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LA OPERACIÓN BARBARROJA

HITLER HABÍA FRACASADO en su intento de doblegar la resistencia de Gran Bretaña. Pero aún así decidió emprender su plan más ambicioso: la invasión de la Unión Soviética. Muchos se preguntan aún las razones por las que Hitler se lanzó tras ese objetivo casi inalcanzable. La respuesta quizás haya que buscarla en la propia mente del Führer.

Hitler, en su calenturienta imaginación, veía en el futuro un imperio continental que se extendía desde el Atlántico hasta los Urales. Para conseguirlo creía necesario antes expulsar a la mayor parte de la población rusa al otro lado de esa cordillera que separa a Europa de Asia. Tan sólo quedaría en la Rusia europea una minoría destinada a realizar los trabajos más pesados, a las órdenes de colonos alemanes.

El espejo en el que pretendía mirarse era la India colonial; cuando alguien le hacía notar la enorme dificultad que entrañaba esa empresa, él recordaba que una pequeña cantidad de ingleses había bastado para someter a ese país tan extenso y populoso. También estaba bajo el influjo de las novelas de pieles rojas que había devorado en su juventud; para él, las estepas rusas debían ser para los alemanes lo que las grandes praderas de Norteamérica habían supuesto allí para el hombre blanco.

Las ensoñaciones de Hitler para el futuro de estas colonias continentales tenían una presencia continua en sus conversaciones privadas. El Führer explicaba una y otra vez a sus sufridos y pacientes contertulios sus planes para estos vastos territorios. Según él, una vez desplazada buena parte de la población local, dejando tan sólo aquellos que pudieran ser utilizados para trabajar, debía construirse una red de autopistas que uniese el territorio del Reich con el del Mar Negro.

A lo largo de estas autopistas se construirían nuevas ciudades, separadas por unos 100 kilómetros de distancia, y que estarían habitadas por colonos alemanes. Los rusos vivirían en suburbios o granjas aisladas, recibirían una educación elemental para que pudieran resultar útiles, pero sin tener derecho a asistencia sanitaria; en la depravada mente de Hitler, la salud precaria serviría como un regulador natural para evitar así el crecimiento de la población autóctona.

Si tenemos en cuenta los planes a largo plazo de Hitler, es fácil comprender que la invasión de la Unión Soviética era inevitable y su puesta en marcha era sólo cuestión de tiempo. Si consideramos además que Hitler, consciente de que ya no era joven y de que su salud se iba deteriorando cada vez más, tenía una cierta premura por cumplir con sus ambiciosos objetivos, se entiende que hiciera los preparativos para que el ataque fuera lanzado en el verano de 1941.

Por último, Hitler no era tampoco ajeno a las recomendaciones de sus expertos; si quería derrotar a Gran Bretaña en una larga guerra de desgaste, era necesario asegurarse antes el suministro de cereales y carburante. Y Rusia podía ofrecer ambas cosas en abundancia.

PREPARATIVOS PARA LA INVASIÓN

El Führer confiaba en que la resistencia rusa se rompería en cuanto sus tropas atravesasen la frontera; creía que —según una metáfora que él empleaba— ésta no era más que una puerta de madera podrida que podía ser derribada de una patada.

La realidad es que, en este caso concreto, el análisis de Hitler no se alejaba de la realidad. En las fronteras occidentales de la Unión Soviética había unos tres millones de soldados rusos, pero en realidad el Ejército Rojo no era en esos momentos más que una masa ingente de soldados escasamente preparados. Estaban dotados de armamento obsoleto; el número total de tanques superaba los 14.000 —el triple de los alemanes—, pero sólo una séptima parte eran suficientemente modernos. Los soviéticos poseían superioridad en artillería en una proporción de cinco a uno y poseían el triple de aviones, aunque técnicamente eran muy inferiores a sus equivalentes germanos.

Además, sus oficiales habían resultado diezmados en las purgas estalinistas. Un ejército que sufriese la eliminación de 400 de sus generales, como así ocurrió, no podía presentarse como una organización competente en el campo de batalla.

