LOS CRÍMENES NAZIS
EL VIERNES 31 DE MARZO DE 1933, seis años antes de que diese comienzo la Segunda Guerra Mundial, la biblioteca del Tribunal Cameral de Berlín ofrecía el aspecto habitual de cualquier sala de lectura. Abogados, estudiantes y algún juez permanecían en silencio mientras leían gruesos volúmenes, actas y legajos. Cada uno de los presentes estaba aislado, embebido en su tarea, envuelto en la cálida atmósfera que proporcionaba el terciopelo y la madera.
De repente se oyó un portazo y unos gritos procedentes del piso inferior. Se oyó ruido de pisadas por los pasillos, pasos que subían bruscamente las escaleras. Algunos se levantaron, se acercaron a la puerta, echaron un vistazo al exterior y cerraron la puerta con cuidado. Alguien rompió el silencio de la sala para decir sin elevar demasiado la voz: «Las SA» [1]. Otro añadió: «Están echando a los judíos».
Aparentando actuar con calma, algunos de los presentes devolvieron rápidamente los libros de los estantes, recogieron sus cosas y se marcharon. A los pocos minutos, un grupo de hombres vestidos con uniformes pardos irrumpieron en la biblioteca. El ruido de las botas avanzando por el suelo de madera atronó por toda la sala. El que parecía ser el jefe gritó con voz firme: «¡Los que no sean arios han de abandonar el local de inmediato!». Alguien contestó tímidamente: «Ya se han marchado».
No satisfechos con esa respuesta, los miembros de las SA fueron recorriendo las mesas de trabajo, mirando a la cara a cada uno de los lectores, intentando encontrar algún rasgo facial delator. Nadie protestó por esta humillación; todos permanecieron con los codos en la mesa, con la vista fijada en el libro que en ese momento estaban leyendo.
Cuando los hombres uniformados se marcharon de la sala, nada parecía revelar que se acabase de producir aquel aciago incidente. La sala de lectura continuó con su actividad habitual; unos se levantaban a buscar un libro, otros se colocaban el abrigo y se marchaban con total tranquilidad. No hubo ni un solo comentario en voz alta sobre lo ocurrido.
En otras secciones del edificio se habían producido reacciones similares. Ante la pasividad de los presentes, los jueces judíos se habían quitado la toga y habían salido disciplinadamente del Tribunal, bajando por una escalera flanqueada por amenazadoras filas de miembros de las SA. Ya no regresarían.
Diez años más tarde, el escenario es otro muy distinto. La puerta de una cámara de gas del campo de exterminio de Auschwitz se abre. La sala, que estaba a oscuras, se ilumina potentemente. En el centro se puede ver una montaña de cadáveres desnudos, formando una pirámide hasta el techo de la habitación. El gas venenoso había inundado primero las capas inferiores. Eso había hecho que aquellos desgraciados se pisoteasen y fueran subiéndose unos encima de otros. Abajo quedaban los niños, los ancianos y las mujeres. En la parte superior aparecían los jóvenes, los más fuertes. Los cuerpos presentaban numerosas heridas ocasionadas por la lucha terrible por sobrevivir, pero aquella reacción instintiva por escapar de la muerte había sido inútil.
¿Qué había sucedido entre ambas escenas? ¿Cómo era posible que un pueblo culto y avanzado como el alemán protagonizase el que, con toda probabilidad, puede calificarse como el capítulo más vergonzoso de la historia de la humanidad?
Nadie ha encontrado aún una respuesta satisfactoria a esta cuestión, pero también es posible que si en aquella biblioteca de Berlín alguien se hubiera negado a admitir semejante atropello, quizás el infierno de Auschwitz nunca habría existido.
Pero no fue así. Al día siguiente, 1 de abril de 1933, se ponía en marcha un boicot a los negocios regentados por judíos. Los oficiales de las SA montaron guardia en las puertas, impidiendo la entrada a cualquier persona. El boicot también alcanzaba a los profesionales; los despachos de abogados o las consultas de los médicos judíos recibían la visita de las patrullas de las SA para comprobar que el boicot se llevaba a cabo. ¿Cuál era el motivo aducido por las autoridades nazis para alentarlo? Según la propaganda, se trataba de una medida de defensa y revancha por las calumnias que supuestamente los judíos vertían en el extranjero sobre la nueva Alemania.
En los días siguientes las medidas se endurecerían. Las empresas debían despedir a sus empleados judíos. Mientras tanto, los negocios objeto del boicot estaban obligados a continuar pagando los sueldos de los empleados «arios», lo que obligaba en la mayoría de casos a traspasarlos. Comenzaba de este modo el proceso destinado a desposeer a los judíos de todas sus pertenencias, que culminaría años más tarde con la exploración corporal post mortem en busca de dinero o joyas escondidas, una vez asesinados en las cámaras de gas.
