11

Aún no era medianoche y Danilo ya había sido testigo de la muerte de aproximadamente veinte barriles de vino y el subsiguiente nacimiento de uno o dos compromisos matrimoniales, una docena de negocios clandestinos y tres duelos que deberían librarse al amanecer. Es decir, el anual baile de disfraces de Galinda Raventree era, como siempre, un éxito.

Ese año se había creado mucho revuelo con la llegada de Haedrak. Una ciudad obsesionada con la aristocracia no podía resistirse al atractivo de un hombre joven que aspiraba a un trono real. Durante muchos años, se había creído que la casa real de Tethyr había sido exterminada por completo en las terribles guerras. De vez en cuando, los pocos parientes lejanos que habían sobrevivido reclamaban una corona a la que era muy discutible que tuvieran derecho. Pero Haedrak había llegado a Aguas Profundas provisto de credenciales incuestionables, entre ellas el apoyo de Elminster el Sabio y del bardo Storm Manodeplata. Haedrak había expresado su deseo de unirse con Zarandra, la maga convertida en mercenaria que recientemente había sido aclamada reina de Espolón de Zazes a fin de reunificar todo Tethyr. En Aguas Profundas pretendía conseguir el apoyo de los acaudalados, los aburridos y los aventureros en la llamada Reclamación de Tethyr.

Danilo le auguraba éxito. Era un hombre moreno, delgado, con gesto serio y una barbita oscura, acabada en punta, que le daba más aspecto de escriba que de guerrero.

Pero Aguas Profundas, enamorada como estaba de la realeza, seguramente acudiría en tropel bajo su estandarte. Era divertido ver cómo los nobles casi pasaban unos encima de los otros para que los vieran a la sombra de Haedrak.

No obstante, el espectáculo más entretenido sin discusión era, en su opinión, la participación de Arilyn en un evento tan frívolo. En la tienda de disfraces, habían dado a Arilyn el de Titania, la legendaria soberana del reino de las hadas.

Había sido una feliz idea, pues acentuaba la herencia elfa de Arilyn y convertía a la adusta guerrera en una criatura de increíble belleza. El disfraz era una maravilla de alas translúcidas y fluidas faldas relucientes color plateado, y eso no era todo. El hombre de la tienda había peinado asimismo la melena oscura de la semielfa en racimos de rizos espolvoreados con purpurina plateada. Gracias a los cosméticos, sus ojos, que al natural llamaban la atención por su vívido color azul con motas doradas, se veían enormes, exóticamente sesgados en los ángulos externos y de un extraordinario color azul que contrastaba con la blanca tez. Sobre el rostro le había extendido algún tipo de polvo iridiscente, por lo que relucía como el ópalo a la suave luz de la velas. Danilo se felicitó por su buen tino al enamorarse de aquella maravillosa mujer años atrás, antes de que los pretendientes comenzaran a acosarla.

Arilyn era su segunda fuente de diversión privada en la fiesta. Bastantes de sus congéneres habían tratado de hacer la corte a la reina de las hadas, pero se retiraban con el rabo entre las piernas cuando la semielfa les lanzaba una mirada fija e impasible, más apropiada para un campo de batalla que para un salón de baile. Frente a esa Arilyn tan intimidatoria, incluso los más intrépidos o más borrachos, de pronto, recordaban que tenían asuntos muy urgentes que atender en la otra punta del salón.

Danilo se lo estaba pasando en grande. Aunque suponía que ello ponía de manifiesto un grave defecto de carácter, no se le ocurría ninguna cura inmediata.

Siempre había disfrutado de la compañía de Arilyn —desde los desalentadores inicios de la relación hasta el complicado presente— y ya no podía desacostumbrarse. Después de dirigir una inclinación de cabeza, de fingida simpatía, al último de los pretendientes rechazados, se sacudió una imaginaria pelusilla del volante del puño.

—Pareces muy satisfecho de ti mismo —dijo Regnet Amcathra.

La velada mejoró inmediatamente con la presencia de su viejo amigo.

—¿Y por qué no? —fue la respuesta de Dan—. Ha sido toda una hazaña ganarme el amor de esa dama. Me gusta pensar que ha sido gracias a mis excelentes cualidades personales, normalmente ocultas para todos.

Regnet soltó una risita, pero se puso serio apenas vio a dos hombres disfrazados de centauro que perseguían con estrépito a una ninfa que huía con coquetería.

Danilo observó la insólita escena. La cabeza del centauro correspondía, sin duda, a Simón Ilzimmer, un mago de barba negra y pecho fornido, de aspecto tan taciturno que Danilo no se habría atrevido a apostar si las pezuñas que exhibía eran o no auténticas.

La mitad posterior del centauro no estaba tan motivada por la persecución, aunque seguía animosamente. No obstante, por su falta de agilidad, el tejido se rompió y la criatura se partió en dos. Simón continuó, impertérrito, el acoso de la ninfa. La anónima grupa del centauro —probablemente, un criado o un pariente de menor rango— dio unos tambaleantes pasos hacia la mitad perdida, pero rápidamente abandonó y fue en busca de una buena jarra, sin que pareciera importarle el aspecto que presentara con su disfraz parcial.

Regnet sacudió la cabeza, asqueado.

—Después de presenciar este espectáculo casi me siento inclinado a creer lo que se dice sobre el clan Ilzimmer.

Danilo tenía en la punta de la lengua la pregunta, pero pensó que si se la formulaba probablemente Regnet se lo contaría. Arilyn y él habían acudido a esa fiesta sólo con el propósito de conseguir información, aunque no precisamente el tipo de rumores obscenos que era capaz de inspirar Simón Ilzimmer.

—¡Deberías avergonzarte de extender tales rumores! Me temo que pasas demasiado tiempo con Myrna —señaló Danilo.

