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PEARL HARBOR: EL «DÍA DE LA INFAMIA»

ESE DOMINGO 7 DE DICIEMBRE DE 1941, el presidente norteamericano, Franklin Delano Roosevelt, se ha hecho a la idea de que disfrutará de un plácido y tranquilo día. Aunque está prevista una recepción para 30 personas en la Sala Azul de la Casa Blanca, ruega a su mujer, la carismática Eleanor, que lo disculpe ante sus invitados y ejerza de anfitriona en solitario, un papel en el que la primera dama se encuentra especialmente cómoda.

En su oficina de la segunda planta de la residencia presidencial, Roosevelt recibe a primera hora a su médico personal para que le trate de una incómoda congestión nasal. Después se reúne con su hombre de confianza, Harry Hopkins, para tratar de la creciente tensión existente con los diplomáticos japoneses. Al cabo de un rato, la conversación va derivando hacia aspectos que nada tienen que ver con una posible guerra.

Roosevelt, abrigado con un jersey para protegerse de las corrientes de aire por su siempre delicado estado de salud, pide al servicio que les traiga unos bocadillos y algo de fruta. Durante el almuerzo continúan departiendo tranquilamente, interrumpidos tan sólo por los ladridos de Fala, el terrier de Roosevelt, que también exige su parte. El presidente tiene previsto, después del refrigerio, dedicar unas horas a poner al día su colección de sellos.

A la una de la tarde está prevista una entrevista entre el embajador japonés y el secretario de Estado, Cordell Hull. Roosevelt, convencido de que se trata de un capítulo más en los roces diplomáticos entre ambos países, se despreocupa del asunto y confía plenamente en el buen hacer de Hull. Así pues, el presidente da la orden de que no le pasen ninguna llamada.

Poco después de la una y media, mientras está acabando de comerse una manzana, y con la vista ya puesta en sus álbumes de sellos, suena el teléfono. Contrariado por la interrupción, lo descuelga; el operador le dice que el secretario de Marina, Frank Knox, está al otro lado de la línea y que tiene que comunicarle algo urgente. Roosevelt cree que se trata de alguna de las fanfarronadas habituales de Knox, por lo que se queda atónito cuando éste, sin ni siquiera saludarle, le espeta: «¡Los japoneses han atacado Pearl Harbor!». Roosevelt deja caer la manzana y sólo acierta a exclamar: «¡No!». Su cara se contrae en un gesto furioso.

Aunque Hopkins intenta calmarle, diciéndole que puede tratarse de algún error, a Roosevelt no le cabe duda de que así ha ocurrido. En un instante ve clara la jugada nipona; mientras su embajador celebra un encuentro en Washington con el secretario de Estado para aparentar que se está buscando una salida negociada al conflicto, sus aviones atacan de improviso la base naval más importante del Pacífico, en esos momentos totalmente desprotegida.

Durante dos años, Estados Unidos se ha mantenido alejada del conflicto. Pero esa mañana de domingo cambiará la historia. La guerra llama a la puerta norteamericana con toda su crudeza; Roosevelt no dudará en salir a recibirla.

MAÑANA TRANQUILA EN HAWAI

A la misma hora en la que Roosevelt charlaba amistosamente en su despacho de la Casa Blanca, antes de que le llegase la noticia del ataque a la base naval de Pearl Harbor, en ese estratégico lugar del Pacífico, situado en las paradisíacas islas Hawai, reinaba una tranquilidad similar.

Mientras en Washington el reloj marcaba la una de la tarde, en Hawai eran las ocho de la mañana. El domingo 7 de diciembre había amanecido despejado y tranquilo en la base naval de Pearl Harbor. Tan sólo algunas nubes pespunteaban el cielo luminosamente azul del Pacífico.

Durante la semana, los soldados norteamericanos destinados en esa base naval habían escuchado las noticias que insistían en la tensión creciente entre Washington y Tokio. Pero nada estaba más lejos de su mente que la posibilidad de que la guerra llegase por sorpresa a Hawai.

La ausencia de medidas de seguridad era absoluta; en los aeródromos, los aviones estaban agrupados, mientras que en el puerto hasta ocho grandes acorazados formaban una línea continua formando la que se llamaría «Avenida de los Acorazados», lo que convertía Pearl Harbor en la caseta de tiro más grande de la historia. Además, los depósitos de munición se encontraban cerrados y las redes antitorpedos estaban guardadas en un almacén.

El día escogido por los nipones para atacar no podía ser más adecuado. La mayoría de soldados y oficiales descansaban en sus literas después de haberse distraído durante la noche en las calles de Honolulu de reputación más dudosa. En el aeródromo, solamente dos pilotos se encontraban despiertos; aún no se habían ido a dormir, enfrascados en una larga partida de póquer.

Los japoneses tuvieron todo de cara. Gracias a la suerte y, sobre todo, a la incompetencia de los responsables de la base de Pearl Harbor, la misión de bombardeo fue una sorpresa absoluta. El día anterior el FBI interceptó una llamada de Tokio a Honolulu en la que preguntaban a un supuesto agente sobre la disposición de los barcos y los aviones en la base. Los militares encargados de hacer las averiguaciones decidieron no alterar sus planes y se acercaron a Honolulu a disfrutar de la noche del sábado.

