El semiogro se dirigió a la puerta de la taberna, que estaba abierta, arrastrando al último de los clientes de esa noche con la cuerda con la que se sujetaba los pantalones bombacho. Su cautivo se retorcía como una trucha en el anzuelo y soltaba mordaces maldiciones típicas de los muelles. Pero sus esfuerzos no producían ninguna impresión en el guardián de la taberna. Con su cuerpo de más de dos metros de estatura, todo músculo y maldad, Hamish era perfectamente capaz de levantar en vilo a cualquier parroquiano de El Pescador Borracho con tanta facilidad como otro llevaría en las manos un paquete de pescado envuelto en papel.
—Levanta la quilla y recoge velas —rezongó Hamish mientras se disponía a lanzar al hombre—. Te guste o no, estás a punto de encallar.
Era un aviso más que suficiente en los muelles, pero el hombre lo desoyó. El semiogro esperó en vano unos momentos a que su presa dejara de debatirse, tras lo cual se encogió de hombros y lo lanzó hacia la oscuridad. Las protestas del hombre se convirtieron en un lamento que quedó interrumpido por un ruido sordo.
Hamish cerró de golpe la puerta de la taberna y luego deslizó la gruesa tranca de madera de roble que la aseguraba. La madera chirrió. Fuera, el parroquiano al que acababa de expulsar empezó a aporrear la puerta atrancada.
Dos camareras dejaron de limpiar la cerveza derramada para intercambiar una rápida mirada de soslayo y suspiros de resignación. Una de ellas, una escuálida morena con unos ojos soñadores que contrastaban con la realidad de su cuerpo desnutrido, lanzó una única moneda de plata encima de la mesa y cogió una jarra grande aún medio llena.
Entonces la alzó, como un espadachín que lanzara un reto, y se dirigió a la otra camarera, una bonita rubia con la que compartía el último turno de la noche en El Pescador Borracho.
—Lilly, ¿qué te apuestas a que soy capaz de acabármela antes de que al viejo Elton le dé un ataque o se marche?
Lilly ladeó la cabeza y aguzó los oídos; el ritmo débil e irregular de los puñetazos contra la puerta se iba apagando. Buscó una moneda igual en el bolsillo, sin importarle que representara la parte del león de sus ganancias de esa noche.
—A que no, Peg —repuso categóricamente la rubia al mismo tiempo que dejaba la moneda sobre la mesa con la actitud de alguien seguro de que ganará.
Lilly miró al semiogro, que, tras contemplar esa familiar escena con una mueca de exasperación, levantó la vista hacia las ennegrecidas vigas.
—Vale, yo seré el juez —dijo, resignado.
La flaca camarera asintió, aceptando así el desafío, inclinó hacia atrás la cabeza y bebió ávidamente. Lilly se situó a su espalda y le tapó las orejas con ambas manos para no darle ninguna ventaja.
Como Lilly esperaba, Elton se cansó de protestar mucho antes de que Peg apurara la jarra. Pero no importaba; Peg ganaría de todos modos.
La rubia camarera esperó hasta que su amiga acabó de beber, le destapó entonces las orejas y le propinó un cariñoso palmetazo en el trasero.
—¡Eh, has vuelto a ganar! Debes de ser el ojito derecho de la diosa fortuna.
Seguro que has donado más de una moneda de cobre al templo de Tymora.
Vacilando de repente, Peg dejó por un momento de recoger las dos monedas.
—Bueno, no hay nada malo en tratar de poner la buena suerte de tu lado, ¿no? —dijo.
—No, claro que no.
Lilly lanzó al semiogro una mirada de fingida severidad que lo conminaba al silencio. Hamish alzó ambas manos y se marchó para no tener que seguir participando en ese ritual que no acababa de comprender.
Pero a Lilly le parecía que era un modo inofensivo de proporcionar a Peg unas monedas extra, que tanto necesitaba, además de darle una excusa para comer y beber algunos restos. Era la realidad de sus vidas, y algo que muchos empleados de tabernas de mala muerte hacían en caso de necesidad, pero Peg era demasiado orgullosa para ello. Si las pillaban robando las provisiones de la taberna, las despedirían en el acto; no obstante, muchas veces, los restos de cerveza en una jarra y unos encurtidos dejados por un cliente eran el único alimento para alguien como Peg. No era que a Lilly le sobrara el dinero, pero disfrutaba de ciertas ventajas: su risa alegre, su rápido ingenio, una espesa melena de una tonalidad muy pálida poco común, entre rojiza y dorada, así como insinuantes curvas. Cualquier moza de taberna que contara con tales atributos ganaba propinas.
