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LA CAÍDA DE FRANCIA

EN LA MADRUGADA del 10 de mayo de 1940, todo está tranquilo en el fuerte belga de Eben Emael. Estas instalaciones, a unos 24 kilómetros al norte de Lieja, constituyen el complejo defensivo sobre el que gira la resistencia de Bélgica ante un hipotético ataque procedente de Alemania.

El fuerte consta de una serie de búnkeres unidos por una red de túneles de siete kilómetros de longitud. Es totalmente autosuficiente y dispone de agua corriente, cocinas, cuartos de baño y un hospital, todo ello alimentado por generadores de electricidad. La parte superior es una extensa llanura, difícil de distinguir de los campos circundantes, en la que incluso crece un tupido bosque.

La guarnición está compuesta habitualmente por 1.200 soldados, pero esa noche unos 500 hombres se encuentran en el pueblo vecino de Wonck para olvidar por unas horas el estricto régimen de vida que se sigue en el interior del fuerte. Los 700 hombres que permanecen en él duermen tranquilamente.

A las cinco de la mañana, a los vigías encargados de la artillería antiaérea les parece ver en el cielo todavía oscuro varios aviones pero, curiosamente, no se oye ningún ruido. Esas figuras, amparadas en las últimas sombras de la noche, se van haciendo cada vez más grandes. Antes de que los soldados belgas puedan reaccionar, esos aparatos están ya aterrizando sobre la superficie de la fortificación.

Los sorprendidos centinelas comienzan a disparar sus baterías en dirección a los aviones que continúan acercándose en completo silencio, pero ya es demasiado tarde. Un grupo de aguerridos soldados con el uniforme que los identifica como paracaidistas alemanes los apunta con sus fusiles de asalto. Los belgas, confundidos y consternados, no tienen otra opción que poner las manos en alto. Mientras tanto, en la llanura bajo la cual se encuentran los túneles siguen aterrizando más aparatos.

La explicación a la ausencia de ruido es muy sencilla: se trata de planeadores. Han sido soltados a una altura de cerca de 2.000 metros y a una distancia de 20 kilómetros de su objetivo. Inexplicablemente, en la extensión de tierra que cubría el fuerte no había trincheras ni alambradas, que hubieran servido para impedir el aterrizaje.

Las tropas alemanas atraviesan una localidad belga. El rápido avance de los tanques había destrozado las defensas aliadas.

Los soldados belgas no pueden reaccionar contra los invasores que han llegado desde el cielo. Sus casamatas y nidos de ametralladoras tienen, lógicamente, sus aberturas dirigidas hacia el exterior del fuerte. Nadie había imaginado que los ataques pudieran proceder del interior.

Aún así, los defensores salen de los túneles y comienzan a hostigar a los paracaidistas germanos desde las zonas boscosas. La batalla se alargará durante todo el día. No será hasta el mediodía del día siguiente, el 11 de mayo, cuando, después de oírse una trompeta, un soldado belga aparezca con una bandera blanca. La fortaleza, preparada para resistir durante meses ha cedido en tan sólo 36 horas. El detalle más espectacular es el hecho de que ese milagro lo haya conseguido ¡un pequeño grupo de 55 paracaidistas!

El éxito de la operación no es fruto de la casualidad. Aquellos hombres se habían entrenado concienzudamente durante meses en una reproducción a escala del fuerte que había sido construida en secreto en Alemania, por lo que nada había sido dejado al azar.

Pero el ataque alemán no se reduce a la toma de aquella estratégica fortaleza. En el mismo momento en que los planeadores estaban aterrizando sobre el fuerte, la Wehrmacht había entrado, además de en Bélgica, en Holanda y Luxemburgo. Acababa de comenzar la guerra relámpago en el oeste. De este modo, Europa volvía al mismo punto en el que se encontraba en 1914. Los alemanes atacaban de nuevo con la ciudad de París como meta; entonces fracasaron, quedándose a pocos kilómetros, pero en esta ocasión el ejército germano ha aprendido de sus propios errores. Por lo que se verá después, los franceses no podrán decir lo mismo.