Pero los errores no se habían cometido solamente en Hawai. Ese mismo día, en el Departamento Criptográfico de la Armada, en Washington, una empleada tradujo un mensaje interceptado entre Tokio y el cónsul nipón en Honolulu que revelaba la inminencia del ataque. Alarmada, a las tres de la tarde presentó la traducción al Jefe del Departamento poco antes de que éste acabase su jornada, por lo que el responsable restó importancia al asunto y prefirió marcharse, dejando pendiente el análisis del mensaje para la mañana del lunes.

Los avisos que se habían producido durante el sábado continuarían en las primeras horas del domingo; a las tres de la madrugada, un dragaminas descubrió el periscopio de un submarino nipón de bolsillo en aguas cercanas a la entrada del puerto. Un destructor acudió a la llamada del dragaminas, pero al no ver nada supusieron que se trataba de alguna boya. Dos horas más tarde, el mismo destructor localizó por fin el submarino y logró hundirlo con cargas de profundidad. Inexplicablemente, el Mando costero prefirió no dar a conocer el ataque, temiendo que hubieran hundido por error un submarino norteamericano, puesto que creían impensable que un sumergible nipón estuviera rondando por esas aguas. Así pues, decidieron enviar otro destructor para comprobarlo.

Las advertencias del desastre no terminarían aquí. A las siete de la mañana, los primeros 183 aviones nipones que habían despegado del portaaviones Akagi se aproximaban a su objetivo; la formación fue confundida en la pantalla del radar con otra de aparatos norteamericanos procedentes del portaaviones Enterprise. El encargado del radar en esos momentos era un recluta inexperto, ya que los más veteranos se encontraban desayunando. Las alarmas no sonaron.

«¡TORA, TORA, TORA

Cuando la formación de aviones nipones fue detectada por los radares norteamericanos, ésta llevaba ya media hora en el aire. En esos momentos el almirante Chuiki Nagumo ordenaba que despegase la segunda oleada desde los portaaviones japoneses. Todo marchaba según lo previsto.

A las 7:35 horas de esa mañana se transmitió la que posiblemente es la orden de ataque más célebre de la historia: «¡Tora, Tora, Tora!» (tigre, tigre, tigre). Este mensaje fue retransmitido a Tokio, a 5.000 kilómetros de distancia. Eso significaba que el ataque estaba a punto de comenzar y que la operación se desarrollaba tal como la había planificado el comandante en jefe de la Flota de Combate Japonesa, Isoroku Yamamoto. La señal de ataque propiamente dicha se radiaría a todos los aparatos a las 7:55 horas, seis minutos antes de llegar al objetivo: «To-To-To», la primera sílaba de totsugekiseyo (a la carga).

Cuando faltaban cinco minutos para las ocho de la mañana, las tripulaciones del centenar de buques que se encontraban anclados en Pearl Harbor se estaban todavía desperezando cuando fueron sobresaltadas con una repentina tormenta de explosiones. Los que permanecían en el interior del buque creyeron que se trataba de prácticas de tiro, pero los que estaban en el exterior comprendieron de inmediato que el ataque iba muy en serio…

En esos momentos se estaban izando las banderas en los acorazados Arizona y Nevada, pero los marineros encargados de subirlas huyeron buscando refugio ante la lluvia de bombas y metralla que se les venía encima, quedando las enseñas a media asta, en un guiño del destino de lo que sucedería esta trágica mañana de domingo. Todos los marineros comenzaron a correr de un lado a otro, viendo cómo los aviones que lucían el círculo rojo del Sol Naciente en el fuselaje pasaban a pocos metros de las cubiertas con los motores a toda potencia; ¡estaban siendo atacados por aviones japoneses! Sus vuelos rasantes permitían incluso vislumbrar el rostro de los pilotos tras el cristal de las carlingas.

Tras los primeros instantes de estupor, los hombres se dirigieron rápidamente hacia los cañones y ametralladoras; de manera incomprensible, estaban cubiertos con lonas perfectamente atadas por lo que, para no perder tiempo, las cortaron con cuchillos de cocina. Pero en ese momento se dieron cuenta de que las cajas de municiones estaban cerradas con candados y nadie sabía quién podía tener la llave. Mientras seguían cayendo las bombas niponas, los marineros intentaban mantener la calma en medio del caos, serrando los candados de las cajas, hasta que finalmente pudieron abrirlas.

En el resto de la base, la confusión era total. Para despejar cualquier duda a los que aún creían que se trataba de unas simples maniobras, la estación naval de radio emitió la alarma: «¡Ataque aéreo en Pearl Harbor! ¡Esto no es una práctica!». La suerte que corrió el aeródromo no fue mucho mejor que la que había sufrido el puerto. Un total de 188 aviones quedaron destruidos en tierra, mientras que los nipones solamente perdieron 29 de los 353 aparatos que participaron en el ataque.

En total, los japoneses hundieron 18 barcos, causando 2.330 víctimas, de las que 1.770 correspondían a la tripulación del acorazado Arizona y que, aún hoy, permanecen en el interior del casco del buque, que tiene la consideración de cementerio militar. El daño infligido a los norteamericanos pudo haber sido mucho mayor si los depósitos que almacenaban el combustible hubieran sido atacados, ya que contenían las reservas previstas para todo un año. Los talleres y diques secos tampoco resultaron afectados, lo que permitiría reparar en poco tiempo los buques dañados en el ataque.

Los buques norteamericanos, envueltos aquí en espesas humaredas, no pueden reaccionar ante el ataque de los aviones japoneses. Ese día, todos los sistemas de seguridad de la base naval de Pearl Harbor fallaron estrepitosamente.