Su amigo lanzó un suspiro muy sentido.

—En eso estamos totalmente de acuerdo. Hablando de la dama, creo que me busca entre la multitud. Si me disculpas, saldré corriendo a la calle.

—Desde luego. Me ofrecería para detenerla, pero los lazos de la amistad no llegan tan lejos.

Regnet resopló con bondadoso desdén.

—No te preocupes. Yo tampoco lo haría por ti. Adiós, cobarde.

Dan se rió entre dientes y se volvió para observar la escena. En realidad, no se sentía de humor para celebraciones, pero ésa sería una de las últimas oportunidades para investigar si alguno de su clase mostraba signos de una hostilidad tan profunda como para inspirar el asesinato de Oth. La flor y nata de Aguas Profundas se reunía en el baile de disfraces, una de las últimas grandes fiestas que se celebraban antes de que muchos nobles partieran rumbo a sus fincas del campo o villas en el sur. Era uno de los más fastuosos eventos de la temporada y uno de los favoritos de Danilo.

Al menos, hasta ese año. Por lo general, disfrutaba con la pompa y los ridículos excesos, pero ese año los disfraces tenían un sabor decididamente silvano. Además de los habituales piratas, orcos, druidas de las Moonshaes, drows y otros seres similares, un número insólito de asistentes se habían disfrazado de elfos del bosque.

Incluso Myrna Cassalanter había elegido ese tema, aunque solamente porque le servía de excusa para exhibir generosamente su piel cremosa, que era su principal encanto. Casi cada centímetro de su piel había sido decorado con los dibujos de remolinos pardos y verdes, que era como algunos artistas se imaginaban los tatuajes de los elfos salvajes. Tal vez Myrna había ido demasiado lejos en su idea de los cazadores de la floresta, pues había tejido plumas de pavo en su brillante melena rojiza y llevaba al cuello un collar con cuentas de porcelana que representaban colmillos de dragón.

Rodeado por tantas imitaciones de elfos del bosque, Danilo no podía dejar de rumiar sobre cuestiones que le resultaban dolorosas. La respuesta de Arilyn, totalmente inesperada, no le servía de nada. Tras echar un vistazo a Myrna, se había excusado y había abandonado el salón. Danilo la encontró en el guardarropa, apretándose los costados y desternillándose silenciosamente de risa.

—Supongo que no se parece al original —observó Dan.

Arilyn se limpió las lágrimas de los ojos y reprimió una risita.

—Ni de lejos. —La semielfa frunció el entrecejo y jugueteó con las transparentes capas de la falda—. Claro está que quién soy yo para hablar. ¿Cuándo fue la última vez que viste a un hada de metro ochenta de estatura?

En opinión de Danilo, la respuesta a esa pregunta era: «No tan a menudo como me gustaría». El y Arilyn habían decidido ir cada uno por su lado la mayor parte de la velada, pues seguramente los otros nobles se sentirían más inclinados al chismorreo si no iba acompañado de la semielfa. Puesto que el oído de Arilyn era más fino que el de cualquier humano, ella obtendría información de otro modo.

Aparte de la reclamación de Haedrak, la mayoría de los chismorreos que oyó Danilo se referían a la anfitriona de la fiesta. El joven observó cómo Galinda Raventree se deslizaba por la pista de baile reuniendo con destreza a invitados compatibles y, con igual destreza, separando a quienes podían enzarzarse en una discusión. Esa mujer era una maravilla. En varias ocasiones, Danilo había comentado a los compañeros Señores que sería una magnífica diplomática.

¿Sus compañeros Señores? Danilo hizo una mueca al darse cuenta de que todavía no había devuelto el casco de Señor a lord Piergeiron. Había estado demasiado ocupado con otras cosas. Le alegraría dejar atrás la ciudad y sus exigencias para comenzar a vivir su vida de la manera que realmente quería.

Esos pensamientos le llevaron a acordarse de Lilly y de lo que le diría a lord Rhammas sobre sus deberes paternos hacia todos sus hijos, sin importar que fuesen legítimos o ilegítimos.

Entregó la copa vacía a un camarero y fue en busca de su padre. No fue difícil dar con él; sólo tuvo que seguir el olor del tabaco de pipa hasta la habitación en la que lord Rhammas y aproximadamente una docena de nobles jugaban a la guerra armados con gruesas tarjetas de pergamino pintado.

Aunque a Danilo nunca le habían gustado los juegos de cartas, la cortesía exigía que esperara y observara hasta que Rhammas se cansara del juego. Finalmente, el lord arrojó sobre la mesa una mano perdedora y anunció que necesitaba un poco de aire fresco.

Aunque no accedió expresamente a la tácita petición de su hijo de hablar con él, lo siguió y salieron juntos al jardín. Ninguno de los dos habló hasta estar razonablemente seguros de que nadie escuchaba a escondidas.

—Todo se ha hecho como acordamos, padre.

Rhammas hizo un gesto de asentimiento.

—Perfecto. Así pues, asunto arreglado.

—En cierto modo, sí. Pero tengo curiosidad: ¿por qué Lilly no ha aparecido hasta ahora? ¿Conocías su existencia?

Rhammas lo fulminó con la mirada.

—He dicho que eso está cerrado. Tenemos otros asuntos más importantes de los que ocuparnos.

¿Más importantes que una hija recién descubierta? Aunque Danilo no lo dijo en voz alta, por la chispa de furia que se encendió en los ojos de su padre, supo que su rostro debía de revelar el desafío. Puesto que su opinión ya estaba clara, no tenía nada que perder si hablaba.

—No se me ocurre nada más importante —dijo suavemente.

—Entonces, supongo que no te has enterado del asalto a la caravana aérea del consorcio.