UNA DEFENSA TAN COSTOSA COMO INÚTIL

La terrible experiencia de la Primera Guerra Mundial había llevado, tanto a alemanes como a franceses, a tomar sus propias medidas para evitar que un enfrentamiento en el oeste desembocase de nuevo en una sangrienta guerra de trincheras.

Los teóricos germanos habían desarrollado, tal como hemos visto en el capítulo dedicado a la invasión de Polonia, los principios de la guerra relámpago. Es decir, consideraban que el mejor remedio para evitar el estancamiento del frente era la movilidad. Este planteamiento se demostró como el acertado.

Sin embargo, los gobernantes galos de entreguerras creyeron que lo mejor era evitar que las tropas enemigas pudieran entrar en territorio francés. Para ello apostaron por crear una línea defensiva de tal solidez que permitiese rechazar cualquier ataque, con los soldados cómodamente apostados en su muralla. Este concepto fue lanzado por el que fue ministro de la Guerra entre 1929 y 1931, André Maginot, quien había sufrido la guerra de trincheras como soldado raso y aspiraba a que nadie volviera a pasar por aquellas penalidades inhumanas.

Por lo tanto, se inició la construcción de la que se denominaría Línea Maginot en su honor. Era un sofisticado sistema de fortificaciones compuesto de búnkeres de cemento y acero, unidos por una red de túneles que incluso contaba con un pequeño tren subterráneo, capaz de trasladar las tropas de un punto a otro de la línea. Las entradas se encontraban en la retaguardia, cuidadosamente ocultas y alejadas del frente, por lo que era casi imposible que unas tropas de asalto lograran penetrar. Al igual que el fuerte de Eben Emael, las instalaciones eran totalmente autosuficientes, al contar con generadores eléctricos propios.

Pero, del mismo modo que los alemanes supieron aprovechar el único punto débil de la fortaleza belga gracias al asalto desde el aire, también el ejército germano supo ver enseguida la única manera que existía de rebasar esa formidable defensa, aunque esa idea era tan sencilla que se le pudo haber ocurrido a un niño.

La Línea Maginot, de 400 kilómetros de longitud, comenzaba en la frontera suiza y proseguía por todo el límite con Alemania, pero se detenía al llegar a Luxemburgo, dejando desprotegida toda la línea fronteriza con Bélgica, al estar considerada como un país amigo desde el que no podía proceder una invasión. Inexplicablemente, no se les había pasado por la cabeza que los alemanes podían atravesar Bélgica y entrar por allí en territorio francés, un plan que, por otra parte, era el que ya habían seguido las tropas del Káiser en 1914.

Para esta eventualidad, los franceses tenían previsto acudir rápidamente a Bélgica con sus potentes divisiones acorazadas y abortar allí la invasión. Para ello contaban con que los belgas pudieran resistir a los alemanes mientras eran movilizadas las tropas galas y enviadas en socorro de los belgas, ayudadas por algún cuerpo expedicionario británico.

No se contaba con la posibilidad de que los panzer lograsen romper esa línea de defensa móvil.

Así pues, los franceses aguardaban a la Wehrmacht confiando plenamente en sus posibilidades para rechazar el ataque. Pero lo que no esperaban era que los tanques llegasen a la frontera gala atravesando la única región que había quedado relegada en los planes de defensa, al ser considerada como impracticable. El mariscal Pétain, héroe de la Primera Guerra Mundial, había dictaminado que era imposible que un ejército motorizado pudiera pasar a través de esa zona boscosa.

Los carros blindados germanos se encargaron de poner en entredicho al veterano militar francés, demostrando que los bosques de las Ardenas no suponían un obstáculo insalvable para ellos. Por ese desguarnecido punto lograron forzar la frontera francesa, poniendo rumbo a Sedán. Mientras tanto, los 22.000 soldados destinados en la Línea Maginot permanecían alerta ante una invasión que nunca llegaría desde el lado alemán.

HOLANDA Y BÉLGICA, APLASTADAS

Como se ha apuntado anteriormente, el 10 de mayo fue el día en el que se desató la campaña en el oeste. Los paracaidistas alemanes, además de descender en planeadores sobre la fortaleza belga de Eben Emael, se lanzaron sobre las ciudades holandesas de La Haya y Rotterdam, una ciudad que sería objeto de un brutal bombardeo cuatro días después.

