetos de valor a Roma. La población de Cassino, pensando que los Aliados no atacarán el sagrado edificio, se refugia en él. De todos modos, los alemanes no confían toda su suerte en la defensa del monasterio y establecen sólidamente su artillería en las laderas del monte y en las alturas cercanas.

La ofensiva aliada se desata contra Cassino, aprovechando el envío de tropas alemanas allí destinadas para taponar la brecha de Anzio, debilitándose así supuestamente la Línea Gustav. Al principio parece que saltará la cerradura del camino a Roma, pero los alemanes luchan pegados al terreno y no dan un paso atrás. Además, los inexplicables errores de coordinación entre los ataques en Cassino con los que se producen en Anzio en la retaguardia germana hacen que los alemanes puedan defender a la vez ambos frentes sin excesiva dificultad.

Los norteamericanos consiguen llegar a tan sólo un kilómetro del monasterio, pero son rechazados violentamente por un batallón de paracaidistas que acude en el último momento en ayuda de los defensores. El 12 de febrero el general Clark ordena suspender la ofensiva y los norteamericanos se retiran de las posiciones conquistadas.

Ante ese fracaso, el general Alexander decide que le ha llegado el turno a los soldados de la Commonwealth; los británicos, reforzados con un importante contingente de neozelandeses e hindúes, se disponen a iniciar de nuevo el asalto a Montecassino, comandados por el general Bernard Freyberg. Pero antes de atacar el monasterio, los británicos ponen la condición de que tanto el edificio como el pueblo de Cassino sean sometidos a un bombardeo aéreo de gran intensidad.

El 15 de febrero de 1944, una imponente escuadra de cerca de 800 aviones deja caer más de 2.500 toneladas de bombas sobre el sector. Tras el bombardeo, otros 800 cañones abren fuego contra el pueblo y la abadía. El monasterio queda reducido a escombros; cuando trasciende la noticia, se levanta una ola de indignación en todo el mundo, más si cabe al trascender la noticia de que no había ni un solo soldado alemán en Montecassino. Ante el escándalo, del que el ministerio de Propaganda nazi intentará obtener réditos, ningún militar aliado se hará responsable en última instancia de la polémica decisión.

Pese al éxito del bombardeo, el resultado de la demolición del edificio no es demasiado positivo para los Aliados; los paracaidistas alemanes ocupan las ruinas del monasterio y se hacen fuertes allí, estableciendo posiciones defensivas aún mejores. En Cassino, las fuerzas de Freyberg consiguen cruzar el río Rápido, pero la presión alemana los obliga a vadear de nuevo el río de regreso.

En esos momentos, la climatología acude en socorro de los defensores germanos; las lluvias forman lagos en los cráteres dejados por las bombas y se producen deslizamientos de tierra. El lodo impregna por completo los uniformes de los soldados aliados, que caen víctimas de la desmoralización al ver cómo la línea de defensa germana sigue sin ceder pese a sus enormes sacrificios. Los Aliados creen que continuar los ataques en esas pésimas condiciones es inútil y deciden esperar la llegada de la primavera. Así pues, el frente de Cassino queda envuelto en un tenso silencio, roto únicamente por el eco de algún disparo aislado.

ASALTO DEFINITIVO A LA ABADÍA

El nerviosismo comienza a hacer mella en el mando aliado. Se aproxima la fecha prevista para llevar a cabo el desembarco en Francia y el frente italiano sigue consumiendo grandes cantidades de hombres y armamento. Es necesario terminar con esa sangría antes de que llegue el verano. Roma debe caer, como muy tarde, en el mes de junio. Si no es así, probablemente el desembarco deberá aplazarse hasta julio.

Los Aliados deciden lanzar el asalto definitivo contra Montecassino, pero combinado con un ataque a las líneas de abastecimiento alemanas. Los expertos calculan que las 18 divisiones que resisten en la Línea Gustav necesitan más de 4.000 toneladas diarias de suministros diarios por lo que, si se consigue yugular las comunicaciones con la retaguardia, Kesselring se verá obligado a retirarse. Así pues, en marzo de 1944 da comienzo una extensa campaña de bombardeos de nudos ferroviarios, puentes, carreteras, talleres y almacenes, que llega incluso hasta la frontera suiza.

El cese de las lluvias a principios de ese mes de marzo hace posible la nueva ofensiva sobre Montecassino. Más de 1.000 toneladas de bombas aéreas caen sobre el pueblo y después un millar de cañones abren fuego contra lo poco que queda de él. Tras una semana de bombardeo, los soldados neozelandeses ocupan la estación de tren y las ruinas de lo que una vez fue el pueblo de Cassino.

Pero, increíblemente, un centenar de paracaidistas alemanes siguen resistiendo entre las piedras del monasterio y ni los embravecidos soldados neozelandeses consiguen desalojarlos de allí. El 23 de marzo, ante la imposibilidad de asaltar esa posición estratégica, el ataque se ve detenido.

El general Alexander, presionado por los dirigentes aliados, que no entienden cómo no se ha conseguido ya doblegar a los defensores germanos, reorganiza sus fuerzas para realizar un ataque masivo que haga saltar por los aires de una vez el candado de Montecassino. Reúne un total de 14 divisiones y el 11 de mayo lanza el enésimo ataque contra la abadía.

Ante el inminente desembarco en las costas francesas, los alemanes restan importancia al frente italiano, por lo que deja de ser prioritario mantener a toda costa la Línea Gustav. Aún así, las tropas aliadas, mucho más numerosas que las germanas, se ven impotentes para alcanzar la cima de Montecassino. El Segundo Cuerpo Polaco, pese a luchar tremendamente motivado contra los alemanes, queda sin resuello en la ladera de la montaña tras una semana de lucha, sufriendo considerables bajas, y se ve obligado a regresar a sus posiciones en el valle.