Ésa era la primera vez que Rhammas Thann mencionaba un asunto de negocios en presencia de su hijo. El sobresalto que ello le produjo rápidamente desapareció ante las implicaciones de la noticia. Una sensación de frío temor se fue apoderando del irritado joven.

—Esa caravana era una empresa conjunta de varias familias nobles —le explicó Rhammas, totalmente ajeno a la reacción de perplejidad de Danilo—. Transportaba una carga muy valiosa: piedras preciosas, espadas, pequeñas estatuas, etcétera. La caravana debía volar hasta Luna Plateada y regresar con más.

Danilo se imaginaba ya todo tipo de funestas posibilidades. Lo que más le importaba era la seguridad personal de Bronwyn. La mujer le había comunicado en una nota que viajaría con la caravana organizada por las familias Ilzimmer y Gundwynd, en la que tanto Elaith Craulnober como Mizzen Doar, el mercader de cristales, habían adquirido también un pasaje.

—Volar —repitió.

Rhammas interpretó esa palabra como una pregunta.

—Grifos, pegasos y aves gigantescas. Una idea brillante, aunque todos avisamos a lord Gundwynd de que si algo salía mal, se arriesgaba a perder una fortuna. Esas bestias eran al menos tan valiosas como la carga que transportaban.

—¿Eran?

Esa vez la pregunta era intencionada. Si alguno de esos fieros animales se había perdido en la lucha, el ataque debía de haber sido devastador.

Pero su padre o no oyó la pregunta o prefirió eludir un tema tan desagradable.

—Debo decir que me sorprende tu laconismo. Mejor. Está bien para variar.

Danilo recibió esas palabras, que podían ser un cumplido o una ofensa, con un encogimiento de hombros. Si Bronwyn viajaba en esa caravana, y Elaith también, uno de ellos o ambos podrían haber muerto.

—¿Hay supervivientes?

—¡Oh!, lord Gundwynd está perfectamente. Es viejo pero aguanta; no podrías matarlo ni con un hacha para la carne. También se han salvado sus mercenarios y la mayor parte de los mercaderes. Se han perdido algunos vigilantes y cargadores, y la carga, por supuesto. En resumen: mal negocio.

Fue un discurso insólitamente largo. Lord Rhammas alzó la pipa en un inconfundible gesto con el que ponía fin a la conversación. Dio una calada a la pipa, frunció el entrecejo y, a continuación, inspeccionó la pipa. Tras murmurar algo ininteligible se marchó en busca de fuego.

Danilo escrutó la multitud en busca de una posible fuente de información. Cerca de él, la chismosa Myrna Cassalanter estaba muy ocupada con los negocios de su familia. La mujer hablaba en voz baja y apresuradamente con dos mujeres jóvenes que formaban una pareja incongruente, puesto que una iba disfrazada de pastora, incluido el cayado, y la otra se cubría con pieles y llevaba una máscara de lobo en un palo.

Protectora y asesino de ovejas escuchaban con idéntica expresión de escandalizado deleite, lanzando de vez en cuando miradas de soslayo a su anfitriona. Era evidente contra quién dirigía Myrna su lengua viperina. De todos modos, Danilo se acercó; por irritante que encontrara a Myrna, necesitaba información.

—Pues resulta que nuestra Galinda tiene deudas —explicaba la chismosa—, y para mantener las apariencias ha hecho reemplazar las gemas con piedras falsas.

—A mí sus joyas me parecen las de siempre —objetó una de las muchachas con la mirada fija en la esmeralda que le caía a Galinda en el hueco del cuello.

—¿Y qué esperabas? Son piedras falsas artísticamente trabajadas, si es que la falsificación puede considerarse un arte. —Myrna hizo una pausa para dar más énfasis a sus próximas palabras—. Que yo sepa, la familia Ilzimmer sí lo considera un arte.

Alzó la mirada hacia Dan y por su rostro pasó una fugaz expresión de malicioso placer.

—¡Lord Thann! Supongo que habrás oído las noticias acerca de la caravana aérea, sin duda. Después de todo, tu familia había invertido en su éxito. —Myrna puso el acento en la última palabra.

Obviamente pretendía insinuar algo desagradable, aunque Danilo no lo comprendió y esbozó una insulsa sonrisa.

—De hecho, justamente quería preguntarte sobre ese asunto —repuso—. ¿Qué más sabes aparte de lo que todos comentan?

Myrna ladeó su rutilante cabeza y lo miró de manera estimativa, como lo haría un tratante de caballos con un jamelgo de tiro para decidir si podría revenderlo.

—He oído que este año el vino especiado de la fiesta de invierno será extraordinario. Diez botellas serían un intercambio razonable.

Las compañeras de Myrna torcieron el gesto ante esa descarada operación comercial en un evento social. Ambas se retiraron con una gélida inclinación de cabeza y se marcharon para extender chismes propios.

—Qué extraño que busques respuestas en mí —ronroneó Myrna. Era evidente que se lo estaba pasando en grande—. Hay otros que podrían informarte por mucho menos, o por nada. No es que me queje, ¿eh?

Danilo no estaba de humor para discutir.

—Si me contestas sencilla y rápidamente, añadiré una botella extra.

La mujer hizo un mohín.

—¡Oh!, muy bien. Los rumores más extendidos sugieren que el robo se planeó desde dentro. Los bandidos iban demasiado bien armados, con mucha astucia, y tendieron la emboscada justo donde la caravana había hecho un alto para descansar de camino al norte. El principal sospechoso es Elaith Craulnober, por supuesto. Después de todo, viajó con la caravana hasta Luna Plateada, pero no regresó con ella. No obstante, muchos lo vieron tomar parte en la batalla. Poco después, desapareció a lomos de uno de los pegasos de Gundwynd.

La noticia era inquietante, aunque no totalmente inesperada. Estuviera o no implicado en el asalto, el elfo sería sospechoso.

