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DUELO A MUERTE EN STALINGRADO

HITLER HABÍA FRACASADO EN SU INTENTO DE TOMAR MOSCÚ en el invierno de 1941, pero sus tropas habían logrado rechazar las ofensivas que Stalin había lanzado a lo largo de todo el frente desde enero de 1942. Con la llegada de la primavera, el panorama se presentaba de nuevo despejado y favorable al ejército alemán.

Pero el objetivo principal ya no era Moscú. La captura de los pozos de petróleo del Cáucaso era fundamental para alimentar las reservas alemanas de combustible, por lo que Hitler decidió que la campaña de verano se centraría en el sur de Rusia.

El primer obstáculo para el avance germano hacia el Cáucaso era la fortaleza de Sebastopol, en el Mar Negro, que todavía estaba en manos soviéticas. Antes de emprender cualquier ofensiva, era necesario librarse de ese reducto que amenazaba el flanco meridional. El objetivo no era nada fácil; fortificaciones excavadas en la roca, campos de minas y una guarnición de más de 125.000 hombres hacían de Sebastopol, según se decía en la época, «la fortaleza más poderosa del mundo».

El 20 de mayo se inició el bombardeo, utilizando enormes cañones de calibres nunca vistos hasta ese momento. El 7 de junio, cuando se creía que la posición ya estaba madura para ser tomada, se lanzó un asalto por parte de la infantería, pero fue rechazado. Diez días más tarde fueron tomadas unas posiciones en la orilla norte de la bahía que permitieron a los alemanes disparar su artillería a placer contra el interior de la fortaleza. La intensidad de los bombardeos llevó a los defensores soviéticos, que habían agotado ya su munición, a evacuar la ciudad el 3 de julio, aunque al final fueron hechos prisioneros.

AVANCE HACIA EL CÁUCASO

Mientras Sebastopol caía en manos de las tropas de Hitler, los carros alemanes, libres de esa amenaza en la retaguardia, rodaban ya por polvorientas carreteras rumbo al Cáucaso. Se habían puesto en marcha el 28 de junio, según un plan detallado por Hitler el 5 de abril de 1942. En él se fijaban los objetivos para la nueva ofensiva; una serie de maniobras envolventes a lo ancho de todo el frente sur, con el objetivo de conquistar Stalingrado y después girar en dirección al Cáucaso. Una vez allí, los planes de Hitler incluían el establecimiento de una flota naval en el Mar Caspio; se preveía trasladar los barcos desmontados hasta este mar interior para ensamblarlos una vez allí. En último término, si se alcanzaban estas metas, estaba previsto hacer un nuevo intento de tomar Leningrado, que continuaba resistiendo.

Los alemanes contarían con la ayuda de los países satélite. Hungría, Eslovaquia y Rumanía, además de Italia, enviaron tropas que se unieron a la Wehrmacht en su camino hacia Stalingrado. Las tropas españolas y finlandesas no participarían en este escenario, quedando destinadas en el sector norte del frente.

Si durante la Operación Barbarroja Hitler cometió errores que se demostrarían fatales para el desenlace de la campaña, en esta ofensiva de verano el Führer tampoco anduvo acertado. Pese a que el plan original consistía, tal como se ha indicado, en tomar Stalingrado y después girar hacia el sur, Hitler decidió dividir sus fuerzas; el grupo operativo «A», con el mariscal Wilhelm List al mando, avanzaría directamente hacia el Cáucaso, mientras que el «B», con el mariscal Maximillian Von Weichs al frente, se dirigiría hacia Stalingrado.

El primer grupo encontraría en su camino dificultades de suministro de combustible, por lo que se ralentizó la marcha a la espera de que llegasen nuevos suministros. Además, las laderas de las abruptas montañas del Cáucaso, bien defendidas por tropas locales, se demostraron como una barrera casi insalvable para los vehículos. Hitler, enfurecido por la falta de progresión del avance, destituyó a List y él mismo se encargó de dirigir a distancia este grupo operativo. Aún así, el objetivo de tomar los pozos de petróleo siguió siendo esquivo.

Mientras tanto, el VI Ejército de Paulus, perteneciente al grupo «B», sería el encargado de tomar Stalingrado. La ciudad se levanta en la ribera occidental del Volga; había que conseguir expulsar a los rusos a la otra orilla. Si lo lograban, Stalingrado sería prácticamente inexpugnable, al contar con la protección natural del río.