En honor a la verdad, aquellas primeras medidas tomadas por los nazis no contaron con la aprobación generalizada de los ciudadanos alemanes. Aunque no se atrevían a entrar en las tiendas pintarrajeadas con símbolos judíos, asustados por la presencia de los matones de las SA, se hizo patente en todo el país un cierto murmullo de desaprobación. Así pues, algunas de las medidas serían retiradas, aunque el objetivo de los nazis se había cumplido: el bacilo del odio hacia los judíos ya había sido inoculado en la sociedad germana.
A partir de entonces, la gente comenzó a hablar sobre la que pérfidamente se denominó «cuestión judía». Se barajaron cifras manipuladas que pretendían demostrar que la cantidad de judíos alemanes caídos en la Primera Guerra Mundial era muy inferior a la que correspondía por su población, mientras se insistía en que la proporción de judíos entre los miembros del Partido Comunista era muy alta. Se comenzó a criticar el hecho de que una parte significativa de los médicos, abogados o periodistas fueran judíos. Se les acusaba también de «extranjerizar» el arte o la ciencia…
La propaganda nazi se encargó de azuzar la animadversión contra los judíos con una intensa campaña de octavillas y carteles, proclamando que eran «seres inferiores» y acuñando la expresión «¡Pereced, judíos!» como consigna para ser repetida en todo momento y que incluso era inocentemente coreada por los escolares. La maquinaria del Holocausto comenzaba pesadamente a ponerse en marcha.
¿Cuál era la razón de ese odio extremo de Hitler hacia los judíos? Aunque resulte desconcertante, los especialistas no consiguen ponerse de acuerdo en esa cuestión fundamental, por lo que no existe una respuesta unívoca. Aunque el antisemitismo figuraba en el ideario de algunos grupúsculos alemanes de principios de siglo, Hitler hizo del odio a los judíos la línea de fuerza que vertebró su infausto movimiento.
Para algunos, este sentimiento perverso tuvo que nacer fruto de alguna experiencia personal; aunque pudo surgir de alguna vivencia propia durante su estancia juvenil en Viena, se apunta también la posibilidad de que fuera el último período de la enfermedad mortal de su madre el que le hubiera marcado para siempre. Al parecer, un médico judío le administró un tratamiento especialmente doloroso, entonces experimental, que no alcanzó el objetivo deseado y que únicamente consiguió aumentar de modo atroz los padecimientos de su madre. Teniendo en cuenta el desmedido amor que sentía por ella —en sus últimos días en el búnker era la única foto que tenía en la mesita de noche—, así como las extrañas elaboraciones de su mente trastornada, no es de extrañar que hiciese a todos los judíos responsables de aquel supuesto error médico.
De todos modos, es difícil aceptar una explicación tan simplista de un proceso que llevaría al exterminio de seis millones de personas. Más bien habría que pensar que Hitler com prendió a la perfección la necesidad de crear un enemigo exterior que galvanizase a sus seguidores y al que se le pudiera culpabilizar de las deficiencias del sistema, una estrategia que —no por casualidad— han seguido todos los regímenes totalitarios sin excepción. Así pues, el judío se convertía en el gran enemigo del Reich.
Ese odio tendría pronto su plasmación en el aparato legislativo. El 15 de septiembre de 1935 durante el congreso del partido nazi en Nuremberg, se promulgaron las leyes que anulaban el derecho de los judíos a la ciudadanía alemana y prohibían los matrimonios entre judíos y germanos. Aún así, hubo muchos judíos que creían ingenuamente que se trataba del último capítulo de su marginación social, pero estaban equivocados.
Los Einsantzgruppen eran unidades móviles de las SS encargadas de asesinar judíos o partisanos en el frente oriental. Sus crueles acciones implicaban el fusilamiento de mujeres, niños o ancianos. En la imagen, unas mujeres judías van a ser ejecutadas tras haberles sido arrebatadas sus escasas pertenencias.
En la noche del 9 al 10 de diciembre de 1938 se produjo un asalto masivo a miles de establecimientos y hogares de propiedad judía, que fueron destrozados y saqueados. Se incendiaron numerosas sinagogas, mientras las turbas nazis atacaban a los judíos que no habían tenido tiempo de ocultarse. Entre 20.000 y 30.000 judíos fueron arrestados y enviados a campos de concentración. Esa jornada sería conocida como la Kristallnacht, o «noche de los cristales rotos», y supondría el punto de no retorno hacia el Holocausto.
Pero los judíos no eran las únicas víctimas de la locura nazi. El sector más indefenso de la población, el compuesto por los enfermos mentales, sería el primero en verse desposeído de su único bien: la vida. Entre septiembre de 1939 y agosto de 1941, más de 70.000 personas recibieron una «muerte misericordiosa» —según expresión de Hitler— en el marco de una operación que se llevó a cabo en el mayor de los secretos.
Este asesinato masivo serviría de campo de ensayo para el que posteriormente se llevaría a cabo con los judíos. Los enfermos eran seleccionados por los médicos y trasladados a supuestos centros de tratamiento. Una vez allí, se les introducía en salas de inhalación recubiertas de azulejos, con falsas duchas en el techo; el gas penetraba a través de unos orificios hasta que todos morían. A los cadáveres se les arrancaban los dientes de oro y después eran incinerados en hornos crematorios.