—¿Y Bronwyn?

—¿Quién?

—La joven que regenta El Curioso Pasado. Has estado en su tienda al menos una docena de veces. Más bien baja, pelo castaño largo, ojos grandes.

—¡Oh, ésa! —dijo la noble en tono indiferente, casi desdeñoso.

—¿Sabes cómo le fue? —insistió Dan.

Myrna se encogió de hombros, como si le fastidiara que le hiciera preguntas para las que no tenía respuesta, incluso si se trataba de una humilde tendera.

—Pregunta al elfo. Él estaba allí —replicó Myrna, señalando hacia la otra punta del salón.

Los ojos de Danilo se abrieron desmesuradamente al posarse en una esbelta figura vestida de color púrpura y plateado. Elaith había elegido un complejo vestido de una época muy remota que solían llevar tanto elfos como humanos en las antiguas cortes de Tethyr. O bien el elfo estaba siendo inusualmente diplomático, o su disfraz era el equivalente de una capa verde en el bosque: un intento de confundirse con el entorno, pues muchos de los invitados llevaban el púrpura de Tethyr en honor a Haedrak.

Danilo se abrió paso hasta el elfo, vadeando la multitud.

—Me han dicho que habéis tenido un viaje muy movido —fue su saludo.

El elfo esbozó una fugaz sonrisa burlona.

—Dejémonos de cumplidos y vayamos al meollo del asunto. Cuando dejé a Bronwyn gozaba de una salud excelente y de una pésima compañía. Es una joven de recursos; de recursos inesperados —añadió con atribulado énfasis.

Danilo comenzó a ver por dónde andaban las cosas y asimismo se sintió más que un poco culpable por haber accedido a someter a Elaith a vigilancia y seguimiento.

—Siempre me alegra tener noticias de Bronwyn. Es una vieja amiga —dijo con prudencia.

—Y una nueva arpista. Ahórrame tus sofismas. Estoy siendo vigilado por arpistas y por otros. No es nada nuevo. No sé ni me importa si tuviste algo que ver con la misión de Bronwyn. Sea como sea, estoy seguro de que te interesará saber cómo acabó todo.

—Bueno, ahora que lo mencionas…

—Tanto Bronwyn como yo perdimos tesoros en el asalto, del cual te aseguro que no fui responsable.

Danilo no esperaba tanta franqueza.

—Tanto pensar en diestras fintas, en un hábil intercambio de golpes y en paradas, y resulta que me has desarmado sin haber tenido oportunidad de desenvainar.

El elfo arqueó una de sus plateadas cejas.

—¿De veras? ¿Aceptas sin más mi palabra?

—¿Por qué no?

—Muchas personas te desaconsejarían ser tan crédulo. Y con razón.

Danilo se encogió de hombros. Aunque Elaith tenía razón, sus instintos le decían que el elfo no mentía. Tenía muchas ganas de oír lo que Bronwyn le diría sobre el encuentro, pero desde el día en que Elaith había pronunciado el compromiso de amistad no tenía ninguna razón para dudar de su palabra. De hecho, Elaith había sido asombrosamente sincero, y en algunos aspectos, incluso más que Danilo. Por si no fuera poco haberlo hecho seguir y vigilar, estaba a punto de abandonar la responsabilidad que conllevaba el compromiso de amistad.

—Aquí también hemos tenido un poco de emoción. —En pocas palabras le contó al elfo la historia de su hermana—. Arilyn y yo viajaremos al este para reunirnos con ella en Suzail.

Elaith lo estudió con una inescrutable mirada en sus ambarinos ojos.

—¿Por qué me dices todo eso?

—¿Aparte de para mantener una agradable conversación? —replicó, risueño. Enseguida recuperó la seriedad—. Debo confesar que la perspectiva de abandonar la ciudad me causa inquietud. Tú fuiste atacado por los tren y es posible que sigas en peligro. El compromiso de amistad elfa obliga a ambas partes. Dudo de que deba irme mientras este asunto no esté resuelto, y Arilyn alberga más dudas si cabe.

—¿Arilyn? —Elaith parecía sorprendido—. No porque esté preocupada por mí, supongo.

—No exactamente —contestó Danilo. Al ver la reacción del elfo, deseó haber sido más diplomático—. Como sabes, desde hace un tiempo la hoja de luna de Arilyn reluce para indicarle que tiene una misión que cumplir. Como últimamente está silenciosa, está convencida de que tiene un deber que cumplir con los tel’quessar aquí mismo, en Aguas Profundas. Tal vez tus recientes infortunios estén relacionados con eso.

—Lo dudo —repuso Elaith en tono informal—. No pienses en ello. Te aconsejo que acompañes a tu nueva hermana a Suzail. El invierno en Aguas Profundas suele ser bastante lúgubre. Harías bien en huir.

A Danilo no se le escapó el tonillo de ironía del elfo, así como tampoco la advertencia, y respondió a ambas.

—No sé por qué, pero dudo de que las heladas de este año resulten aburridas.

Elaith sonrió, aunque sus ojos, dorados y llenos de secretos como los de un gato, permanecieron serios.

—Sí, diría que será como dices.

Arilyn sintió cómo el respeto hacia Danilo crecía a medida que avanzaba la velada. Cumplía obstinadamente con los compromisos de su carnet de baile e iba pasando los brazos de una pareja a los de otra, tratando de sonsacar información. No dejaba de decirse que era como cuando aprendía el arte de la esgrima. Era mucho más fácil dominar los complicados pasos de baile que los centenares de formas y rutinas de lucha que practicaba en su juventud. Anticipar los movimientos de un compañero de baile o de todo un círculo de bailarines no era tan distinto a librar una batalla. Las fintas y paradas que los nobles utilizaban en sus flirteos tenían mucho en común con los duelos, mientras que las afiladas pullas de su sutilmente brutal cotilleo podían compararse con una puñalada por la espalda asestada por un entrenado asesino profesional. No obstante, cuando dieron las doce de la noche, Arilyn estaba exhausta.

