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NORUEGA Y DINAMARCA, INVADIDAS

GRAN BRETAÑA Y FRANCIA habían declarado la guerra a Alemania, tras la agresión de ésta a Polonia. Después de dos décadas, Europa se encontraba de nuevo sumida en la catástrofe. De nada habían servido los diez millones de muertos que provocó la Gran Guerra; el continente volvía a afrontar un conflicto que amenazaba con ser aún más sangriento que el que lo había destrozado entre 1914 y 1918.

Al igual que había ocurrido al inicio de la Primera Guerra Mundial, los primeros éxitos sonrieron exclusivamente a los alemanes. El mismo domingo 3 de septiembre, el día de la declaración de guerra a Alemania, el submarino U-30 hundía el vapor británico Athenia, causando la muerte de 1.400 pasajeros, presumiblemente al confundirlo con un mercante corsario.

En cambio, la única acción aliada que se dio el día del rompimiento de las hostilidades fue un inofensivo bombardeo sobre algunas ciudades alemanas. Pero, en lugar de bombas, los aviones británicos lanzaron un total de seis toneladas de octavillas en las que se pedía a la población civil germana que diera la espalda a sus dirigentes, asegurando que éstos no deseaban la paz. Para que se supiera exactamente a quién iba dirigido el mensaje, los panfletos estaban ridículamente encabezados de la siguiente forma: «Comunicado al Pueblo Alemán».

Este seráfico intento de minar el poder de Hitler fue, de todos modos, bien acogido por los que consiguieron hacerse con grandes fajos de estos papeles que llegaron al suelo sin desatar, al encontrarles una prosaica utilidad en el baño de sus casas. Un oficial británico disconforme con la medida y que denominó esa campaña como una «guerra de confetti» declaró que, en ese escatológico aspecto, se habían cubierto las necesidades de la población alemana para los siguientes cinco años…

LA DRÔLE DE GUERRE

En cuanto las tropas germanas entraron en Polonia, los franceses recibieron súplicas desesperadas de los polacos para que atacasen las fronteras occidentales de Alemania. Desde París se aseguraba que la ofensiva se estaba llevando a cabo; esto levantó las esperanzas de Varsovia, pero en realidad se trataba de un ataque simbólico. El general Gamelin anunció que más de la mitad de sus divisiones estaba en contacto con el enemigo, pero le faltó aclarar que tan sólo se trataba de contacto visual.

Al final, el ataque a Alemania consistió en un mínimo avance en el que casi no se entró en acción, en una operación que se denominó «Sarre» al desarrollarse en esta región. El progreso de las tropas francesas se inició el 6 de septiembre, pero se dieron órdenes de no penetrar más que unos pocos kilómetros en terreno alemán, lo que demostraba que la escaramuza estaba destinada simplemente a levantar la moral de los polacos, así como a salvar, en cierta medida, el honor de Francia. El 12 de septiembre, al ser evidente que nada podía salvar ya a los polacos, el avance fue frenado definitivamente.

Tras la caída de Polonia, ni los alemanes ni los Aliados decidieron llevar a cabo ninguna operación terrestre de envergadura, aunque el 16 de octubre los alemanes recuperaron el escaso territorio ocupado por las tropas galas en la operación «Sarre». A partir de entonces, los centinelas franceses, protegidos por la Línea Maginot, observaban con sus prismáticos a los alemanes, mientras que los germanos, desde la Línea Sigfrido, vigilaban atentamente a los soldados galos.

Esa tensa fase del conflicto sería conocida en Alemania como sitzkrieg (guerra de posiciones) y en Gran Bretaña como phony war (la guerra de mentira). De todos modos, esos meses de inactividad en los frentes terrestres han pasado a la historia con su denominación en francés; drôle de guerre (la extraña guerra).

Por su parte, los británicos enviaron a Francia un ejército expedicionario que se encargó únicamente de realizar trabajos de fortificación y de intercambiar algún disparo lejano con los alemanes. La prueba de que los soldados ingleses no corrían mucho peligro es que la primera víctima mortal entre las filas británicas no llegaría hasta el 9 de diciembre. En cambio, los choques armados de septiembre y octubre habían pasado una factura a sus aliados franceses en forma de 1.800 bajas.