A los confiados familiares se les enviaba una carta en la que se les comunicaba el fallecimiento de su pariente debido a causas naturales. Sin embargo, la población comenzaba a sospechar que algo extraño ocurría con sus enfermos mentales; se prohibía cualquier visita a los centros mientras que, por ejemplo, había a quien le llegaba una carta indicando como causa de la muerte una apendicitis aguda, cuando a su familiar le habían extirpado el apéndice años atrás.
Quizás para evitar que la cara más terrible del Tercer Reich fuera descubierta, esta operación sería suspendida en el verano de 1941, pero la experiencia acumulada durante este holocausto a pequeña escala sería decisiva para organizar el exterminio de toda la población judía de Europa.
La red de campos de la muerte y la consiguiente maquinaria destinada a conducir allí a toda la población que iba a ser asesinada no se pondría oficialmente en marcha hasta principios de 1942, pero en realidad la eliminación física de inocentes se había iniciado prácticamente desde el primer día de guerra. Durante los avances a través de Polonia, las SS llevaron a cabo matanzas entre la población civil, especialmente judíos, que provocaron incluso las quejas airadas de los oficiales de la Wehrmacht, que creían ingenuamente que Hitler no tenía conocimiento de ello.
Estas acciones sangrientas se repetirían a gran escala y de forma sistemática durante la Operación Barbarroja. Los soldados alemanes iban avanzando por las inmensas llanuras rusas y tras ellos marchaban los llamados Einsatzgruppen, unos pelotones de exterminio formados por la Policía de Seguridad y miembros de las SS.
El procedimiento era siempre el mismo. Cuando una localidad caía en manos de los alemanes, se citaba públicamente a la población judía para que acudiera con sus pertenencias a un punto de reunión, normalmente al amanecer. Una vez concentrados, se les hacía formar y caminar en filas hacia algún bosque cercano. Al llegar al punto de destino, se les obligaba a desnudarse y a correr a través de un túnel humano formado por guardianes de las SS, hasta llegar a unas zanjas. Aquí se les mandaba arrojarse a ellas y colocarse boca abajo en el fondo de la misma, formando filas apretadas. Este método era conocido con el expresivo nombre de sardinenpackung. Después, los soldados los ejecutaban mediante un disparo en la nuca, un Genickschüssen.
Seguidamente, otro grupo de judíos entraba en la zanja y se colocaba sobre los que habían muerto y la operación se repetía. Cuando la fosa estaba llena, unos prisioneros judíos se encargaban de taparla con tierra. Sin embargo, en la mayoría de ocasiones un buen número de personas quedaban malheridas y eran enterradas vivas. Según testimonios posteriores, los alemanes se sorprendían del hecho de que los que iban a ser asesinados no ofreciesen ningún tipo de resistencia.
Mediante este brutal método de asesinato fueron eliminadas cerca de un millón de personas. Además de judíos, se procedió a la ejecución de partisanos, comisarios políticos o supuestos elementos comunistas. Para cumplir con las cantidades asignadas para cada uno de los responsables, no se dudaba en matar incluso a personas atrapadas al azar, acusándolas de colaborar con los partisanos.
Pero el 15 de agosto de 1941 sucedió un hecho que cambiaría diametralmente el desarrollo de estas matanzas. El jefe de las SS, Heinrich Himmler, se encontraba de visita en la ciudad bielorrusa de Minsk, cuando pidió asistir a una ejecución. Paradójicamente, hasta ese momento Himmler no había visto nunca matar a un hombre. Así pues, se organizó el asesinato de un centenar de prisioneros en un bosque al norte de la ciudad.
Las víctimas fueron conducidas en camiones a las zanjas que se habían cavado con anterioridad. Se les obligó a bajar y se puso en práctica el terrible método del sardinenpackung. Al parecer, Himmler, además de pálido, estaba extremadamente nervioso y no paraba de moverse, mirando hacia otro lado cuando oía los disparos.
Himmler se mostró especialmente alterado cuando los encargados de efectuar el tiro en la nuca, acusando también la tensión, comenzaron a fallar los disparos. Los gritos de los prisioneros malheridos hicieron exclamar al jefe de las SS: «¡Disparad! ¡Daos prisa y matadlos!».
Pero cuando Himmler perdió los nervios de un modo definitivo —según un testigo— fue en el momento en que los fragmentos de un cerebro salpicaron su cara; fue entonces cuando sufrió arcadas, aunque no llegó a vomitar. El jefe de las SS comprendió al instante las noticias que tenía sobre los numerosos casos de crisis nerviosas que se daban entre los soldados que participaban en las masacres.