Las mandíbulas le dolían por tener que mantener una sonrisa forzada y falsa, así como por el esfuerzo de morderse la lengua para que no se le escapara un agrio comentario.

Esto último era especialmente difícil cuando la conversación recaía en la Reclamación de Tethyr. A la semielfa aún le dolía su implicación en los males de ese país. Después de infiltrarse en la cofradía de asesinos, se pasó meses recogiendo información sobre los poderosos y los que aspiraban a conseguir el poder investigando la basura de sus acciones clandestinas y sus peores impulsos. Su última misión al servicio de los arpistas había sido el rescate de Isabeau Thione. La desaparición de escena de una posible heredera de Tethyr había fortalecido las aspiraciones de Zaranda, así como el poder de los nobles tethyrianos que apoyaban a la nueva reina. Aunque estaba dispuesta a hacer casi de todo a favor de los arpistas, sabía demasiado sobre las personas a las que la organización secreta favorecía. Pero sus protestas fueron rechazadas apelando a la conveniencia política, rutas comerciales seguras e importantes alianzas. Tampoco parecía importarle que Isabeau no tardara mucho en demostrar que era bastante mejor que los más retorcidos nobles de Tethyr. Pese a ello, en Aguas Profundas había sido agasajada, en parte gracias a los fondos de los arpistas. Después de eso, Arilyn había renunciado, asqueada, a la insignia del arpa y la medialuna para consagrarse por completo a la protección de los elfos. No obstante, allí estaba, bailando con el próximo rey de Tethyr y hablando de naderías con un montón de nobles, consciente de que uno de los presentes había contratado a asesinos tren para matarla.

Pero en los bailes de Galinda Raventree los asuntos más sombríos no parecían tener existencia. Nadie mencionaba la muerte de Oth Eltorchul. La única explicación que a Arilyn se le ocurría era que Errya Eltorchul prefería mantener la noticia en secreto el mayor tiempo posible para vender hechizos y pociones creados por los estudiantes de magia como si fuesen obra de su hermano. Una cosa estaba clara: cuando la noticia de la muerte de Oth se supiera, la familia Eltorchul lo pasaría mal. A Arilyn le había gustado el patriarca del clan y le extrañaba mucho que recurriera a subterfugios, aunque era posible que, abrumado por el dolor, hubiese dejado los asuntos de la familia en manos de su corrupta hija.

La historia del asalto a la caravana alada era el segundo tema de conversación favorito de la velada, y eclipsaba incluso la descocada y exagerada imitación de los elfos que se pavoneaba por el salón con demasiada pintura verde y marrón, y poco más.

Arilyn escuchaba atentamente todo lo que le decían y todo lo que se decía acerca del asalto. A partir de las opiniones dispares y a menudo contradictorias, distinguió dos versiones principales. Una escuela de pensamiento sostenía que el ataque había sido organizado por Elaith Craulnober. El otro rumor, que se repetía en voz más baja aunque resultaba más atractivo por incluir los elementos de conspiración y traición, sugería que lo había llevado a cabo una de las familias del consorcio que patrocinaba la caravana.

Lord Gundwynd ocupaba el último puesto de la lista de posibles villanos, al menos de las listas que redactaban mentalmente la nobleza comerciante. Había sido él quien había portado las monturas voladoras y los vigilantes elfos, por lo que había sufrido enormes pérdidas. Por otra parte, los juglares elfos comentaban amargamente que Gundwynd había utilizado a los vigilantes elfos de un modo muy similar a cómo los orcos empleaban a los goblins en la batalla: para atraer el fuego enemigo y así descubrir su posición, dando tiempo para que los guerreros supuestamente más valiosos pudieran evaluar la situación. Los elfos no afirmaban que Gundwynd hubiese preparado la emboscada, eso no, pero ni él ni sus métodos les habrían merecido peor opinión de tratarse del traidor.

El clan Amcathra, que comerciaba con armas de calidad, había perdido valiosas espadas y dagas forjadas por sus artesanos en Luna Plateada. No obstante, los Amcathra gozaban de una reputación tan excelente e íntegra como para que lo ocurrido pudiera empañarla.

Por el contrario, el clan Ilzimmer se había ganado una pésima reputación por haber protagonizado montones de pequeños escándalos. Boraldan Ilzimmer —el patriarca, un hombre de pocas simpatías— esperaba recibir una pequeña fortuna en cristales y gemas cuando la caravana regresara a Aguas Profundas. Desde luego, una vez que los rumores propagados por Myrna se extendieran, nadie estaría ya seguro de cuántas de las gemas robadas eran auténticas, y cuántas, cristales de colores sin ningún valor.

Y finalmente, se hablaba de la familia Thann, que participaba en todos los negocios de la ciudad, al menos en los relacionados con el transporte de mercancías. Se decía que sus pérdidas no eran muy grandes y se limitaban a su inversión en esa nueva forma de viajar. Si realmente habían sido ellos quienes habían informado a los bandidos y habían organizado el golpe, desde luego habían recuperado con creces la inversión.

Esas especulaciones inquietaron profundamente a la semielfa. Si no recordaba mal la historia, en el pasado las familias nobles de Aguas Profundas se habían enfrentado cruentamente, y por nada del mundo quería que la historia se repitiera.

Arilyn buscó a lady Cassandra entre la multitud. La dama iba ataviada con un reluciente vestido azul plateado que no pretendía exactamente imitar sino sugerir las escamas de una sirena. Su expresión era tan serena y compuesta como siempre, y nada en su modo de comportarse dejaba entrever que había oído los rumores y mucho menos que le causaran inquietud.