A finales de agosto comenzó el ataque de las tropas de Paulus desde el noroeste, apoyadas por el IV Ejército Panzer desde el sudoeste, formando así una extensa pinza.

Pero Stalin no estaba dispuesto de ningún modo a entregar la ciudad que llevaba su nombre; afirmó que «el Volga sólo tiene una orilla», lo que arrancaba de raíz cualquier esperanza de poder huir atravesando el río. De hecho, incluso a la población civil se le impidió ponerse a salvo en la otra orilla. El destino de los ciudadanos de Stalingrado no podía ser más trágico; condenados a permanecer en primera línea de batalla, su futuro en caso de triunfo alemán no dejaba lugar a dudas, puesto que Hitler había decidido asesinar a todos los varones y trasladar a las mujeres a campos de prisioneros.

El encargado de la defensa de la ciudad, el general Lopatin, mostró sus dudas de que la ofensiva alemana pudiera ser contenida. Su superior, el comandante en jefe de la zona de Stalingrado, el general Yeremenko, no deseaba conocer en propia carne hasta dónde podía llegar la ira de Stalin en caso de que la ciudad cayera, así que sustituyó al pusilánime Lopatin por el veterano y curtido Chuikov.

Las inequívocas órdenes que recibió Chuikov fueron resistir en Stalingrado a cualquier precio. El entonces comisario político Nikita Kruschev velaría para que se cumpliese al pie de la letra la voluntad de Stalin. Al preguntar a Chuikov cómo interpretaba la misión que se le estaba encomendando, Kruschev obtuvo la respuesta que deseaba escuchar: «Defender Stalingrado o morir en el intento».

Desde el primer momento quedó muy claro que la retirada era una opción que ni tan siquiera podía ser tenida en cuenta. Kruschev dio órdenes a los comisarios políticos de disparar a todos aquellos que intentaran retroceder. En la otra orilla del Volga, las ametralladoras estaban preparadas para recibir con sus balas a los que pretendiesen atravesar el río huyendo del infierno de Stalingrado, sin importar que se tratase de soldados, ancianos, mujeres o niños.

STALINGRADO RESISTE EL ATAQUE ALEMÁN

El 1 de septiembre de 1942, las fuerzas alemanas habían rodeado completamente Stalingrado. La orden que Paulus recibió de Hitler era tan tajante como la que había recibido Chuikov: tomar Stalingrado a toda costa y no retroceder bajo ninguna circunstancia. Dos semanas más tarde, después de romper las sólidas defensas soviéticas, los alemanes lograron penetrar en los suburbios de la ciudad y en el sector en el que se concentraban las fábricas. La presión germana fue creciendo, acompañada por las acciones de la Luftwaffe, que estaban reduciendo la ciudad a escombros; por ejemplo, el 4 de septiembre, un enjambre de 1.000 aparatos había descargado casi sin oposición su carga mortífera sobre la ciudad.

La Luftwaffe jugó un papel crucial en esta primera fase de la batalla, puesto que cortaba los intentos de aprovisionar a las tropas rusas a través del río. Los Stuka se lanzaban como aves de presa sobre las barcazas que atravesaban el Volga. Los cazas alemanes se encargaban de mantener a la aviación soviética alejada de aquella carnicería.

Dos soldados rusos apuntan a su objetivo con rifles de mira telescópica, apostados en un edificio en ruinas de Stalingrado. Los francotiradores fueron unos de los grandes protagonistas de esta sangrienta batalla.

A mediados de septiembre, la situación comenzaba a ser desesperada para los rusos. Los oficiales estaban ya más preocupados por intentar pasar a la otra orilla del Volga que de resistir el avance alemán. Pero Chuikov cortó por lo sano con estas dudas, al ordenar el fusilamiento inmediato de todos los considerados traidores, sin importar el rango.

Las defensas de la ciudad estaban siendo ya penetradas por muchos puntos, por lo que Chuikov renunció a mantener esas líneas. A partir de ese momento cualquier edificio se convertiría en un núcleo de resistencia. Los alemanes tendrían que luchar a muerte para ocupar una casa, una fábrica o un sótano. Además, los rusos establecieron trincheras, fortines y casamatas en todas las calles y plazas de la ciudad. Stalingrado debería ser tomada piedra a piedra.