A falta de guerra en el continente, el enfrentamiento se trasladó al mar. Allí los británicos tenían todas las de ganar, gracias a su hegemonía naval, pero no contaban con que los alemanes exprimirían al máximo sus escasos recursos, gracias a la audacia y, en ocasiones, a la falta de escrúpulos. Así pues, Hitler dio luz verde a sus submarinos para que atacasen cualquier mercante aliado y ordenó bloquear los puertos ingleses lanzando minas magnéticas, lo que causaría un grave perjuicio al aprovisionamiento de las islas.

Finalmente se produjo la respuesta aliada a la soberbia germana, cuando el crucero británico Ajax logró hundir al buque alemán Olinda en aguas de Sudamérica. Pero a la Marina de guerra alemana —la Kriegsmarine— no le inquietó la pérdida de ese barco, puesto que estaba tramando una operación tan ambiciosa como arriesgada, una de las más audaces de la historia de la guerra en el mar.

DUELO EN EL MAR

La base naval de Scapa Flow estaba considerada como el lugar más seguro para la flota británica. Este extenso fondeadero se encuentra en las islas Orcadas, muy próximas a la costa norte de Escocia. Las Orcadas son un conjunto de islas escasamente habitadas, sin vegetación alta, y azotadas por vientos fríos, que forma un mar interior al que únicamente puede accederse desde mar abierto a través de unos pocos canales naturales. La profundidad de sus aguas y el hecho de que sus entradas sean fácilmente controlables, hizo de Scapa Flow una fortaleza naval casi legendaria.

En la Primera Guerra Mundial los alemanes ya intentaron en vano penetrar en ella, demostrándose que era una empresa prácticamente imposible. Pero en octubre de 1939 la audacia germana no conocía límites, por lo que el máximo responsable de la flota submarina, el almirante Doenitz, decidió golpear al orgullo británico precisamente en donde menos lo esperaba, en Scapa Flow.

Para ello eligió el submarino U-47, con el teniente de navío Gunther Prien al frente. Éste situó al sumergible en una de las entradas del fondeadero, que estaba protegida con barcos hundidos, redes y cadenas. Gracias al conocimiento exhaustivo que tenía sobre las mareas de la zona, en la madrugada del 14 de octubre logró esquivar esas defensas. Para ello avanzó por la superficie amparándose en la oscuridad, evitando así las redes antisubmarino, y después se sumergió rozando el fondo, para pasar así por debajo de las cadenas.

Cuando entró en la base buscó el acorazado Royal Oak y disparó sus torpedos, hiriéndolo de muerte. También averió gravemente al portahidros Pegasus, aunque al final éste sobreviviría. Los marineros británicos, al estar convencidos de que no podía haber intrusos, creyeron que se trataba de explosiones fortuitas, por lo que el U-47 aprovechó para salir de la base por el mismo camino por el que había entrado. Cuando los ingleses comprobaron estupefactos que se habían empleado torpedos, ya era tarde; el submarino de Prien navegaba rumbo a Alemania, cruzando a toda máquina el Mar del Norte rumbo a su base en Kiel.

Los resultados del ataque podían haber sido mucho más trágicos para los británicos si Prien no se hubiera retirado tan pronto y hubiera continuado torpedeando a los buques que allí se encontraban, pero el comandante del U-47, tras su éxito inicial, prefirió no tentar más a su suerte.

Pese a que los daños sufridos por su flota no habían sido graves, Gran Bretaña se sintió herida en lo más profundo de su orgullo tras la afrenta de Scapa Flow. Por su parte, los alemanes elevaron a Prien a la categoría de héroe nacional, recibiendo la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro de manos del Führer.

Pero los ingleses no tuvieron que esperar mucho para resarcirse de esa espectacular ofensa, propinando a los alemanes un certero y contundente golpe. El objetivo era el Graf Spee, un majestuoso barco calificado como «acorazado de bolsillo» debido a su pequeño tamaño, la mitad de un acorazado normal para poder cumplir con las limitaciones impuestas por el Tratado de Versalles, lo que le permitía ser muy veloz. Su grueso blindaje y sus poderosos cañones hacían de él un temible enemigo en el mar.

El acorazado, con el capitán Hans Langsdorff al mando, había zarpado en agosto de 1939 rumbo al Atlántico Sur y el Índico, con la misión de amenazar a los mercantes británicos en cuanto estallase la guerra. Con este cometido, una vez iniciado el conflicto, el Graf Spee hundiría nueve barcos, pero empleando siempre un impecable fair play, al permitir que las tripulaciones se pusieran a salvo.

