14

Danilo halló a su madre en el jardín sumida en la lectura de un grueso tomo que descansaba en su regazo. Rápidamente, lanzó el hechizo que había preparado de camino a la mansión Thann; era un encantamiento fruto de su ira y alimentado por sus pesadillas.

La intención era cambiar las palabras que justamente leía lady Cassandra, transformando el erudito texto en los términos del acuerdo al que habían llegado el día anterior para hacerla sentir culpable. Pero en el mismo momento en que liberó el hechizo, Dan se dio cuenta de que la magia se le iba de las manos y comenzaba a dar vueltas sin ningún control.

La tinta de la página abierta se fundió, y las palabras se confundieron. La mancha negra se tornó del color de la sangre e inmediatamente comenzó a arder.

Lady Cassandra se levantó de un salto, lanzando un grito ahogado. El valioso libro le cayó del regazo. Mientras se consumía en el suelo, despedía volutas de humo, que se retorcían y se arremolinaban en un vano intento de formar las palabras que Dan y su madre habían pronunciado y que el joven había incluido en el hechizo. Pero su acuerdo estaba roto; la confianza de Dan, hecha pedazos, y el encantamiento no recordaba las palabras.

La dama observó largamente al visitante mientras recuperaba la compostura.

—Tienes toda mi atención —dijo al fin.

—Y tú tienes mi promesa de que, pese a todos tus esfuerzos por impedirlo, averiguaré quién mató a Lilly —replicó Dan con serena intensidad—. ¿Por qué, madre?

A juzgar por los acontecimientos no sólo de hoy sino de los últimos diez días, parece que tienes algo que ocultar.

—¿Me preguntas por qué? Esta situación es vergonzosa. ¿Pretendías que enterrásemos a una moza de taberna en el mausoleo familiar? ¿En qué estabas pensando?

—¡Ayer te mostraste de acuerdo!

—Por tu propio bien. Si no fingía ceder un poco, no habrías parado hasta que te hubieras salido con la tuya en todo.

—Y justamente, eso pienso hacer ahora. —Danilo escrutó la faz de su madre, tratando de adivinar qué estaría pasando tras esa hermosa y serena faz—. ¿No sientes ninguna curiosidad por Lilly? ¿Por su vida, por su muerte?

—No, y tampoco deseo seguir hablando de esto. Ni ahora ni nunca en el futuro.

—¡Maldita sea, madre! ¡Eres tan obstinada como una elfa de sangre pura!

Por fin, sus palabras tuvieron algún efecto. Por el rostro de la dama cruzó una expresión de consternación, aunque rápidamente se dominó.

—Deberías elegir tus palabras con más cuidado. Hay gente en esta ciudad que podría interpretarlas mal.

En la mente de Danilo germinó una sospecha terrible e imposible. Tal vez Lilly había sido asesinada por pertenecer a una casa noble y poseer más que un poco de sangre elfa. Arilyn había sido atacada, y también Elaith. Quizá alguien estaba decidido a cortar cualquier lazo de unión entre la familia Thann y los elfos.

Tal vez el empeño de lady Cassandra por negar sus orígenes había llegado al extremo de tratar de destruir a cualquiera que se lo recordara.

Rápidamente desechó tales pensamientos. No podía creer que su propia madre…

¿Cómo podía haber llegado a imaginar tal cosa de ella?

—Es posible que te llegue el rumor de que Elaith Craulnober tuvo algo que ver en la muerte de Lilly —dijo tan pronto como se halló en situación de hablar—. No niego esa posibilidad, pero pienso llegar hasta el fondo de este asunto. Hasta entonces, me opondré a cualquier acción que se emprenda contra él. —Hizo una pausa, y después añadió con dificultad—: Así como contra cualquiera que tenga sangre elfa.

Hasta donde le llegaba la memoria nunca jamás había visto a su madre atónita y sin habla.

—¿Te atreves a darme órdenes?

—En cierto modo. Por débil y remota que sea nuestra herencia elfa, quiero que entiendas que me siento orgulloso de ella.

—¡Khelben! —masculló la dama, convirtiendo el nombre del archimago en un improperio—. Supongo que fue él quien se fue de la lengua. ¡Pues ha elegido el peor momento para dejar de ser reservado y enigmático!

—Entonces, es cierto. ¿Por qué nunca me has dicho ni media palabra?