Aunque pueda dar la sensación de que los verdugos eran monstruos insensibilizados, en realidad tuvieron que vencer en un primer momento las lógicas reservas morales sobre el crimen que estaban cometiendo. Como es de suponer, la primera vez que un soldado asesinaba mujeres y niños indefensos suponía para él una experiencia traumática insoportable. Muchos vomitaban o sentían fuertes dolores físicos durante o después de las ejecuciones. Otros intentaban por todos los medios librarse de esa responsabilidad; apuntaban su arma al lado de la víctima o simplemente abandonaban el lugar con alguna excusa y no aparecían hasta que todo había finalizado. Hubo quien se negó rotundamente a disparar a inocentes; el ser o no castigado por esa desobediencia dependía de la benevolencia del oficial al mando, aunque la consecuencia de esta heroica actitud era verse relegado por los compañeros, que consideraban al objetor como un desertor.
Empujados por un falso espíritu de camaradería y, si era necesario, estimulados por la ingestión de alcohol —que se realizaba en el mismo lugar de la ejecución—, los soldados alemanes lograban romper sus últimas barreras morales. Aunque resulte sorprendente, los oficiales solían prescindir de los hombres que daban muestras de crueldad gratuita o que se ensañaban con sus víctimas; eso delataba algún tipo de desequilibrio psíquico que en algún momento podía girarse en contra del grupo, por lo que el soldado era apartado y enviado a la retaguardia para evitar que se resintiese la disciplina general. Lo que se esperaba del soldado alemán es que obedeciese de forma mecánica, fría e impersonal, convirtiendo el exterminio en una labor rutinaria y exenta de cualquier tipo de sentimiento en uno u otro sentido.
Pero los oficiales no podían cerrar los ojos ante la progresiva e inevitable brutalización de sus hombres, por lo que se acabó recurriendo a extranjeros, principalmente procedentes de los Países Bálticos, para que fuesen ellos quienes efectuasen las ejecuciones. Así pues, los soldados alemanes acabaron limitándose a ordenar el traslado de los prisioneros y a coordinar las acciones, dejando el trabajo sucio a los estonios o los letones.
De todos modos, desde el punto de vista de los verdugos, este sistema presentaba numerosos inconvenientes. Era costoso en gasto de munición, minaba psicológicamente a las tropas, existían también muchos testigos potenciales de los asesinatos y los cadáveres podían reaparecer en el futuro con consecuencias imprevisibles.
Las descripciones que llegaron a oídos de Himmler de otras ejecuciones, como una en Ucrania en la que se emplearon granadas, hachas y perros de presa, convirtiéndose en una matanza propia del medioevo en la que morirían 16.000 judíos, acabaron por convencerle de que debía poner fin a aquellas orgías de sangre y aplicar la técnica y la organización germanas a aquel exterminio masivo. Siguiendo el habitual cinismo nazi, había que encontrar un método más impersonal, más humano, pero una humanidad referida a los verdugos, no a las víctimas.
Bajo la batuta de Himmler, se hicieron numerosos ensayos. En una ocasión se intentó eliminar a un grupo de personas introduciéndolas en un búnker y haciendo explotar en su interior una carga de dinamita. El resultado fue la voladura del propio búnker, quedando los fragmentos de los cuerpos esparcidos en decenas de metros a la redonda.
También se hicieron pruebas para envenenar a las víctimas con monóxido de carbono en habitaciones selladas. En la mayoría de ocasiones, debido a la insuficiente potencia de los motores empleados, tan sólo se conseguía aturdirlas. Más éxito tuvieron los ensayos realizados con camiones convertidos en cámaras de gas, utilizando el propio tubo de escape, cuyo funcionamiento ya está documentado en la invadida Polonia en 1940 y que comenzó a emplearse en Rusia en septiembre u octubre de 1941.
Pero en ese momento de duda sobre el método a seguir para continuar las matanzas, se recurrió a los expertos que habían llevado a cabo el asesinato en masa de los enfermos mentales, una operación que había finalizado formalmente en el verano de 1941. Su experiencia sería fundamental para poner en marcha la Solución Final.
El impulso decisivo partiría del propio Hitler. Aunque cuesta comprender la relación entre ambos hechos, la declaración de guerra a Estados Unidos tras el ataque a Pearl Harbor animó a Hitler a dar la orden de exterminar físicamente a todos los judíos europeos. Pese a que el dictador alemán se cuidó de que su firma no figurase en ningún decreto que ordenase directamente el asesinato masivo, en los días posteriores mantuvo una serie de reuniones para coordinar la gigantesca operación de exterminio que iba a producirse.
La puesta en marcha definitiva de la Solución Final se produciría el 20 de enero de 1942, cuando 14 funcionarios dirigentes de la administración ministerial y las SS se reunieron en una apacible villa en Wannsee, junto a un bucólico lago cercano a Berlín, para organizar la denominada Solución Final al problema judío. En ese lugar, bajo la presidencia de Reinhard Heydrich, jefe de la Oficina Central de la Seguridad del Reich (RSHA), y con el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann como secretario, se coordinaron los esfuerzos de todos los estamentos del Reich para conseguir la eliminación física —calificada eufemísticamente de tratamiento adecuado— de 11 millones de personas.