Este error de los japoneses fue debido a la excesiva cautela del almirante Nagumo que, temeroso de que los tres portaaviones norteamericanos —el Enterprise, el Lexington y el Saratoga— se encontrasen cerca, prefirió recoger rápidamente los beneficios de la operación y poner proa a Japón, sin afrontar el riesgo de un hipotético contraataque norteamericano. De haber tenido la seguridad de que los portaaviones no podían acudir al rescate, al encontrarse muy alejados de Hawai, seguramente una tercera oleada nipona hubiera causado tales destrozos que la Marina de guerra estadounidense no se hubiera recuperado en muchos años. Los japoneses, que se habían mostrado hasta ese momento tan audaces, pagarían muy cara en el futuro esa timorata decisión.

Aún así, era innegable que la flota norteamericana había recibido un duro golpe. De sus nueve acorazados en el Pacífico tan sólo dos podían seguir en activo, mientras que los japoneses disponían de diez. Posiblemente, la mejor noticia para los estadounidenses era la ausencia de los tres portaaviones, lo que los salvó de una posible destrucción. Esta circunstancia ha hecho circular la hipótesis nunca demostrada de que el presidente Roosevelt los puso a salvo ante la inminencia de un ataque conveniente para sus intereses, puesto que derribaría los últimos obstáculos para que su nación entrase en la guerra, tal como era su deseo.

EL «DÍA DE LA INFAMIA»

Por su parte, Winston Churchill no pudo reprimir su satisfacción ante el ataque nipón a Estados Unidos. El premier británico supo ver las consecuencias que tendría la entrada de la potencia norteamericana en el conflicto. Ese día quedó definitivamente convencido de que el bando aliado ganaría la guerra.

Cuando la noticia del ataque llegó al cuartel general de Hitler, éste también la recibió alborozado, aunque por motivos difíciles de entender. El Führer exclamó: «Ahora es imposible que perdamos la guerra, ¡tenemos un aliado que no ha sido derrotado jamás en sus 3.000 años de historia!». Pasado ese momento de euforia, uno de los presentes preguntó en dónde se encontraba Pearl Harbor y nadie supo responderle, por lo que tuvieron que pedir un mapamundi.

Si el ataque a Pearl Harbor había sorprendido a Churchill o Hitler, con más razón lo hizo a la población norteamericana. Creyendo estar a salvo de la tragedia que se vivía en Europa, los estadounidenses no podían pensar que la guerra se presentase de esta inesperada manera.

El futuro presidente John Fitzgerald Kennedy, entonces un joven alférez de la Marina, se enteró del ataque al escuchar las noticias de la CBS en su coche, cuando regresaba a su casa tras asistir a un partido de fútbol americano en Washington. El general Dwight David Eisenhower, también futuro presidente, estaba en esos momentos en su hogar durmiendo una siesta, al igual que el entonces actor de segunda fila Ronald Reagan, mientras que Richard Nixon salía de un cine en Los Ángeles cuando se encontró con los vendedores de periódicos anunciando a gritos la noticia.

Los norteamericanos comprendieron al instante que estaban viviendo un momento histórico, lo cual se confirmó al día siguiente, cuando el presidente Roosevelt se dirigió a sus compatriotas en una sesión especial del Congreso para solicitar la declaración de guerra al agresor nipón.

Fue allí cuando, gracias a una acertada inspiración de última hora apuntada con estilográfica sobre el discurso original, declaró el 7 de diciembre como el «Día de la Infamia», un calificativo que haría fortuna:

«Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que será recordada como el Día de la Infamia, los Estados Unidos de América fueron atacados sin previo aviso por fuerzas aéreas y navales del Imperio japonés».

Tras el discurso, emitido en directo para todo el país, el resultado de la votación sería aplastante; entre los congresistas sola mente uno votó en contra, mientras que los senadores apoyaron al presidente por unanimidad. A las 16:10 de ese lunes 8 de diciembre de 1941, Estados Unidos hacía su entrada en la contienda. Ese mismo día, Gran Bretaña declaraba también la guerra a Japón.

La prensa anuncia a toda página el ataque nipón a Pearl Harbor. Tras un primer momento de shock, la población estadounidense se puso de inmediato al lado de su presidente cuando éste declaró al día siguiente la guerra a Japón.

GUERRA RELÁMPAGO EN EL PACÍFICO

Si las armas alemanas habían sometido a buena parte del continente europeo en un abrir y cerrar de ojos, las japonesas también protagonizaron una deslumbrante guerra relámpago, en este caso en el Pacífico.

La misma noche del 7 de diciembre de 1941, la colonia británica de Hong Kong fue objeto de los bombardeos de la aviación nipona. Esta ciudad resistiría hasta el día de Navidad. Durante ese mes de diciembre, los japoneses atacaron las islas de Wake y Guam, Filipinas, Malasia y Birmania, mientras la acomodaticia Tailandia rendía pleitesía a los nuevos dueños de Asia.

Singapur era una de las joyas del Imperio británico. Situada en el extremo de la península malaya, era considerada por los ingleses como inexpugnable. Creyendo que era imposible que fuera invadida por el norte, puesto que se tenía por descabellado el que algún enemigo pudiera atravesar la intrincada jungla que cubría la península malaya, su medio centenar de potentes baterías costeras la protegían exclusivamente de un ataque desde el mar.

