10

Arilyn abría la marcha por las estrechas callejas de Puerto Calavera mientras Danilo le pisaba los talones. Aunque ese lugar estaba situado justo en el subsuelo de Aguas Profundas, donde había nacido, y aunque ambas eran ciudades portuarias, no podían concebirse dos ciudades más distintas.

En Puerto Calavera, todo era miserable, sórdido y feo. Edificios destartalados se inclinaban y escoraban tan precariamente como barcos hundidos. Criaturas pertenecientes al menos a unas cuarenta razas, muchas de ellas proscritas en Aguas Profundas, avanzaban a empellones por las atestadas calles. La multitud derribó a un mendigo con una sola pierna, y el hombre, en lugar de pedir la ayuda que sabía que nadie iba a prestarle, trató de ponerse de pie por sí mismo apoyándose en una muleta de fabricación casera. No obstante, como la mayor parte de Puerto Calavera, su aspecto era engañoso. Lejos de ser inofensivo, cortó hábilmente una oreja a un goblin de cara taimada que trataba de vaciarle los bolsillos. Tampoco el goblin pidió ayuda. Se limitó a recoger la oreja, se la pegó a la cabeza y corrió en busca de un sanador, o quizá simplemente de un espejo y una aguja.

Danilo miraba a su alrededor con una consternación creciente. Arilyn había vacilado mucho antes de conducirlo a ese lugar frío, húmedo, lúgubre y sin ley. Aunque a causa de la insistencia de la semielfa vestía unas ropas toscas más propias de un estibador que de un noble bardo, destacaba como una mosca en un plato de leche.

—Debo decir que prefiero con mucho la cisterna de Oth —comentó Dan—. Al menos allí estábamos secos.

No le faltaba razón. En Puerto Calavera había agua por todas partes. Aunque se trataba de una ciudad portuaria, era enteramente subterránea y estaba situada muy por debajo del nivel del mar. El agua goteaba de los techos de las cavernas y formaba charcos en los callejones. Gracias a ella, tanto las paredes de los destartalados edificios como las calles, se veían cubiertas de extraños mohos rastreros y relucientes hongos. El olor de podredumbre y moho lo invadía todo, y una nauseabunda bruma se adhería a la luz de los faroles. A los pocos minutos de estar allí, Arilyn ya tenía la ropa húmeda pegada al cuerpo, y el malhumor de Dan era casi tan agobiante como el denso aire.

—Querías formar parte de mi mundo, ¿no? —le dijo exagerando sólo un poco—. Pues éste es el tipo de sitios a los que debo ir.

Danilo señaló deliberadamente la espada elfa, que se mantenía oscura y silenciosa.

—Apuesto a que por aquí no encontraremos a muchos elfos del bosque. ¿Por qué no investigamos en otro lugar? Donde sea.

Arilyn se despegó de la garganta el cuello de la camisa y se echó hacia atrás un húmedo mechón que le caía sobre la frente.

—Cuanto antes acabemos, antes podremos irnos.

Con la cabeza, señaló una hilera de edificios de madera peligrosamente inclinados, alineados con la misma precisión que una patrulla de orcos borrachos, y se encaminó al callejón que serpeaba entre ellos.

A su espalda, Danilo maldecía con impresionante creatividad.

—¿Se puede saber qué buscamos exactamente?

—Perfume —contestó Arilyn secamente mientras evitaba un montón muy sospechoso.

Reconoció los excrementos de una mantícora y aceleró el paso. Era relativamente reciente, y no tenía el menor deseo de enfrentarse a un monstruo con el cuerpo de león y el rostro y el ingenio de un hombre.

—Perfume. Buena idea —la felicitó—. Teniendo en cuenta el lugar en el que estamos, sugiero que compremos toda una cuba.

Arilyn le echó un vistazo por encima del hombro.

—¿Piensas lamentarte durante todo el camino?

—Sí, y durante el de vuelta, también. Cuando hago algo, lo hago a conciencia.

Un trío de kobolds apareció por detrás de una pila de cajas y corrió hacia ellos.

Eran criaturas horrendas, de la familia de los goblins, cuya monda cabeza apenas llegaba a la altura del cinturón de la semielfa. Tenían ojos amarillos saltones y de mirada frenética, aunque meneaban la cola de rata en imitación inquietantemente exacta de un perro que trata de congraciarse con su amo. Iban cargados de telas y no de armas, pero Arilyn no aflojó el paso.

—Mira, quizá compra —suplicó uno de ellos, trotando al lado de la semielfa—. Muchas, muchas capas buenas. Poco gastadas. Sólo una con sangre y vísceras, y ya está seca.