En esa reunión, conocida oficialmente como conferencia de Staatssekretäre (subsecretarios del gobierno), aunque pasaría a la historia con el nombre de la villa en la que se celebró, se estableció el complejo sistema que a partir de ese momento se seguiría para la ejecución de los judíos.
En 1942, el régimen nazi contaba ya con una extensa red de campos de concentración, bajo el mando de las SS de Heinrich Himmler. El primero, Dachau, había sido inaugurado en 1933, en una de las primeras decisiones de los nacionalsocialistas al llegar al poder. A partir de entonces, el número de campos continuó creciendo, ante la llegada masiva de nuevos internos, ya fuera por motivos políticos, o por tratarse de mendigos, prostitutas, homosexuales, Testigos de Jehová, gitanos, personas aquejadas de enfermedades venéreas, alcohólicos, «psicópatas» e incluso «infractores de las normas de circulación», considerados todos ellos como «asociales incontrolables».
A finales de 1938, el número de internos sería de unos 24.000. Buchenwald, Flossenburg, Gusen, Sachsenhausen o Mauthausen verían la luz durante este período. Antes de la guerra los judíos aún no eran arrestados masivamente, aunque la Noche de los Cristales Rotos se saldó con la detención de unos 2.000, incluidos niños o ancianos. Poco después serían enviados a los campos unos 13.000, a los que se les devolvería la libertad después de donar voluntariamente sus pertenencias al Reich. Durante esa primera fase, aunque la muerte en los campos siempre estaba presente, el asesinato de los internos no constituía la finalidad del sistema, sino —al menos en teoría— la «rehabilitación».
Evacuación del gueto de Cracovia en 1943. Esta columna de judíos se dirige a una muerte cierta, pese a que han recibido la promesa de ser trasladados al este para trabajar. Su destino real son las cámaras de gas.
Tras el estallido de la guerra, los campos se poblarían de prisioneros de guerra polacos y, a partir del verano de 1941, de rusos. Si antes los detenidos se contaban por decenas de miles, ahora se convierten en centenares de miles. Esto obliga a ampliar los campos y a crear nuevas instalaciones. El 14 de junio de 1940 se inaugura Auschwitz, con la llegada de un convoy de prisioneros polacos compuesto por 728 personas. Éste sería el primer campo en el que se llevarían a cabo matanzas masivas; en diciembre de 1941 se ejecutan las primeras operaciones de gaseado, en este caso con prisioneros rusos.
Por lo tanto, los funcionarios reunidos en Wannsee disponían ya de la infraestructura necesaria para organizar el Holocausto. La red de campos de concentración existente serviría para este propósito, pero se crearía un nuevo concepto de campo que sería el hecho diferenciador con otros regímenes totalitarios del siglo XX. Esta deleznable novedad sería la de los campos de exterminio.
Hasta entonces, los internos que fallecían lo hacían como resultado de las terribles condiciones de trabajo o la escasa alimentación. Algunos de esos campos disponían de instalaciones industriales que eran utilizadas por las principales empresas alemanas, aprovechando la mano de obra esclava que les ofrecían las SS. Pero los campos de exterminio tenían como única y exclusiva misión eliminar físicamente al mayor número de personas en el menor tiempo posible.
Belzec, Sobibor, Treblinka y Chelmno constituirían esa terrible geografía del horror. Estos campos disponían de unas instalaciones mínimas. Junto a la vía férrea se construía una estación de aspecto agradable, pintada de vivos colores y con flores en las falsas ventanas, a la que llegaban los deportados, en su mayoría judíos procedentes de los guetos polacos. Desde allí eran conducidos al campo y se les hacía entrar en unos vestuarios en donde debían desnudarse. Seguidamente entraban en una supuesta sala de duchas, en donde sufrían el envenenamiento por gas. Tan sólo se libraban momentáneamente de morir los que eran escogidos para calmar y tranquilizar a los deportados cuando llegaban al campo, o bien para realizar las labores de cremación de los cadáveres.
En otros campos, como Auschwitz, Birkenau o Majdanek, también se seguía este proceso, pero existía la posibilidad de ser seleccionado para permanecer como interno, aunque lo más probable es que se acabase muriendo igualmente, víctima del cansancio, el hambre o los castigos. También existía la aterradora posibilidad de ser escogido para sufrir horribles experimentos médicos; inoculación de enfermedades, calor o frío extremo, amputaciones o trasplantes provocaban sufrimientos indecibles que no acababan hasta que al prisionero se le inyectaba gasolina en el corazón.