Con el paso de los días, las dificultades para los alemanes eran crecientes. Había que luchar casa por casa, habitación por habitación, en una batalla urbana en la que los tanques no tenían cabida. No era extraño que en un mismo edificio el sótano estuviera en poder de los rusos, el primer piso en manos alemanas y el segundo piso también bajo control soviético, o a la inversa. Pronto le dieron un nombre a este enfrentamiento que parecía el de una guerra entre ratas: la Rattenkrieg.

Este tipo de lucha, extraña para unos soldados acostumbrados a las rápidas acciones de la guerra relámpago, iba minando poco a poco la moral, al ver que la victoria final se resistía. En cambio, los rusos, al combatir en terreno propio, se veían fortalecidos al comprobar las dificultades que encontraban los invasores alemanes para desalojarlos.

El 4 de octubre, Paulus lanzó una gran ofensiva contra la ciudad, que pretendía ser la definitiva. Chuikov se vio obligado a trasladar su puesto de mando. Fue tomada la Plaza Roja y la estación principal del ferrocarril. Los cañones seguían aplastando las defensas, pero los soviéticos no cedían posiciones, amparados precisamente en las ruinas provocadas por los proyectiles germanos.

Un grupo de soldados alemanes se reagrupa ante los restos de una fábrica. Los hombres de la Wehrmacht nunca se sintieron cómodos en este tipo de lucha, a la que denominaron ratenkrieg o «guerra de ratas».

Hitler estaba deseoso de poder comunicar al pueblo alemán la toma final de Stalingrado, pero la noticia nunca llegaba. Aunque las fuerzas de Chuikov se habían visto reducidas a una sola división, el golpe final a las defensas rusas se resistía. El Führer ordenó paralizar las demás operaciones en el frente ruso y centró toda su atención en lo que estaba ocurriendo en Stalingrado.

El 14 de octubre parecía que los alemanes iban a conseguir su objetivo de enviar a los rusos al otro lado del Volga, pero la continua llegada de refuerzos a través del río logró que se mantuviera la resistencia en el pequeño sector que aún estaba controlado por los rusos. En los días siguientes, un buen número de ferries cargados de soldados y armas conseguía cruzar el Volga pese a los ataques aéreos que trataban de impedirlo. Para desesperación de Hitler, la ciudad consagrada a su gran adversario resistía.

Pero lo que los confiados alemanes no sabían era que los rusos les estaban preparando una desagradable sorpresa. En septiembre, el alto mando soviético había decidido ejecutar una brillante maniobra en forma de tenaza. Se trataba de la Operación Urano; un ejército procedente del norte y otro del sur presionarían los flancos del avance alemán sobre Stalingrado para estrangularlo, separando a las tropas que se encontraban en la ciudad del resto del frente alemán. El general Zhukov, el mismo que había salvado Moscú el invierno anterior, sería quien llevaría a cabo este audaz contraataque.

Unas semanas antes, algunos generales alemanes habían advertido la posibilidad de que los rusos pudieran ejecutar un contraataque en ese sector, pero Hitler estaba tan obsesionado con la toma de la ciudad que no les prestó atención.

Soldados soviéticos en pleno combate en una calle de Stalingrado. Para ellos la única opción era resistir en la ciudad, pues no existía la posibilidad de ponerse a salvo pasando a la otra orilla del Volga.

Los rusos comenzaron a acumular secretamente los efectivos destinados a la operación pero, a principios de noviembre, aviones alemanes procedentes de Stalingrado informaban ya sobre esa concentración masiva de fuerzas. Todos los informes enviados por Paulus al alto mando alemán fueron ignorados; la prioridad absoluta era la toma de la ciudad y no podían distraer fuerzas en otros sectores.

Aún así, Paulus envió a la 22.ª División Panzer para proteger el flanco que presumiblemente iba a ser atacado por los rusos. Sin embargo, el mal estado de los vehículos llevó a que tan sólo medio centenar de tanques pudieran unirse a las tropas que defendían esa zona.

Cada vez más superado por los acontecimientos, el 11 de noviembre Paulus lanzó su última ofensiva en Stalingrado, poniendo en liza todas sus reservas, pero ésta sería rechazada de nuevo por los defensores rusos. Los alemanes se habían jugado su última carta y habían perdido.