Los ingleses decidieron tenderle una trampa. Para ello lo atrajeron a Montevideo con mensajes falsos, haciéndole creer que de allí zarparía un convoy cargado de carne con destino a los puertos británicos. Pero en lugar de encontrarse a los mercantes se topó con los cruceros Exeter, Ajax y Achilles. La batalla empezó al amanecer del 13 de diciembre de 1939, cuando Langsdorff ordenó abrir fuego contra el Exeter. En sólo seis minutos, el Exeter ya presentaba grandes daños en todo el casco.

Pese a la superioridad del Graf Spee, el enfrentamiento con los tres barcos supuso una prueba excesiva, ocasionándole una serie de averías importantes y la muerte de algunos marineros. Así pues, decidió buscar refugio para poder repararlo. Los buques ingleses también resultaron bastante malparados.

Las autoridades uruguayas concedieron al Graf Spee sólo cuatro días para poderlo reparar, cuando éste necesitaba como mínimo una semana. El último día, el 17 de diciembre de 1939, 250.000 personas acudieron al puerto para contemplar la salida del acorazado y, de paso, presenciar una batalla naval si ésta se producía. A Langsdorff le comunicaron por radio que una flota británica le esperaba en la salida a mar abierto. Para evitar que su barco pudiera caer en manos enemigas, decidió barrenarlo y hundirlo en el Mar del Plata a la puesta de sol de ese nefasto día para la Marina germana.

En realidad, Langsdorff había caído en otra trampa de los Aliados, puesto que la supuesta flota estaba aún muy lejos y el Graf Spee hubiera podido escapar fácilmente, pero los servicios secretos británicos hicieron creer a los alemanes que los barcos de la Royal Navy se encontraban a pocas millas de distancia. Tres días después, Langsdorff se suicidaría en un hotel de Buenos Aires. Desde el comienzo de la guerra, por primera vez los ingleses tenían una victoria que celebrar.

Aunque Hitler acusó el golpe de la pérdida del Graf Spee, su mente estaba centrada en otras cuestiones mucho más trascendentales. El autócrata nazi estaba decidido a lanzar una ofensiva en el oeste con el objetivo de llegar a París. La fecha elegida sería el 17 de enero. Pese a que sus generales consideraban que el invierno no era la mejor época para desplegar un ataque generalizado, Hitler tenía prisa por derrotar a Francia.

Pero un hecho casual hizo que se trastocasen todos los planes del Führer. Una semana antes de la invasión prevista, un avión Messerschmitt 109 volaba cerca de la frontera belga. A bordo, dos oficiales se trasladaban a Colonia con los planes de la ofensiva en el oeste, considerados «ultrasecretos». El avión, desorientado y falto de combustible, acabó por aterrizar en suelo belga.

Los oficiales intentaron prender fuego a los documentos antes de que llegasen a manos de los soldados belgas, pero sólo lograron chamuscarlos. Los planes fueron reconstruidos y así franceses y belgas pudieron conocer los pormenores del ataque. Hitler, enfurecido, se vio obligado a retrasar la ofensiva hasta la primavera.

¿Qué hubiera ocurrido si aquel avión no hubiera sufrido un accidente? Cabe la posibilidad de que los alemanes no hubieran podido avanzar con la misma rapidez que lo hicieron en mayo de 1940. Quizás los panzer se hubieran quedado atrapados en la nieve durante su avance por las Ardenas o se hubiera repetido la guerra de trincheras en los empantanados campos de Flandes, por lo que la historia de la Segunda Guerra Mundial habría sido muy distinta. Quizás aquel contratiempo aplanó el posterior triunfo de Hitler.

Mientras en el oeste existía una calma tensa a la espera de un enfrentamiento terrestre que tardaba en llegar, en el este un pequeño ejército resistía heroicamente las embestidas del gigante soviético.

GUERRA DE INVIERNO EN FINLANDIA

Una vez que Polonia había sido descuartizada y repartida, los rusos intentaban aprovechar el impulso para seguir añadiendo territorios a la Unión Soviética. Estonia, Letonia y Lituania ya habían sido anexionados, en cumplimiento del acuerdo secreto con los nazis. Envalentonado por estos éxitos conseguidos con tan poco esfuerzo, Stalin fijó su vista en la orgullosa Finlandia, siempre celosa de su independencia.