Nada hacía pensar que el Ejército Rojo pudiera ofrecer algún tipo de resistencia ante las fuerzas alemanas, compuestas de soldados disciplinados y con experiencia reciente en combate, dotados con las mejores armas y contando con los tanques y aviones técnicamente más avanzados del mundo. La Wehrmacht se presentaba aún como una fuerza invencible y no parecía que los soldados rusos pudieran ser los primeros en frenarla.

Ante este prometedor panorama, la tentación de invadir la Unión Soviética era irresistible. El sueño de Hitler de conseguir espacio vital para Alemania en el inmenso territorio ruso estaba al alcance de la mano y seguramente no se le volvería a presentar una ocasión semejante.

Aunque hasta ese momento el ejército germano no había encontrado rival en Europa, los generales alemanes se quedaron perplejos cuando el 30 de marzo de 1941 Hitler les anunció su intención de atacar. Ellos eran conscientes de que Alemania había sido derrotada en la Primera Guerra Mundial por luchar en dos frentes, y ahora estaba a punto de cometer el mismo error. Pero nadie fue capaz de advertir al dictador germano que su decisión era equivocada, en parte por temor y en parte porque abrigaban la esperanza de que la intuición y la buena suerte que le había acompañado al dirigir las triunfales campañas militares en Polonia y Francia continuase también en las estepas rusas.

Pero la decisión había sido tomada mucho antes, el 18 de diciembre de 1940. La operación se llamaría «Barbarroja», en honor al emperador germano Federico I Barbarroja (1123-1190), del que la leyenda asegura que no murió, sino que permanece dormido a la espera de que Alemania le necesite. Así pues, invocando a aquella figura mítica, Hitler había decidido que la ofensiva tuviera lugar el 15 de mayo de 1941. De este modo, la Wehrmacht tendría tiempo de derrotar a los rusos antes de que éstos pudieran recurrir al «General Invierno».

Según los cálculos de Hitler, en menos de tres meses las tropas germanas estarían desfilando por las amplias avenidas de Moscú. Tan convencido estaba de que se produciría una victoria aplastante que ni tan siquiera reparó en la necesidad de pertrechar a sus tropas con ropa de invierno.

Sin embargo, se produjo un hecho que, indirectamente, pudo ser el causante final de la derrota alemana en Rusia. Cuando ya había comenzado la cuenta atrás para la invasión, Hitler se vio obligado a intervenir en los Balcanes. La causa se remontaba a cinco meses atrás, el 28 de octubre de 1940, cuando las ansias expansionistas de su aliado Mussolini le habían llevado a invadir Grecia desde territorio albanés, un país que se había anexionado en abril de 1939. La campaña, que se esperaba muy cómoda, acabó desembocando en un desastre y los italianos se encontraron al poco tiempo a la defensiva en Albania. Un desembarco de tropas británicas en Grecia en noviembre vino a complicar aún más las cosas para el Eje.

Estaba claro que Hitler no podía emprender la conquista de Rusia mientras se mantuviera la presión aliada en los Balcanes, por lo que decidió resolver el desaguisado provocado por el impulsivo Mussolini recurriendo a sus expeditivos métodos. El objetivo prioritario debía ser la invasión de Grecia.

Para atacar al país heleno era necesario abrirse paso a través de los Balcanes, por lo que Berlín presionó a los países de esta región para que se uniesen al Eje. Yugoslavia cedió, pero un golpe de Estado contrario a los intereses germanos llevó a Hitler a ordenar su invasión, junto a la de Grecia, el 6 de abril de 1941. Dos semanas bastaron para que el gobierno yugoslavo capitulase, tras un brutal bombardeo sobre una casi indefensa Belgrado. Antes de que acabase el mes, Grecia ya había hecho ondear también la bandera blanca. Los aviones de la Luftwaffe sobrevolaban triunfantes un Partenón en el que ondeaba la esvástica. Como si de un símbolo de la aciaga suerte que sufría Europa se tratase, la cuna de la civilización occidental se hallaba sometida en ese momento a la fuerza bruta del nazismo.

Parecía que Hitler podía dedicarse ya plenamente a preparar el ataque a la Unión Soviética, pero de nuevo el desarrollo de los acontecimientos lo impidió. Los griegos y británicos que habían podido escapar de los alemanes se habían trasladado a la isla de Creta para continuar resistiendo desde allí. El Führer decidió intervenir para eliminar esa amenaza en el flanco mediterráneo, retrasando otra vez la orden de ataque en el este.