Los alemanes consideran finalmente que la defensa acérrima de Montecassino ya ha cumplido su misión y es hora de retirarse hacia una nueva muralla fortificada situada más al norte, la Línea César, en las afueras de Roma. El 17 de mayo las tropas germanas destacadas en el sector inician la retirada, pero el centenar de defensores de Montecassino se resiste a cumplir las órdenes. Ha de ser el propio Kesselring el que se dirija a sus hombres para obligarlos a dejar la cima. Al final, obedecen al mariscal y descienden por la cara norte de la montaña.

Cuando los polacos consiguen llegar a la cumbre, todo está en silencio. La alegría de los asaltantes, que izan la bandera de su país entre las ruinas, se ve únicamente turbada por las innumerables trampas explosivas que han dejado atrás los alemanes.

Los cinco meses de combates han supuesto a los Aliados la pérdida de más de 100.000 soldados, 4.000 de ellos solamente en el asalto a la abadía. Pero lo importante es que el paso de Cassino ha quedado por fin abierto.

LOS NORTEAMERICANOS ENTRAN EN ROMA

La campaña de Italia, hasta ese momento favorable estratégicamente a los alemanes, cambia definitivamente de color tras la caída de Montecassino. Hitler se ve forzado a trasladar varias divisiones a Francia, mientras que no paran de llegar refuerzos a los Aliados a través del puerto de Nápoles. El objetivo para las tropas alemanas es establecerse en la Línea César y, en caso de no ser posible mantenerla, retirarse aún más al norte, hacia la Línea Gótica.

El general Alexander decide el 23 de mayo que las tropas que aún estaban resistiendo en Anzio rompan el bloqueo y se dirijan hacia el norte para cortar la retirada alemana, embolsando a los ejércitos en fuga. Pero el general Clark cree que la decisión de Alexander no es más que una maniobra para mantenerle alejado de Roma y permitir que sean las tropas británicas las que tomen la capital. Para no ser acusado de desobedecer las órdenes de Alexander, envía una tercera parte de sus fuerzas a cerrar la retirada alemana, pero los dos tercios restantes son lanzados en veloz carrera hacia Roma. Clark no quiere que nadie le arrebate los laureles del triunfo. Churchill se indigna en la distancia con la actitud del general norteamericano, pero Clark está decidido a entrar el primero en la Ciudad Eterna.

La satisfacción del ego de Clark resultará muy cara a los Aliados, puesto que los alemanes podrán retirarse con toda tranquilidad, dando simplemente un pequeño rodeo. Si el general norteamericano hubiera cerrado la trampa, el X Ejército alemán hubiera sido capturado, pero convertirse en conquistador de Roma era una oportunidad que, con total seguridad, no se le iba a presentar a Clark otra vez en su vida…

Lo único que le separaba de la capital italiana era la Línea César, una débil defensa fortificada que aún no había sido ocupada por los alemanes en su totalidad. En la noche del 30 de mayo, los norteamericanos descubren un sector que no está defendido y, tras una marcha silenciosa, pueden penetrar por él. Al amanecer del 1 de junio los alemanes intentan cerrar la brecha pero ya es tarde. Aunque los combates continúan, las tropas germanas optan por retirarse hacia la Línea Gótica, declarando Roma ciudad abierta.

En la mañana del 4 de junio, Clark está impaciente por entrar en la capital, pero dos cañones autopropulsados asistidos por alemanes rezagados cubren la entrada. El general norteamericano se había comprometido con los corresponsales de guerra a que haría la entrada triunfal a las cuatro de la tarde, así que fuerza a sus hombres a que silencien los cañones antes de esa hora.

El Jeep de este soldado norteamericano destinado en Italia luce unos adhesivos con los rostros de los tres dirigentes del Eje: Mussolini, Hitler y Tojo. El primero de ellos ya ha sido tachado.

La liquidación de ese último punto de resistencia se prolonga durante más tiempo del previsto, por lo que Clark no puede cumplir a tiempo con su compromiso. Los norteamericanos no entrarían en la ciudad hasta las nueve y media de la noche, media hora más tarde de que el último alemán saliese de la ciudad.

A la luz de la luna llena, los romanos contemplan eufóricos la llegada de los tanques y poco después, las columnas de soldados. Aunque todos los ciudadanos salen de sus casas para darles la bienvenida, los agotados hombres de Clark no pueden corresponderles como merecen. Reparten algunas chocolatinas y cigarrillos, pero en cuanto se les da la orden de «alto» se derrumban sobre el suelo para descansar, quedándose dormidos sobre aceras y escalones.

Los que no pueden hacer su entrada en Roma son los soldados norteamericanos de raza negra. Aunque resulte difícil de creer, el papa Pío XII había pedido expresamente que no pusieran sus pies en la capital, al temer —emponzoñado por sus propios prejuicios— que no pudieran dominar sus instintos ante la presencia de las mujeres romanas.

Aunque fuera con retraso, al día siguiente el general Clark pudo hacer su entrada triunfal en Roma, desfilando por las calles de la capital. Había alcanzado su ansiado momento de gloria. Pero el destino le haría una jugada al militar norteamericano, puesto que su hazaña desaparecería rápidamente de las portadas de los periódicos; el día 6 de junio de 1944, la atención del mundo ya no estaba en la recién conquistada Roma, sino en las playas de Normandía, el lugar en el que se decidiría el desenlace de la Segunda Guerra Mundial.