Para asegurar y ampliar su salida al Báltico, una delegación finlandesa fue llamada al Kremlin el 14 de octubre de 1939 para negociar una modificación de fronteras favorable a los rusos. Tras interminables sesiones en las que las compensaciones se alternaban con las amenazas, la propuesta fue definitivamente rechazada por los diplomáticos fineses un mes después.

Sin previa declaración de guerra, el Ejército Rojo atacó Finlandia el 30 de noviembre de 1939. Al contrario de lo que hicieron los polacos, los finlandeses se retiraron hasta una sólida línea defensiva, desde la que pudieron rechazar a los rusos. El valor y la determinación de los finlandeses asombró al mundo y enojaron sobremanera a Stalin, que no comprendía cómo un ejército tan reducido podía tener en jaque a sus tropas. El gran artífice de esta defensa tan heroica como efectiva fue el general Gustav Emil Mannerheim.

Moviéndose por estrechos senderos en los bosques o esquiando silenciosamente, las tropas finlandesas caían como fantasmas sobre los aterrorizados soldados rusos, para poco después esfumarse en la niebla. Ante la falta de armamento adecuado, los fineses recurrieron a la imaginación para destruir los tanques enemigos, inventando el artefacto incendiario que sería luego mundialmente conocido como «cóctel molotov».

Pero finalmente se impuso la aplastante superioridad de los soviéticos, que rebasarían las defensas locales en febrero de 1940. Los finlandeses, agotados y desengañados ante la falta de apoyo de las potencias occidentales, se vieron obligados a pedir el cese de las hostilidades. Stalin no dudó en aceptar la propuesta, cansado también de una campaña que había puesto a su ejército en ridículo, firmándose el acuerdo de paz el 13 de marzo.

OBJETIVO: NORUEGA

El ataque soviético a Finlandia había centrado la atención de las potencias en conflicto sobre el escenario escandinavo. Aunque Hitler prefería volcar todos sus esfuerzos en la inminente campaña en el oeste, Noruega se estaba perfilando como la siguiente fuente de fricciones.

Dos soldados alemanes en Noruega señalando un objetivo. La Wehrmacht no tuvo ninguna dificultad para tomar el país escandinavo, siguiendo así el camino triunfal que le había llevado antes a conquistar Polonia.

Para alimentar su industria de guerra, los alemanes necesitaban del mineral de hierro sueco. Además, para que su flota de guerra pudiera salir al Mar del Norte y al Atlántico era fundamental que las rutas que pasaban cerca de las costas noruegas permaneciesen despejadas. Mientras Noruega se mantuvo estrictamente como un país neutral, los alemanes disfrutaron de estas ventajas. Pero estaba claro que, si Noruega caía en la órbita de los Aliados, Alemania se vería muy perjudicada.

El primer aviso de que esto podía ocurrir llegó en febrero de 1940. Un petrolero germano, el Altmark, se dirigía a Alemania por aguas neutrales, a la altura de las costas noruegas. En sus bodegas viajaban 299 marineros británicos capturados durante las correrías que había llevado a cabo el Graf Spee por aguas meridionales —aunque para entonces ya reposaba en el fondo del Mar del Plata—, y que el ya fallecido capitán Langsdorff había transferido al petrolero alemán con el fin de que fueran internados en campos de prisioneros.

A mediodía del 16 de febrero, tres destructores británicos iniciaron la persecución del petrolero para darle caza. Pero unos destructores noruegos intervinieron para que el enfrentamiento no se diese en esa zona limítrofe con sus aguas. Para ello acompañaron al Altmark hasta un fiordo para que pudiera protegerse. Sin hacer caso de las advertencias noruegas, el destructor inglés Cossak penetró en el fiordo y un grupo de marineros tomó el Altmark al asalto. Los prisioneros abrazaron entre lágrimas a sus compatriotas, que habían irrumpido en las atestadas bodegas gritando: «¡La Marina ya está aquí!».

Los alemanes consideraron este incidente como una violación de la neutralidad noruega que, en realidad, iba a ser muy útil para poder justificar una agresión a esta región de tanta importancia para los intereses militares y económicos del Reich.