Finalmente, como se ha avanzado, el método empleado para el asesinato masivo sería el envenenamiento por gas. El primer comandante del campo de Auschwitz-Birkenau, Rudolf Höss (no confundir con Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler), explicó en el proceso de Nuremberg cómo se escogió este método. Según su testimonio, visitó Treblinka, en donde su comandante utilizaba monóxido de carbono procedente del motor de un tanque, habiendo causado ya la muerte a 80.000 prisioneros. Pero a Höss no le pareció el sistema más adecuado:
«Sin embargo —según afirmó en Nuremberg—, sus métodos no me parecieron muy eficaces. Se decidió a su vez, buscando esa eficiencia, por el Zyklon B, ácido prúsico cristalizado o cianhídrico que dejábamos caer en la cámara mortuoria a través de una pequeña abertura. Dependiendo de las condiciones atmosféricas, bastaban entre tres y quince minutos para que el gas hiciera efecto». «Sabíamos que estaban muertos —continúa Höss— cuando dejaban de gritar. Esperábamos una media hora antes de abrir las puertas y sacar los cuerpos. Tras ello, nuestros comandos especiales les quitaban las sortijas y los anillos, lo mismo que los dientes de oro».
Las mejoras introducidas por el comandante de Auschwitz se vieron reflejadas en las estadísticas. Mientras que en Treblinka sólo se podían matar dos centenares de personas en cada uno de estos asesinatos masivos, Höss lograba quitar la vida a más de 2.000 personas; teniendo en cuenta que el proceso de gaseado podía repetirse unas diez u once veces por día, la cifra total de prisioneros ejecutados rondaba los 22.000 diarios, lo que pone en evidencia la terrible eficacia demostrada por Höss.
Auschwitz se convertiría para siempre en el símbolo del horror nazi. La maldición sufrida por esta pequeña población polaca situada a unos 70 kilómetros al sudeste de Cracovia, y de la que tomó su nombre el campo, ha llegado hasta la actualidad; pese a que ahora su nombre oficial es Oswiecim, sus agricultores se ven forzados a ocultar la procedencia de sus productos, puesto que en los mercados nadie desea comprar frutas u hortalizas cultivadas allí.
Además de la apropiación por parte de las SS de las joyas y el dinero de los deportados, en Auschwitz se llevaría a cabo el tratamiento industrial de los cadáveres, conformando un auténtico glosario del horror. Aunque no se ha demostrado que se llegase a fabricar jabón con la grasa de los cuerpos, sí que se ha probado que las cenizas y los huesos triturados eran vendidos como fertilizante, mientras que el cabello era utilizado como aislante en los submarinos o para fabricar zapatillas para sus tripulaciones. Cuando el Ejército Rojo liberó el campo el 27 de enero de 1945, los soviéticos encontraron allí unos 7.000 kilos de cabello humano, que una fábrica de fieltro alemana compraba a 500 marcos la tonelada.
Desgraciadamente, la llegada de los rusos solamente pudo suponer el rescate de unos 7.000 prisioneros. Ante el avance soviético, las SS habían evacuado a unas 60.000 personas en una penosa marcha hacia el oeste, que dejó los caminos sembrados de cadáveres. En el complejo de Auschwitz quedaron unos 10.000 reclusos, incapaces de moverse. Algunos se aventuraron a huir, aprovechando que las alambradas ya no estaban electrificadas y que no había centinelas, aunque la mayoría optó por quedarse. Pero una unidad de las SS en retirada pasó por Auschwitz y asesinó salvajemente a dos millares más de víctimas antes de marcharse. Muchos de los que sobrevivieron para ver llegar a sus liberadores morirían en los días siguientes debido a su extrema debilidad.
De todos modos, los horrores de los campos de concentración podrían llenar cientos o miles de volúmenes como éste, por lo que quizás sea más significativo conocer los resultados de aquel exterminio ordenado por Hitler, pese a que la frialdad de las cifras nunca pueda sustituir la descripción de aquella tragedia humana sin precedentes.
Tal como se ha apuntado, los funcionarios reunidos en Wannsee proyectaron el asesinato de unos 11 millones de personas. Los números finales sobre la cantidad de judíos que perecieron en las cámaras de gas difieren según las fuentes. Esto es lógico, puesto que aunque en algunos casos se llevó una contabilidad exacta de los asesinados, en otros casos no fue así. Teniendo en cuenta estos factores, la hipótesis más baja sería de 4.800.000 y la más alta de 6.500.000, aunque la franja más probable es la situada entre 5.100.000 y 6.000.000 de judíos asesinados.
Según los expertos, si incluimos los bombardeos sobre ciudades, ataques contra la población civil, represalias contra acciones guerrilleras y las persecuciones contra otros grupos étnicos como los gitanos —que pudieron sufrir medio millón de víctimas—, el número total de víctimas del nazismo podría elevarse a 18 millones de personas.
Por países, el más castigado fue la Unión Soviética, con más de siete millones y medio de muertos, seguido de Polonia, que sufrió la pérdida de cinco millones de sus habitantes. Miles de judíos procedentes de Francia, Holanda, Bulgaria, Rumanía, Hungría o Italia, además de miles de republicanos españoles, completan el mapa del terror nazi en Europa.