No obstante, se fijó en que lady Cassandra presentaba sus respetos a la anfitriona a una hora inusualmente temprana. Arilyn la siguió hasta el carruaje y se introdujo con sigilo antes de que el sobresaltado mozo pudiera cerrar la puerta.

—No pasa nada, Nelson —dijo lady Cassandra en tono resignado y se desplazó para dejarle sitio, sin apartar la mirada de las alas que Arilyn llevaba en el disfraz—. Di al cochero que dé la vuelta a la manzana.

No dijo ni media palabra más hasta que los crujidos y el ruido sordo del vehículo impidieron que el cochero las oyera.

—¿Problemas en el país de las hadas? —comentó apartando con la mano una pluma que flotaba morosamente—. Perder la pluma suele ser síntoma de algún mal.

—¡Oh!, disculpad.

Alegrándose casi de tener una excusa para hacerlo, Arilyn se arrancó las molestas alas de los hombros del vestido y las arrojó por la ventana con gesto impaciente.

—Confío en que sea importante.

—Vos lo sabréis mejor que yo.

Rápidamente puso a la dama en antecedentes. Ni una sola vez mostró Cassandra signos de inquietud o consternación.

—Los rumores andan muy desencaminados —dijo con cautela—. La familia Thann no ha perdido demasiado, eso es cierto, aunque es inconcebible que uno de los socios haya traicionado a los demás.

—¡Oh! ¿Y por qué es inconcebible?

—La respuesta es evidente. Recuerda nuestro pasado; la devastación de las guerras de las Cofradías, cuando las diferentes familias se enfrentaron en las calles.

Ningún clan es tan estúpido como para pensar que tendría éxito en el intento, y ninguno osaría lanzar un reto tan descarado. Sólo un forastero, alguien ajeno a Aguas Profundas y que tratara de introducirse en los negocios, intentaría algo tan ridículo.

—No tan ridículo —objetó Arilyn—. Por lo que se cuenta, al menos cuarenta hombres y elfos murieron en la emboscada, y la carga ha desaparecido. Algunos hablarían de éxito.

La dama dirigió a Arilyn una altanera sonrisa.

—Los rumores son como los borrachos: casi todo lo que balbucean son tonterías, pero a veces se les escapa una verdad sobre la que deberían haber callado.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, Elaith Craulnober. Muy pocos han osado acusarlo hasta ahora o, de hacerlo, han retirado la acusación antes de que el Consejo de Señores se haya reunido para juzgar el asunto. Los pocos que no han dado su brazo a torcer no han sido capaces de probar la culpabilidad del elfo. Pero esta vez Craulnober se ha pasado de la raya, y la verdad sobre él se pronuncia en voz alta.

—Lo dudo mucho —la contradijo Arilyn sin vacilaciones—. Conozco a Elaith desde hace años. Desde luego, no negaré que tiene las manos manchadas, pero jamás he visto que actuara de una manera tan estúpida o abierta. Si hasta ahora no ha sido posible probar ninguna fechoría es porque es muy listo.

—También lo fue el asalto a la caravana.

—Los he visto mejores —declaró Arilyn sin rodeos—. La emboscada exigió información y planificación, pero poca astucia. No me parece el estilo de Elaith.

Cassandra la miró muy fijamente, con expresión de fría incredulidad.

—¿Lo defiendes?

—Sólo trato de ver todas las runas en la página. No se trata únicamente de un ataque aislado perpetrado por una panda de bandidos. Danilo me ha dicho que os informó de que Oth Eltorchul había sido asesinado por los tren. Elaith fue atacado recientemente por los tren… en vuestra mansión.

Ni siquiera entonces la mirada de la dama flaqueó.

—Y supongo que acusas a los Thann de ello.

—Todavía no, pero es posible que Elaith sí.

—Comprendo. Razón de más para que se vengara haciéndonos perder un negocio.

Pese a la lógica del razonamiento, Arilyn negó con la cabeza.

—¿Sabéis quién murió en la emboscada? Sobre todo, elfos. Entre ellos, cuatro jóvenes guerreros que acababan de abandonar Siempre Unidos. Pertenecían a uno de los tipos de guerrero más respetados: jinetes de águila. Por muy canalla que sea Elaith, no puedo creer que condenara a esos jóvenes a una muerte segura.

—¿Por qué no? Si hay algo de verdad en las leyendas y los relatos de taberna, Elaith Craulnober se ha cobrado centenares de vidas a lo largo de su disipada existencia sin ningún remordimiento.

—Pero nunca elfos —insistió Arilyn—. Por lo que sé, nunca ha matado a un elfo.

Admito que eso no lo redime, pero es muy indicativo. Todo lo que sé de Elaith Craulnober me conduce a pensar que es inocente en este asunto.

Cassandra se recostó en el asiento y contempló a la joven con mirada glacial.

—Supongo que te das cuenta de lo que estás diciendo: estás acusando al menos a una de las familias nobles de traición, robo y asesinato. Son acusaciones muy serias.

La semielfa no se dejó intimidar.

—Alguien conocía de antemano qué ruta seguiría la caravana y preparó una emboscada. Ese alguien es responsable de la muerte de esos elfos. Mi deber es procurar que pague por ello. Y si por la razón que sea yo fracaso, muy probablemente Elaith recogerá el testigo. Para variar os aconsejo que hagáis caso de los rumores y no los subestiméis.

Los labios de la noble dama temblaron.

—Me doy por avisada —dijo con un inesperado toque de humor negro—. Supongo que debería agradecerte el aviso.

—No es preciso. Simplemente os pido que no lo repitáis a nadie.