De todos modos, a los estrategas del ejército británico en Londres no se les pasó por alto la posibilidad de que los japoneses atacasen desde el norte. Así pues, se decidió la construcción urgente de una red defensiva en ese sector, que debía estar formada por trincheras, barreras antitanque, alambradas o iluminación nocturna, pero esta orden fue ignorada en Singapur, ante el convencimiento de que nadie sería capaz de atravesar la defensa natural que formaba la jungla. Tras la insistencia personal de Churchill, las autoridades militares de Singapur se dispusieron a obedecer, pero los proyectos de defensa no pasarían del nivel burocrático.

Tal como temían los expertos británicos, los audaces japoneses se presentaron en la madrugada del 8 de febrero de 1942 en la puerta trasera de Singapur, tras haber atravesado la jungla, procedentes de Tailandia. Los sorprendidos británicos, que entonces sí lamentaron no haber fortificado esa zona, no pudieron resistir la ofensiva. Ante la inutilidad de las baterías costeras, para hacer frente a los japoneses hubieran hecho falta unos 600 aviones pero, tras un ataque por sorpresa de la aviación nipona, tan sólo quedaron seis aparatos británicos en condiciones de volar. Los tanques japoneses irrumpieron en la colonia y finalmente los ingleses se verían obligados a capitular, entregando la plaza el 15 de febrero de 1942.

Este contundente golpe al orgullo británico venía a sumarse al que había sufrido la Royal Navy el 10 de diciembre de 1941, cuando los dos mejores buques de la flota del Extremo Oriente, los acorazados Repulse y Prince of Wales, fueron hundidos por bombarderos japoneses cuando salían del puerto de Singapur, causando la muerte de 800 marineros. Confiados en la potencia artillera de sus dos acorazados, los británicos no creían que los japoneses se atrevieran a atacarlos, pero los nipones demostraron ser más audaces, improvisando un fulminante ataque aéreo. Hasta ese momento, nunca un barco de esta clase había sido hundido únicamente por la aviación, y en este caso lo había sido por partida doble.

En esta imagen tomada en calles de Singapur el 15 de febrero de 1942, los derrotados soldados británicos se dirigen al cautiverio mientras son vigilados por los japoneses.

Ese desastre naval —que causó un inmenso pesar en Churchill— sería un aviso de que esta guerra no se desarrollaría por los caminos seguidos por los anteriores conflictos bélicos, pero ésa era una lección que Inglaterra no aprendería hasta que vio cómo le era arrebatada Singapur. Gracias a la guerra relámpago nipona, la secular presencia británica en Extremo Oriente había sido barrida en sólo dos meses.

Las Indias holandesas, con sus reservas de petróleo y caucho, serían conquistadas dos semanas después de la caída de la colonia británica. El 22 de marzo, la ciudad australiana de Darwin, situada en la costa norte, sufriría el ataque de los aviones nipones. La mancha roja del Imperio del Sol Naciente se extendía por el mapa a toda velocidad, sin que nadie pareciera capaz de frenarla.

Aunque los habitantes autóctonos de las colonias británicas, francesas u holandesas recibieron a los soldados nipones como libertadores, pronto sufrirían la crueldad de los nuevos amos. La política nipona de «Asia para los asiáticos», que había levantado expectativas de cambio entre la población asiática, pronto se revelaría como una cínica argucia destinada a someterla a los intereses de Japón, en su único provecho.

Si los alemanes habían necesitado diez meses para apoderarse de buena parte del continente europeo, a los japoneses les había bastado con cuatro para imponer su dominio absoluto en el Sudeste Asiático y la parte occidental del Pacífico. En tan sólo 16 semanas se había creado un imperio colonial de casi cinco millones de kilómetros cuadrados, integrado por unos 200 millones de habitantes, en una fulminante expansión sin precedentes en la historia. Harían falta tres años y medio de terribles combates, además del lanzamiento de dos bombas atómicas, para lograr que Japón regresase a sus fronteras de 1941.

LA GUERRA LLEGA A AMÉRICA

Estados Unidos había entrado en la contienda, pero no había declarado la guerra a Alemania. Sin embargo, cuatro días después del ataque a Pearl Harbor, Hitler sí que decidió declarar la guerra a los norteamericanos. Los motivos que le llevaron a ello no están claros, aunque quizás tuvo un peso decisivo su confianza en la flota de submarinos para romper las líneas de comunicación atlánticas entre Norteamérica y las islas británicas.

La Marina de guerra germana lamentaba no poder atacar a los mercantes estadounidenses, puesto que pertenecían a un país neutral. Pese a ello, no fueron extraños los incidentes en los que estos buques eran torpedeados, aunque esos hechos solían ser silenciados por ambas partes para no forzar una escalada de agresiones. La declaración de guerra posibilitó que los sumergibles desatasen su ofensiva contra los barcos norteamericanos, sin ningún tipo de cortapisas.

Así pues, en la noche del 13 de enero de 1942, un submarino alemán, el U-123, tuvo en su periscopio una visión espectacular; las luces de los rascacielos de Nueva York. Aunque a su capitán se le pasó por la cabeza cañonear la Quinta Avenida, había recibido órdenes estrictas de limitarse a hundir buques cisterna cargados de combustible. Así pues, el U-123 torpedeó un petrolero que acababa de salir del puerto; el submarino pudo escapar sin dificultad, puesto que la explosión sería achacada a una mina.