Sin embargo, en esos días las propinas escaseaban en el conflictivo distrito de los muelles. Lilly lanzó un nostálgico vistazo hacia la silenciosa puerta.
—El verano pasado a estas horas Elton y sus amigos seguían bebiendo.
—Y nosotras seguíamos trabajando —replicó Peg—. Trabajábamos tanto que casi nos quedábamos dormidas de pie.
Lilly asintió. Como la mayor parte de las tabernas de los muelles, El Pescador Borracho no cerraba mientras quedara algún hombre o monstruo dispuesto a pagar por un pobre asado y una cerveza aguada, pero el verano de 1368 estaba siendo muy duro.
Demasiados barcos habían desaparecido, lo cual significaba que atracaban menos cargueros en el puerto y que se necesitaban menos brazos tanto a bordo como en los muelles y en los almacenes, por lo que a muchos hombres no les quedaba más remedio que robar para subsistir. Muchos de los marineros y estibadores que solían acudir a la taberna a ahogar sus penas lo estaban pasando muy mal. Lilly había oído incluso susurros de inquietud entre los jóvenes cachorros de la nobleza que de vez en cuando se dejaban caer por ese local de mala nota buscando nuevas emociones. Una pequeña parte de los nobles de la ciudad empezaban a mostrarse cautos y hablaban de buscar otros modos de importar y exportar las mercancías. Naturalmente, cuando reparaban en que alguien los escuchaba, los señores, los mercaderes y los magos de Aguas Profundas hablaban en tono tranquilizador de una prosperidad sin fin. Pero Lilly no se lo tragaba.
Echó un vistazo a Peg. La muchacha, que era más joven que ella, estaba apilando leña en el hogar para que el fuego ardiera hasta la mañana, pero la mirada se le escapaba hacia la pared del fondo. Allí, colgados de ganchos de madera, se ponían a disposición de los escasos clientes que preferían hacer música a armar escándalo un puñado de maltrechos instrumentos. La enjuta faz de Peg reflejaba un profundo anhelo.
—¡Vamos, vete de una vez! —le espetó Lilly, poniéndose en jarras—. Hoy me toca a mí acabar.
No era necesario añadir más para convencerla. La muchacha corrió hacia los instrumentos y cogió un viejo violín junto con un desgastado arco. Sus pies parecían volar mientras subía la escalera del fondo, como si la promesa de la música hiciera que olvidara las largas horas de trabajo.
Una vez que estuvo sola, Lilly acabó de recoger la taberna. Cuando terminó, se limpió las manos en el delantal y se dispuso a deshacer el nudo atado a su espalda. Pero para su disgusto descubrió que alguien había tirado tanto de las cintas que no podía deshacerlo. Sucedía a menudo; había perdido la cuenta de las veces que un cliente achispado trataba de pellizcarle el trasero y se enredaba con las cintas del delantal.
Lanzó un suspiro y renunció al intento. Se sacó del bolsillo un cuchillo de pequeño tamaño y cortó las cintas del delantal, maldiciendo en silencio a todos los clientes en nombre del tipo que la obligaría a pasarse una hora más cosiendo. ¡Eran todos unos cerdos!
Claro estaba que en otros tiempos, y de eso no hacía tanto, algunos de los clientes de El Pescador Borracho no eran tan despreciables, y ella había aceptado de buen grado sus atenciones. Lilly arrojó a un lado el delantal y se colocó tras la barra. Allí escondida guardaba una botella del mejor vino élfico, regalo de un lord que había pasado por la taberna. La mujer se sirvió una pequeña cantidad para paladearlo mejor y habló a la botella casi vacía.
—¡Qué peligroso es beber licores tan buenos! Ahora ya no soporto la sidra y los matarratas que servimos aquí. ¿Qué voy a hacer al respecto?, te pregunto a ti.