Explotando este novedoso método de invasión, las tropas alemanas irrumpieron en ambos países, mientras sus respectivos ejércitos eran víctimas de una confusión generalizada. Tanto belgas como holandeses lucharon con valentía, pero nada pudieron hacer contra la arrolladora fuerza de la Wehrmacht, que disponía de la experiencia obtenida en los campos de batalla polacos.

Por su parte, los franceses pusieron en marcha el plan previsto para el caso de que los alemanes entrasen en Bélgica. Las fuerzas galas, junto a un cuerpo expedicionario británico, iban avanzando por los campos de Flandes casi sin oposición de la Luftwaffe, al encuentro de las tropas alemanas.

Lo que los franceses desconocían era que en realidad se estaban introduciendo en una ratonera de la que ya no lograrían salir. En esos momentos, los blindados germanos estaban atravesando los bosques de las Ardenas para cortar la conexión de aquellas tropas con su retaguardia. El 12 de mayo, las divisiones acorazadas del general Heinz Guderian tomaban Sedán. La trampa comenzaba a cerrarse.

Las cosas no podían ir peor para los franceses. El 15 de mayo, los holandeses capitulaban. Mientras tanto, los panzer seguían su marcha imparable, rebasando a la infantería francesa. Los soldados, desde el borde de las carreteras, contemplaban atónitos cómo los tanques alemanes pasaban por su lado sin detenerse.

Los bombardeos en picado de los Stuka, que solían preceder a la aparición de los blindados, y que ya habían causado el pavor entre las tropas polacas, aterrorizarían también a los franceses. Toda el ala derecha del II ejército francés huiría presa de un pánico generalizado, al grito de «¡sálvese quien pueda!», encabezada por los oficiales superiores.

La defensa gala hacía aguas por todas partes. Ante esa situación, el ministerio de Defensa ordenó al comandante en jefe de las fuerzas de Tierra, Maurice Gamelin, un inmediato contraataque, pero no había ninguna reserva para llevarlo a cabo. Francia había cometido el mismo error que Polonia; la totalidad de sus fuerzas se hallaban dispuestas en la frontera, pero si éstas eran superadas no había otras preparadas para taponar las brechas. En sólo cinco días, el ejército francés estaba a punto de hundirse estrepitosamente.

Es probable que el primer sorprendido por estos éxitos iniciales fuera el propio Hitler. Veterano de la Primera Guerra Mundial, no se engañaba sobre la posibilidad de que su ataque en el oeste acabase degenerando de nuevo en una larga y cruel guerra de trincheras. La gran igualdad numérica existente en esos momentos entre los ejércitos alemán y francés, 136 frente a 135 divisiones respectivamente, no hacía prever que el equilibrio se rompiese tan fácilmente.

De hecho, los primeros proyectos para la campaña en el oeste se limitaban a la conquista de Holanda y Bélgica; una vez consolidadas las posiciones, y aprovechando los nuevos aeródromos y puertos marítimos, se plantearía el modo de proseguir la lucha contra Francia e Inglaterra. Fue el plan ideado por el general Erich Von Mastein el que apostó por eliminar las fuerzas anglo-francesas de un «golpe de hoz» una vez que hubieran acudido a defender el territorio belga. Aún así, el autócrata germano veía con escepticismo la consecución de este osado plan, por lo que vacilaba en permitir que sus tanques continuasen rodando a tanta velocidad, temeroso de que pudieran ser objeto de una trampa.

Pero los temores del dictador germano eran infundados. El ejército francés era víctima de una grave descomposición, que hacía temer un desastre inminente. El general Gamelin fue destituido y se nombró al general Weygand como su sucesor, que trataría desesperadamente de enderezar la situación.

Weygand observó que los tanques enemigos progresaban a tanta velocidad que no daba tiempo a que la infantería germana llegase para consolidar la punta de lanza. Por lo tanto, el general francés intentó efectuar un hábil golpe de mano empleando la misma táctica que solían utilizar los alemanes, es decir, rompiendo por la mitad el pasillo abierto por los panzer para, de este modo, dejarlos aislados en su avance.