—¿Para qué? ¡Hace generaciones que ha sido olvidado! ¿Qué necesidad hay de abrir los armarios para airear todos los secretos?

—Te recuerdo que la fortuna de los Thann se hizo con el comercio de esclavos.

¿Me estás diciendo que es aceptable tener tratantes de esclavos en el árbol genealógico, pero no es aceptable tener elfos?

—¡Vigila el tono y ándate con pies de plomo! —dijo la dama con voz contenida de furia—. Elaith Craulnober se ha pasado de la raya y pagará por su presunción. Vigila de no hundirte con él.

Dicho esto, se marchó dejando a Danilo solo con todas las ilusiones de una vida hechas pedazos.

Arilyn esperó en la taberna convenida hasta que la luna estuvo muy alta en el firmamento y el fuego comenzaba a apagarse. Danilo entró. Tenía un aspecto tan descuidado como un marinero, y Arilyn jamás lo había visto tan desolado. Se dejó caer sobre el banco y se apartó el pelo húmedo de la cara.

—Lo siento. He estado paseando por la muralla del mar.

Arilyn conocía ese lugar. Era perfecto cuando uno quería estar solo. Incluso en los días más apacibles soplaba desde el mar un viento cortante, cargado de sal, de rociones de agua y de secretos. No había ningún lugar en el que refugiarse del embate del viento ni tampoco ninguna barrera del lado que caía a pico hacia las heladas aguas. No era un paseo apto para timoratos ni para aquéllos que apreciaran la comodidad. Uno podía caminar durante una hora por la muralla sin encontrarse ni con un alma.

—Diría que has vuelto demasiado pronto —dijo la semielfa. Arrojó algunas monedas encima de la mesa y añadió—: Vamos.

Dan no protestó. Se dirigieron al norte y treparon por la escalera excavada en el muro de piedra. Durante mucho rato, pasearon por el borde de la muralla. La luna comenzaba a ocultarse y su luz cabrilleaba en las inquietas aguas del mar. En la bajamar, quedaban al descubierto una multitud de percebes que se aferraban desesperadamente a la muralla. El único sonido era el del oleaje que se estrellaba contra el muro y luego murmuraba. Arilyn pensó que había visto pocos parajes tan solitarios y desolados como ése.

—Vengo aquí de vez en cuando —dijo de pronto Danilo—. El sonido del mar me ayuda a limpiar la mente, comenzar de cero y pensar con mayor claridad. Pero esta noche es inútil.

A continuación, le relató la conversación que había mantenido con lady Cassandra, así como sus terribles sospechas.

—Siempre me he sentido un poco extraño en mi familia, pero es ahora cuando me doy cuenta de lo poco que los conozco. Jamás imaginé que llegaran a ponerse en contra de mí.

—Son cosas que pasan —replicó Arilyn escuetamente.

La historia de Danilo se asemejaba demasiado a su propia historia familiar, que prefería olvidar. Tras una breve vacilación se le ocurrió que aunque no le sirviera de consuelo, al menos no se sentiría tan solo.

—Mi madre murió cuando yo tenía apenas quince años. Una semielfa de esa edad es poco menos que una niña. La hoja de luna pasó a mis manos. Mi madre tuvo siempre la intención de legármela y había empezado a entrenarme para que fuese capaz de satisfacer las exigencias de la espada. Pero, como sabes, no tuvo tiempo suficiente y murió antes de que tuviera oportunidad de decirme todo lo que yo necesitaba saber. La familia de mi madre se desplazo a Evereska para el funeral con las vestiduras tradicionales del duelo y el rostro velado. Nunca les vi la cara, pero los oí discutir sobre la espada y su destino. Aunque ninguno pensaba que debería ser mía, permitieron que me la quedara. Mucho después comprendí por qué: no creían ni por un segundo que la hoja de luna aceptara a una semielfa. Estaban convencidos de que moriría al empuñarla, tras lo cual podrían recuperar la espada de Amnestria. No se dignaron explicarme nada ni advertirme.

—No sabía nada —comentó Danilo, muy enfadado.

—No es algo de lo que me guste hablar. Me costó mucho tiempo comprender que mis parientes elfos no son malvados, ni siquiera desconsiderados. Nada más lejos de la verdad. Lo que ocurre es que yo no formo parte de su mundo. Para ellos, los semielfos no forman parte de los tel’quessar y, por tanto, no merecen su consideración. Suena duro, pero tienen razones para pensar como piensan.