Por campos de exterminio, el más mortífero fue el de Auschwitz-Birkenau, con cerca de dos millones de víctimas; seguido de Treblinka, con 700.000; Belzec, con 600.000; Majdanek, con 400.000; Chelmno, con 350.000 y Sobibor, con 250.000, todos ellos en Polonia. Los campos situados en territorio alemán o austríaco, como Dachau o Mauthausen entre otros, aportarían otro millón y medio de muertos a estas espantosas estadísticas, a causa del trabajo agotador, la mala alimentación, el frío, las torturas, los experimentos médicos, las enfermedades o las ejecuciones.
Mientras tanto, el mundo permanecía ignorante de lo que sucedía en los campos de concentración nazis, aunque entre las potencias aliadas circulaban informaciones sobre los detalles de la operación de exterminio que se estaba llevando a cabo, gracias a los mensajes descifrados por los servicios secretos.
La realidad es que los Aliados no hicieron nada concreto para colapsar el sistema de deportación; aunque disponían de fotografías aéreas de Auschwitz en donde se veía con claridad el humo que surgía de los hornos crematorios, los aviones no bombardearon la vía férrea que conducía al campo, tal como reclamaba una y otra vez la resistencia polaca.
Pese a que aún hoy es motivo de debate, desde el Vaticano tampoco se llevó a cabo ninguna acción enérgica contra el Holocausto, pese a contar con información de primera mano; las condenas morales con sordina efectuadas por Pío XII no ejercieron ningún tipo de presión sobre el Tercer Reich para que detuviese su furia asesina.
Pero la responsabilidad del Holocausto no hay que buscarla, obviamente, fuera de Alemania. Desde el momento en el que la población germana comenzó a descubrir los crímenes que se habían consumado en nombre de su país, un sentimiento de incredulidad, primero, y vergüenza, después, embargó a todos aquellos que habían permitido que su nación quedase en manos de un vesánico visionario.
Tras la liberación de los campos situados en el oeste de Alemania por las tropas aliadas, los soldados norteamericanos y británicos trasladaron a los lugareños a aquellos recintos y los obligaron a caminar entre los cadáveres esqueléticos de los que allí habían dejado su vida.
Quién sabe si entre aquellos encogidos alemanes, forzados a enfrentarse a ese panorama de crueldad inimaginable, se encontraba alguno de los lectores que soportaron en silencio la irrupción de la brutalidad nazi en aquella biblioteca de Berlín.
La justificada focalización de la barbarie nazi en el Holocausto ha eclipsado otros aspectos de la cruel represión a la que fue sometida la población en la Europa que se encontraba bajo el control del Tercer Reich. Una de las tragedias que, aunque no significó la muerte de sus víctimas, sí que destrozó a miles de familias fue la del robo de niños por parte de los alemanes en los territorios ocupados, especialmente en Polonia. Allí, un total de 250.000 niños, incluso bebés, fueron arrebatados a sus padres con engaños o por la fuerza, con la excusa de que debían ser sometidos a una serie de pruebas para su futura escolarización.
Interior de uno de los barracones del campo de concentración de Buchenwald. Las penosas condiciones de vida de estos deportados les hacía ser víctimas de todo tipo de enfermedades. Pocos de ellos sobrevivieron.
Los exámenes estaban destinados en realidad a detectar características raciales adecuadas para que los niños pudieran ser germanizados. Los que no cumplían esos requisitos eran devueltos a sus padres o enviados a campos de trabajo. Los que superaban los supuestos cánones de germanidad eran destinados a centros en donde se les preparaba para ser entregados en adopción a familias alemanas que, en muchos casos, acababan de perder algún hijo en el frente.
En cuanto a los padres polacos, éstos recibían una notificación en donde se les informaba de que sus hijos habían sido trasladados a Alemania por motivos de salud y que no podían proporcionarles detalles del lugar en donde se encontraban, aduciendo razones de seguridad. Cuando los padres exigían la entrega de sus hijos no recibían ningún tipo de respuesta.
Si este secuestro masivo tuvo dramáticas consecuencias para los padres originales, la tragedia se repetiría una vez finalizada la guerra. Las Naciones Unidas establecieron un programa para devolver a los niños a sus familias, pero se encontraron con que la mayoría de ellos se encontraban felices y plenamente integrados en las familias alemanas que los habían adoptado, convencidas de que sus padres habían muerto.
La terrible decisión de arrancarlos de sus casas para enviarlos a una empobrecida Polonia, una vez que muchos de ellos habían olvidado por completo el idioma polaco, dio origen a muchas dudas sobre el acierto de esta medida, pero aún así prevaleció el inalienable derecho de los padres a recuperar a sus hijos. Desgraciadamente, el trauma de la separación marcaría a esos niños para el resto de sus vidas, al ocasionarles graves perjuicios psicológicos, perpetuándose así el crimen cometido en su día por los nazis. En total, unos 40.000 niños polacos regresaron con sus padres.