EL VI EJÉRCITO ALEMÁN, CERCADO

«Urano» comenzó en la madrugada del 19 de noviembre, al mando del general Vatutin. Siguiendo el principio de que la resistencia de una cadena es igual a la del más débil de sus eslabones, la presión soviética se dirigió contra el sector defendido por el IV Ejército rumano.

En el norte, el ataque pudo ser defendido por los rumanos durante el primer día, pero la enorme superioridad de los soviéticos —en una proporción de tres a uno— no tardaría en imponerse. En cuanto a los tanques disponibles por ambos bandos, los rumanos eran superados en una proporción de siete a uno, pese a los refuerzos que habían sido enviados por Paulus.

Al día siguiente las defensas rumanas cederían, convirtiéndose en un dique que acababa de reventar por la presión incontenible del agua. A partir de ese momento, nadie podría parar la ofensiva rusa.

El segundo ataque realizado por los ejércitos soviéticos tendría lugar por el sur, perforando también con cierta facilidad las líneas defendidas por el IV Ejército rumano, compuesto casi totalmente por caballería. La escasa resistencia de los rumanos demostró que había sido un error colocar a estos aliados tan poco fiables al cargo de una posición de tanta importancia. El ejército rumano estaba anclado en el pasado; las faltas de disciplina eran castigadas con azotes, mientras que los oficiales debían comer en mesas preparadas con manteles y cubiertos de plata. Es probable que el hecho de no sentirse tampoco demasiado identificados con los intereses de sus aliados los llevase a no ofrecer la resistencia que quizás hubieran ofrecido las tropas alemanas en idénticas circunstancias.

Finalmente, el 23 de noviembre, los rusos procedentes tanto del norte como del sur arrollaron por completo a los rumanos y convergieron sobre un puente que atravesaba el río Don en Kalash, que era la línea de comunicación y abastecimiento con el ejército de Paulus.

En sólo cuatro días, la bolsa de Stalingrado había quedado cerrada. En su interior habían quedado aislados 300.000 hombres. Hitler, que estaba pasando unos días de asueto en su residencia alpina de Berchtesgaden no salía de su asombro; ¿cómo era posible que el VI Ejército hubiera quedado cercado?

Al parecer, a las dos de la madrugada del 24 de noviembre, Hitler se había dejado convencer por sus generales de la necesidad de plantear una retirada ordenada de Stalingrado, pero en la mañana de ese mismo día, todo cambiaría. El pomposo mariscal Goering no dudó en comprometerse ante Hitler a que su Luftwaffe abastecería al VI Ejército, estableciendo un puente aéreo. De este modo, los hombres de Paulus podrían resistir hasta que la comunicación con el resto del frente se restableciese. Hitler, no escarmentado suficientemente por los anteriores fracasos de Goering, aceptó la propuesta. Stalingrado debía resistir.

Paulus recibió un telegrama en el que Hitler le conminaba a defender su posición actual y esperar la llegada de las fuerzas de socorro, al mando del mariscal Erich Von Manstein. Al principio, las tropas aisladas en Stalingrado confiaron en la palabra del Führer, pero comenzaron a advertir algunos indicios de que el plan no funcionaba según lo previsto. El abastecimiento de la Luftwaffe se demostró claramente insuficiente; Goering había prometido el envío diario de unas 700 toneladas, pero casi ningún día pasaban de 100.

Además, se produjeron inexplicables errores a la hora de preparar los envíos destinados a los hombres de Paulus; cajas llenas de pimienta, caramelos, octavillas para subir la moral, e incluso preservativos, llegaban a los aeródromos improvisados en los alrededores de Stalingrado ante la decepción y el enfado de los soldados, a la vez que comenzaban a escasear los alimentos básicos.

Los expertos en intendencia intentaron corregirlo enviando harina en lugar de pan, para aprovechar al máximo la capacidad de carga de los aviones; lo que estos entendidos desconocían era que los soldados carecían de los hornos necesarios para cocer la masa. Cuando se vio que el envío de los correspondientes hornos y el resto de elementos secundarios para el amasado del pan complicaba aún más la operación de suministro se decidió volver a enviar las piezas de pan. Todos estos episodios fueron calando en el espíritu de los soldados, sobre cuyas cabezas comenzaba a planear cada vez más la posibilidad cierta de una derrota.