Pero la botella no le dio ninguna solución. Lilly suspiró y se apartó un mechón de cabello cobrizo que le caía sobre el rostro. Súbitamente se sentía agotada y ansiosa por evadirse con lo que la esperaba en el pequeño cuarto situado encima de la taberna.
Apuró el singular vino de un solo trago y luego subió la escalera que conducía a los dormitorios.
Se detuvo en la puerta de su alcoba y, apoyada en el marco, la inspeccionó con nuevos ojos. Un tiempo atrás se creyó afortunada de disponer de una habitación sólo para ella, un lugar seguro en el que dejar sus cosas y una cama que no tenía que compartir con nadie, a no ser que ella lo deseara. Pero la cosa cambiaba si la miraba con los ojos de su amante.
No era más que una recámara pequeña y oscura, sin ventanas ni chimenea. Por único mobiliario tenía un estrecho camastro que se hundía, una jofaina desportillada, un viejo espejo que pedía a gritos un azogado y ganchos en las paredes para colgar sus otros dos vestidos y la camisola limpia. Unas puertas más allá, Peg trataba de arrancar algo parecido a sonidos musicales del viejo violín, aunque sonaba como un gato al que le pisaran la cola.
Lilly entró en el cuarto meneando la cabeza, como si negara la deprimente realidad que la rodeaba. Después de cerrar la puerta, se desplomó sobre el camastro.
Metió una mano debajo del cobertor y palpó el desigual relleno hasta encontrar un bulto en concreto: una pequeña esfera de cristal iridiscente que escondía en el colchón.
Por un momento, le bastó con contemplar ese tesoro, con saber que ella —una simple moza de taberna— poseía una esfera de sueños. Se trataba de un juguete mágico nuevo en la ciudad, lo cual no significaba que se pudiera adquirir en los bazares.
Naturalmente, los magos de la ciudad veían con malos ojos cualquier tipo de magia que pudiera comprarse y usarse sin que ellos obtuvieran algún beneficio. No obstante, en la Ciudad de los Prodigios se podía comprar cualquier cosa, si uno sabía dónde buscar.
La ciudad no tenía secretos para Lilly. Había comprado ya varias esferas de sueños y cada vez había dado por bien empleado el dinero gastado. Pero ésa era especial, pues había sido un regalo de su amante: un noble. Conociendo cuánto anhelaba Lilly llegar a pertenecer a su aristocrático mundo, sin duda había escogido ese sueño especial con cariño.
La joven cerró los ojos y se imaginó la bella y pícara faz de su amante. Mientras cerraba los dedos en torno a la reluciente esfera, cayó rápidamente en un estado de trance, que era la antesala del sueño.
Primero oyó la música, que no tenía nada que ver con las canciones que de vez en cuando los clientes de El Pescador Borracho entonaban a coro. A continuación, su humilde alcoba se desvaneció. Lilly levantó las manos y las fue girando para contemplar desde todos los ángulos su inmaculada blancura. Asombrada, se alisó con ellas la fría seda azul del vestido.
De repente, se vio en un gran salón atestado de invitados ataviados con sus mejores galas. En el otro extremo del salón, divisó a su amado, que bebía vino a pequeños sorbos mientras escrutaba la multitud, sin duda buscándola. Cuando la vio, su rostro se iluminó. Pero antes de que Lilly pudiera acercarse a él, otro caballero abandonó el baile y la saludó con una profunda reverencia, un gesto que nadie de tan baja condición como ella había recibido jamás. Lilly asintió graciosamente y flotó hacia sus brazos. Juntos se unieron al intrincado círculo de la danza.
Su amante la observaba desde el borde de la pista de baile con una cariñosa sonrisa en los labios. Cuando la primera danza acabó, se acercó para reclamarla.
Bailaron y se divirtieron, hasta que se fundió la cera de los centenares de velas aromatizadas que iluminaban el salón y colgó de las lucernas como fragantes encajes.