—No obstante, estabas sola y eras muy joven. Puedo imaginarme lo duro que debió ser para ti.

Arilyn lo detuvo poniéndole una mano en un brazo. Sin hablar, se fundieron en un abrazo; dos figuras recortadas contra el cielo nocturno.

—No estás solo y nunca lo estarás —le dijo Arilyn dulcemente.

Mientras se abrazaban, Arilyn comprendió algo, era una presencia que siempre había sentido pero nunca de manera tan vívida. Tras el jovial y despreocupado espíritu de Danilo, que tan bien conocía, se ocultaba una oscuridad a la que hasta entonces no había tenido acceso. La semielfa aceptó ambos aspectos, pues comprendía su significado. Dan y ella estaban unidos por un vínculo élfico: un profundo lazo de comunicación psíquica y espiritual. Aunque no era una comunión completa de dos almas —reservada a los elfos—, era infinitamente más que la mera unión de dos cuerpos o incluso de dos corazones.

—También yo lo siento —dijo Danilo suavemente, leyendo la mente de Arilyn.

La semielfa supo entonces que el vínculo élfico los englobaba a ambos. Se habían encontrado; el círculo era completo.

De repente, Dan la alzó en brazos como si se tratara de una doncella vestida con sedas en lugar de una guerrera. Para su sorpresa, Arilyn descubrió que no le importaba.

Danilo tenía hábitos propios, y en esos instantes el apremio del deseo humano —ajeno a los elfos— le parecía algo tan natural como la llegada de la primavera.

La semielfa le echó los brazos al cuello. La magia los rodeó, y el bramido del mar se perdió en la arrolladora marea del viaje mágico.

El blanco remolino del hechizo los depositó en un mundo que a Arilyn, con sus sentidos intensificados, se le antojó un mundo mágico. En el hogar, ardían troncos de manzano, y las lámparas de aceite emitían una luz muy suave. Los globos de vidrio azul filtraban la luz de las lámparas y bañaban la estancia en un resplandor azul. Arilyn bajó la vista casi esperando descubrir que iba vestida con seda azul y las piedras preciosas favoritas de Danilo.

—Esta noche, no —dijo el joven en voz alta mientras la depositaba suavemente en el suelo—. Tal como eres.

Arilyn se desciñó el cinto del que le pendía la hoja de luna y lo arrojó a un lado.

Fue un gesto de protección instintivo, pues si Danilo la rozaba sin darse cuenta sufriría quemaduras. La semielfa dejó caer la espada sin ningún cuidado. Aunque la hoja de luna fuese su destino elfo, esa noche debía cumplir otro compromiso igualmente sagrado.

Danilo le apartó las manos y acabó por ella. Suavemente, le acarició las hendiduras en el antebrazo que le habían dejado el brazal y la vaina del cuchillo que llevaba adherida. Fascinado por la piel de la semielfa, la exploró con una delicadeza exquisita y torturadora.

—Luz de luna en una perla —murmuró en un tono reverente al mismo tiempo que retiraba la camisa de los hombros femeninos.

Arilyn comenzó a experimentar un nivel de impaciencia muy humano. De haber poseído una pizca de magia, hubiera disuelto toda la ropa. Como no podía, comenzó a tironear de los cordones que unían por el costado sus prendas de cuero.

Danilo se contagió de su impaciencia y procuró ayudarla, aunque tal era su urgencia que ambos eran igualmente torpes. Finalmente, Arilyn lo apartó, se inclinó y se sacó un cuchillo de una funda oculta en una bota.

Se lo entregó a Danilo. El joven cortó hábilmente los cordones, las prendas cayeron al suelo, y Arilyn las alejó de un puntapié. A continuación, se quitó las botas asimismo a puntapiés, con tanto ímpetu que una de ellas se estrelló contra una lámpara de aceite. El globo azul se balanceó a tontas y a locas, la llama parpadeó y, por fin, se extinguió.

«Mejor a oscuras», pensó Arilyn. La luz de la luna les bastaba. A ella la colmaba en un sentido muy tangible. Su plateado resplandor comenzó a reunirse, haciéndose más y más luminoso a medida que ascendía. La mente de Arilyn se vació de cualquier pensamiento. Nada existía, excepto ese momento y ese lugar. El vínculo élfico se fusionó con un apremio muy humano, aunque no eran discordantes sino complementarios. Ambos transmitían una sensación de regreso al hogar tan aguda y dulce que Arilyn supo que ese recuerdo perduraría en ella incluso cuando su espíritu se fusionara con la hoja de luna.