Esta posición estratégica de Noruega tampoco pasó desapercibida para los británicos, que planificaron su ocupación para evitar que cayera en manos germanas. Además, en caso de seguir adelante con este plan, se atraía a los alemanes a combatir en las regiones escandinavas, alejando así a Hitler de sus ambiciones occidentales. Los franceses eran los más interesados en que se abriese ese frente en Noruega; el presidente Paul Reynaud, que había sustituido a Daladier, acudió el 28 de marzo a Londres para urgir a que se lanzase la operación.

Pero mientras los ingleses estaban preparando el envío de su cuerpo expedicionario a Noruega, los alemanes, mucho más ágiles, se adelantaron a sus adversarios. El 9 de abril de 1940, las tropas germanas desembarcaron en varios puntos de la costa noruega, Trondheim y Narvik entre otros, además de Oslo. Por primera vez en la historia militar se emplearon paracaidistas; mientras unos se encargaron de capturar por sorpresa dos aeródromos, otro grupo colaboró en la toma de la capital. De nuevo, los alemanes demostraban que sus tácticas eran las más modernas y revolucionarias, en contraposición con los anquilosados movimientos de sus enemigos.

El mismo día, la Wehrmacht entró en Dinamarca, con el fin de emplearla como base aeronaval para apoyar a las fuerzas que participaban en la invasión de Noruega. La población danesa contempló, primero con perplejidad y estupor, y luego con resignación, la entrada de las tropas del país vecino. Antes de que acabase el día, el monarca Christian X había ordenado el fin de la resistencia danesa, que se había limitado a unos cuantos disparos, para evitar de este modo sufrimientos inútiles a la población ante un enemigo tan poderoso.

Tras la guerra, la historia hablaría del extraordinario gesto de solidaridad que más adelante tuvo Christian X con sus compatriotas judíos perseguidos por los nazis; como éstos obligaron a los aproximadamente 6.000 ciudadanos daneses de origen hebreo a identificarse con una Estrella de David amarilla, el monarca salió un día de palacio a caballo con dicha insignia en su uniforme, ante la sorpresa y admiración de los habitantes de Copenhague allí congregados. Sin embargo, este célebre episodio se ha revelado como falso; nadie ha conseguido localizar a ningún testigo directo de aquella supuesta escena.

De todos modos, historias como ésta, así como muchas otras en las que se ridiculizaba al opresor germano, animaron a los daneses a resistir y mantener su identidad nacional, aunque fuera pasivamente, bajo la asfixiante ocupación alemana. Retrasos en el trabajo, actitudes de desobediencia civil o hasta pequeñas acciones de sabotaje demostraban a diario que los daneses no estaban dispuestos a doblar la rodilla ante Hitler.

El contingente anglo-francés, por su parte, no llegaría a tierras noruegas hasta el 14 de abril de 1940. Desembarcaron en las proximidades de Narvik, Namsos y Aandalsnes, con el fin de arrebatar Trondheim a los alemanes. Pero las tropas aliadas, deficientemente armadas, poco pudieron hacer contra las germanas, ya bregadas en combate y bien surtidas de tanques y artillería pesada.

Los soldados británicos y franceses comenzaron a ser evacuados de Aandalsnes y Namsos. Tan sólo resistían las tropas que habían desembarcado cerca de Narvik, al lograr hacerse con la ciudad, en donde se establecería el gobierno noruego con su rey Haakon a la cabeza. Ésta era la ciudad con mayor importancia estratégica, debido a que a ella llegaba el ferrocarril que, procedente de la vecina Suecia, transportaba el mineral de hierro que finalmente era embarcado rumbo a Alemania. La posesión de Narvik impedía que el hierro sueco pudiera alimentar la industria bélica germana, por lo que era denominada «La llave de hierro».

Pero el 10 de mayo, mientras el cuerpo expedicionario aliado resistía en Narvik, llegó a tierras noruegas la noticia de que Hitler había lanzado su ofensiva en el oeste. De nada había servido la maniobra de distracción para canalizar las ambiciones germanas en dirección al norte. El duelo entre Alemania y los Aliados se iba a dirimir en la frontera francesa.

La llamada de socorro de Francia implicó la petición del inmediato regreso de las tropas destinadas en Noruega, para que acudieran a rechazar la invasión de su país. En medio de la profunda decepción de los noruegos, los Aliados se retiraron de Narvik dos semanas más tarde. «La llave de hierro» pasaba a manos de Alemania. Hitler ya era amo y señor de Noruega.