Lilly conocía todos los pasos de baile, pese a que nunca los había aprendido; recordaba el sabor del vino espumoso, pese a que nunca una cosecha como ésa se había catado en la taberna de mala muerte en la que trabajaba. Reía, flirteaba e incluso cantó, sintiéndose más hermosa, más ocurrente y más deseable de lo que nunca antes se había sentido. Lo mejor de todo era ser una dama entre la nobleza de Aguas Profundas, entre esos altivos personajes tan brillantes como las estrellas invernales y que nunca jamás aceptarían a alguien tan humilde.
Excepto, claro estaba, en sueños.
El discordante chirrido de un violín se insinuó en la cadenciosa melodía de la danza. Sobresaltada por la intrusión, Lilly perdió el paso y se tambaleó. Los brazos de su amante la sujetaron con más fuerza por la cintura para que no cayera. Por su mirada, resultaba evidente que creía que era parte del flirteo y que le gustaba.
Pero, en realidad, el sueño se estaba desvaneciendo. No habría tiempo para que el noble cumpliera lo que prometía su rutilante sonrisa.
Una oleada de pánico invadió a Lilly. Bruscamente, se apartó de los brazos de su amante, se recogió la falda de su vestido de seda y luego echó a correr como una rata de los muelles.
Descendió frenéticamente por la amplia escalinata de mármol para perderse en el anonimato de las calles. ¡Tenía que alejarse antes de que el sueño se desvaneciera!
Prefería morir a ver cómo la caballerosa admiración que se reflejaba en los ojos de su amante era reemplazada por el condescendiente encanto con el que trataba a las bonitas y serviciales criadas.
Poco a poco, fue aflojando el paso. Nuevamente sintió el agotamiento, magnificado por el sueño que se iba apagando, hasta que se sintió como si corriera por el agua. El brusco despertar la encontró sentada en el borde del desvencijado camastro, con la vista fija en esa imagen tan familiar reflejada en un espejo que una dama desconocida había desechado.
Lilly contempló con aire sombrío la imagen que veía en el cristal rayado y deslucido. Ya no quedaba ni rastro de las sedas y las joyas. Volvía a ser una pobre camarera vestida con una humilde falda de tela, mezcla de hilo y lana, y una camisola escotada que había soportado demasiados lavados y planchados para que pudiera ser calificada de mal gusto. Sus grandes ojos, oscuros en contraste con la pálida tez, estaban subrayados por profundas ojeras de cansancio, y la mirada era de una tristeza infinita por los sueños imposibles que reflejaba. Una pequeña mano mugrienta apretaba con tanta fuerza la esfera de sueños que tenía los nudillos blancos. Pero la esfera ya no brillaba; una vez agotada su magia, se veía apagada y turbia.
Lanzando un suspiro, Lilly dejó a un lado la esfera gastada y cogió un chal oscuro, con el que se cubrió el brillante cabello. A continuación, bajó corriendo los viejos escalones de madera que llevaban al callejón. Ágilmente, la joven evitó las tablas sueltas y los escalones que sabía que crujían cuando se pisaban.
Con una cruda sonrisa, recordó la amplia escalinata de mármol que había descendido en su sueño y el repiqueteo de las delicadas sandalias contra el suelo al huir del salón. Pero en la vida real se movía tan silenciosamente como una sombra. Eso era lo primero que tenía que aprender un ladrón si quería llegar a adulto.
A Lilly no le gustaba su trabajo, pero lo hacía bien. Después de todo, una tenía que ganarse la vida. Unas noches más y se tomaría un respiro del distrito de los muelles.
Pero hasta entonces, ésa era su vida, le gustara o no, y tenía que vivirla.
Su primera víctima se lo puso muy fácil: el gordo guardián de un almacén que yacía despatarrado en el callejón situado detrás de El Pescador Borracho durmiendo la mona. Tenía la cabeza apoyada en una caja cualquiera, y los carnosos carrillos temblaban cada vez que soltaba un ronquido. Lilly lo examinó con ojo avezado, tras lo cual se sacó un cuchillo del bolsillo y se agachó. Con un diestro movimiento, le abrió una de sus gastadas botas de piel, con lo que varias monedas de cobre cayeron sobre los adoquines. Rápidamente, las recogió, se las guardó en el bolsillo y se puso en pie.