—Trato hecho. En cualquier caso no me interesa divulgar que la compañera de mi hijo, que, como tú misma te has encargado de recordarme varias veces, tiene fama de asesina, se dedica a husmear entre los nobles para descubrir a un traidor. ¡No quiero más escándalos llamando a mi puerta! —Lanzó a la semielfa una irónica mirada de soslayo y le preguntó—: ¿Hay algún modo de hacerte cambiar de idea y que abandones?

—Ninguno.

Cassandra asintió como si ya esperara esa respuesta.

—En ese caso, también yo debo avisarte: de esta investigación no saldrá nada bueno ni para ti ni para Danilo. Si persistes, te aconsejo que tengas los ojos muy abiertos, la espada siempre a mano y que cuides bien de mi hijo.

—Es lo que he estado haciendo estos últimos siete años —replicó Arilyn fríamente.

—¿Ah, sí? Qué maravilla, teniendo en cuenta el poco tiempo que pasáis juntos.

Tu dedicación al pueblo elfo es admirable; estoy segura de ello. ¡Ah!, ya estamos de nuevo en la puerta. Regresarás a la fiesta, por supuesto.

No era una pregunta, sino una orden. En vista de que nada sacaría de prolongar la entrevista, Arilyn se apeó y miró cómo el vehículo se alejaba.

Las palabras de lady Cassandra la habían alterado profundamente. Hasta entonces había alejado de sí indirectas y el suave sarcasmo de la dama como quien aparta con la mano un molesto mosquito. Arilyn estaba acostumbrada a los desaires. Cuando se trataba de sutiles insultos, ni el más altanero de los humanos podía compararse con un elfo, y los semielfos solían ser el blanco preferido de las flechas y las hondas elfas.

No obstante, en esa ocasión, las cosas eran distintas, y Cassandra se lo había dejado muy claro. Con igual destreza que un maestro de armas, la dama había superado la guardia de Arilyn y había apuntado directamente a su corazón. Había empleado la espada más afilada que era posible blandir: la verdad clara y llana.

—La verdad es la más certera de las armas —musitó Arilyn.

Esas palabras le dieron ánimos mientras se recogía la centelleante falda y regresaba a la mansión Raventree. Danilo y ella descubrirían la verdad, y esa arma les serviría para abrirse paso entre engaños e intrigas. Luego, todo volvería a la normalidad.

Por el rabillo del ojo, percibió un leve aleteo. El viento otoñal soplaba con bastante fuerza y había arrastrado contra el muro de piedra que rodeaba el jardín de Galinda una de las alas que había arrojado por la ventana. Allí yacía, como un pájaro moribundo, fantasmagórica entre la oscuridad de la piedra y el remolino de las hojas secas.

Pese a que no era supersticiosa, a Arilyn se le antojó que las alas falsas eran un signo de mal agüero. Se había desprendido de la ilusión, y el resultado era la muerte.

Aunque seguía decidida a descubrir la verdad, inevitablemente se preguntó quién sería el próximo en caer bajo esa afilada espada.

Lilly empaquetaba rápidamente sus pertenencias, preparándose para el viaje que la llevaría lejos de Aguas Profundas hacia la libertad. Apenas poseía nada: unas pocas prendas de vestir, sus preciosas esferas de sueños, un peine de marfil al que sólo le faltaban unas pocas púas, una taza de peltre dentada y un pequeño pero bien cuidado surtido de cuchillos y ganzúas.

Dudó antes de colocar en el saco sus herramientas de ladrona, pues no le parecían adecuadas en el brillante futuro que la esperaba. No obstante, lo pensó mejor, las metió también y cerró bien el saco. Una chica nunca sabía qué sería necesario hacer.

La puerta se abrió de golpe con tanto ímpetu que chocó contra la pared. Lilly se sobresaltó e inmediatamente buscó un arma. Demasiado tarde recordó que las había guardado todas en el saco.

Isabeau entró en la alcoba como una hoja arrastrada por el vendaval. Mostraba un aspecto más despeinado y frenético que en lo más encarnizado de la batalla.

—Es como si acabaras de ver un fantasma, y no precisamente uno amable.

El comentario de Lilly le arrancó una débil y rápida sonrisa. Se serenó un poco, pero continuó caminando de un lado al otro de la alcoba como si buscara algo de vital importancia. El saco de arpillera le llamó especialmente la atención. Sin dejar de observarlo, empezó a juguetear con las cuerdas que le sujetaban la bolsa de las monedas al cinturón.

—¿Te marchas?

Lilly arrojó el saco de arpillera detrás de ella.

—Son cosas que quiero llevar a la lavandera, eso es todo.

Isabeau la estudió un instante antes de sonreír.

—Abajo hay un hombre y una mujer que preguntan por ti.

El alma se le cayó a los pies. ¡Isabeau sabía que planeaba escapar!

—Por supuesto, cuando supe qué pretendían, me hice pasar por ti. Tengo buenas razones para ausentarme de la ciudad unos cuantos días. Espero que no te importe que vaya en tu lugar…

Tomando a Lilly absolutamente por sorpresa, Isabeau blandió la bolsa y le asestó un doloroso y sonoro golpe en un oído. La alcoba empezó a dar vueltas, y de repente, Lilly sintió las duras planchas de madera en las rodillas.

Isabeau se levantó la falda y le propinó un puntapié justo debajo de las costillas que la dejó sin resuello. Fue incapaz de resistirse mientras Isabeau le metía en la boca un pañuelo perfumado.

Entonces, se arrodilló junto a ella, se llevó la palma de una mano a los labios y sopló como quien envía un beso. Lilly recibió en el rostro un polvo rojizo.

La muchacha inspiró aire, asustada. Instantáneamente se dio cuenta de su error.