Desde todos los puntos de la ciudad, los heridos que podían caminar se dirigían a los escasos aeródromos que estaban aún en servicio, con la esperanza de subir en el viaje de regreso de los aviones que llegaban con suministros. Miles de ellos morirían congelados mientras esperaban al lado de las pistas de aterrizaje el vuelo que los iba a sacar del infierno. Naturalmente, tampoco faltaron los soldados que simulaban estar heridos para poder salvar la vida, o los oficiales que, amparándose en su rango, tomaban esos aviones rumbo a la seguridad que ofrecía la retaguardia.

Paulus consiguió momentáneamente estabilizar las líneas de defensa, pero era consciente de que difícilmente llegaría ningún ejército para salvarlos. Tan sólo tendrían una oportunidad si Hitler se desdijera de su orden de no retroceder y permitiera al VI Ejército emprender un ataque hacia el oeste, para escapar así de la trampa mortal en la que se había convertido Stalingrado. Según los expertos, si Paulus hubiera desobedecido a Hitler y hubiera dado la orden de atacar en dirección a las líneas alemanas, es muy probable que el VI Ejército lo hubiera conseguido. Pero ahora Hitler no quería ni oír hablar de retirada; aseguró a Paulus que las tropas de socorro llegarían a tiempo. Mientras tanto, no retrocederían ni un metro.

Pese a todo, los hombres de Paulus creían aún en la palabra del Führer y, por lo tanto, confiaban en la pronta llegada de Von Manstein, que había iniciado el ataque, con el nombre de Wintersturm (Tormenta Invernal). Esta ofensiva comenzó con éxito, pero pronto los soviéticos amenazaron con envolver al propio Von Manstein. Se trataba de la Operación Saturno, por la que los rusos pretendían ejecutar una nueva acción en tenaza para capturar al Grupo de Ejércitos del Don en una bolsa gigantesca.

Mientras tanto, los soldados alemanes en Stalingrado podían escuchar en la lejanía el ruido de los combates, lo que los llenó de esperanza. Las luces de las bengalas les señalaban el camino que estaban siguiendo las tropas de Von Manstein, que acudían al rescate.

Pero la disyuntiva que se planteaba estaba clara; si Von Manstein continuaba su ataque en dirección a Stalingrado quedaría rodeado, pero si se retiraba podría conservar todo su potencial para hacer frente a las ofensivas soviéticas que amenazaban con desmoronar toda la línea del frente. La decisión de permitir la retirada de Von Manstein salvó a sus fuerzas de caer en poder de los rusos, pero condenó ya sin remedio a las tropas de Paulus, que contemplaron con tristeza y desesperación cómo el rumor de la batalla se alejaba cada vez más hasta volver a quedar el frente en silencio.

El VI Ejército queda así sentenciado. Su final ya es sólo cuestión de tiempo. El 8 de enero de 1943, el general Konstantin Rokossovski, comandante de las fuerzas soviéticas en el Don, conmina a Paulus a aceptar una rendición incondicional, pero el general alemán rechaza la propuesta.

Dos días después, el Ejército Rojo lanza su mayor ofensiva contra las posiciones germanas. El día 21 de enero, los alemanes pierden la única pista de aterrizaje que queda operativa. El VI Ejército ya está totalmente aislado. Ya no es posible recibir las cartas que puntualmente llegaban a manos de los soldados; el aliento de la familia era lo único que les daba fuerzas para seguir luchando. El 25 de enero, los restos del ejército de Paulus son partidos en dos. La única alternativa posible es aceptar la rendición.

Pero Hitler exige un último y cruel sacrificio; ordena que luchen hasta el último hombre y la última bala. Para escenificar aún mejor ese último acto propio de una ópera wagneriana, a las que tan aficionado era Hitler, el 30 de enero de 1943 nombra a Paulus mariscal de campo, esperando que perpetúe la tradición de que nunca antes un mariscal se había rendido y, por lo tanto, obligándole a morir luchando u optar por el suicidio. Pero el flamante mariscal no tiene ningún deseo de convertirse en héroe póstumo y prefiere conservar la vida, rindiéndose al día siguiente a los rusos.

Dramática imagen de algunos soldados alemanes hechos prisioneros tras su derrota en Stalingrado. Los rusos harían desfilar a muchos de ellos por las calles de Moscú, demostrando que, pese a los éxitos de la guerra relámpago, la Wehrmacht no era invencible.