Pero el 22 de mayo, el día en que ese inteligente plan estaba por fin en condiciones de ser puesto en marcha, la oportunidad de oro de atrapar a los blindados germanos ya había pasado. Los alemanes habían tenido tiempo de sobra para reforzar los flancos del pasillo, por lo que Weygand se vio obligado a frenar el ataque en el último momento. Esta indecisión en un momento tan crítico acabó de condenar al ejército francés.

El último obstáculo para las fuerzas germanas antes de llegar al mar y, por lo tanto, cerrar la inmensa bolsa resultante, eran las tropas belgas que defendían la zona costera, pero éstas fueron derrotadas el día 25 de mayo. La situación en el norte no era mejor, por lo que la fuerza expedicionaria británica inició un repliegue en dirección a la ciudad portuaria francesa de Dunkerque, próxima a la frontera belga.

Fue entonces cuando se produjo una decisión que continúa a día de hoy siendo motivo de un apasionante debate entre los historiadores. Hitler ordenó a sus panzer que detuvieran el avance sobre las tropas británicas, cuando éstas se estaban retirando. En el caso de que los blindados germanos hubieran proseguido su camino, lo más probable es que las hubieran rodeado por completo. Pero el Führer dejó perder esa oportunidad única e irrepetible de capturar a 300.000 soldados ingleses y que cuatro años más tarde constituirían el grueso de las tropas que desembarcarían en Normandía. ¿Cuál fue la auténtica razón de esa inexplicable orden de Hitler?

EL «BENDITO MILAGRO» DE DUNKERQUE

Una vez llegadas a Dunkerque, las tropas francesas y británicas pasarían a tener un objetivo muy distinto del previsto. Ya no se trataba de combatir a los alemanes para enviarlos de vuelta a casa, sino que la lucha tendría como único fin mantenerlos alejados de la playa mientras se organizaba una evacuación por mar.

Esta compleja operación recibiría el nombre de «Dynamo». El embarque de tropas afectaría a los soldados ingleses, aunque un buen número de franceses subirían también a los barcos que salían con destino a los puertos británicos.

En ese momento crítico, en el que podía darse el golpe de gracia a los Aliados, Hitler decidió parar a sus tanques. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre las motivaciones de esta polémica orden; para algunos, el Führer no deseaba poner en riesgo a los panzer en las tierras bajas de Flandes, considerando que ya habían tentado suficientemente a la suerte. Hay quien cree, por el contrario, que el dictador nazi pretendía convertir ese gesto en una muestra de buena voluntad de cara a un hipotético acuerdo de paz con los británicos.

Probablemente esta inaudita decisión fue tomada para otorgar el honor de acabar con la bolsa de Dunkerque al jefe de la Luftwaffe, Hermann Goering, que había insistido sobremanera para que Hitler le permitiese emplear a sus aviones en esa, aparentemente, sencilla misión. De este modo, también se salvaguardaban los tanques y a la propia infantería, necesitada de un descanso tras aquella frenética «carrera hacia el mar», y a la que había que reservar para el avance hacia París.

La ciudad portuaria de Dunkerque, una vez tomada por los alemanes. Pese a que el cuerpo expedicionario británico había tenido que reembarcar, la moral de los Aliados se vio reforzada por el éxito de la evacuación.

Así pues, la aviación germana fue la encargada de liquidar a las tropas aliadas allí atrapadas. Las playas, abarrotadas de soldados hambrientos y fatigados, se convertirían en un infierno, sometidas continuamente a despiadados ataques aéreos.

Pero si hasta entonces la fortuna se había aliado con los alemanes, de repente la naturaleza se puso de parte de las tropas anglo-francesas. Los expertos de la Luftwaffe comenzaron a advertir que los daños provocados por su lluvia de bombas sobre las playas de Dunkerque no causaban los daños previstos. El motivo era que las bombas, al impactar en el suelo, eran engullidas por las profundas arenas de aquella playa. Al penetrar medio metro o más en la superficie, la metralla y la onda expansiva quedaban en buena parte absorbidas por la arena.