Los efectivos británicos concentrados en Creta, asistidos por dos divisiones griegas, eran de sólo 28.000 hombres, y además contaban únicamente con dos docenas de aviones de caza y un número similar de tanques y cañones antiaéreos. Pero lo escarpado del terreno y el apoyo de la Royal Navy jugaban a su favor para ofrecer una feroz resistencia.

Por primera vez en la historia militar, se recurriría a fuerzas paracaidistas para emprender una ofensiva de gran alcance y no sólo para llevar a cabo alguna operación puntual, como en Noruega o Bélgica. Ante aquella débil fuerza defensora, los alemanes emplearon en total unos 13.000 paracaidistas, que comenzaron a ser lanzados sobre la isla el 20 de mayo.

Aunque finalmente se consiguió el objetivo de ocupar Creta, tras unos encarnizados combates contra los británicos, las pérdidas germanas fueron muy importantes. De los aproximadamente 10.000 alemanes que participaron en la primera fase de la batalla, casi la mitad resultaron muertos, heridos o capturados, siendo muchos de ellos soldados de elite, que hubieran podido ser muy útiles más tarde en la campaña de Rusia.

Una vez asegurado el frente mediterráneo, tras su correspondiente coste en hombres, material y, lo que en ese momento era más importante, en tiempo, Hitler tenía las manos libres para la inminente ofensiva contra la Unión Soviética, pero ya se había producido un retraso que a la postre resultaría fatal.

Varios generales de su Estado Mayor, incluido el general Friedrich Paulus —quien acabaría rindiéndose en Stalingrado un año y medio más tarde—, le comunicaron que era arriesgado lanzar el ataque a mediados de junio, puesto que podían verse atrapados en el crudo invierno ruso antes de llegar a Moscú. Hitler desoyó estas advertencias y fijó la fecha de la ofensiva para el 22 de junio de 1941.

Sería la segunda vez en la historia que Rusia debería enfrentarse a una invasión procedente de Europa. Napoleón ya lo había intentado lanzando sus tropas en dirección a Moscú en 1812, concretamente el 24 de junio, dos días después de que lo hiciera Hitler. Aunque el corso logró llegar a Moscú con la Grand Armée, algo que el austríaco no consiguió con su Wehrmacht, la pretensión de ambos de derrotar a los rusos se vería abocada al fracaso.

Por otra parte, desde un primer momento quedó claro que aquella campaña no iba a ser como las anteriores. Por decisión personal de Hitler, se trataría de un enfrentamiento ideológico a muerte, sin ningún respeto por las reglas establecidas por los convenios internacionales, lo que acabaría convirtiéndolo en una guerra de exterminio. El 13 de mayo ya se había dictado la Orden Jurídica Barbarroja, por la que los soldados alemanes quedaban eximidos de los crímenes que pudieran cometer en Rusia. Del mismo modo, el 6 de junio se ordenaba expresamente el fusilamiento de los comisarios políticos soviéticos en el mismo momento de su apresamiento.

El considerar la conquista de Rusia como una guerra de destrucción (Vernichtungskrieg), además de ser condenable por sus execrables connotaciones morales, constituiría a la postre un enorme error estratégico. La población civil recibiría en un primer momento a las tropas alemanas como liberadoras de las privaciones materiales y el régimen de terror impuesto por la dictadura estalinista, especialmente en Ucrania, pero las brutales e indiscriminadas acciones llevadas a cabo por las tropas de las SS, con la connivencia de la Wehrmacht —que serán analizadas más adelante en el capítulo dedicado al Holocausto—, harían que las simpatías por la causa germana se evaporasen de inmediato.

En el aspecto puramente militar, «Barbarroja» consistía en tres ofensivas simultáneas. La del Grupo de Ejércitos Norte, con el general Leeb al mando, ocuparía los Estados Bálticos y tendría como objetivo alcanzar Leningrado. La del Grupo Sur, mediante los panzer del general Rundstedt, atravesaría las fértiles llanuras de Ucrania para llegar al río Dnieper, con la vista puesta en los pozos petrolíferos del Cáucaso. El Grupo Centro, con el general Bock al frente, atacaría desde Varsovia hacia Minsk y Smolensko; ellos serían los que tendrían la oportunidad de alcanzar la gloria tomando Moscú.