Más tarde se acurrucaron frente al fuego uno en brazos del otro, contemplando los dibujos de las llamas. Sobraban las palabras, pues las palabras eran un medio de salvar un abismo, y la comunión que acababan de compartir había borrado ese abismo. La semielfa no sabía qué les deparaba el destino, pero después de eso ninguno de los dos volvería a estar realmente solo nunca más.

Amaneció muy lentamente, pues las nubes tapaban el sol y una débil llovizna caía en susurros sobre los tejados y las hojas caídas.

Danilo se volvió hacia la mujer que dormía a su lado y la despertó con un beso.

—Odio decirlo, pero debemos levantarnos. Tenemos cosas que hacer fuera de esta habitación.

Arilyn se estiró con la expresión satisfecha y lánguida de un gato.

—De haber sabido cómo sería, no habría esperado tanto.

Danilo le tomó una mano y la besó.

—Ha sido culpa mía —declaró con pesar.

Cuatro años antes, cuando se declararon su amor, Danilo se empeñó en hacerlo todo según la tradición: su unión sería bendecida por sacerdotes de Hannali Celanil, la diosa elfa del amor. Se casarían en una ceremonia espléndida y fastuosa, pues lo que había entre ellos no era un simple capricho, sino un compromiso meditado.

—Tú sólo querías hacer las cosas como es debido —lo consoló Arilyn.

—Pues elegí un momento muy inoportuno para empezar —se reprochó con una irónica sonrisa.

Después de haber compartido una unión tan profunda y completa, ceremonias y tradiciones perdían su razón de ser. Su vínculo de unión, que se había iniciado tiempo atrás, era para siempre.

No obstante, una pequeña parte de él seguía anhelando la ceremonia, el símbolo.

Extendió una mano hacia la mesilla de noche y sacó del cajón un estuche. Cuatro años antes había comprado un aro de zafiros y ópalos para entregárselo en el Baile de la Gema.

—Ya sé que no llevas anillos, pero tal vez podré convencerte para que hagas una excepción.

Arilyn tendió la mano.

—Ahora mismo soy especialmente vulnerable a la persuasión.

—¡Ojalá pudiera aprovechar! —comentó mientras le ponía el anillo—. Aunque resulta que no se me ocurre nada en este mundo que quisiera pedirte y que no tengamos ya, con la sola excepción de otros pantalones. —Efectivamente, los viejos pantalones estaban inservibles.

Arilyn frunció el entrecejo tratando de seguir su razonamiento. Entonces, recordó, y esbozó una leve sonrisa petulante que hizo las delicias de Danilo. Riéndose entre dientes tiró de la campanilla. Monroe, el mayordomo, acudió prontamente a la llamada, entreabrió apenas la puerta para no pecar de indiscreción y preguntó en qué podía servirlos. Danilo le mandó en busca de un vestido para Arilyn.

Monroe cumplió el encargo con admirable presteza y dejó sobre el respaldo de una silla una camisa larga de lino y un vestido suelto.

—Son prendas muy sencillas, aunque espero que por el momento bastarán —anunció mientras salía.

Arilyn miró con aprobación las prácticas prendas.

—Tu mayordomo tiene sentido común. Claro que debería sentirme un poco rara por llevar las ropas de otra mujer.

—¿De verdad hay otras mujeres? —inquirió Danilo perplejo.

Arilyn le lanzó una mirada burlona.

—Tú sigue pensando así, y todo irá de maravilla.

La paz y la unidad de esa mañana duró lo que tardaron en poner un pie en la calle.

La mirada de Arilyn se tornó dura y vigilante. De ella emanaba una especie de bruma, que era el aura de una luchadora que se prepara para la batalla.

—Estás tan nerviosa como una ardilla —observó Dan—. ¿Qué pasa?

—No estoy segura.

La semielfa parecía sinceramente desconcertada.

—¿Y la espada?

Danilo se refirió a la hoja de luna sin el resentimiento que lo había afligido durante tanto tiempo.

—No hay ningún aviso, pero noto como si nos estuvieran siguiendo. No sé por qué. No oigo nada. Es sólo una sensación.