Los primeros ataques aéreos habían causado el pánico entre los soldados, pero al comprobar que, en ocasiones, el único efecto de las explosiones era un repentino e inofensivo surtidor de arena, poco a poco fueron perdiendo el miedo. Cuando se acercaban los aviones, los soldados se limitaban a protegerse detrás de alguna duna y a esperar con paciencia el final del ataque. Hubo raids intensos que no llegaron a causar ni una sola víctima mortal. El propio Churchill reconocería posteriormente que la suerte estuvo de su lado; si la capa de arena hubiera sido más fina, se hubiera provocado una auténtica carnicería.

Pero la situación en las playas no era ni mucho menos idílica. Con el paso de los días, la tensión aumentaba. Los ingleses tenían preferencia a la hora de embarcar, mientras que los franceses estaban encargados de mantener el perímetro defensivo alrededor de Dunkerque. Fue entonces cuando los más maliciosos acuñaron la célebre frase: «Los ingleses resistirán hasta el último francés».

La operación de rescate se alargaría hasta el 4 de junio; 224.000 soldados británicos conseguirían regresar a su país, en unos barcos a los que también subieron 110.000 franceses. Los alemanes tuvieron que conformarse con hacer tan sólo 22.000 prisioneros. La Operación Dynamo, que, tal como la calificó el diario inglés Daily Mirror, sería el «bendito milagro» de Dunkerque, había funcionado a la perfección.

Aunque en realidad la campaña del cuerpo expedicionario británico en el continente había sido un sonado desastre, el éxito de la evacuación permitió albergar la esperanza de que algún día los Aliados pudieran enfrentarse a la Wehrmacht con garantías de victoria. Pero para que llegase ese día, aún deberían transcurrir dos largos años.

OBJETIVO: PARÍS

La mayoría de los soldados británicos habían conseguido reembarcar ante las mismas narices de los alemanes, pero ahora eran los franceses en solitario los que debían enfrentarse a las tropas de Hitler. De las 135 divisiones con las que habían comenzado a defenderse, solamente disponían de 49 operativas, mientras que 17 permanecían atrincheradas en la Línea Maginot.

Había llegado el momento de la verdad. En ese momento trascendental para el futuro de Francia, el general Weygand perseveró en el error; dispuso la casi totalidad de sus fuerzas formando un frente en la línea que formaban los ríos Somme y Aisne. Este plan «Weygand» fue un suicidio para el ejército galo. Si los alemanes conseguían romper esa débil muralla, en la que los franceses habían depositado todas sus esperanzas de resistir, nada les impediría presentarse en París en unos pocos días.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. El 5 de junio de 1940 Hitler proclamó: «Hoy empieza la segunda gran ofensiva». A partir de ese instante los panzer se lanzan como una carga de caballería contra las defensas francesas, que aunque tratan de resistir la embestida, son arrollados en 48 horas. El frente del Somme se derrumba estrepitosamente y los carros blindados germanos ya no tienen ante sí ningún enemigo que los detenga en su camino a París.

El 10 de junio, los alemanes atraviesan el Sena e inician una maniobra en tenaza sobre la «Ciudad de la Luz». Ese mismo día, Mussolini declara la guerra a Francia para poder tener derecho, aunque sea en el último momento, a una tajada del pastel francés. Fríamente, Mussolini aseguró a su mariscal Badoglio: «Necesito 1.000 muertos para sentarme en la mesa con los vencedores».

El Duce prefirió no intervenir junto a los alemanes y decidió lanzar una ofensiva propia. Pero su campaña —que, según él, «haría de Italia una gran potencia»— es un fiasco; aunque los italianos esperan hasta el día 20 para atacar, de inmediato son detenidos por las fuerzas alpinas francesas que, aunque desmoralizadas, no tienen dificultades para rechazarlos.

Las columnas germanas desfilan por los Campos Elíseos, con el Arco de Triunfo al fondo. Alemania se tomaba así la revancha por su derrota ante los franceses en la Primera Guerra Mundial.

El gobierno francés, más preocupado por la proximidad de la Wehrmacht que por los sueños imperiales del Duce, decide abandonar la capital gala para trasladarse a Tours y después a Burdeos.

Pero antes de tomar París, era necesario acabar con la amenaza que suponía tener a 17 divisiones francesas en la retaguardia, por lo que se decidió la conquista de la Línea Maginot. La empresa no entrañó demasiadas dificultades; teniendo en cuenta que los cañones y ametralladoras sólo podían ser disparados en dirección a Alemania, los alemanes pudieron asaltar la fortaleza por detrás sin sufrir demasiadas bajas. La Línea Maginot se convertía así, probablemente, en el gasto más inútil de todo el período de entreguerras.