A la medianoche del sábado 21 de junio de 1941, los generales de estos tres Grupos de Ejército acabaron de ultimar los preparativos para la invasión, que debía comenzar a las tres y media de la madrugada del domingo. Los tres millones y medio de hombres que iban a participar en ella escucharon de boca de sus oficiales una arenga escrita por el Führer.

Mientras tanto, ¿qué sucedía en Moscú? Aunque resulte sorprendente, en esos momentos allí nadie temía una invasión. Desde comienzos del mes de junio los alemanes habían estado acumulando tropas y material en el este, destinados a la inminente ofensiva, a lo que hay que sumar los informes que habían llegado a Stalin asegurando que se estaba preparando un ataque germano, pero el líder soviético desechó estas informaciones, convencido de que Hitler no iba a traicionar el pacto nazi-soviético firmado entre ambos países el 23 de agosto de 1939.

Casi tres meses antes, el embajador británico en Moscú ya había entregado a las autoridades rusas un mensaje confidencial de Churchill en el que advertía al líder soviético de que los alemanes estaban concentrando tropas en la frontera oriental. En vez de inquietarle, este aviso no logró más que provocar la hilaridad del dictador ruso.

Posteriormente se recibieron informes de espías soviéticos en Alemania, avisando de la inminencia del ataque. Los británicos llegaron a apuntar una fecha concreta, el 21 de junio, aunque la misma semana de la misión comunicaron a Stalin que ésta se produciría el 22 de junio, gracias a la revelación de un desertor alemán.

Pero las mismas guarniciones del Ejército Rojo se encargaron de comunicar a Stalin que algo se preparaba, puesto que detectaron hasta en 22 ocasiones vuelos de reconocimiento alemanes. Además, un avión germano dotado con cámaras fotográficas se estrelló en suelo ruso; las películas que había filmado contenían imágenes de instalaciones militares soviéticas próximas a la frontera.

La prueba de que Stalin continuó confiando en Hitler hasta el último momento es que la misma noche de la invasión, a las dos y media de la madrugada, un tren cargado con trigo ruso llegó a la frontera. Su destino era Alemania, en cumplimiento de los acuerdos del pacto de 1939. Los guardias fronterizos germanos, como de costumbre, levantaron la barrera y saludaron al maquinista. Los empleados de aduana verificaron la carga de cereal, revisaron los documentos y estamparon en ellos los correspondientes sellos. El tren pudo continuar su camino hacia el interior de Alemania.

Media hora después de que este último tren cruzase la barrera, se pusieron en marcha las hélices de cientos de aviones y a los pocos minutos ya estaban en el aire en dirección al este. Mientras tanto, los motores de más de 3.000 carros blindados y de medio millón de vehículos se habían puesto también en funcionamiento. A las tres y media se dio la esperada orden: ¡Fuego!

LOS PANZER, EN MARCHA

En ese mismo momento, más de 7.000 cañones comienzan a atronar en la noche. Las baterías consiguen que sobre las sorprendidas guarniciones rusas caigan más de 100 proyectiles por minuto. Las guardias fronterizas son eliminadas por las tropas de asalto alemanas y los puentes son capturados intactos. Trenes blindados cargados de tropas cruzan la frontera. Los veloces carros blindados avanzan sin que nada ni nadie pueda frenarlos; incluso cruzan los ríos sumergiéndose en el agua. La invasión ha comenzado.

Pero en realidad el ataque había comenzado media hora antes. Dos aparatos germanos arrojaron a las tres de la madrugada sus bombas sobre los barcos rusos fondeados en la base naval de Sebastopol, en la costa del Mar Negro, ante la sorpresa de los soldados soviéticos, que hasta el último momento creyeron que se trataba de aviones propios. Inmediatamente comunicaron a Moscú el ataque, pero no se les concedió ninguna credibilidad.