Las pérdidas de la flota mercante no se limitarían a aquel petrolero. En los tres primeros meses de 1942, los submarinos alemanes hundirían en aguas norteamericanas más de 200 barcos. En abril se tomó la decisión de formar convoyes para protegerlos de los ataques germanos, pero la situación era ya desesperada.

Según confesaría más tarde Churchill, la actividad de los submarinos alemanes en el Atlántico, impidiendo el aprovisionamiento de las islas británicas, sería lo único que le quitaría el sueño durante la Segunda Guerra Mundial. La que se denominó Batalla del Atlántico ha quedado relegada en favor de encuentros armados más espectaculares y aparentemente decisivos, pero la realidad es que esta lucha por el control de las rutas marítimas en el Atlántico pudo haber sido la llave de la victoria para Alemania. Pese a las súplicas de la Kriegsmarine para que se le destinasen más recursos, al ver claramente que la guerra podía ganarse en el Atlántico, Hitler nunca comprendió la importancia de este frente, al contrario de Churchill. A partir de julio de 1942, la tendencia favorable a Alemania se invertiría y el balance de barcos aliados hundidos comenzaría a disminuir, mientras que los sumergibles perdidos aumentaron.

La presión germana sobre la costa este no se limitaría a los ataques marítimos. En junio de 1942, un comando formado por cuatro jóvenes alemanes desembarcó desde un sumergible en una playa de Long Island pertrechado con todo tipo de artefactos explosivos para crear el caos en suelo norteamericano, mientras que otro lo hacía en Florida con el mismo propósito. Ambos equipos fueron detenidos poco más tarde, al ser detectados por el FBI.

El temor a las acciones alemanas continuaría, como lo demuestra el hecho de que la Casa Blanca estuvo a punto de ser pintada de negro para que no pudiera ser detectada por la Luftwaffe en un hipotético bombardeo nocturno. En el último momento, Roosevelt dio marcha atrás al plan, al considerar que la moral de los norteamericanos se resentiría al ver uno de los símbolos de su nación pintado de un color que transmitía tan poco optimismo…

Si los ciudadanos de la costa atlántica estaban preocupados, en la costa del Pacífico la inquietud era mucho mayor, tomando tintes de una auténtica psicosis. Al desconocer por completo el potencial nipón, los californianos creían que los japoneses tenían capacidad para lanzar un gran desembarco, por lo que muchos pensaban que la invasión era inminente.

De inmediato, los 130.000 nipones-norteamericanos atrajeron todas las miradas. Estos ciudadanos estadounidenses de origen japonés —aunque dos tercios habían nacido en América— concitaron el recelo e incluso el odio de los naturales del país. No eran atendidos en los comercios ni podían canjear sus cheques en los bancos, y algunos negocios fueron asaltados, mientras que había gente que se dedicaba a destrozar con martillos cualquier producto «Made in Japan». El Departamento de Conservación de Tennessee solicitó a las autoridades seis millones de licencias para cazar invasores japoneses. La respuesta oficial fue: «Abierta la veda de los japos; no se necesita licencia».

Para tener controlada a una supuesta quinta columna y, sobre todo, para tranquilizar los ánimos de la población, el 19 de febrero de 1941 se decretó el internamiento de los nipones-norteamericanos en «campos de realojamiento», en una de las decisiones más controvertidas de la historia de Estados Unidos. Posteriormente, el gobierno iría permitiendo gradualmente la salida de las familias, alejándolas de las zonas costeras. Entre ellas hubo 8.000 jóvenes que se alistaron en el ejército norteamericano, siendo destinados a Europa, en donde muchos de ellos se distinguirían por su valentía y arrojo defendiendo su país de adopción, siendo condecorados por sus acciones.

Por su parte, los japoneses estaban dispuestos a alimentar el miedo de los habitantes de la costa oeste, sabiendo que eso traería quebraderos de cabeza al gobierno de Washington, por lo que idearon una serie de operaciones destinadas a provocar el pánico entre la población civil, aunque el resultado sería insignificante.

Algunos barcos mercantes habían sido hundidos cerca de la costa en las primeras semanas de la guerra pero, en febrero de 1942, un submarino nipón lanzó 17 proyectiles contra unos campos petrolíferos. Los daños fueron tan escasos que ni tan siquiera se interrumpió la jornada laboral.

En agosto del mismo año, los militares japoneses se propusieron incendiar los frondosos bosques de Oregón, para que las llamas se propagasen por todo el Estado. Para ello se empleó un avión plegable que viajaría en el interior de un submarino. Como era de esperar, la operación resultó un completo fracaso, puesto que, aunque el aparato logró lanzar las bombas sobre el objetivo, el fuego sólo pudo destruir siete árboles antes de apagarse por culpa de la humedad.

La respuesta al Día de la Infamia llegaría de manos del coronel James Doolittle y sus hombres, que consiguieron despegar sus bombarderos desde un portaaviones y atacar la capital del Imperio nipón el 18 de abril de 1942. Este bombardeo, aunque casi testimonial, supuso un duro golpe para la moral de la población japonesa.

Los norteamericanos, por el contrario, habían demostrado ser menos ingenuos. Cuatro meses después del ataque a Pearl Harbor, una misión comandada por el coronel James Doolittle consiguió someter a Tokio a un ataque aéreo. La operación, ordenada en persona por Roosevelt para vengar la afrenta de Pearl Harbor y animar la moral del pueblo norteamericano, que hasta ese momento tan sólo escuchaba derrotas en los noticiarios, se presentaba como una misión prácticamente suicida. Al no existir bases próximas desde las que despegar rumbo a Japón, se decidió acercar lo máximo posible un portaaviones para que desde él despegase un grupo compuesto de 16 bombarderos; los aparatos soltarían su carga de bombas sobre Tokio y proseguirían su vuelo para aterrizar en la aliada China.