Mientras se refugiaba en la bruma y las sombras pegadas al muro del callejón, reflexionó sobre cuál sería su siguiente movimiento. El círculo de grasienta luz que proyectaba la farola marcaba el final del callejón. El lejano rumor de voces y risas procedentes de El Pegaso Volador, una taberna situada más allá, de pronto aumentó de volumen cuando se abrió la puerta, sin duda para dejar salir a los últimos clientes de la noche. Tras intercambiar saludos, los compañeros de juerga se despidieron y, caminando o tambaleándose, se perdieron en la noche. Por experiencia, Lilly sabía que era muy probable que al menos uno de ellos fuese en su dirección.
La camarera ladrona se escondió en una estrecha grieta entre dos edificios de piedra. No tuvo que esperar mucho antes de oír los pasos de un solitario caminante, que resonaban en los adoquines.
Por el sonido, supuso que era un hombre, y no muy fornido. Llevaba botas nuevas de suela de cuero, lo cual indicaba que eran obra de un zapatero caro. Y por el ritmo irregular de las pisadas, era evidente que había bebido lo suficiente para estar achispado, aunque no tanto como para no ser capaz de silbar una popular balada sin desafinar excesivamente.
Lilly asintió, satisfecha. Un borracho por noche era su límite; no tenía ninguna gracia robar a un beodo. Se sacó del bolsillo un pequeño cuchillo en forma de gancho y aguardó a que su víctima pasara por delante.
Merecía la pena esperar. Iba lujosamente vestido y, casi con total seguridad, llevaría encima un montón de monedas. Debía de tratarse de un próspero miembro de una cofradía o de un representante de la nobleza comerciante. Lilly se disponía a arrebatarle la bolsa que le colgaba del cinto cuando se oyó una voz.
—¿Maurice? ¡Ah, ahí estáis, golfo más que golfo!
La voz provenía del extremo del callejón. Era una voz femenina de exótico acento, una voz cargada de regocijo y coquetería, así como del tipo de seguridad en uno mismo que solamente proporcionan la riqueza y la belleza. Lilly apretó los dientes cuando el tal Maurice, con el rostro iluminado, se volvió hacia la seductora voz poniendo fuera de su alcance la bolsa.
—¡Lady Isabeau! Pensaba que os habíais marchado con los otros.
—¡Bah! —exclamó sencillamente la mujer, pero de una manera tan expresiva que Lilly casi pudo ver el taimado mohín y el leve ademán desdeñoso de una enjoyada mano—. ¡Son todos unos cobardes! No hacen más que jactarse de los peligros que los acechan mientras regresan en coches cerrados con guardias y cocheros que los protegen. Sólo vos sois lo suficientemente hombre como para atreveros a desafiar la noche —añadió la seductora voz, casi en un ronroneo.
La voz decía mucho más de lo que expresaban las palabras. En los ojos del hombre prendió una inconfundible chispa, pero se apagó casi al instante cuando recuperó su habitual expresión atribulada.
Lilly esbozó una sonrisa al darse cuenta de la verdadera razón de su supuesta audacia. Él no era el primero que se dirigía a un oscuro callejón tras una noche de juerga. Sin duda, sus intenciones habían sido aliviarse y luego parar el coche de sus amigos cuando doblara la calle de la Vela. La aparición de la dama había frustrado sus planes y se debatía entre satisfacer sus necesidades fisiológicas o aceptar la oferta implícita en las palabras de la bella. Al fin, ganó la necesidad.
—Debéis tener cuidado, pues incluso las calles principales son peligrosas, y no digamos los callejones. Debo insistir en que regreséis con los otros.
Pero el suave taconeo indicó que la dama prefería acercarse a Maurice.
—No tengo ningún miedo —declaró—. Vos me protegeréis, ¿verdad?
«No», respondió Lilly para sí. Bueno, era casi tan fácil desplumar a dos incautos como a uno. Una simple carterista como ella no podría, claro estaba. Pero ¿acaso no había oído en El Pescador Borracho que muchos ladrones que operaban en el distrito de los muelles no se limitaban a cortar los cordeles de las bolsas? Entonces, vio a la dama y olvidó su desprecio.