La ofensiva había comenzado también en el mar. Casi en el mismo momento en el que Sebastopol era bombardeada, se producía otro ataque alemán por sorpresa, en este caso a un carguero ruso que transportaba madera sueca, en el Mar Báltico. Cuatro lanchas torpederas de la Kriegsmarine hundieron el mercante. En un claro anticipo de la crueldad que marcaría las acciones alemanas en Rusia, los supervivientes que habían logrado subir a los botes salvavidas fueron ametrallados sin piedad.

En las primeras semanas, nada podía detener a las tropas alemanas. Los tanques germanos avanzaban con rapidez por las carreteras rusas.

En las primeras semanas todo discurrió según lo previsto, e incluso en algunos puntos el éxito de los avances sorprendió al alto mando germano. Nada podía frenar a las divisiones motorizadas alemanas y los soldados rusos caían prisioneros por decenas de miles. Ya en la primera semana, el grupo Centro cerró una bolsa con 300.000 soldados rusos. En tres semanas este ejército ya había avanzado 700 kilómetros y capturado otros 300.000 soldados. El botín de carros blindados soviéticos también era espectacular, llegando a casi 5.000.

El éxito de la ofensiva le llevaría al general Halder a afirmar: «Uno ya puede decir que la tarea de destruir la masa del Ejército Rojo se ha cumplido. Por tanto, no exagero al afirmar que la campaña contra Rusia se ha ganado en 14 días».

Cuando parecía que la caída de la Unión Soviética era ya tan sólo cuestión de días, la climatología empezó a aliarse con los defensores. El mes de julio trajo lluvias tempranas que comenzaron a embarrar los caminos, aunque la ofensiva continuaba su curso.

Pero, mientras que el ejército del Centro marchaba a toda máquina, los del Norte y el Sur no progresaban al mismo ritmo. Entonces surgió una disyuntiva que pudo decidir el resultado final de la campaña; o el grupo del Centro seguía su avance en solitario hacia Moscú o, por el contrario, acudía en ayuda de los otros dos ejércitos. Esa decisión fue clave para el futuro de «Barbarroja»; Hitler apostó por esta segunda opción y, por tanto, la ofensiva hacia Moscú se detuvo. Ésta no sería retomada hasta octubre, a las puertas del temible invierno ruso y una vez que la capital había logrado establecer una sólida muralla defensiva.

¿Qué hubiera sucedido si el ejército del Centro hubiera continuado su avance sobre Moscú? Es poco probable que la toma de la capital hubiera conducido inexorablemente a la rendición de la Unión Soviética, pero es innegable que la decisión del Führer cerró una posibilidad cierta de poner un rápido fin a la campaña. Es difícil pensar que los rusos hubieran mantenido intacto su espíritu de lucha después de asistir a la entrada triunfal de Hitler en el Kremlin, flanqueado por sus tropas en la Plaza Roja.

Pero la realidad es que, gracias al apoyo de los ejércitos del Centro, los otros dos se vieron reforzados en sus respectivos avances. Hacia el norte marcharon los tanques del general Hoth, con la misión de tomar Leningrado. En el flanco Sur, pese a contar con la ayuda de los tanques del general Guderian, Kiev no pudo ser tomada hasta el 20 de septiembre. Aunque se había logrado la captura de 600.000 soldados rusos en la capital ucraniana, el tiempo jugaba en contra de los alemanes, que habían dejado pasar dos meses preciosos para avanzar en dirección a Moscú.

Una vez que la ofensiva ya estaba equilibrada, el 2 de octubre se retomó el camino hacia la capital soviética. Este asalto definitivo a Moscú tendría el nombre de Operación Tifón. El objetivo era que la bandera del Tercer Reich acabase ondeando sobre las cúpulas del Kremlin. Pero no debía ser por mucho tiempo; Hitler había decidido que la ciudad sería completamente derruida y borrada del mapa, para lo cual ya estaba preparado un equipo de dinamiteros. Más adelante, tenía previsto construir allí una gigantesca presa destinada a la producción de energía hidroeléctrica, que acabaría por sumergir a Moscú bajo sus aguas.

El día 7 de octubre parecía que estos monstruosos sueños iban a convertirse en realidad. Stalin, pese a que estaba dispuesto a defender Moscú a muerte —para lo cual llamó al general Georghi Zhukov—, en realidad había ordenado el traslado del gobierno soviético y de la administración central a la ciudad de Kuibyshev, al otro lado del Volga. Los alemanes, por su parte, ya estaban haciendo planes para el día después de la toma de la capital; a los diplomáticos germanos se les encargó localizar a los viejos aristócratas exiliados por Europa tras la Revolución de 1917 para formar con ellos un gobierno títere.