Esquivaron una alcantarilla abierta, pues recordaban perfectamente el ataque que habían sufrido la última vez que Arilyn había presentido el peligro, y se encaminaron rápidamente a calles más concurridas.

Allí, tan cerca del mercado, los vendedores ambulantes hacían buen negocio. El aroma de pequeñas empanadas de carne flotaba en el aire, y de las cestas llenas de hogazas de pan recién horneado salía un fragante vapor. La gente comía el pan mientras caminaba y, para ayudar a bajarlo, de vez en cuando, hacían un alto para echar un trago de cerveza de barril o de leche fresca, que les servían de cubos.

Un grito de mujer los dejó a ambos paralizados.

Antes de que Danilo pudiera volverse hacia la fuente del sonido, Arilyn ya había desenvainado la espada. Aunque no brillaba con luz mágica, las runas grabadas a lo largo de la hoja —ocho en total, una por cada elfo que la había usado y la había imbuido de un nuevo poder— atrajeron la atención de Danilo. Una de las runas emitía una inquietante refulgencia blanca.

Era la primera vez que veía a la espada responder de ese modo. Se trataba de un resplandor en nada parecido a la luz azulada que advertía de un peligro inminente, ni tampoco al suave lustre verde que avisaba a Arilyn cuando los elfos necesitaban su ayuda.

La mujer lanzó otro grito, que recordó un sollozo ahogado. Danilo desvió con esfuerzo la vista de la hoja de luna. Vio a una joven lechera junto al taburete y el cubo volcados, que se tapaba la boca con las manos y abría desmesuradamente los ojos, por completo ajena al charco de leche derramada que se formaba en torno a sus pies.

Aunque la chica no parecía correr un peligro inminente, Danilo siguió su mirada hacia lo que la había alterado tanto.

Detrás de Arilyn, apenas distinguible en el juego de luces y sombras que generaba la multitud en la calle, vio la fantasmal imagen de una elfa.

Aunque la figura era vaga y translúcida como una burbuja de jabón, el joven bardo pudo distinguir una expresión severa y una melena color zafiro recogida en una prieta y práctica trenza para que no molestara en la batalla.

—Thassitalia —murmuró Arilyn.

Danilo había oído ese nombre y supo de inmediato qué significaba. Era una sombra élfica: una manifestación de la magia de la hoja de luna y símbolo del profundo vínculo espiritual que existía entre elfa y su espada. Thassitalia fue una de las antepasadas de Arilyn, una de las elfas que habían blandido la hoja de luna y cuyo espíritu confería magia a la espada elfa.

No era ésa la primera vez que veía a una sombra élfica, pero en la ocasión anterior le había parecido más sólida y tenía el rostro de Arilyn. Había sucedido en una época de incertidumbre y peligro, pues un mago elfo había pervertido la magia de la hoja de luna para utilizarla en beneficio propio. Arilyn le había confesado que la acosaban las pesadillas sobre la posibilidad de que pudiera repetirse. Quizá sus temores se habían hecho realidad.

La efímera sombra los escrutó con una expresión de perplejidad y consternación en su rostro espectral. Arilyn también se había quedado atónita.

—No te he invocado —dijo al espectro en idioma élfico—. Regresa enseguida a la espada.

Pero la esencia de la guerrera Thassitalia sacudió la cabeza, no porque se negara, sino para indicar que no oía o no entendía.

Danilo cogió a Arilyn del brazo.

—Sigamos antes de que cunda el pánico —le susurró.

La semielfa asintió y se agachó para entrar tras él en una estrecha abertura entre dos edificios. Siguieron la ruta arpista: una intrincada senda secreta que transcurría por callejones, tejados y por las entradas secretas de tiendas cuyos propietarios simpatizaban con la organización.

La fantasmal elfa los siguió pegada a ellos, como una tercera sombra.

Elaith Craulnober avanzaba con sigilo por una ruta igualmente tortuosa, tan silencioso y anónimo como algún que otro gato que acechaba por el callejón en busca de presas.

Pese a toda su riqueza y poder, el elfo aún podía moverse por la ciudad sin llamar demasiado la atención. Lo prefería así. Ésa era una de las razones por las cuales su reciente inclusión en la lista de invitados de Galinda Raventree había sido tan poco acertada.