Lady Isabeau era muy atractiva, con una belleza oscura y exótica que encajaba perfectamente con su voz. Llevaba la espesa melena de brillante pelo negro recogida de un modo ingenioso alrededor de su bellamente cincelada cabeza, aunque dejando una parte suelta para que le cayera en forma de rizos, tan a la moda. Tenía unos ojos grandes, de un marrón aterciopelado, nariz aristocrática, así como unos labios carnosos y sensuales. Sus vertiginosas curvas desafiaban la firmeza de los cordones que le sujetaban el vestido, de un color rojo subido, y un cinturón bordado con piedras preciosas ceñía su estrecho talle. Lilly lanzó un suspiro de envidia.
Lady Isabeau enarcó una de sus cejas de ébano. Por un momento, Lilly temió que la dama la hubiera oído, pero la mujer seguía contemplando admirativamente al heroico Maurice, sin echar ni una breve mirada al escondite de Lilly.
—Bueno, si vos lo decís, realmente debe ser muy peligroso. —Isabeau cogió al hombre del brazo—. No iréis a dejarme aquí sola, ¿verdad?
—Os escoltaré hasta la calle de la Vela y luego seguiré mi camino —repuso él, dándose importancia—. Hay asuntos que no pueden resolverse a la luz del día. —Su tono de voz insinuaba reuniones clandestinas, duelos de honor y doncellas que languidecían en altas torres.
Lilly tuvo que taparse la voz para no prorrumpir en carcajadas.
Pero Isabeau asintió y se sacó de entre los pliegues de la falda una petaca de plata.
—Como deseéis. Pero al menos podemos compartir la última de la noche.
El aristócrata aceptó la petaca y bebió. Luego, cogidos del brazo, se fueron alejando del campo de visión de la ladrona. Lilly esperó hasta que todo quedó en silencio antes de atreverse a salir y avanzar sigilosamente hacia la calle principal.
Al final del callejón, a punto estuvo de tropezar con Maurice y caer. El hombre yacía en el suelo, boca abajo, justo en el borde de la zona iluminada por la farola. Pese a las manchas de fuerte licor que exhibían sus elegantes ropas, Lilly dudaba de que se hubiera desmayado por la bebida. Se inclinó cuidadosamente y le acercó los dedos al cuello para comprobar si aún tenía pulso. Sí tenía; débil pero regular. Picada por la curiosidad, fue palpando con una mano la cabeza del hombre para descubrir qué le había ocurrido. En la nuca se le empezaba a formar un chichón. Se despertaría con un terrible dolor de cabeza y, naturalmente, sin la bolsa.
Lilly se puso en pie, furiosa. Noble o plebeya, ninguna mujer decente ponía pies en polvorosa al primer signo de peligro dejando en la estacada a un amigo. ¡La muy zorra ni siquiera se había molestado en dar la alarma!
Silenciosamente, se aproximó a la luz del farol y escrutó les calles, buscando cualquier indicio de la dama que había huido. Un destello rojo desapareció por un callejón próximo. Lilly adoptó una actitud resuelta y emprendió la persecución; aunque raras veces desplumaba a mujeres, hacía mucho tiempo que la ladrona no se topaba con una persona que se lo mereciera más que la tal Isabeau.
Seguirla fue muy fácil. Tan concentrada estaba la dama en el débil ruido de un carruaje que se aproximaba al final del callejón que ni una sola vez volvió la vista. Lilly la alcanzó aproximadamente en la mitad de la calleja y se deslizó con sigilo a su espalda. La ladrona se fijó en una profunda bolsa sujeta al enjoyado cinturón de Isabeau; era una bolsa grande y suave, del mismo tono carmesí que el vestido de la mujer, y confeccionada de tal manera que se confundía con los pliegues de la falda.
Lilly se dijo que era un diseño muy astuto. Aunque la bolsa estaba llena y, por su aspecto, pesaba, a un ladrón menos experimentado que ella se le habría pasado por alto.
Cortó los cordeles con tanto sigilo como lo haría un fantasma, e inmediatamente buscó refugio en las sombras para contar su botín.
Al abrir la bolsa, los ojos casi se le salieron de las órbitas por la sorpresa: contenía el monedero ricamente bordado que había pertenecido al pobre Maurice.
—Eres buena —dijo una voz grave y sensual—, pero yo soy mejor.