—Vaya, los vendedores ambulantes de Aguas Profundas deberían aprender a vocear sus mercancías de este modo —musitó Danilo, que se retrasó un poco para hablar con los kobolds—. Sangre y vísceras, ¿eh? ¿Hay que pagar extra por ese tipo de ornamentos?

—Claro, claro. Tú quieres, nosotros ponemos.

—¡Ah! Un trato admirable, siempre y cuando esos elementos decorativos no provengan de uno mismo.

Evidentemente, el pequeño mercader no entendió nada del comentario de Danilo.

Se sentó sobre los talones y agitó el rabo de rata con aire consternado. Pero ese momento pasó rápidamente. Los kobolds no se daban por vencidos.

Arilyn apartó a uno con un codazo.

—No los animes —aconsejó a Danilo—. ¿O es que quieres morir aquí abajo?

—No digas tonterías. Tres kobolds no son ninguna amenaza.

—Ni tampoco lo es un solo ratón. El problema es que nunca hay uno solo; los demás se esconden. ¿Cómo te imaginas que tres únicos kobolds han conseguido toda esa mercancía?

El excelente razonamiento de Arilyn instó al joven bardo a acelerar el paso y caminar junto a su compañera, que avanzaba sinuosamente por la mísera ciudad en dirección a una pequeña tienda en la que los asesinos compraban la muerte en gotas.

—Venenos Pantagora —dijo Danilo, leyendo el cartel en voz alta—. Da en el clavo, sin fingimientos ni disimulos. Me parece fantásticamente refrescante.

Arilyn le lanzó una mirada de advertencia y empujó la puerta. La escena con la que se encontraron era como un campo de batalla del Norland o la pesadilla de un carnicero.

En el aire flotaba el inconfundible olor dulzón de la sangre. Las moscas zumbaban alrededor de cuerpos empapados. En el viejo suelo de madera, se habían formado charcos oscuros, y de algún modo, la sangre había salpicado hasta las vigas del techo.

En algunos puntos se había secado mientras goteaba hacia abajo, con lo que parecía que la empapada madera hubiera derramado abundantes lágrimas oscuras por la muerte del vendedor de venenos.

Arilyn jamás había visto nada igual. Con el pie, apartó una bota vacía y se preguntó cómo la habría perdido su dueño. Siguiendo una intuición, contó mentalmente el número de cuerpos y de calzado; sobraba esa bota. Todo apuntaba a que el cuerpo de su antiguo dueño se había disuelto como por efecto del fuego de dragón; desde dentro.

Se agachó junto a uno de los cadáveres. Después de haber visto la muerte tan a menudo, no necesitaba ni hechizos ni plegarias para que los cadáveres le hablaran.

Ahí estaban los signos, aunque contradictorios y profundamente perturbadores. En el cuerpo sin vida, Arilyn distinguió marcas de tajos delgados y precisos. Entonces, le dio la vuelta y le subió la camisa. En la espalda, apenas tenía moretones. No era de extrañar. Cuando murió apenas le quedaba sangre en el cuerpo para acumularse. La espada fina y delgada que lo había matado le había causado numerosas heridas; de hecho, lo había matado centímetro a centímetro, con finos tajos y suaves puntazos.

Alguien había jugado con él, tomándose su tiempo para matarlo, por lo que la víctima había aguantado mucho más de lo que Arilyn hubiese creído posible.

Extraño comportamiento para tratarse de un ladrón. Naturalmente, entraba dentro de lo posible que fuera un asesino profesional, tal vez cliente habitual, y a quien por sus habilidades y costumbres resultaba más cómodo matar que pagar. No obstante, el primer instinto de un asesino era la supervivencia, por lo que ninguno se arriesgaría a malgastar tanto tiempo y tanto vitriolo. Esas muertes mostraban todos los sellos distintivos de la venganza, o tal vez de furia, locura o una maldad tan intensa que ya no tenía en cuenta ni proporciones ni consecuencias.

Más extraña todavía era la naturaleza del arma empleada. Ninguna espada forjada por humanos podía ser tan delgada ni afilada. Arilyn no tenía ninguna duda de que el hombre había sido asesinado con una espada elfa. El pueblo de su madre contaba con temibles guerreros que también podían ser despiadados, pero tal depravación no parecía cosa suya. Sólo conocía a dos o tres elfos capaces de cometer tal acto. De hecho, pocos días antes, había visto a Elaith Craulnober jugar con un tren de modo muy similar.