Francia se desmoronaba por momentos. El 14 de junio, la guarnición de París se retiraba en dirección al Loira, al día siguiente caía Verdún, el 16 de junio Dijon, el 17 los alemanes llegaban a la frontera franco-suiza, el 19 los panzer rodaban ya por las carreteras de Normandía…

El mariscal Pétain sería el encargado de ponerse al frente de Francia en esas horas tan amargas, sustituyendo a Paul Reynaud. Formó nuevo gobierno en la noche del 16 de junio para iniciar las negociaciones del armisticio. Charles De Gaulle, que era subsecretario de ministerio de Guerra en el anterior gobierno, decidió marchar a Londres para continuar desde allí la resistencia a la invasión alemana. El día 18 de junio lanzaría un mensaje de esperanza a la población francesa desde las ondas de la BBC.

Pero los franceses no tenían el ánimo necesario para escuchar proclamas radiofónicas, sino que deseaban que acabase la guerra lo más pronto posible. El 20 de junio, una delegación del gobierno salía de Burdeos para encontrarse con los alemanes y acordar los términos del armisticio.

Entonces Hitler tuvo una idea que quizás llevaba años acariciando en secreto. Por decisión suya, la firma de la rendición de Francia se celebraría en el mismo vagón de ferrocarril en el que Alemania tuvo que firmar la suya en 1918, que se conservaba como una pieza de museo en el bosque de Compiègne.

Si es cierto que la venganza es un plato que se sirve frío, en este caso el dicho se cumple al pie de la letra; 22 años después, aquel cabo que maldecía la suerte de su país desde la cama de un hospital de Passewalk tenía ante sí la revancha perfecta. El 22 de junio, la delegación francesa firmaba la sumisión de su país a aquel soldado que un día juró venganza.

Pero Hitler tomó las medidas oportunas con el fin de que nunca nadie pudiera volver a utilizar aquel vagón de ferrocarril para humillar a Alemania. Después de la firma del armisticio, el vagón fue trasladado a Berlín para ser exhibido. En 1943, cuando ya se vislumbraban negros nubarrones en el horizonte del Tercer Reich, las SS procedieron a destruir el escenario rodante de aquellas dos firmas históricas. No obstante, los turistas que hoy acuden a Compiègne pueden contemplar allí una réplica de aquel vagón, aunque no existe ninguna advertencia de que en realidad se trata de una copia.

Tras la rendición de Francia se iniciaba así uno de los períodos más oscuros y polémicos de su historia contemporánea, en el que una parte de su población colaboró con los invasores alemanes, con el mariscal Pétain a la cabeza. La capital se trasladaba a Vichy y se creaba una línea de demarcación que separaba Francia en dos; la del norte permanecería ocupada por los alemanes, con vistas a futuras acciones contra Inglaterra, mientras que la del sur, conocida como la Francia de Vichy, colaboraría en todos los órdenes con el Tercer Reich. La flota y las colonias quedarían bajo la obediencia del gobierno de Pétain y se permitiría un ejército propio de 100.000 soldados en suelo francés y 180.000 en las colonias. Quedaba una tercera Francia, la de De Gaulle, que pese a existir tan sólo en el papel, sería considerada como la Francia Libre.

La caída de Francia fue quizás la noticia que más alegró a Hitler en toda la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de la contienda, el Führer prácticamente nunca perdió su compostura y su perenne gesto adusto, pero, en el momento de conocer la petición de un armisticio por parte del gobierno galo, Hitler ofreció unas insólitas muestras de alegría, que incluyeron unos improvisados pasos de baile, ante la sorpresa de sus generales.

Un ciudadano de París llora amargamente al ver a las tropas enemigas adueñarse de su ciudad. Tendrían que pasar cuatro largos años de ocupación hasta que la capital gala fuera liberada.

Pero si ésa fue, posiblemente, la mayor alegría que tuvo Hitler durante la guerra, el que sería probablemente el día más feliz de su vida estaba por llegar. Sería el 23 de junio de 1940.