Mientras Paulus se entrega a los soviéticos, algunos de sus hombres, comandados por el general Karl Strecker, continúan luchando desesperadamente en una fábrica de tractores del norte de la ciudad, causando numerosas bajas a sus enemigos en violentos combates cuerpo a cuerpo, utilizando incluso piezas de maquinaria como armas arrojadizas. Esta tan heroica como inútil resistencia se prolongaría hasta las nueve de la mañana del 3 de febrero, cuando Strecker ordena la rendición.

El 3 de febrero, un comunicado oficial del cuartel general de Hitler anuncia «el fin de la batalla de Stalingrado». Se declaran tres días de luto oficial por la derrota, durante los cuales todos los teatros y cines permanecerán cerrados. Como insólito gesto de solidaridad con los derrotados, en el cuartel del Führer se decide que durante los días de luto se prescinda de la copa de coñac francés que los comensales suelen tomar después de las comidas.

A los soviéticos les cuesta asimilar el gran éxito alcanzado. Tienen ahora en su poder más de 90.000 soldados alemanes; lo único que queda de los 600.000 efectivos que habían formado el VI Ejército. Todos ellos comienzan a marchar a pie penosamente en dirección a campos de trabajo en Siberia. La mayoría ni tan siquiera llegará a su destino, muriendo por el camino. Tan sólo unos 5.000 soldados regresarán a sus hogares, ya en la década de los cincuenta.

El botín no sólo está integrado por un número tan elevado de prisioneros. Los rusos han capturado 750 aviones, 1.550 tanques, 8.000 cañones y más de 60.000 camiones. Por último, tienen el honor de haber capturado, por primera vez desde el inicio de la contienda, a un mariscal de campo alemán.

Stalingrado fue quizás la batalla más dramática de la Segunda Guerra Mundial, en donde más de 300.000 alemanes perdieron la vida o fueron capturados. Por su parte, el Ejército Rojo perdió entre 400.000 y 500.000 de sus hombres, una parte de ellos asesinados por sus propios comisarios políticos, mientras que más de 100.000 civiles murieron a consecuencia de los bombardeos, el hambre o el frío.

El gran duelo entre Hitler y Stalin por la ciudad que llevaba el nombre del dictador soviético se había saldado con una aplastante victoria de este último. Hitler no encajó nada bien su humillante derrota en Stalingrado. Los que le trataban a diario dejaron constancia de que no volvió a ser el mismo. De hecho, al final de la guerra, el líder nazi confesó a su médico que a partir de entonces casi cada noche se repetía el mismo sueño. Una y otra vez, tenía ante sí un mapa con la posición que ocupaban sus ejércitos antes del desastre de Stalingrado y, noche tras noche, volvía a cometer los mismos errores que le habían llevado a aquel fracaso.

Quizás para librarse de una vez de aquel perturbador sueño, Hitler se decidió a devolver el golpe a Stalin. Pero para eso debería esperar al siguiente verano…

Soldados alemanes de la dotación de un Tiger, descansando entre operaciones. Éste fue seguramente uno de los más de millar y medio de tanques que fueron capturados por el ejército soviético tras la desastrosa batalla de Stalingrado.

LA BATALLA DE KURSK

Aunque Stalingrado está considerada como la batalla decisiva para derrotar al ejército alemán en el este, para muchos expertos, por el contrario, el encuentro militar realmente determinante de la campaña de Rusia y, quizás, de toda la Segunda Guerra Mundial, fue el choque que se produjo en la región de Kursk en julio de 1943.

Esta batalla no goza de la celebridad ni del conocimiento popular que sí poseen otras, por lo que su importancia se suele infravalorar con mucha facilidad. No obstante, la Batalla de Kursk constituiría, esta vez sí, el desafío final entre Hitler y Stalin, un duelo en el que se dilucidaría de una vez por todas el vencedor de la guerra.

El desastre sufrido en Stalingrado por las tropas alemanas había animado a los rusos a lanzar una ofensiva generalizada en todo el frente sur. Hasta mediados de febrero los avances fueron continuos, pero los germanos lograron retirarse en un relativo orden, permitiéndose incluso realizar algún contraataque. Fruto de estos cambios en la línea del frente, en el mes de marzo se creó un enorme saliente, con la ciudad de Kursk en el centro, la cual daría nombre a la batalla.