Lilly alzó bruscamente la vista de las monedas doblemente robadas y se encontró con la mirada fría y serena de la noble en apariencia incauta. Antes de que pudiera reaccionar, lady Isabeau le arrebató la bolsa con una de sus manos adornadas con sortijas y, hundiendo la otra bajo el chal de la ladrona, la agarró por el pelo. Entonces, dio un violento tirón hacia delante, de modo que la cabeza chocara dolorosamente contra la bolsa repleta de monedas.
Lilly se tambaleó hacia atrás, despojada del botín y, a juzgar por la quemazón que sentía en el cuero cabelludo, despojada asimismo de al menos un mechón. La moza de taberna fue a estrellarse con fuerza contra la pared del callejón.
Rápidamente pugnó por sacudirse de encima el aturdimiento, se apartó de la pared, desenvainó un cuchillo y atacó. Isabeau separó las piernas y blandió la pesada bolsa de seda a modo de mangual.
No había tiempo para estratagemas. Lilly lanzó un golpe que era medio parada medio estocada y, aunque no alcanzó a la rival ni de refilón, logró dar un tajo a la peligrosa bolsa. Las monedas cayeron al suelo con un satisfactorio repiqueteo, aunque descubrió que la bolsa seguía siendo muy pesada cuando recibió un golpe que la hizo trastabillar hacia atrás. El cuchillo se le escapó de la mano y cayó entre las monedas.
Siseando como una gata enfurecida, Isabeau se abalanzó sobre su presa con las manos flexionadas como garras. Lilly la agarró por las muñecas, y así la sostuvo mientras se apartaba a derecha y luego a izquierda, tratando de mantener los ojos a salvo de aquellas uñas.
Ambas mujeres daban vueltas y doblaban las piernas en una macabra y mortífera parodia de baile que se mofaba del maravilloso sueño que Lilly recordaba aún tan vívidamente. Tan inmersa estaba en la lucha y tan doloroso era ese recuerdo que Lilly no se percató de que el chal se le había caído hasta que tropezó con el fleco.
Un ligero traspié y un momento de vacilación era todo lo que Isabeau necesitaba.
La noble dama se liberó de las garras de su rival y la cogió de nuevo por el pelo. Ambas cayeron al suelo y, en medio de una maraña de faldas, rodaron como locas mientras se arañaban, se tiraban del pelo y se sacudían de lo lindo.
Mientras duró la refriega Isabeau mantuvo un inquietante silencio. De una consentida aristócrata Lilly hubiese esperado que chillara como una banshee al recibir tan cruel trato, sin darse cuenta de que en esa parte de la ciudad ello tan sólo podría acarrearle mayores peligros. Al parecer, la dama estaba más familiarizada con las costumbres de la calle de lo que sugería su elegante atavío.
No obstante, Lilly conocía algunos trucos que la elegante ratera ignoraba. Después de años de práctica en quitarse de encima a los moscones de la taberna, era más escurridiza que una anguila, y apostaba consigo misma a que ni siquiera los gladiadores del lord elfo podrían inmovilizarla si ella se proponía soltarse. Aunque era más baja que Isabeau y al menos seis kilos más ligera, lentamente la suerte la empezó a favorecer.
Finalmente, logró sentarse a horcajadas encima de su rival y sujetarle los brazos a los lados. Pese a que la cautiva mostraba una expresión indignada y furiosa, mantenía su turbador silencio y se retorcía y corcoveaba bajo ella como una yegua salvaje.
Lilly respiraba con hondos e irregulares jadeos, dispuesta a aguantar hasta que amaneciera o su rival cediera. No podría haber apostado por cuál de las dos cosas sucedería antes, ni siquiera para favorecer a Peg.
La resistencia de Isabeau fue debilitándose y cesó bruscamente. Los ojos de la noble miraban con fijeza algo más allá del callejón. Pero Lilly, sospechando que la dama trababa de colarle el truco más viejo del mundo, se limitó a sujetarla con más fuerza.
Un instante más tarde se le antojó que la mirada que reflejaban los oscuros ojos de la dama era más de pura avaricia que de astucia. Lilly se aventuró a echar un vistazo hacia lo que había llamado la atención de su presa.