Pero los descabellados planes de Hitler se verían obstaculizados cuando sus tropas se encontraban a tan sólo 78 kilómetros de Moscú, debido a la llegada de las lluvias de otoño. Los caminos habían quedado embarrados de tal modo que los tanques y camiones se quedaban totalmente inmovilizados en el lodo. Lo mismo ocurría con la artillería pesada, las motocicletas o incluso los caballos. La ofensiva tuvo que ser detenida.

Poco más tarde, el «General Invierno» se presentaría sin avisar; los soldados alemanes se despertaron en mitad de la noche del 6 al 7 de noviembre, golpeados por un intenso frío: ¡Los termómetros habían descendido de repente diez grados bajo cero!

Las bajas temperaturas, paradójicamente, resolverían el grave obstáculo de los caminos impracticables; las carreteras se helaron, lo que permitió que los vehículos pudieran volver a circular sin atascarse en el barro.

Un vehículo blindado alemán pasa a gran velocidad ante una iglesia ortodoxa. Todo hacía pensar que las tropas germanas llegarían a Moscú antes de que llegase el invierno.

Pero las bajas temperaturas, que en un primer momento beneficiaron el avance germano, comenzaron a provocar también graves problemas. La falta de líquido anticongelante, al creer que Moscú caería antes de llegar el invierno, hizo que tanto los vehículos como las armas quedasen en buena parte inutilizados. Se calcula que, a esas alturas de la campaña, solamente uno de cada cinco tanques alemanes estaba en condiciones de disparar.

Además, las existencias de ropa de invierno eran claramente insuficientes. Las previsiones de ropa de abrigo eran tan sólo para un tercio de las tropas, las que Hitler calculaba que serían necesarias para integrar la fuerza de ocupación, por lo que la mayoría de soldados se vieron obligados a seguir combatiendo con sus uniformes de verano. Pero incluso esos pertrechos invernales insuficientes no llegarían a tiempo, debido a las dificultades de aprovisionamiento.

A lo largo del mes de noviembre la situación fue empeorando, al bajar los termómetros a 45 grados bajo cero. Las bajas por congelamiento eran ya el doble de las provocadas por acciones del enemigo. Así pues, los soldados alemanes se veían forzados a quitar la ropa y las botas a los cadáveres enemigos para poder combatir el intenso frío. A finales de diciembre, la Wehrmacht sufriría más de 100.000 casos de congelamiento, 14.000 de los cuales acabarían requiriendo la amputación de algún miembro.

Ante esta perspectiva, la mayoría de generales alemanes propusieron establecer una línea de defensa para pasar el invierno bien atrincherados. Con la llegada de la primavera se podría retomar la ofensiva. Pero hubo otros que opinaban que lo mejor era llegar cuanto antes a Moscú para que las fuerzas acorazadas del grupo del Centro pudieran acudir en ayuda de los frentes más necesitados, como el del Norte.

Al final se impuso la opinión de estos últimos, que coincidía con la de Hitler; la Operación Tifón no se detendría. El Führer ordenó tomar la capital soviética. El ansiado ataque se iniciaría el 15 de noviembre. Había llegado la hora decisiva. Las tropas germanas no deberían detenerse hasta llegar a la Plaza Roja.

Las primeras lluvias otoñales convirtieron los caminos en lodazales de los que no siempre era fácil salir. La llegada de las bajas temperaturas, al congelarlos, los haría de nuevo practicables.

ASALTO FINAL A MOSCÚ

Mientras los alemanes se preparaban para lanzar el inminente asalto final, la capital soviética se preparaba para resistir. Los efectivos destinados a la defensa alcanzaban la cifra de 1.250.000 hombres, dotados con 7.600 cañones y morteros, además de casi un millar de tanques. Todos los obreros de la ciudad fueron movilizados —25.000 de ellos fueron destinados a la artillería— e incluso medio millón de mujeres y niños colaboraron en las tareas de fortificación, cavando fosos antitanque. Trincheras, alambradas, barricadas, nidos de ametralladora… Todo parecía poco para detener al ejército invasor. Incluso los ciegos fueron movilizados, puesto que el agudo oído desarrollado por los invidentes era capaz de advertir el ruido de los aviones enemigos a gran distancia.

Pese a todos estos obstáculos, dos semanas después parecía que la victoria germana estaba al alcance de la mano. Una unidad de reconocimiento logró abrirse paso hasta los arrabales del sudoeste de Moscú; los soldados alemanes que la integraban llegaron hasta las paradas de los autobuses que tenían como destino el centro de la ciudad, distante tan sólo 35 kilómetros, e incluso llegaron a ver la luz del sol reflejada en las doradas torres del Kremlin. En esos momentos, el gobierno ruso estaba procediendo a la destrucción de los documentos que no había podido trasladar. Parecía que la caída de Moscú era cuestión de días, sino de horas.

Pero entonces, cuando la situación era más desesperada, la fortuna se alió con Stalin. Un espía alemán que trabajaba para los rusos en Tokio, llamado Richard Sorge, comunicó a Moscú que los japoneses no tenían ninguna intención de atacar a la Unión Soviética en el Extremo Oriente, tal como los rusos temían. Gracias a esta revelación, Stalin pudo reclamar la presencia de las tropas destinadas en Siberia para la defensa de la capital.

Así pues, el 5 de diciembre el Ejército Rojo lanzó una gran ofensiva en los alrededores de Moscú que, aunque no logró que los atacantes retrocediesen, al menos consiguió aliviar la presión sobre la ciudad. Los alemanes, agotados por una campaña que ya duraba más de cinco meses y desmoralizados por las terribles condiciones meteorológicas que padecían, comenzaron a pensar más en la retirada que en tomar la capital soviética.

Pese a la fuerte presencia de unidades motorizadas, no era desdeñable el recurso a los caballos, que cumplieron un importante aunque sacrificado papel en la campaña de Rusia.

Al día siguiente era evidente que la iniciativa había pasado a los rusos y que los alemanes no podrían tomar Moscú. Algunas unidades de la Wehrmacht comenzaron a retroceder de manera desorganizada. Pero el 8 de diciembre, con la amenaza del desastre de la Grand Armée de Napoleón en su mente, Hitler ordenó que los soldados se quedasen en el punto en que en ese momento estaban, prohibiendo expresamente cualquier retirada, y paralizando también cualquier ofensiva en todo el frente del este.

Pese a las órdenes de Hitler, los alemanes se vieron obligados a retirarse en algunos sectores, dejando atrás vehículos y piezas de artillería pesada. Finalmente, el Führer permitió estos retrocesos localizados con el fin de formar una línea defendible durante el invierno, pero no aceptó las líneas recomendadas por sus generales, mucho más alejadas del frente. La resistencia del estamento militar a aceptar las órdenes de Hitler provocó una auténtica purga, que se saldó con el relevo en el mando de 35 generales, incluyendo nombres tan prestigiosos como Guderian o Rundstedt.

Pero hubo un caso en el que Hitler se mostró especialmente inflexible. Se trataba del IV Ejército, que se encontraba al sur de la carretera que unía Smolensko con Moscú. El autócrata nazi exclamó: «El IV Ejército no debe retroceder. ¡El IV Ejército resistirá y luchará!». En cumplimiento estricto de esta taxativa orden, las unidades que ya estaban retirándose se vieron obligadas a regresar a sus puntos de origen en el frente.

El IV Ejército sería el puntal en el que se basaría el frente organizado por los alemanes al oeste de Moscú. La suerte sonrió a Hitler, puesto que los rusos fueron incapaces, pese a ser muy superiores en número de hombres y armamento, de romper las débiles líneas de comunicación que unían al IV Ejército con la retaguardia, lo que hubiera provocado una debacle en las frágiles líneas alemanas.

Aunque Hitler cometió numerosos errores durante la campaña de Rusia, siendo el principal responsable del fracaso de «Barbarroja», es posible que la orden de no retroceder fuera la única que podría considerarse como correcta. Según los expertos militares, si el frente se hubiera roto, las tropas destinadas en Rusia habrían sido aniquiladas. Teniendo en cuenta las condiciones de los caminos, las divisiones tan sólo hubieran podido retroceder a razón de entre cinco y diez kilómetros por día, por lo que hubieran sido rápidamente copadas por las ágiles unidades soviéticas en una posición de desventaja. En cambio, al mantener la línea de frente con más o menos dificultades, en cuanto alguna unidad rusa la rebasaba, era inmediatamente rechazada. El desastre del ejército de Napoleón no se repetiría en esta ocasión.

Stalin ordenó a principios de enero una ofensiva generalizada en todo el frente, desde Leningrado hasta Crimea, pero estos ataques se vieron detenidos por la sólida resistencia alemana. Los soviéticos fracasaron en su intento de levantar el cerco de Leningrado, cuyos habitantes sufrían un hambre terrible, que los llevaría en su desesperación incluso a recurrir al canibalismo.

En los meses siguientes, el Ejército Rojo sólo pudo avanzar en unos pocos sectores, mientras los alemanes soportaban las sucesivas embestidas. Poco a poco se fue estabilizando el frente, en parte debido a que los caminos volvían a estar muy embarrados, en este caso debido al deshielo, hasta que en el mes de mayo el empuje soviético se vio definitivamente agotado.

Entonces, Stalin ordenó que se reforzasen las posiciones defensivas. Era consciente de que estaba a punto de llegar el turno de los alemanes, que esperaban a que llegase el buen tiempo para retomar la iniciativa con una campaña de verano. El líder ruso sabía que sin el factor de las bajas temperaturas, a las que sus hombres estaban acostumbrados, la superioridad en el campo de batalla pasaría a los alemanes. Pero el objetivo de ese nuevo avance no sería Moscú, tal como temía el dictador soviético, sino los campos petrolíferos del Cáucaso.

El primer acto de la campaña de Rusia se había cerrado en tablas aunque, teniendo en cuenta las expectativas de Hitler antes de lanzar «Barbarroja», no puede calificarse más que de una derrota alemana. En lugar de alcanzar una victoria rápida y contundente como las obtenidas en Polonia o Francia, la Wehrmacht se había enfrascado en un largo conflicto de resultado incierto, en una batalla de desgaste para la que no estaba en absoluto preparada.

En total, la suma de pérdidas alemanas, entre muertos y heridos, había ascendido hasta abril de 1942 a 625.000 hombres. Aunque los rusos habían sufrido más de un millón de bajas, la capacidad del ejército soviético para poder reemplazar esos efectivos equilibraba el capítulo de pérdidas. Más lamentable es el precio que tuvo que pagar la población civil; se calcula que el número de muertos durante el año 1941 podría oscilar entre cinco y ocho millones de personas.

Pese a quedarse a las puertas de Moscú, Hitler conservaba aún su optimismo de jugador en racha que no se desanima ante un pequeño tropiezo. Su autoconfianza le había llevado incluso a declarar la guerra a Estados Unidos tras el ataque nipón a Pearl Harbor, tal como se verá en el siguiente capítulo. Así pues, Hitler estaba convencido de que durante el verano podría dar el golpe de gracia a la Unión Soviética. Atacando en las regiones del sur quería apoderarse de las fuentes de petróleo y consolidar su dominio sobre Ucrania, considerada como el «granero de Europa». Privados de alimentos y combustible, los rusos no podrían resistir mucho tiempo.

Pero Hitler había fijado su atención en una ciudad sin mucho interés estratégico, pero con un gran valor simbólico, al llevar el nombre de su gran enemigo: Stalingrado. Su población, compuesta mayoritariamente por obreros de la industria pesada, le insuflaba un carácter revolucionario que, en la apreciación de Hitler, la convertía además en la ciudad abanderada del bolchevismo. Por último, Stalingrado era una ciudad cuya posesión permitiría llevar la esvástica hasta las mismas puertas de Asia.

El líder nazi estaba convencido de que, antes de que acabase el verano de 1942, Stalingrado estaría en su poder, por lo que la ciudad consagrada a Stalin pasaría a convertirse en el símbolo de la victoria del Tercer Reich. En esos momentos, Hitler no sospechaba que en realidad ese nombre se convertiría en la tumba de sus desmedidas ambiciones.