Los generales alemanes comunicaron a Hitler la posibilidad de llevar a cabo un ataque en tenaza en los flancos de este extenso saliente —con un frente de más de 3.000 kilómetros—, con el objetivo de cerrar la bolsa resultante y proceder a su liquidación, tal como los rusos habían hecho seis meses antes en Stalingrado. Pero, teniendo en cuenta que los soviéticos habían concentrado una gran cantidad de hombres y armamento en esa zona, era indispensable contar con una gran ventaja para poder romper las bien tejidas líneas de defensa.

A Hitler le entusiasmó la idea de propinar a Stalin el mismo tipo de golpe que él antes le había asestado en Stalingrado. Estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo en Kursk, lanzando la Operación Ciudadela (Zitadelle). El objetivo era, según sus propias órdenes, «rodear a las fuerzas adversarias que se encuentran en la región de Kursk por medio de un ataque muy concentrado, brutal y muy dinámico». Se trataba de reeditar los éxitos cosechados por la Blitzkrieg en Polonia, Francia o durante los primeros meses en Rusia.

A partir de su victoria en Stalingrado, el Ejército Rojo ya sería imparable. En Kursk logró desbaratar el último intento de Hitler de tomar la iniciativa en el este. En esta imagen propagandística se percibe el empuje de los soldados soviéticos, que ya no les abandonaría hasta la toma de Berlín.

Para alcanzar este objetivo, Hitler puso a disposición de la Wehrmacht y de las divisiones SS el último triunfo de la técnica alemana: el carro de combate Tiger, considerado el tanque más avanzado del mundo en esos momentos. Tal como las unidades del nuevo modelo iban saliendo de las cadenas de montaje, eran enviadas por vía férrea rumbo a Rusia.

Pero estos preparativos no pasaron desapercibidos a ojos de los observadores soviéticos, pero sobre todo a los británicos que, gracias al descifrado de las comunicaciones secretas germanas transmitidas mediante la máquina Enigma, lograron predecir el movimiento que Hitler estaba a punto de realizar. Así pues, los rusos, advertidos por Churchill, procedieron a reforzar aún más el frente. Recurrieron a los civiles, incluidos mujeres y niños, para que, pertrechados de picos y palas, cavasen fosas antitanque capaces de parar el previsto avance de los carros alemanes. De este modo se llegaron a excavar sucesivamente hasta ocho cinturones defensivos, cubriendo unos 200 kilómetros de profundidad. Cada uno de ellos disponía de artillería y un importante contingente de infantería.

Por su parte, los alemanes permanecían ajenos a este refuerzo de la defensa y concentraron a ambos lados del saliente a siete de cada diez tanques destinados al frente oriental. A primeros de julio de 1943, todo estaba dispuesto para la gran ofensiva. Pero lo que los alemanes tampoco sabían era que los servicios de inteligencia soviéticos tenían en su poder a un soldado rumano que había sido capturado por una patrulla rusa. El prisionero había revelado que el ataque tendría lugar al amanecer del 5 de julio, en los alrededores de la ciudad de Orel, al norte del saliente, por lo que se envió allí buena parte de los recursos defensivos.

Esta advertencia sería crucial, puesto que en el primer día del ataque —que, efectivamente, se produjo ese día— las tropas alemanas tan sólo pudieron avanzar diez kilómetros. En el extremo sur de la tenaza los blindados no encontraron tantas dificultades y lograron cubrir 120 kilómetros, lo que llenó de optimismo el cuartel general del Führer. Pero posteriormente la artillería rusa y los obstáculos antitanque consiguieron frenar también el avance procedente del sur.

En la retaguardia alemana permanecían en reserva 17 divisiones Panzer, preparadas para acudir en ayuda de las que habían, hasta entonces, llevado el peso de la ofensiva. Hitler decidió que acudieran al sur de la bolsa para apoyar el ataque que había tenido más éxito, para romper definitivamente la resistencia soviética.

Los rusos también habían enviado sus reservas a ese punto en el que se iba a decidir el resultado del choque. El escenario sería una seca y polvorienta llanura cercana a la localidad de Prokhorovka. Allí, en un día de intenso calor, se produciría la batalla de tanques más grande de la historia; mientras que el general alemán Hoth pudo reunir unos 600 carros de combate, el general Shumilov logró afrontar la amenaza germana con unos 850 tanques.