Muchas personas acaudaladas e influyentes de Aguas Profundas lo conocían de oídas, pero no personalmente. Tal circunstancia permitía a Elaith tratar con ellas u obtener en el curso de conversaciones livianas información que jamás de los jamases revelarían a un competidor. Si había renunciado a esa ventaja, había sido por complacer al humano a quien había nombrado «amigo de los elfos». Desde el baile, los nobles ya lo conocían, o al menos eso pensaban ellos. Si realmente lo hubieran conocido, no lo habrían atacado enviando contra él una banda de hombres enmascarados y soldados de segunda como Rhep.

Era casi vergonzoso que no llegaran a saber nunca de qué forma pensaba vengarse, aunque así eran las cosas. Elaith nunca se habría enriquecido ni hubiese tenido éxito de haber actuado de manera abierta y franca. Y tampoco podría sobrevivir si él y sus actividades se convertían en un foco de atención. Había llegado el momento de desviar la mirada de la nobleza comerciante.

Halló a Rhep holgazaneando en la parte trasera de un almacén propiedad de los Ilzimmer, lanzando dados contra una pared con un trío de soldados mercenarios de la familia. Oculto en las sombras, el elfo observó atentamente a su rival. Una mujer ataviada con un vestido escarlata de muy mal gusto esperaba apoyada en un barril desechado. Su actitud era de indiferencia. Por los vulgares comentarios de los jugadores, Elaith supo que la mujer sería el premio para el ganador. Habían hecho fondo común para pagar la tarifa de la mujer.

«¡Ojalá que Rhep gane!», se dijo Elaith. De ese modo, lo seguiría hacia el rincón que eligiera para disfrutar de su premio y podría tratar con él en privado, o casi.

Pero ese día la diosa fortuna no sonrió a Rhep. Un hombrecillo bajo, con barba bermeja y una pata de palo se alejó con la mujer, muy ufano. Sus camaradas iniciaron otra partida, sólo para divertirse, mientras discutían la posibilidad de que les fiaran en alguna taberna. Cuando ya se iban, el elfo logró atraer la mirada de Rhep.

El mercenario se detuvo bruscamente y se atusó el pelo con movimientos exagerados.

—Id sin mí, chicos. Creo que he perdido mi mejor dado —improvisó.

Tan pronto como los hombres se alejaron, Elaith salió de las sombras.

—Tu nariz se está curando muy bien —comentó—. Si bien es mayor y más chata de lo que era antes, ¿qué es eso en relación con todo lo demás?

—Vigila lo que dices, elfo. Puedo matarte rápidamente o alargar las cosas, y entonces verías mi cara más fea.

—Bueno, no creo que pueda empeorar mucho.

El hombretón abrió bruscamente la puerta del almacén y se asomó.

—Adentro. Vamos a zanjar esto ahora mismo.

Elaith hizo una reverencia y extendió una mano para indicarle que fuese delante.

Tal recordatorio de su traicionero comportamiento hizo brotar un apagado arrebol en el rostro del mercenario. Rhep desenvainó la espada y deliberadamente entró en el almacén caminando hacia atrás para no dar la espalda a su rival.

Elaith lo aplaudió silenciosamente. En cuanto a insultos, ése era bastante bueno.

Cualquier insinuación de que ambos tenían la misma catadura moral era una vil calumnia.

—Sólo uno saldrá vivo de aquí —anunció Rhep.

—De acuerdo.

Elaith desenvainó y comenzó a dar vueltas alrededor de Rhep.

Rhep iba girando para no darle nunca la espalda, aunque prefirió esperar a que el otro atacara primero. Elaith lo complació lanzándole una estocada alta a la velocidad del rayo.

Antes de que el mercenario pudiera efectuar una parada, Elaith giró y pasó junto al humano. La espada del elfo rozó la oreja de Rhep. En el golpe de regreso, blandió la espada baja e hizo un tajo en el fondillo del pantalón de cuero del humano.

Rhep aulló, dio media vuelta y se abalanzó hacia el elfo, pero Elaith ya se había alejado. El elfo seguía los movimientos del adversario manteniéndose justo fuera de su campo visual. Cuando atacó, le hizo un corte superficial a lo largo de la mejilla.

Inmediatamente, retrocedió un paso y dio al rival la oportunidad de que se le enfrentara. El mercenario embistió con una furiosa descarga de golpes rápidos y potentes que Elaith fue rechazando con una destreza, una economía de movimientos y una facilidad que resultaban ofensivas para el rival. Durante un rato, se contentó con defenderse con una mano posada en la empuñadura de la espada y la otra ligeramente apoyada en una cadera, sin necesidad de mover los pies. Sus labios esbozaban permanentemente una leve sonrisa burlona. Estaba decidido a divertirse.