Esta arriesgada misión se saldaría con un éxito total el 18 de abril de 1942, pese a las grandes dificultades que entrañaba. Aunque el balance de daños causado por los bombarderos de Doolittle fue más bien simbólico, el impacto sobre la moral de la población nipona fue enorme, al comprobar por primera vez que también ellos podían sufrir las consecuencias de la guerra.

MACARTHUR: «VOLVERÉ»

Como se ha apuntando antes, el extenso archipiélago filipino también caería dentro de la órbita del Imperio japonés. En 1941 Filipinas se encontraba bajo administración norteamericana; aunque el presidente formal era Manuel Quezón, en realidad el poder dependía del jefe de la misión estadounidense, que no era otro que el carismático general Douglas MacArthur.

Nueve horas después de que los japoneses atacasen Pearl Harbor, éstos se lanzaron también contra Filipinas, bombardeando los aeródromos. La invasión principal comenzó el 22 de diciembre. La brutal ofensiva nipona —pese a ser llevada a cabo por tan sólo 40.000 hombres— era imparable y las fuerzas constituidas por tropas autóctonas y norteamericanas —en total, unos 80.000 soldados— nada podían hacer para rechazarlas. Poco a poco, las fuerzas defensoras fueron siendo acorraladas tras una penosa marcha a través de la selva, sin alimentos ni medicinas, hasta quedar sitiadas en la isla de Corregidor, situada en la bahía de la capital, Manila.

Mientras los nipones recibían continuos refuerzos desde Formosa y Japón, Washington dio por perdida Filipinas y prefirió enviar tropas, aviones y pertrechos a Australia, que corría el peligro de ser también invadida. MacArthur proclamó entonces que pensaba vencer o morir en Corregidor.

Ante la inevitable toma de la isla por parte de los japoneses, MacArthur fue conminado por el propio presidente Roosevelt a ponerse a salvo junto a su familia, por lo que el 12 de marzo tuvo que salir de la isla en una lancha torpedera, dejando atrás a los hombres que valerosamente habían luchado junto a él y que aún lograrían resistir en Corregidor hasta el 6 de mayo.

Pero el general MacArthur les dejó una frase que en boca de él se convertía en una solemne y firme promesa: «I shall return» (Volveré). Los filipinos, que lo conocían muy bien al haber cumplido varias misiones en la isla a lo largo de las últimas cuatro décadas, sabían que MacArthur siempre cumplía su palabra, costase lo que costase.

Durante la ocupación nipona, los norteamericanos introdujeron subrepticiamente en la isla todo tipo de artículos con destino a los resistentes —desde cajas de cerillas y paquetes de tabaco hasta goma de mascar— con la inscripción de la famosa frase de MacArthur entre banderas de Filipinas y Estados Unidos entrelazadas, y con su firma al pie. Esto dio ánimos a la población civil en esos difíciles momentos y minó también la moral de los japoneses, que veían objetos con la efigie de MacArthur por todo el país, pese a que su posesión estaba castigada con la muerte. Pero la liberación de Filipinas quedaba aún muy lejos.

CHINA RESISTE LA PRESIÓN NIPONA

La rápida y violenta expansión de Japón por Asia y el Pacífico en diciembre de 1941 se completaría con una ofensiva en las impenetrables junglas de Birmania. Con sólo dos divisiones disponibles para esta región, los japoneses atacaron la colonia británica para cerrar el paso a los refuerzos con destino a Singapur y, sobre todo, para cortar la ayuda norteamericana a los nacionalistas chinos de Chiang Kai-shek que llegaba a través del puerto de Rangún.

La llamada Carretera de Birmania mantenía la esperanza de los chinos de poder expulsar a los japoneses de su territorio. La guerra que enfrentaba a ambos países había comenzado en 1931, con la invasión nipona de Manchuria. La reacción china fue ahogada con la toma de Shangai. Pero la paz se rompería definitivamente en 1937, iniciándose una sangrienta lucha en la que los japoneses llevarían a cabo un genocidio tan atroz que sus heridas continúan aún hoy sin cicatrizar.

Aunque este escenario de la guerra está considerado por los historiadores occidentales como secundario, la realidad es que de los 2.300.000 soldados japoneses de ultramar, 1.200.000 estaban en China, es decir, que Japón tuvo que destinar a uno de cada tres soldados a combatir en ese gigantesco país. Si los japoneses no se hubieran embarcado en esa colosal empresa, es fácil imaginar las dificultades con que se hubieran encontrado los norteamericanos ante unas guarniciones niponas en las islas del Pacífico reforzadas con más de un millón de soldados.

Por lo tanto, es comprensible que Estados Unidos se volcase en apoyar a China, pese a las fundadas sospechas de corrupción que siempre planeaban sobre el régimen despótico de Chiang Kai-shek. Era fundamental que los japoneses continuasen desangrándose en China, pese a que era muy difícil hacer llegar a los chinos los medios necesarios para resistir, puesto que la frontera con Birmania suponía el único punto de contacto con los Aliados. Pero incluso ese estrecho canal de ayuda no tardaría en quedar cegado.