HITLER CUMPLE SU SUEÑO

Al día siguiente de la firma del armisticio, Hitler decidió cumplir su gran sueño. Desde muy joven, y debido a su pasión por la arquitectura, se había interesado por los bellos edificios que pueden admirarse en París. Después de estudiar con fruición los planos y dibujos que los representaban, gracias a su portentosa memoria se conocía al milímetro cada uno de ellos. Hasta entonces no había tenido oportunidad de visitar esa maravillosa ciudad, pero ahora se presentaba ante él. Además, tenía la ocasión de entrar en ella como conquistador.

Así pues, su impaciencia por visitarla pudo más que su preocupación por la seguridad. El alto el fuego aún no se había decretado, puesto que estaba previsto que entrase en vigor tras la firma de un armisticio con los italianos, pero Hitler no pudo esperar más y decidió que la visita tendría lugar a primera hora de la mañana del domingo 23 de junio, para no tropezarse con la población parisina.

Su avión llegó al amanecer al aeródromo de Le Bourget y enseguida se formó la comitiva oficial, compuesta por diez vehículos. El tour turístico comenzó de inmediato, iniciándose en el edificio de la Ópera. Hitler conocía los planos de memoria, por lo que hizo notar al guía la ausencia de una pequeña sala. El guía, sorprendido por sus conocimientos, recordó que, efectivamente, años atrás existía allí una habitación, pero que había sido eliminada tras unas reformas. Una vez finalizada la visita, Hitler intentó darle una suculenta propina, pero el guía la rechazó respetuosamente.

En el recorrido por París no pudo faltar el Arco de Triunfo o la Torre Eiffel —en donde se hizo una fotografía como un turista más—, así como Los Inválidos, donde Hitler permaneció pensativo y emocionado durante un buen rato ante la tumba de Napoleón. Durante su desplazamiento por las solitarias calles de la ciudad, Hitler fue reconocido por un vendedor de periódicos y por un grupo de mujeres; todos ellos huyeron despavoridos.

A las ocho menos cuarto de la mañana, mientras los parisinos comenzaban a desperezarse, el avión de Hitler ya se elevaba desde el aeródromo. Echando una última mirada a su ciudad más admirada desde la ventanilla, confesó a su fiel arquitecto Albert Speer no poder expresar todo lo feliz que se sentía en ese momento.

Mientras Hitler se hacía fotografiar ante la Torre Eiffel, al otro lado del Canal de la Mancha, Winston Churchill no se llamaba a engaño sobre lo que seguramente estaba pasando por la mente del dictador alemán. Con toda probabilidad, Inglaterra iba a ser la siguiente en la lista de las conquistas nazis.

Si en ese momento, a comienzos del verano de 1940, Hitler hubiera lanzado sus lanchas de desembarco sobre las playas británicas, en pocos días sus tropas hubieran llegado a las mismas puertas del palacio de Buckingham.

Los ingleses no tenían prácticamente armas para defenderse. En previsión de que ocurriese la invasión, las autoridades militares se vieron incluso obligadas a dirigirse a los museos para llevarse todo aquello que pudiera servir para dejar fuera de combate a un soldado alemán; cuchillos, lanzas o mazas erizadas de pinchos utilizadas en la Edad Media fueron recogidas ávidamente por el ejército. Incluso se hicieron pruebas con piezas de artillería del siglo XVI empleadas en el Caribe en la lucha contra los piratas.

Cualquier objeto era útil para enfrentarse al invasor teutón; hachas, rastrillos, horcas, palas… Lo que era bien cierto es que Inglaterra iba a presentar batalla. Pero Churchill era consciente de que bien poco podrían hacer para frenarlos; reconoció que, en el caso de que los alemanes lograsen desembarcar, los ingleses tendrían que defenderse «golpeándoles en la cabeza con botellas de cerveza».

En esos momentos, los alemanes estaban contemplando con sus prismáticos los blancos acantilados de Dover desde Calais. Los mapas de la costa británica ya se encontraban extendidos sobre la mesa del Alto Mando germano, mientras los escuadrones de la Luftwaffe comenzaban a reunirse en los aeródromos del Norte de Francia. La Batalla de Inglaterra estaba a punto de comenzar.