El caso de los niños que procedían de familias rusas, ucranianas o de los Estados Bálticos sería aún más sangrante. La mayoría de ellos fueron separados de sus familias de adopción en Alemania y concentrados en orfanatos, a la espera de poder ser enviados a la Unión Soviética. No obstante, la fricción existente entre las potencias occidentales y Moscú obstaculizó este regreso, por lo que muchos de estos niños acabarían siendo trasladados a orfanatos de Canadá o Australia. Tan sólo unos centenares volverían junto a sus progenitores en Rusia, por cauces extraoficiales. Pero hubo muchas otras familias en toda Europa Oriental, como las yugoslavas, que no volvieron a saber nada más de sus hijos.
Soldados germanos amenazan a un grupo de judíos en el gueto de Varsovia. El 19 de marzo de 1943 se dio uno de los pocos casos en los que los judíos combatieron a los alemanes. Aunque estos intentos estaban destinados al fracaso, mantuvieron viva la llama de la esperanza.
Una vez derrotado el Tercer Reich, el descubrimiento de los crímenes cometidos por los nazis estremeció al mundo. Las potencias vencedoras coincidieron en que era necesario castigar con dureza estos abominables delitos para que nunca más volvieran a ocurrir.
Sin embargo, pese a la magnitud de aquella ola homicida, fueron muy pocos los que tuvieron que rendir cuentas ante un tribunal. Se produjo un caso singular de difusión de la culpa; cada uno de los participantes directos se escudaba en la obediencia a sus superiores, una cadena que terminaba en la cúspide de la organización criminal de las SS. Como su jefe, Heinrich Himmler, se había suicidado al ser apresado por los Aliados, teóricamente se evaporaba cualquier responsabilidad en el asesinato de 14 millones de personas.
Naturalmente, esta apelación a la obediencia debida no fue aceptada, pero es innegable que dificultó la atribución de responsabilidad penal a los ejecutores de aquellos crímenes. En el proceso de desnazificación llevado a cabo por los Aliados occidentales entre 1945 y 1950, fueron juzgados 60.000 alemanes acusados de crímenes de guerra; pese a que existían indicios de que todos ellos habían participado de una manera u otra en esas acciones, tan sólo 806 fueron condenados a muerte, cumpliéndose la pena en 486 casos.
De todos estos procesos, el más importante fue el celebrado en Nuremberg entre el 20 de noviembre de 1945 y el 1 de octubre de 1946. Por primera vez en la historia, un tribunal de vencedores juzgaba a los vencidos como criminales de guerra. Pese a este discutible planteamiento del juicio, se logró que una parte de los jerarcas nazis rindiese finalmente cuentas por sus fechorías. Aunque las sentencias a muerte pueden calificarse de justas en personajes tan siniestros como Ernst Kaltenbrunner o Hans Frank, otros como Wilhelm Keitel o Alfred Jodl fueron igualmente ajusticiados sin que hubiesen sobrepasado durante la contienda su papel militar. En cambio, Hermann Goering —que se suicidó poco antes de subir al patíbulo— o Julius Streicher fueron condenados a la máxima pena como representantes de la ideología que había alimentado ese régimen criminal.
Aunque las sentencias de muerte emitidas en Nuremberg se cumplieron, muchos de los juzgados en otros procesos acabaron siendo puestos en libertad, debido a la política de amistad y colaboración de Estados Unidos y la República Federal de Alemania, con el agravante de que, legalmente, nunca más podrían volver a ser juzgados.
En 1958, las autoridades germanas crearon una agencia destinada a investigar los crímenes del nazismo, localizando a más de 100.000 sospechosos. De éstos, sólo 6.000 serían sometidos a juicio, dictándose la pena de muerte a 13 de ellos. Aunque a comienzos del siglo XXI aún permanecía abierta una cincuentena de investigaciones, la percepción generalizada es que la mayoría de crímenes nazis han quedado impunes. El caso más desalentador fue el del doctor Josef Mengele, que nunca tuvo que rendir cuentas ante un tribunal por sus horripilantes experimentos médicos en Auschwitz; murió ahogado en una playa brasileña en 1979.
Las tropas norteamericanas, horrorizadas, no podían creerse lo que vieron al entrar en el campo de Buchenwald. Más tarde obligarían a la población civil alemana a contemplar estas montañas de cadáveres.
Pero la mayor paradoja en lo que hace referencia a los crímenes del nazismo es que su máximo responsable, Adolf Hitler, hubiera podido eludir también su culpa en este asesinato masivo. La realidad es que no existe ningún documento en el que la firma del dictador germano lo impulsase o respaldase, lo que ha hecho a algunos plantear la disparatada tesis de que lo desconocía.
En realidad, el Führer estaba plenamente informado de todos los detalles del Holocausto y coordinaba los detalles de estos crímenes en conversaciones privadas con Himmler. De las órdenes que impartía no quedaba constancia por escrito, por lo que, en un surrealista desenlace al mayor crimen cometido en la historia de la humanidad, propio del desquiciado siglo XX, en un hipotético juicio su principal causante hubiera podido quedar absuelto por ausencia de la prueba incriminatoria.