Con escasas bajas por ambos lados —2.000 muertos japoneses y 1.400 británicos—, la campaña de Birmania se decidió en mayo de 1942 con la victoria nipona. A partir de entonces, la ayuda a los nacionalistas chinos debería hacerse a través de un peligroso puente aéreo que sobrevolaba el Himalaya, organizándose más de 167.000 vuelos sobre esta «Autopista de Aluminio» (Aluminum Highway), llamada así por los restos de aviones que jalonaban el camino; allí se estrelló un aparato por cada uno de los 800 kilómetros de esta ruta de aprovisionamiento.

Tokio podía anotarse una nueva conquista mientras las tropas aliadas se retiraban a la India, a la espera de poder recuperar algún día la colonia birmana. Pero, al igual que en el caso de Filipinas, el contragolpe iba a tardar todavía mucho tiempo en producirse.

MIDWAY, LA BATALLA DECISIVA

Tras esos aplastantes éxitos en Filipinas y Birmania, el Imperio japonés se enfrentaba a una disyuntiva que iba a ser crucial para el desenlace de la guerra. Existía la posibilidad de consolidar el extenso territorio conquistado en tan poco tiempo, permaneciendo a la defensiva a la espera de una contraofensiva norteamericana, o, por el contrario, propinar a Estados Unidos el golpe decisivo que lo expulsase para siempre del escenario del Pacífico.

Antes de decidirse por una u otra estrategia, la flota nipona quiso poner a prueba la determinación estadounidense en el Mar del Coral, el último obstáculo en la ruta que llevaba a Australia. Allí se produjo el 7 y el 8 de mayo de 1942 la primera batalla aeronaval de la historia. Aunque el combate finalizó en tablas al perder cada uno un portaaviones, este encuentro naval supuso el primer revés para Japón.

Isoroku Yamamoto, el cerebro que había planeado el ataque a Pearl Harbor, comprendió que, a partir de ese momento, el tiempo corría dramáticamente en su contra. Teniendo en cuenta el gran potencial industrial de su enemigo, era un suicidio limitarse a mantener una guerra de desgaste en la que, tarde o temprano, se acabaría imponiendo Estados Unidos.

La única solución era plantear una batalla definitiva, un duelo decisivo por el control del Pacífico, en un momento en que la Marina nipona aún era superior. El lugar elegido para ese choque sería Midway, un pequeño y solitario archipiélago situado al nordeste de Hawai. Yamamoto sabía que los norteamericanos echarían toda la carne en el asador en la defensa de esas islas; si caían en poder nipón, Hawai quedaría al alcance de sus bases aéreas y su invasión sería cuestión de semanas, por lo que conservar las Midway era absolutamente vital.

Los japoneses sabían que allí serían enviados los tres portaaviones del Pacífico con el fin de proteger las islas, por lo que se abría la ansiada oportunidad para destruirlos. Pero para eso era necesario poner en juego a los seis portaaviones con que contaba Yamamoto. Aunque la correlación de fuerzas era favorable a la flota imperial, no había duda de que se trataba de una apuesta a todo o nada. Quien venciese en Midway se convertiría en el dueño y señor del Pacífico.

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Un avión norteamericano Grumman Avenger destinado en el Pacífico. La aviación fue la gran protagonista de la Batalla de Midway, en la que las flotas navales estadounidense y japonesa no llegaron a entrar en contacto.

Con lo que no contaban los nipones era con que los norteamericanos eran capaces de descifrar los códigos empleados por su flota. El movimiento de los barcos de Yamamoto fue detectado, pero no se sabía hacia dónde se dirigían. En un principio parecía que el objetivo era tomar las islas Aleutianas, en el norte, pero los servicios de inteligencia estadounidenses tendieron una astuta trampa. Como sabían que el punto de reunión de la flota era un lugar denominado con una clave, y sospechaban que podía tratarse de Midway, emitieron un mensaje rutinario en el que se comunicaba que en Midway existía un problema de abastecimiento de agua. Poco después, descodificaron un mensaje japonés en el que se decía que en el lugar de destino había problemas con el agua; ¡el objetivo era Midway!

Tan sólo faltaba tejer en esas islas una tela de araña, sabiendo que la ingenua presa no tardaría en caer. En la madrugada del 4 de junio de 1942, los aviones japoneses despegaron de los portaaviones rumbo a Midway; poco antes, los buques habían sido detectados y la noticia ya había llegado a la isla. El mecanismo de la trampa se ponía en marcha.

Al llegar los aparatos nipones se encontraron con que en la isla prácticamente no había oposición, sólo unos pocos aviones anticuados. Atacaron a placer las instalaciones, los hangares y los almacenes, pero… ¿dónde estaba el grueso de la Flota Aérea Norteamericana?

En esos momentos los bombarderos estadounidenses se encontraban volando hacia los portaaviones japoneses, que no contaban momentáneamente con protección aérea. Pero el ardid no salió como los norteamericanos esperaban y la flota nipona supo defenderse, sufriendo escasos daños. Cuando los japoneses iban a lanzar la segunda oleada contra Midway, les llegó la noticia de que la flota estadounidense se acercaba a toda máquina, por lo que se dieron órdenes a los aviones para que se equipasen con torpedos para atacarla.