Una sensación de letargo se adueñó con rapidez de su cuerpo, bloqueando la voluntad de actuar y su capacidad para moverse. Era muy similar al trance que provocaban las esferas de sueños, aunque sin el placer ni el abandono del sueño. Pese a que Lilly no podía controlar su cuerpo, lo notaba todo con vívida precisión. Acusó un segundo golpe en la cabeza, que casi le hizo perder el sentido, y luego notó una cuerda que se arrollaba con fuerza alrededor de las muñecas. A continuación, olió la sequedad del polvo cuando Isabeau la empujó debajo del camastro.

Sumida en su paralizador letargo, oyó el crujido de la vieja escalera de madera que anunciaba la llegada de quien debía rescatarla. Luchó en vano para hallar el modo de revelar su presencia. Finalmente, cada vez más desesperada, escuchó cómo Isabeau asumía su identidad y la reemplazaba.

La arpista era tan menuda y delgada como Lilly, con una melena rojiza no tan espesa ni brillante como la de ella, aunque en general el parecido era considerable. Se puso un vestido que Isabeau rescató del saco y, a cambio, le entregó su propia sobreveste y los pantalones de tartán con los que había llegado a la taberna. Cynthia expresó su extrañeza por el pelo oscuro de Isabeau, aunque aceptó sin preguntas la excusa que le ofreció ésta: de pronto, había sentido el impulso de disfrazarse, para lo cual había contado con la ayuda de un aprendiz de mago que le había vendido un hechizo por cinco monedas de cobre. Lilly no culpó a la arpista por su credulidad. Para desgracia suya, sabía cuán convincente podía ser Isabeau.

Cuando se hubieron intercambiado los puestos, Isabeau se escabulló por la escalera que daba al callejón, donde esperaba un vehículo.

El camastro se hundió peligrosamente cuando la joven arpista se sentó en el borde. Tarareaba una tonada a media voz mientras hacía tiempo, esperando que la taberna cerrara y las calles estuvieran lo suficientemente oscuras como para marcharse sin que nadie reparara en ella.

Nuevamente, crujieron los escalones, esa vez con más intensidad. Cynthia se levantó y fue de forma sigilosa hasta la puerta; separó los pies y se preparó mientras la puerta se abría lentamente.

Lilly vio primero a la criatura y la reconoció por los enormes pies garrudos. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y su energía en un vano intento de gritar una advertencia.

Pero lo que rompió el silencio no fue su voz, sino súbitos pasos de tren que corrían. La criatura se abalanzó sobre la arpista, giró sobre sí misma y gruñó al descargar un único y tremendo golpe.

No hubo tiempo para gritar, ni siquiera si Lilly hubiese sido capaz. La arpista se derrumbó. Lilly abrió mucho los ojos, horrorizada, cuando la sangre de Cynthia se derramó para formar un charco cada vez mayor. La mancha roja se fue extendiendo hacia ella en anchos arroyuelos, que, a los ojos de la aterrorizada muchacha, parecían dedos acusadores que revelaran su escondite.

No obstante, se sobresaltó cuando una enorme mano verde apareció bajo el camastro y la agarró por la falda. A la criatura le bastó un tirón parar arrastrarla fuera de su escondite, tras lo cual la obligó a ponerse de pie.

En algún rincón de su aletargada mente, Lilly se dio cuenta de que era capaz de mantenerse derecha sola. Los efectos del veneno que Isabeau le había administrado empezaban a desaparecer. No obstante, el terror que la embargaba era casi igual de paralizante. Allí se quedó, de pie e inmóvil, como un ratón frente a un ave rapaz, contemplando fijamente y sin parpadear la mandíbula llena de colmillos de un tren.

—Tienes sueños muy interesantes —comentó el tren con voz casi musical—. Casi me da lástima tener que ponerles fin. Sin embargo, es necesario. Un paso hacia un fin que anhelo. Igual que éste.

El tren sostenía en el aire un fragmento de pergamino. Era la nota que Isabeau había robado al hombre barbudo, en la que se especificaban los detalles de la ruta que tomaría la caravana aérea. Abajo se había añadido una firma: la de su amante secreto.

—Encontrarán esto y creerán que lo hiciste tú. Desde luego, culparán a tu galante enamorado, el cual deberá pagar por las muertes y las mercancías robadas. Y la familia Thann también pagará.

Lilly sacudió levemente la cabeza, angustiada. ¡Su amor secreto no tenía nada que ver con todo eso! ¡La ladrona era ella, no él! ¡Ella nunca había querido que nadie muriera!

Mientras trataba de convertir el aire exhalado en una protesta, la criatura empezó a cambiar: su recio cuerpo se hizo más largo y esbelto, y sus facciones se afinaron.

Lilly recordó lo que sabía de Isabeau Thione y le pareció entender de qué enemigo huía. Pero Isabeau le había arrebatado la huida y la había dejado allí sola frente a ese apuesto monstruo.

Su mortífero visitante sonrió como si le alegrara que la muchacha comprendiera cuál era su verdadera naturaleza y sus intenciones. Su sonrisa se fue haciendo más y más ancha de un modo horrible, y el rostro se le alargó hasta convertirse en el de un reptil. En su faz brotaron escamas y, al pensar en su víctima, al falso tren se le hacía la boca agua. Alzó las garras manchadas con la sangre de Cynthia, y las contrajo de un modo lento y deliberado, atormentando a Lilly. En sus ojos brillaba un pérfido placer.

Su intención era alimentarse del terror de la muchacha del mismo modo que un tren se habría alimentado de su cuerpo.

Lilly decidió no cerrar los ojos. Tal vez le había sido negado llevar una vida noble, sin embargo podía elegir cómo moriría.

Luchó contra el veneno paralizante con todas sus fuerzas y todo el valor que le quedaba. Alzó el mentón con una mezcla de orgullo y coraje, y miró a sus asesinos con una calma firme mientras las mortíferas garras caían sobre ella.