Su aguzado sentido del oído captó unos pasos furtivos que se acercaban por la acera, fuera de la tienda. La semielfa desplazó el peso del cuerpo a los talones y se puso de pie en un único y veloz movimiento. Entonces, se aproximó con sigilo a la puerta, desenvainó la espada e hizo una seña a Danilo para que se colocara al otro lado del marco.

La puerta se abrió lentamente y, por el quicio, asomó una cara pequeña, de gesto furtivo. Arilyn abandonó su escondite y presionó la punta de la espada contra la garganta de Diloontier.

El perfumista chilló y cerró los ojos con fuerza, como para ahuyentar el doble terror de la amenazante espada y la carnicería en la tienda. Palideció hasta que su piel adquirió el color de pergamino viejo y los huesos de las piernas parecieron fundírsele como anguila en gelatina.

Antes de que Arilyn pudiese decir nada, Danilo agarró al tambaleante hombrecillo por la pechera y, de un empellón, lo obligó a entrar. Sacudía al perfumista del mismo modo que un sabueso cazador de alimañas sacudiría una rata. Tal tratamiento devolvió una pizca de color al rostro de Diloontier. Cuando empezó a debatirse con una resolución y un vigor que sugerían que era capaz de mantenerse de pie, Danilo lo soltó.

Diloontier entreabrió un solo ojo y se estremeció.

—Demasiado tarde —se lamentó—. ¡Ya no queda nada!

—Eso plantea unas cuantas preguntas interesantes. A su debido tiempo, nos ocuparemos de eso —le aseguró Arilyn, y nuevamente lo amenazó con la punta de la espada en el cuello—. ¿Qué sabes de los tren?

La mirada del hombrecillo se deslizó de manera furtiva a un lado.

—Nunca he oído hablar de ellos.

Arilyn movió ligeramente la espada para incitarlo a hablar.

—Qué extraño que túneles plagados de marcas dejadas por los tren confluyan justo debajo de tu tienda. Qué extraño que una trampilla de las cloacas conduzca a tu cobertizo de secado. Puedes hablar conmigo o ser interrogado por el Consejo de Señores.

—¡Hablaré! —exclamó en tono agudo—. Sí, es cierto que a veces actúo como intermediario para hombres y mujeres ricos que desean contratar los servicios de los tren. ¡Yo me ocupo de todo, pero a través de una segunda, una tercera o una vigésima cuarta persona! ¡Es verdad! Ése es el método acordado, que asegura que no pueda revelar a nadie, ni siquiera a ti, el nombre de mis clientes.

Arilyn se preguntó cómo respondería Diloontier si le proponía un nombre, y dirigió a Danilo una mirada con la cual le pedía permiso y al mismo tiempo se disculpaba. El joven apretó los labios, pero dio su conformidad con un leve gesto de asentimiento.

—De acuerdo —dijo la semielfa a Diloontier—. Si no puedes darme los nombres de tus clientes, yo lo haré por ti: lady Cassandra Thann.

—Soy perfumista. Muchos nobles son clientes míos —contestó evasivamente.

Sus explicaciones quedaron interrumpidas por un sorprendido grito de dolor. Bajó la vista y contempló, horrorizado, la mancha sangrienta en la reluciente espada de la semielfa y la sangre que le goteaba en la pechera de la camisa.

—No es una vena importante —comentó Arilyn serenamente—, pero te aseguro que sé localizarlas.

—¡No puedo decirte nada! ¡Mis clientes valoran ante todo la confidencialidad!

—¿Más de lo que tú valoras tu propia vida?

Diloontier no necesitó mucho tiempo para sopesar ambas cosas en la balanza.

—Pociones de la eterna juventud —dijo atropelladamente—. Hace muchos años que lady Cassandra me las compra cada luna nueva. ¿Cómo si no crees que ha logrado que los años no pasen para ella y siga igual de bella?

—Me temo que conoces muy bien a la dama en cuestión —repuso Danilo secamente—. Si hay alguien capaz de enfrentarse al Padre Tiempo y obligarle a bajar la mirada, ésa es ella.

—¿Qué venías a comprar? —preguntó Arilyn, bajando la espada.

—Eso ya no importa, ¿no crees? Aquí ya no queda nada de valor. Es evidente que no he sido yo quien ha matado a estos hombres. ¡Todo apunta a que has sido tú!

La semielfa lo miró con dureza, aunque se dio cuenta enseguida de que las palabras de Diloontier no encerraban una amenaza vana. Ella no era la única capaz de reconocer las marcas de una espada elfa, y resultaba obvio que se trataba del trabajo de un asesino profesional. