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INGLATERRA RESISTE

EN JUNIO DE 1940, Hitler se encontraba muy cerca de ganar la guerra. El único enemigo que tenía enfrente era Gran Bretaña, aunque nada indicaba que pudiera resistir mucho tiempo ante la imbatible máquina de guerra nazi.

Pero, por primera vez en la contienda, el Führer se mostró indeciso; en base a sus tan absurdas como inamovibles ideas raciales, ingleses y alemanes compartían un mismo origen, lo que debía implicar un salomónico reparto de influencias en el mundo. Mientras que el pueblo germano debía convertirse en dueño y señor de la Europa continental, a los ingleses se les permitiría conservar su secular dominio de los mares. La expansión germana se dirigiría hacia el este, con el objetivo de colonizar las estepas rusas; por su parte, el Imperio británico podría continuar con su explotación de las inagotables riquezas de la India.

Por lo tanto, Hitler esperaba que Gran Bretaña se mostrara abierta a este acuerdo, teniendo en cuenta su manifiesta debilidad. Pero Churchill, a quien el dictador nazi odiaba con toda su alma, no estaba dispuesto a convertir a su país en un cómplice de ese plan destinado a esclavizar a la población europea bajo el látigo de Berlín.

Fue en ese momento cuando Hitler cometió su tercer error en la dirección del conflicto. Si el primero fue la invasión de Noruega —aunque sus consecuencias negativas tan sólo serían visibles a largo plazo—, y el segundo sería la detención de sus panzer antes de llegar a Dunkerque, permitiendo así el reembarque del cuerpo expedicionario británico, el tercero y más grave fue, llegados a este punto, no lanzar la invasión de Gran Bretaña a comienzos del verano de 1940.

Del mismo modo que en Hitler anidaba secretamente el sueño de entrar en París como conquistador, la realidad es que al dictador alemán nunca le había obsesionado la idea de presentarse en Londres como vencedor sobre el orgulloso pueblo británico. Desde antes de la guerra, Hitler había reconocido en círculos reducidos que no tenía ninguna intención de destruir a Inglaterra.

OPERACIÓN LEÓN MARINO

Pese a las recomendaciones de sus generales, a Hitler no le entusiasmaba la idea de invadir las islas británicas. Aún así, dio luz verde para que comenzasen los planes de invasión: la Operación León Marino (Seelöwe). Los expertos militares consideran que si el desembarco se hubiera producido en el mes de junio, es muy probable que hubiera culminado con éxito.

En esos momentos, las tropas británicas recién regresadas del continente, agotadas y habiendo dejado atrás la mayor parte de su armamento, no hubieran sido rival para la Wehrmacht, que conservaba intacta la inercia de sus arrolladoras victorias. Las defensas costeras prácticamente no existían, y entre Londres y la costa sur de Inglaterra sólo había 48 cañones de campaña y 54 cañones antitanque.

La debilidad de la artillería de costa llegaba al extremo de que se prohibió terminantemente realizar disparos de prueba, para no malgastar la escasa munición con que contaban estas baterías. En caso de invasión, algunos de estos cañones tan sólo hubieran podido efectuar media docena de disparos antes de agotar su munición por completo.

El único punto en el que el éxito de la invasión podía verse comprometido era el de la travesía del Canal de la Mancha. Éste era el lugar en el que los ingleses podían presentar batalla con garantías, pero incluso ahí el destino de Inglaterra se jugaría en cuestión de minutos, en el desenlace de algún encuentro naval o en una decisión tomada quizás en el último momento.

La Royal Navy había visto cómo eran hundidos nueve de sus 50 destructores en la operación de rescate de las tropas aliadas en Dunkerque. Del resto, 23 se encontraban en reparación. En total, los ingleses contaban con 68 destructores, pero la mayoría de ellos se encontraban navegando lejos de las costas británicas. A los alemanes les hubieran bastado unas 12 horas para trasladar toda su fuerza de invasión a través del Canal de la Mancha, por lo que es difícil pensar que la Marina inglesa hubiera llegado a tiempo para impedirla. Además, los eficientes submarinos alemanes se habrían encargado de mantener despejado el recorrido.

Ya antes de Dunkerque, el jefe de la Marina de guerra germana, el almirante Erich Raeder, había discutido con Hitler los pormenores de la travesía del Canal. La prueba de que a Hitler no le atraía la idea es que la siguiente conversación con Raeder no se produjo hasta el 20 de junio, cuando se había dejado pasar el momento óptimo para lanzar «León Marino».

¿Cuál era el motivo de ese desinterés? Si dejamos de lado los aspectos militares, no habría que descartar algún ingrediente de tipo psicológico. Al parecer, Hitler sufría una gran aversión al agua; no sabía nadar, y estaba convencido de que el líquido elemento le traería mala suerte algún día. Solía evitar las visitas a los puertos y no era amigo de las paradas navales. Cuando no tenía más remedio y debía embarcarse para rendir honores a la flota, Hitler comenzaba a caminar nerviosamente por la cubierta del barco, hacía preguntas absurdas y daba muestras de sufrir una gran ansiedad. No se sentía aliviado hasta que podía poner de nuevo el pie en tierra firme. Por lo tanto, cuando le hablaban de operaciones anfibias, como la prevista contra Inglaterra, no podía evitar sentirse muy incómodo.

¿Hasta qué punto la fobia de Hitler al agua pudo ser determinante para la falta de impulso a la operación? Eso nunca se sabrá, pero la realidad es que «León Marino» no contó nunca con su entusiasmo. De hecho, su Directiva número 16, titulada «Preparativos para una operación de desembarco contra Inglaterra», no fue promulgada hasta el 16 de julio. La primera reunión del Estado Mayor para deliberar sobre los detalles de la invasión se celebraría en una fecha tan adelantada como el 26 de julio.

Curiosamente, mientras Hitler parecía frenar el desarrollo de la operación al más alto nivel, en los estamentos más pegados al terreno se avanzaba a fuerte ritmo en los preparativos. Por ejemplo, se editaron 20.000 ejemplares de un manual que debían llevar consigo los encargados de organizar la ocupación de las islas británicas, en el que se les instruía sobre las instituciones económicas y políticas del país, así como las medidas a tomar para reorganizarlas bajo la férula de Berlín. También se hicieron ensayos para poner en práctica alguna idea fantástica, como era tender una larga pasarela que uniese ambas orillas del Canal, con el fin de trasladar tanques y piezas de artillería rápidamente una vez asegurada la cabeza de playa.

Hitler tenía la esperanza de que, ante la visión de los preparativos de la inminente invasión, el gobierno inglés se aviniese a negociar la paz. Pero el tiempo pasaba y Churchill no ofrecía precisamente indicios de querer alcanzar un acuerdo con el Tercer Reich. En uno de sus discursos, el primer ministro, que había accedido a ese puesto de máxima responsabilidad el 10 de mayo, precisamente el día que Hitler había lanzado su ofensiva en el oeste, afirmó en los micrófonos de la BBC y dirigiéndose a todo el pueblo británico:

«Lucharemos en las playas, lucharemos en los lugares de aterrizaje, lucharemos en los campos y las calles, lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos».

Por tanto, Hitler no tenía otra alternativa que proseguir con sus planes de invasión. «León Marino» constaría de varias fases. En primer lugar, la Luftwaffe debía asegurarse el dominio completo del aire. Era fundamental destruir los aeródromos del sur de Inglaterra. Para ello se contempló la posibilidad de llevar a cabo una espectacular operación aerotransportada consistente en el lanzamiento de 5.000 paracaidistas sobre estos campos de aviación.

Tras el aniquilamiento de la fuerza aérea británica, la RAF, desembarcarían en las playas inglesas un total de 40 divisiones, lo que sumaría una fuerza de 200.000 hombres, a lo que habría que añadir unos 650 tanques. Estas barcazas zarparían de los puertos de Ostende, Calais y Boulogne.

Estaba previsto que antes de dos semanas estuviera plenamente asegurada la cabeza de playa, con la incorporación de unos 100.000 hombres más. A partir de ese momento los panzer se dirigirían en veloz carrera hacia Londres. Una vez tomada, los soldados alemanes se distribuirían por toda la geografía británica, constituyéndose en fuerza de ocupación.

Pero los ingleses no podían llamarse a engaño sobre el carácter que iba a tomar ese nuevo orden nazi. Se había establecido un exhaustivo plan para aplastar cualquier tipo de organización civil susceptible de ofrecer alguna resistencia, como sindicatos, colegios privados, la Iglesia anglicana e incluso ¡los Boy Scouts!

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Los pilotos de la Luftwaffe confiaban en derrotar por sí solos a Inglaterra. No tardarían en darse cuenta de que su enemigo no estaba dispuesto a hincar la rodilla ante el terror desplegado por los aviones nazis.

Estaba prevista también la eliminación de Churchill, así como de políticos que habían huido de los nazis, como De Gaulle, o el ex presidente checo Edvard Benes. La represión también alcanzaría al mundo de la literatura: H. G. Wells, Virginia Wolf o Aldous Huxley. Todos estos nombres formaban parte de la denominada Sonderfahndungliste o «Lista Especial de Personas Buscadas». De todos modos, los agentes que la elaboraron demostraron no ser muy eficientes, al no tener constancia de que uno de los que allí aparecía, el psicoanalista Sigmund Freud, había muerto el año anterior.

El destino que les hubiera esperado a los 430.000 judíos británicos tampoco era nada halagüeño. Lo más probable es que hubieran visto drásticamente recortados sus derechos y que a partir de 1942, cuando se puso en marcha la llamada «Solución Final», hubieran corrido la misma trágica suerte que los judíos franceses o polacos, siendo trasladados a través del Canal de la Mancha rumbo a los campos de exterminio.

Aunque Hitler era remiso a la idea de ocupar Londres, finalmente encontró varios alicientes a esta improvisada conquista. Estudió los fondos existentes en el Museo Británico y decidió que los frisos del Partenón, entre otras muchas piezas de valor, estarían mejor en Berlín. Éste sería también el destino de la columna de Nelson de Trafalgar Square, que serviría para adornar alguna plaza de la capital alemana. Lo que Hitler desconocía era que las grandes obras pictóricas de la National Gallery ya no estaban en ese museo; habían sido escondidas en un pozo minero del norte de Gales. Pese a que Churchill tenía fe en la victoria, prefirió que esos valiosísimos cuadros fueran embarcados poco después rumbo a Canadá, junto a los fondos del Banco de Inglaterra, para ponerlos a salvo de la codicia nazi.

LA DEFENSA DE LAS ISLAS BRITÁNICAS

Mientras los alemanes saboreaban por adelantado la conquista de Londres, los ingleses se preparaban para ofrecer una resistencia heroica ante la inminente invasión. Consciente de que el reducido y pobremente equipado ejército británico bien poco podía hacer contra las bien pertrechadas tropas germanas, Churchill ideó una maniobra desesperada. Ordenó que estuviera previsto el lanzamiento de cerca de 1.500 toneladas de gas mostaza, almacenadas desde el final de la Primera Guerra Mundial, sobre las fuerzas enemigas de desembarco. Lo que el premier británico desconocía era que los alemanes habían previsto esa posibilidad y contaban con los elementos de protección necesarios, por lo que esta drástica medida tan sólo hubiera provocado un leve retraso en el avance sobre Londres.

Los planes para rechazar la invasión en las playas incluían también propuestas tan imaginativas como irreales. Se planteó crear una red de cables eléctricos sumergidos por toda la costa que permitiese electrocutar al contingente alemán cuando estuviera en contacto con el agua; sin embargo, se calculó que para ello sería necesario emplear toda la fuerza eléctrica de Gran Bretaña y aún así no se garantizaba el resultado, por lo que fue rápidamente abandonado.

Otro plan que sí que pudo haber tenido lugar —se ensayó con éxito después de la guerra— fue el de cubrir la superficie del agua con combustible para que ardiera en el momento en que los alemanes saltasen al agua. Aunque el proyecto no estaba muy avanzado, la propaganda británica se encargó de transmitir la idea de que sí lo estaba, para crear miedo y confusión entre los soldados que debían participar en la operación anfibia.

También se idearon nuevos sistemas para destruir a los panzer. Se diseñó una bomba adhesiva que podía ser empleada por los civiles, destinada a los combates urbanos; se podía arrojar desde una ventana y quedaba adherida al blindaje.

De todos modos, por si estos recursos fallaban, Churchill apeló al orgullo británico para enfrentarse a los alemanes en todo momento y ocasión; encoraginó a sus compatriotas afirmando que, al menos, «cada inglés podía llevarse por delante a un alemán». Él mismo daba ejemplo de esa feroz determinación, llevando siempre consigo un revólver Colt 45. Según decía, estaba dispuesto a disparar todas las balas contra los alemanes que vinieran a apresarle, reservando la última para quitarse la vida.

Esta patética carencia de armas se solucionó recurriendo a Estados Unidos, en donde se encargó la compra de grandes cantidades de fusiles. Aunque los norteamericanos hicieron lo imposible para que el pedido llegase lo más pronto posible a Gran Bretaña, durante el mes de julio la isla permaneció casi totalmente desprotegida, mientras continuaban las dudas de Hitler.

No sería hasta principios de agosto cuando llegaría el primer gran cargamento de armas procedentes de Norteamérica. Se trataba de cerca de medio millón de fusiles Springfield de la Primera Guerra Mundial. Aunque no era el tipo de arma soñada por los defensores de las playas británicas, al menos pudieron por fin dejar a un lado un lote de fusiles que habían servido para reprimir el motín de los cipayos en la India en 1857, entre otras armas obsoletas.

Fue precisamente el 1 de agosto cuando Hitler dio la orden a la Luftwaffe de aplastar a la fuerza aérea británica. El almirante Raeder le había insistido en que era necesario el total aniquilamiento de la aviación enemiga antes de emprender la invasión, tal vez con la secreta esperanza de que ésta no tuviera que llevarse a cabo, temeroso de perder los principales buques de la Kriegsmarine en el Canal de la Mancha.

Por su parte, el tan fatuo como orondo Hermann Goering no dudó en comprometerse a emplear a fondo sus hasta entonces arrolladores escuadrones para humillar a los ingleses. En esos momentos de duda quizás la guerra aérea era la mejor opción, puesto que de este modo no se afrontaba el excesivo riesgo de una operación anfibia. Además, Hitler, al que ya hemos visto que no le entusiasmaba la Operación León Marino, estaba esperanzado en que Inglaterra claudicase ante la superioridad que presumiblemente exhibiría la aviación germana, lo que haría innecesaria la invasión. Así pues, Hitler lanzó a la Luftwaffe, como si de un perro de presa se tratase, contra la débil y desprotegida Gran Bretaña.

DUELO EN EL AIRE

Si antes de comenzar el duelo que se dio entre las respectivas fuerzas aéreas se hubieran aceptado apuestas, no hay duda de que la alemana se hubiera destacado como clara favorita. Aunque había sido creada tan sólo cinco años antes, la Luftwaffe se había convertido en la fuerza aérea más temible del mundo.

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El caza Spitfire fue el símbolo de la resistencia de la Fuerza Aérea británica ante los ataques de la Luftwaffe. Veloz y muy maniobrable, este avión despertó las envidias de muchos pilotos germanos.

Una vez reparados los aparatos que habían participado en la campaña de Francia, Goering tenía a su disposición 1.200 bombarderos y 300 bombarderos en picado. Para las labores de escolta, los alemanes contaban con un millar de cazas. Por el contrario, los ingleses podían oponer sólo 600 cazas y una cincuentena de aviones anticuados de varios tipos. Ante este panorama, solamente un milagro podría librar a la RAF de ser aniquilada. Afortunadamente para el destino de Gran Bretaña, ese milagro se produciría.

El 10 de julio comenzó la llamada Batalla de Inglaterra. El primer objetivo de la Luftwaffe era destruir las instalaciones portuarias de la costa sur para facilitar la invasión, así como los convoyes que controlaban el paso por el Canal. El objetivo era crear una zona segura a través de la cual pudiera trasladarse el contingente germano.

Los primeros resultados no fueron tan espectaculares como Goering había previsto. La superioridad alemana no se reflejaba en el balance de la batalla; la cifra de bajas británicas era de sólo un centenar, frente a las cerca de 300 sufridas por los alemanes. Poco después, los alemanes se propondrían destruir los aeródromos del sur de Inglaterra. También se convirtieron en objetivo las rutas terrestres de la región para dejarlos aislados, pero los escasos resultados se obtenían siempre a un altísimo precio.

Era necesario dar un golpe de mano que acabase con esa tendencia que conducía inexorablemente al fracaso de la ofensiva aérea. Por lo tanto, se decidió que el 13 de agosto se lanzaría una formidable operación de castigo, para la que reunieron 1.800 aparatos que debían atacar en cinco terroríficas oleadas. Goering creía que esa jornada, dirigida a doblegar de forma definitiva la tenaz resistencia inglesa, iba a suponer el triunfo definitivo de las alas germanas, por lo que la bautizó de forma grandilocuente como el «Día del Águila» (Adlertag).

De la importancia otorgada a esta misión habla por sí sola la cifra de aparatos empleados, que suponía tres cuartas partes del total de los efectivos dispuestos desde Cherburgo hasta Noruega. Hasta aquel momento, la aviación alemana no había empleado en sus ataques más que una décima parte de sus efectivos. El «Día del Águila» era la gran apuesta de Goering para vencer en la Batalla de Inglaterra.

Las condiciones climatológicas con que se presentó la jornada, con cielos nubosos y alguna tímida llovizna, aconsejaban suspender el ataque, por lo que Goering decidió aplazar el inicio de la operación, a la espera de que el tiempo mejorase. El hecho de que algunos bombardeos despegasen al no tener noticia del aplazamiento supuso un error de coordinación. Al final, a las dos de la tarde se dio la orden de lanzar la misión, pero el efecto sorpresa ya no existía.

Aunque el bombardeo fue masivo y los daños sufridos por los ingleses fueron importantes, el resultado de esta acción que pretendía ser definitiva fue muy negativo para los alemanes. El Adlertag sería una muestra de lo que ocurriría con las misiones posteriores; mientras que los defensores perdían sólo 13 aparatos, la Luftwaffe había visto cómo eran derribados 40 de los suyos. El enfado de Goering por este fracaso dio paso a una profunda decepción. Hitler comenzó a pensar que se había equivocado confiando en él para derrotar a los ingleses, al igual que había errado dejando en manos de la Luftwaffe la liquidación de la bolsa de Dunkerque.

En los días siguientes, la fuerza aérea alemana presentaba evidentes signos de agotamiento debido al esfuerzo realizado para organizar el «Día del Águila». El objetivo de la invasión comenzó a verse como una meta lejana en el tiempo. Goering pasó a plantear la batalla aérea como una «guerra total» y no como un medio para facilitar el desembarco.

Sin duda, ésos fueron los peores momentos sufridos por los británicos durante la Batalla de Inglaterra. Aunque el número de aviones germanos derribados era el doble que de ingleses, las reservas de la RAF se iban agotando. A los aparatos destruidos había que sumar la constante pérdida de pilotos, pese a las incorporaciones de tripulaciones inexpertas y de aviadores polacos, checos u holandeses. La población británica no era consciente de que su país estaba al borde del colapso. Pero en ese momento crítico la suerte se alió con Gran Bretaña.

LONDRES BAJO LAS BOMBAS

El 24 de agosto se produjo un hecho que fue determinante para el desenlace de la Batalla de Inglaterra. Un grupo de aviones alemanes que tenía como misión bombardear instalaciones militares se desorientó y dejó caer sus bombas sobre el centro de Londres. Los británicos no creyeron que se tratase de un error, por lo que, a la noche siguiente, llevaron a cabo una operación de represalia; 80 bombarderos consiguieron llegar a Berlín, lanzando su carga de bombas sobre la capital del Reich. Aunque los daños fueron mínimos, esta osadía desató la ira de Hitler, que ordenó que Londres ardiera por los cuatro costados.

Esta decisión del Führer fue un tremendo error, puesto que en esos momentos los alemanes estaban muy cerca de destruir por completo a la fuerza aérea británica. En ese mes de agosto se había construido un buen número de aeródromos en la costa francesa, lo que aumentaba el radio de acción de los cazas germanos. Desde que los puntos de salida se habían acercado, la Luftwaffe había visto reducidas sus pérdidas; aunque aún eran cuantiosas, la disminución continua de los recursos de la RAF hacía pensar que serían los ingleses los primeros en perder su capacidad de combate.

A consecuencia de las nuevas directrices de Hitler, la táctica seguida por el alto mando de la Luftwaffe dio un giro. El sábado 7 de septiembre los aviones germanos dejaron de atacar los aeródromos y se dirigieron hacia Londres. El bombardeo comenzó por la tarde y se prolongaría hasta las cuatro de la madrugada, sirviendo como guía el resplandor del fuego. Los bomberos no pudieron apagar los incendios hasta la mañana siguiente. Esta despiadada acción contra la población civil se saldó con 300 muertos y más de un millar de heridos.

Bomberos londinenses intentan apagar uno de los innumerables incendios provocados por los bombardeos de la aviación germana.

En esos momentos la Operación León Marino, después de sucesivos aplazamientos, estaba, ahora sí, a punto de lanzarse. Las barcazas de desembarco se encontraban reunidas en los puertos franceses y el gobierno británico creyó que la invasión se iba a producir de un momento a otro, lo que dio lugar a varias falsas alarmas. Pero, antes de que diese comienzo la operación, se ordenó un segundo ataque masivo sobre Londres. En esta ocasión, los cazas ingleses ya no se encontraban desprevenidos y tan sólo la mitad de los bombarderos germanos consiguió sobrevolar el cielo de la capital. Este fracaso desanimó a Hitler, que detuvo la concentración de barcazas en el Canal.

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Una nube de humo envuelve la zona portuaria de Londres, en una imagen tomada desde un puente sobre el Támesis. Es claramente visible el Tower Bridge y, al fondo, la Torre de Londres.

El 15 de septiembre fue el momento culminante de la Batalla de Inglaterra. Goering planificó una gran operación diurna contra Londres. Para ello dispuso una primera oleada matutina de 100 bombarderos y una posterior de 150, acompañados por un gran número de cazas. Pero la ausencia de ataques sobre los campos de aviación había hecho posible la recuperación de los escuadrones de cazas británicos, que lograron rechazar estas incursiones. Al final, los bombarderos germanos se vieron obligados a huir en dirección a la costa, dejando caer su cargamento de bombas sobre la campiña del sur de Inglaterra.

Los ataques aéreos se repitieron contra otras ciudades menos protegidas. El 27 de septiembre se intentó otro bombardeo diurno sobre Londres, pero resultó también un desastre, al igual que otro que se intentó tres días más tarde, perdiendo en él medio centenar de aparatos. Goering decidió que a partir de entonces los bombardeos serían nocturnos, aprovechando la avanzada tecnología alemana en sistemas de navegación.

La Batalla de Inglaterra había entrado en una fase que provocaría grandes padecimientos a los civiles y que conllevaría la destrucción de zonas pobladas pero, paradójicamente, ese cambio de objetivos supuso la salvación para Gran Bretaña. Los aeródromos pudieron reconstruirse y muy pronto los cazas volvieron a despegar desde ellos con normalidad.

La decisión de centrar los bombardeos en las ciudades, dejando el ataque a los campos de aviación como un objetivo secundario, fue tomada en la creencia de que la población civil no resistiría los sufrimientos y reclamaría a las autoridades poner fin a la guerra, cediendo a la paz impuesta por Hitler. Fue la primera vez que se puso a prueba la teoría que algunos expertos defendían desde el final de la Primera Guerra Mundial y que la historia se ha encargado de demostrar como falsa, consistente en que la guerra aérea podría resolver por sí sola una contienda.

Desde noviembre, ninguna ciudad británica se encontraría a salvo de los ataques nocturnos de la Luftwaffe. El día 14 de ese mes, la ciudad de Coventry fue objeto de un brutal ataque realizado por 449 bombarderos, que provocó 550 víctimas mortales. A partir de entonces, para describir los efectos de un bombardeo de estas características se emplearía el verbo «coventrizar». Las consecuencias de arrasar Coventry se verían más tarde, cuando los aviones aliados sometieron a un castigo aún más severo a las ciudades germanas; las reservas morales que podían suponer estas operaciones serían superadas con el recuerdo de la destrucción de esa ciudad.

En las noches siguientes, Birmingham, Southampton, Bristol, Plymouth, Liverpool y nuevamente Londres serían duramente castigadas. De las bombas de la Luftwaffe no se librarían ni la lejana Belfast ni tampoco Dublín, la capital de la neutral Irlanda, que vería cómo caían sobre ella unas bombas lanzadas por error por un bombardero que tenía como destino la capital de Irlanda del Norte.

Londres fue la ciudad que más sufrió la lluvia de bombas germanas, pero aún así la vida de sus habitantes no se vio gravemente afectada. Los londinenses continuaron cumpliendo con su jornada laboral y muchos permanecían en sus casas durante los bombardeos nocturnos. Los escasos refugios se encontraban atestados, por lo que el metro se convirtió en el lugar más cómodo. Al atardecer, los andenes de las estaciones se iban llenando de mujeres y niños, que pasaban allí toda la noche.

Si Hitler creía que los ingleses pedirían la paz de rodillas, se equivocaba. El pueblo británico se unió sin fisuras en torno a Winston Churchill, que supo estar siempre al lado de los que más sufrían. Al contrario de Hitler, que nunca tendría el valor de visitar una zona bombardeada temiendo alguna incómoda reacción popular, Churchill se dirigía inmediatamente a los barrios que habían resultado más dañados. Allí se interesaba por los heridos y consolaba a los que habían perdido su hogar. Caminando decidido por las calles llenas de escombros, Churchill era vitoreado por las masas que acudían para verle y él respondía colocando su bombín sobre el bastón y levantando éste en el aire, mostrando una amplia sonrisa que contagiaba de inmediato su confianza en la victoria.

Mientras tanto, las fuerzas alemanas sufrían cada vez más bajas en sus operaciones. Pese a que ya podían partir desde aeródromos cercanos a la costa del Canal, los cazas germanos seguían combatiendo junto a los bombarderos unos pocos minutos, puesto que necesitaban la mayor parte del combustible que cabía en sus depósitos para el viaje de ida y de regreso a sus bases en el continente. En ocasiones, esos cazas agotaban el carburante durante sus evoluciones en cielo inglés y no conseguían alcanzar la otra orilla del Canal de la Mancha, cayendo al mar. Naturalmente, los aviones ingleses no sufrían este inconveniente, al interceptar rápidamente a las formaciones alemanas, y por lo tanto podían permanecer mucho más tiempo en el aire.

Un vagón de ferrocarril destaca sobre este amasijo de hierros de lo que antes era un puente. Pese a la destrucción circundante, la moral británica no se resintió.

En ese momento crucial de la guerra, los grandes protagonistas fueron los pilotos de la RAF. Su espíritu de sacrificio, así como su resistencia física, fue fundamental para rechazar la agresión alemana. Llevando a cabo varias misiones al día, venciendo a la fatiga y al sueño, se convirtieron en unos auténticos héroes. Churchill les dedicó las que serían probablemente las palabras más elogiosas de toda la contienda:

«La gratitud de todos los hogares, en nuestra isla, en nuestro Imperio, y hasta en el mundo —con excepción de los culpables—, va a los pilotos británicos que, intrépidos por la desproporción de las fuerzas en acción e infatigables en sus incesantes combates en lo peor del peligro, están en vías de ganar la guerra a cuenta de proezas y de abnegación. Nunca, en la historia de los conflictos humanos, tantos han debido tanto a tan pocos».

Los pilotos británicos, convencidos de que únicamente se habían limitado a cumplir con su deber, no se tomaron muy en serio los ditirambos de Churchill; según ellos, el primer ministro, al hablar de esa deuda contraída por tantos con tan pocos, se debía referir a las cervezas impagadas de los pilotos en las cantinas de los aeródromos…

EL MISTERIOSO VUELO DE RUDOLF HESS

La Batalla de Inglaterra proporcionaría uno de los capítulos más insólitos de la guerra y que aún hoy día ofrece numerosas incógnitas sin resolver.

Al atardecer del 11 de mayo de 1941, Churchill se encontraba relajado, vestido con un cómodo batín, y visionando en su casa la película «Los Hermanos Marx en el Oeste». En mitad de esa tranquila sesión de cine, un ayudante irrumpió en la estancia y exclamó: «¡Hess se ha lanzado en paracaídas sobre Escocia!». Churchill creyó que, sin duda, debía de tratarse de alguna broma o confusión, por lo que pidió que se buscara una confirmación de ese hecho inverosímil y continuó disfrutando tranquilamente de la película.

Pero esa increíble noticia era verdad. A las 11 de la noche anterior, un granjero escocés había visto cómo un paracaidista se posaba cerca de su casa. Tras permitirle la entrada en su hogar y servirle un té caliente, el piloto le dijo que buscaba al duque de Hamilton porque debía entrevistarse con él. Al día siguiente, una vez en presencia del noble, al cual había conocido durante los Juegos Olímpicos de Berlín, el aviador reconoció ser Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler.