Aunque la campaña en tierras escandinavas resultó un nuevo éxito para el, hasta ese momento, invicto Führer, el precio que tuvo que pagar por él la Marina de guerra fue excesivamente elevado. Sufrió numerosas pérdidas de buques a manos de la Royal Navy; tan sólo en las aguas del fiordo de Narvik, resultaría hundido un total de diez destructores. Del resto de barcos, los que no acabaron en el fondo del mar sufrieron daños de más o menos consideración, lo que los condenó a pasar una larga temporada en el dique seco.

Los alemanes recurrieron a las acciones de los paracaidistas para rechazar los contraataques aliados en Narvik, en mayo de 1940. Cuando los refuerzos de estas tropas aerotransportada más escaseaban, la retirada aliada les salvó.

Después de la invasión de Noruega, la flota de superficie alemana ya no jugaría nunca más un papel relevante en la estrategia de guerra del Tercer Reich. En el momento en el que ésta debía haber rendido el servicio más importante, en la proyectada invasión de las islas británicas, la Kriegsmarine ya no ofrecía garantías para poder mantener alejada a la flota inglesa del Canal de la Mancha. En junio de 1940 únicamente tres cruceros y cuatro destructores estaban en condiciones de combatir, por lo que entrar en liza contra la Royal Navy no era más que un suicidio.

Dos paracaidistas germanos departen en un aeródromo mientras un Ju-52 se eleva al cielo noruego. Las condiciones en que estos hombres tuvieron que luchar fueron penosas, al soportar temperaturas de 30 grados bajo cero en las montañas escandinavas, más allá del Círculo Polar Ártico.

Es imposible saber lo que hubiera ocurrido si, en el momento de planificar la invasión de Inglaterra, la flota germana hubiera contado con los barcos sacrificados en aguas noruegas, pero lo que está claro es que aquella campaña condicionó de manera decisiva el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial.

Probablemente, la invasión de Noruega fue el primer error estratégico de Hitler; si estaba decidido a invadir Francia, la región de Lorena le podía proporcionar los minerales que hasta entonces le aportaba Escandinavia. Además, la ocupación de Noruega, cuya costa tenía una longitud de 1.600 kilómetros, requería establecer una guarnición permanente de medio millón de hombres, a lo que había que añadir la construcción de casamatas y nidos de ametralladoras a lo largo de toda la costa. Estos gastos aumentarían espectacularmente cuando se decidió que el Muro del Atlántico, que debía proteger la fortaleza europea de Hitler de un ataque aliado, se extendiese también por todo el litoral noruego, en una inversión que el tiempo revelaría como totalmente inútil.

A lo largo de toda la guerra, Noruega sería siempre una fuente de desestabilización para Alemania; Hitler estaba obsesionado con la idea de que los Aliados podían volver a intentar atacarla mediante un desembarco. Para evitarlo, destinó a las aguas noruegas a submarinos que estaban llevando a cabo misiones contra los convoyes aliados en el Atlántico, debilitando así uno de los frentes que, éste sí, pudo haber inclinado la balanza de la guerra del lado del Eje.

Conscientes de esta fijación del Führer, como maniobra de intoxicación para facilitar el desembarco en Normandía los servicios secretos aliados lograrían convencer a Hitler de que se iba a lanzar un asalto anfibio contra Noruega, lo que hizo aumentar aún más los refuerzos destinados a proteger sus costas de una invasión. De este modo, permanecieron en tierras noruegas unas divisiones que, probablemente hubieran sido decisivas para rechazar las cabezas de playa en las costas normandas.

En la última fase de la guerra, cuando las fronteras del Reich estaban siendo asaltadas por los Aliados, todavía se encontraban en Noruega 300.000 soldados. Por lo tanto, la aventura escandinava de Hitler no sólo le proporcionó escasos beneficios, sino que comprometió decisivamente sus campañas posteriores.

Pero, en 1940, Noruega no era más que un aperitivo que no podía saciar, de ningún modo, la voracidad del Führer. El plato frío de la venganza, con la que soñaba desde que padeció la derrota germana mientras se recuperaba en aquel hospital de Passewalk, ya no podía esperar más.