Un hombre solitario se aproximaba al farol sin dejar de lanzar miradas furtivas a lo largo de la calle. Era un tipo grandote y con una espesa barba, aunque sus ropas se veían sencillas.
—No es un noble —susurró Isabeau—. Yo diría que es un servidor de confianza cumpliendo un encargo para su amo. A estas horas y en un lugar como éste, no hay duda de que su misión está fuera de la ley.
Antes de pararse a reflexionar, Lilly ya había empezado a responder.
—Aún no ha hecho lo que le han encargado. Es evidente que busca a alguien.
—Buena observación. —Isabeau miró de soslayo a su captora—. Eso significa que todavía lleva encima el pago.
—Muy probablemente.
Ambas guardaron silencio un segundo.
—Nos lo podríamos partir —sugirió Isabeau.
—Pues claro. Sería muy fácil arrebatar a ese hombretón de rudo aspecto el dinero de su amo —se mofó Lilly, suavemente—. Perdona que te lo diga, pero como luchadora dejas mucho que desear.
Isabeau se encogió de hombros lo mejor que pudo teniendo en cuenta las circunstancias.
—No me importa. Siempre encuentro a alguien que luche por mí.
—¡Oh!, y en este caso, ese alguien debo ser yo, ¿me equivoco?
—Sería una estúpida si desperdiciara tanto talento. Tú tienes manos ágiles y pies silenciosos. Yo lo distraeré mientras tú lo desplumas.
Extrañas palabras en boca de una mujer cubierta de sedas y joyas. Lilly se sentó sobre los talones y dejó escapar una suave risa de incredulidad.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Isabeau Thione, hija bastarda de lady Lucía Thione, de Tethyr —respondió la dama en tono arrogante, aunque no exento de ironía, pues había mencionado una rama de una familia real tan infame que incluso Lilly había oído hablar de ella. La noble esbozó una maliciosa sonrisa antes de añadir—: Hasta hace poco, también conocida como Sofía, moza de taberna y ratera. Acabo de llegar a Aguas Profundas y me propongo prosperar sea como sea.
¡Una camarera y ladrona de noble cuna! Esas palabras, que encerraban una identidad dual, tocaron una fibra sensible de Lilly.
¿Acaso no se asemejaban mucho ellas dos? No obstante, Isabeau, con sus joyas, sus sedas y la admiración que despertaba en elegantes caballeros, había alcanzado lo que Lilly solamente había experimentado en sueños. Tal vez podría aprender cómo Isabeau había logrado el milagro.
Otra posibilidad, incluso más atrayente, le daba vueltas por la cabeza: ¿era posible que las esferas de sueños, que la embelesaban y la atormentaban al mismo tiempo, no fuesen sólo un sueño imposible sino el augurio de un futuro alcanzable? Las esferas poseían una magia muy poderosa; Lilly la había sentido de modos que no podía comprender ni explicar. Tal vez no era una coincidencia que los caminos de dos ladronas bastardas se hubieran cruzado aquella noche.
Lentamente, Lilly aflojó la presión y se fue apartando. Ambas mujeres se pusieron de pie y empezaron a alisarse las arrugadas faldas y a componerse la revuelta cabellera.
—Si vamos a hacerlo, tenemos que actuar ya —dijo Lilly.
Su compañera sonrió de manera que los ojos se le estrecharon como los de un gato en plena cacería.
—¿Socias? Por cierto, ¿cómo quieres que te llame?
Lilly le dio el único nombre que legalmente le pertenecía: una palabra, no más; sin familia, sin rango, sin historia y sin fortuna. Siempre le había dolido llevar el tipo de nombre que se da sin pensar a una yegua blanca o a un gatito.
—¿Lilly? —repitió la noble, alzando una ceja con gesto altanero. Era evidente que ella opinaba lo mismo sobre el nombre.
Lilly no estaba de humor para aguantar impertinencias de labios de esa mujer. El desdén que expresaba la hermosa cara de Isabeau indujo a Lilly a revelar, por primera vez en la vida, su secreto mejor guardado.
—En realidad —dijo alzando el mentón en un gesto que trataba de imitar la arrogancia de una dama noble—, es Lilly Thann.