Su objetivo era alcanzar un acuerdo de paz con el gobierno británico, basado en un reparto del mundo en esferas de influencia y, por encima de todo, en la salida de Churchill del gobierno, considerado un obstáculo para el entendimiento entre ambas naciones. Hess estaba convencido de que sería conducido ante el primer ministro o incluso el rey Jorge VI, pero tras la entrevista con el duque se encontró encerrado en una celda con un pijama gris y cubierto con una manta del ejército. Churchill, tras enterarse de los pormenores de la charla por boca del propio duque, había ordenado que fuera tratado como un prisionero de guerra.

Tras un breve paso por la Torre de Londres, acabó encerrado en un hospital militar. Por mediación de varios enviados, Churchill fue informado de los términos de la oferta de paz, pero el premier británico los consideró totalmente inaceptables.

Mientras tanto, ¿cuál era la reacción en Alemania? Los testimonios sobre la reacción de Hitler ante la noticia son contradictorios; según unos, el Führer montó en cólera y maldijo a Hess, mientras que otros describen a un Hitler resignado, lo que ha hecho creer que podía conocer las intenciones de Hess o incluso haberlo animado a llevar a cabo la misión. También se ha aventurado que fueron los servicios secretos británicos quienes tendieron una trampa en la que Hess cayó, aprovechando su mente inestable.

Sea como fuere, el número tres del régimen nazi estaba en poder del enemigo. Hitler ordenó que Hess fuera declarado loco, lo cual conllevó no pocos comentarios, ya que muchos no entendieron cómo se había permitido que un demente detentase tanto poder en el Tercer Reich.

Pero el misterio seguiría rodeando a Hess hasta el final de sus días. En el proceso de Nuremberg recuperó inesperadamente la memoria, tras declararse amnésico, pero eso no le libraría de la cadena perpetua. Tras más de cuatro décadas de reclusión, decidió acabar con su vida ahorcándose con un cable eléctrico, pero la sospecha de que en realidad se tratase de un asesinato nunca se ha disipado por completo.

CAMBIO DE PLANES

Aunque los ataques sobre las ciudades se prolongaron hasta el 16 de mayo de 1941, seis días después del enigmático viaje de Rudolf Hess, es probable que ya en octubre de 1940 Hitler fuera consciente de que no conseguiría derrotar a los ingleses. La prueba es que la Operación León Marino quedó definitivamente cancelada el 12 de octubre. De todos modos, Hitler dio órdenes de que se mantuviera abierta la posibilidad de la invasión para la primavera o el verano de 1941. Pero esto no era más que una maniobra de distracción.

Como un niño que se cansa bien pronto de un juguete largamente reclamado, Hitler desecha el sueño de aplastar a la orgullosa Inglaterra y se embarca en la mayor apuesta de su vida: la invasión de la Unión Soviética. El dictador nazi, ante la imposibilidad de doblegar a Churchill, por el que sólo siente un profundo e indisimulado desprecio, cree llegado el momento de enfrentarse al que considera un rival formidable y digno de él. Su oponente será Stalin, al que le profesa una gran admiración pese a estar situado en sus antípodas ideológicas. Pero el ataque a Rusia no podía emprenderse hasta la llegada del buen tiempo, por lo que era necesario esperar a la primavera.

Así pues, durante ese largo compás de espera se mantendrán los bombardeos nocturnos para dar la impresión de que la conquista de las islas británicas sigue siendo el gran objetivo, mientras se van acumulando tropas y material en las regiones orientales de Alemania. Los aviones son los últimos en abandonar el escenario occidental antes de marchar al este. Pero el precio que la Luftwaffe ha pagado por su frustrada campaña en los cielos británicos, un total de 1.733 aparatos, marcará quizás la diferencia entre el éxito y el fracaso en la invasión de las estepas rusas que se desatará en el verano de 1941.

Sir Winston Leonard Spencer Churchill.

Los ingleses habían sido los primeros en conseguir frenar a Hitler, pero el Tercer Reich no estaba ni mucho menos derrotado. En esos momentos disponía del ejército más potente del mundo y estaba a punto de lanzarlo contra la Unión Soviética, en la ofensiva más colosal que nunca haya visto la historia.