Las informaciones que llegaban a oídos japoneses comenzaron a hablar de que la flota enemiga estaba formada únicamente por cruceros y destructores, así que a los aviones se les reequipó para atacar Midway. Pero de repente llegó una comunicación que revelaba la existencia de un portaaviones; de nuevo cambiaron los planes, puesto que la prioridad era hundir los portaaviones, lo que implicaba volver a cambiar el tipo de armamento a emplear.

Por su parte, los aviones ya habían despegado de los portaaviones norteamericanos, al encuentro de la flota nipona, pese a encontrarse en el límite de su radio de acción. Como si de un duelo del viejo oeste se tratase, los estadounidenses habían desenfundado inmediatamente, mientras su rival aún estaba pensando qué arma utilizar…

La indecisión nipona resultaría determinante para la suerte de la batalla. Cuando quisieron reaccionar ya era demasiado tarde; tenían a los aviones enemigos sobre sus cabezas. Los japoneses consiguieron armar una oleada con rumbo a la flota norteamericana, pero mientras tanto cuatro de sus portaaviones habían resultado alcanzados, hundiéndose en las horas siguientes.

La batalla se prolongaría hasta la madrugada, pero estaba claro que los japoneses habían sido derrotados. Aunque finalmente un portaaviones norteamericano herido fue rematado por un submarino nipón, los cuatro perdidos por los nipones desequilibraban totalmente el balance del encuentro. A partir de entonces, la supremacía naval en el Pacífico correspondería a Estados Unidos. Yamamoto había fracasado en el duelo decisivo; la derrota del Imperio japonés ya no era más que cuestión de tiempo, pese a que el primer ministro, Hideki Tojo, no se daba cuenta de ello.

DESEMBARCO EN GUADALCANAL

Aunque la amenaza naval del Imperio japonés había quedado neutralizada en Midway, su posición estratégica era aún muy sólida. Se había creado una inmensa barrera que comenzaba en Birmania, seguía por Sumatra, Java y Nueva Guinea y luego se prolongaba por un cinturón de islas del Pacífico hasta llegar a las Aleutianas. En estas remotas e inhóspitas islas los japoneses habían establecido unas bases con las que amenazaban la cercana Alaska, aunque la climatología adversa pronto los convencería de la imposibilidad de crear allí un frente estable.

Atacar esa fortaleza que cerraba el Pacífico casi por completo, de norte a sur, se presentaba como un objetivo inabordable. Pero había un enclave en el que era necesario intervenir para evitar que los japoneses se lanzasen contra el último reducto de occidente: Australia. Si caía este país-continente, Japón establecería su dominio incontestable sobre Asia y el Pacífico. Ese punto de importancia capital era el archipiélago de las Salomón, situado al este de Nueva Guinea. Esas islas eran la puerta de entrada al norte de Australia, y estaban en poder de Japón.

En la madrugada del 7 de agosto de 1942, 10.000 soldados norteamericanos desembarcan en Guadalcanal, la isla más oriental de las Salomón, y en la que los japoneses están construyendo un aeródromo para castigar las rutas de aprovisionamiento de Australia y Nueva Zelanda.

Bien pronto comprueban que sus enemigos no tienen nada que ver con lo que han visto hasta la fecha; se rigen por el bushido, el antiguo código de honor de los caballeros japoneses, que exige un sacrificio y abnegación extremos, llegando a la entrega de la propia vida, y que no contempla la posibilidad de la rendición, considerada un deshonor. Esta actitud incomprensible para un occidental llevaría al terrible espectáculo de contemplar, por ejemplo, a náufragos japoneses negándose a ser rescatados por un barco norteamericano, prefiriendo ser devorados por los tiburones.

En Guadalcanal, los marines se encuentran con un enemigo que se oculta en la selva y que lanza ataques suicidas en medio de la noche. Gracias al apoyo aeronaval, los norteamericanos consiguen apoderarse de Guadalcanal en febrero de 1943, tras perder 1.600 hombres. Por su parte, los japoneses pierden 25.000 soldados en la defensa de la isla, siendo capturados un millar, una cantidad de prisioneros excesiva si se compara con las campañas posteriores, en las que no se logrará atrapar con vida a ningún nipón.

Guadalcanal supuso el freno definitivo a la expansión imperial, pero avanzó las terribles características que presentaría la lucha en las islas del Pacífico. Para derrotar a Japón era necesario arrebatarle una a una todas sus posesiones, y eso sólo se podía conseguir tras una guerra larga y extenuante.

El problema para los Aliados era establecer la estrategia a seguir una vez que los japoneses se habían puesto a la defensiva. La primera opción, situar el centro de la acción en el continente asiático, se descartó por la débil posición de salida y la dificultad de coordinar el esfuerzo de guerra en un frente tan complejo, además de la escasa fiabilidad demostrada por las fuerzas chinas nacionalistas.

Las otras dos opciones estaban rodeadas de ambiciones y rivalidades personales. MacArthur y el Ejército de Tierra apostaban por avanzar desde el sur, partiendo de Nueva Guinea para llegar a Filipinas. En cambio, la Marina, con el almirante Chester Nimitz al frente, defendía un ataque a través del centro del Pacífico, basándose en el poder de sus portaaviones.

Al final, Washington tomó una decisión salomónica como era combinar ambas líneas de avance, lo que obligaba a dividir los recursos. Renunciando a un ataque directo y demoledor, la guerra duraría probablemente más tiempo, pero se disminuían los riesgos y se aseguraba a largo plazo el triunfo aliado sobre el Imperio del Sol Naciente.