A primera hora de la mañana del 12 de julio, las divisiones Panzer comienzan a avanzar decididamente por el llano, pero la martilleante acción de la artillería y la aviación rusa ralentizan el ataque. La infantería rusa también ataca valientemente con granadas. Los tanquistas alemanes acusan ya la fatiga del penoso avance, cuando de repente aparecen los carros soviéticos T-34, que hasta ese momento se habían mantenido ocultos en zanjas camufladas con redes, escondiendo incluso sus antenas para que no pudieran ser vistos por los aviones de reconocimiento.

Aunque sobre el papel las fuerzas están equilibradas, las tripulaciones de los carros soviéticos se encuentran descansadas y listas para combatir, mientras que las alemanas llevan varias horas luchando. Las divisiones blindadas rusas se lanzan a toda velocidad contra las líneas alemanas, mientras los panzer continúan su avance sin aminorar la marcha. Como si de un torneo medieval se tratase, las puntas de ataque se dirigen una contra la otra en un duelo a muerte en el que sólo uno de los contendientes sobrevivirá a esa brutal colisión.

Como no podía ser de otro modo, el choque entre ambas formaciones es increíblemente violento. Los tanques se entrecruzan entre sí formando una abigarrada masa de acero. Los aviones de uno y otro bando se ven obligados a dejar de intervenir, al estar los tanques tan próximos que es ya imposible distinguir a unos de los otros. Esta cercanía sería beneficiosa para los intereses rusos; el grueso blindaje de los carros germanos dejaba de ser efectivo a corta distancia, por lo que los proyectiles de los T-34 consiguen penetrar en las corazas de los panzer. Cuando éstos estallan en su interior, la munición explota a su vez, arrancando la torreta de cuajo y elevándola varios metros.

Entre los hierros candentes de los tanques destruidos se pueden ver los cadáveres ennegrecidos de los miembros de la dotación, aunque en ocasiones alguno de sus tripulantes consigue salir arrastrándose, envuelto en fuego y gritando horriblemente, tan sólo para caer unos metros más allá y acabar consumido por las llamas, si no aplastado por las cadenas de algún tanque en veloz carrera. Escenas tan terribles como ésta suceden a cada minuto; los rusos denominarán aquel día acertadamente como «la carnicería de Prokhorovka».

Los trigales que unas horas antes cubrían el terreno aparecen ahora totalmente quemados. En un pasillo de unos 13 kilómetros de largo, toda la vegetación resulta abrasada. Las continuas explosiones causan una inmensa nube de humo que provoca el choque de unos tanques con otros; la confusión ahora es total y absoluta.

La batalla se prolongará durante ocho inacabables horas, en las que el impulso alemán se va agotando ante la resistencia soviética. Al final, los tanques germanos que no han quedado inutilizados regresan a sus puntos de partida, mientras que los rusos restañan sus también abundantes heridas.

Una vez que el frente vuelve a estabilizarse, se contabiliza la pérdida de aproximadamente 300 tanques por cada bando, a lo que hay que sumar un número indeterminado de cañones y vehículos. Teniendo en cuenta las cifras resultantes de la batalla, el resultado de ésta puede calificarse de empate, pero en realidad supone una derrota para las fuerzas alemanas. Mientras que los rusos podían seguir recibiendo refuerzos, los alemanes habían consumido ya casi todas sus reservas. Conseguir cerrar el saliente de Kursk no era ya más que una utopía.

Además, los Aliados occidentales acababan de desembarcar en Sicilia, lo que obligaba a reforzar urgentemente el frente italiano. Hitler ordenó cancelar la ofensiva; la Operación Ciudadela se había saldado con un fracaso. A mediados de agosto, los dos entrantes que habían servido de tenaza para los alemanes estaban ya en poder de los soviéticos.

Las cifras que definen la Batalla de Kursk son colosales. En total se enfrentaron dos millones de hombres y entraron en liza 6.000 tanques. Los alemanes perdieron 30 divisiones, de las que siete eran acorazadas.

Kursk fue la última oportunidad de Hitler para alcanzar una victoria en el este. Si tras Stalingrado los alemanes habían podido rehacer sus líneas y soportar la presión de las ofensivas soviéticas, a partir de la decepción de Kursk el camino hacia el Reich quedaba expedito para las tropas rusas. Después de aquel día funesto para las armas alemanas, la llegada de los tanques soviéticos a Berlín podía ser demorada por más o menos tiempo, pero era ya inevitable.

Posiblemente, tras la derrota en Kursk, Hitler fue consciente por primera vez de que había perdido la guerra.