Por fin, Rhep retrocedió. Ambos contrincantes dieron vueltas uno alrededor del otro con las espadas en guardia baja. Mientras recuperaba el aliento, Rhep se llevó una mano al trasero para explorar la primera herida recibida. Cuando se miró la mano, la tenía manchada de sangre. Se la limpió en la túnica y dirigió al elfo una sonrisa desafiante.

—Ya me habían dicho que los elfos prefieren atacar a un hombre por detrás. Tú ya me entiendes.

Elaith hizo caso omiso al vulgar comentario.

—Considérate afortunado. Podría haberte cortado el tendón de la corva.

Las palabras del elfo borraron la sonrisa del rostro de Rhep. Su bravata se desvaneció al darse cuenta de que el elfo decía la verdad y que podría haber dado por finalizado el duelo con tanta rapidez y facilidad. Los ojos del hombre se oscurecieron al imaginarse a sí mismo tirado en el suelo, incapaz de levantarse mientras esperaba, impotente, el golpe de gracia.

—Ya basta de juegos —declaró en tono grave—. Acabemos con esto de una vez.

Se lanzó a la carga, sosteniendo la espada alta con ambas manos. Entonces, la descargó con todas sus fuerzas contra el elfo, echando el resto en su superior tamaño y fuerza.

Elaith hurtó el cuerpo girando a un lado sin molestarse en parar el tremendo golpe.

Lejos de darse por vencido, Rhep siguió atacando con toda su furia y su fuerza.

El elfo tuvo que reconocer que era una buena estrategia, pues le obligaba a defenderse agarrando la espada con ambas manos y frenaba la velocidad de sus movimientos. Él era más bajo y rápido, pero Rhep había convertido el duelo en una lucha de fuerza bruta. Para compensar atacó acercándose tan peligrosamente a su adversario que recibió los furiosos golpes muy cerca de la empuñadura de la espada. El hecho de estar tan cerca le daba la oportunidad de usar una segunda arma.

Rhep se dio cuenta de sus intenciones y comenzó a recular. El elfo lo acosó sin tregua, parando todos sus golpes y asestándole otros tantos. Desesperado, el humano atacó con dureza e inmediatamente le propinó un puñetazo con los nudillos desnudos. El elfo se ladeó para esquivar el golpe y, antes de que el mercenario pudiera retirar el brazo, le hirió con la espada. La hoja se hundió profundamente en la parte interior del codo. De inmediato, el mercenario cerró el puño y se lo acercó al hombro, cerrando así la herida con el brazo para frenar la pérdida de sangre. Con gesto adusto, siguió atacando, si bien con menos fuerza, pues solamente podía utilizar un brazo.

Con lentitud y determinación, el elfo impulsó hacia arriba las espadas trabadas.

Las armas se cruzaron por encima de su cabeza. Rhep logró enganchar la guarda curva de su espada por debajo del arma de Elaith. Con una sonrisa de triunfo, empujó hacia arriba con todas sus fuerzas, confiando en su superior estatura para arrancar el arma de manos de su rival.

El elfo se limitó a soltarla.

Rhep se tambaleó hacia atrás, comprendiendo demasiado tarde su error. Elaith cruzó los brazos y desenvainó dos cuchillos iguales de sendas fundas ocultas en los antebrazos. Atacó con la velocidad de una serpiente y hundió ambos cuchillos en la desprotegida garganta del rival.

El mercenario dejó caer la espada al suelo de madera, y mientras se desplomaba contra la pared, movía los labios para tratar de lanzar una última maldición. En las comisuras de la boca se le formaron burbujas carmesíes. La fuerza de voluntad y el espíritu se apagaron en sus ojos y dejaron sólo odio. El elfo miró hasta que también esa oscura luz se extinguió.

Bajó la vista hacia las finas dagas que empuñaba. Eran armas Amcathra, las mejores armas forjadas por humanos en la ciudad. Sin sentir ni dudas ni escrúpulos, lanzó primero una y luego la otra al cuerpo del mercenario de los Ilzimmer.

—Que saquen las conclusiones que quieran —murmuró.

A continuación dio media vuelta y se sumergió en las sombras, imaginándose con satisfacción las posibles consecuencias de ese acto.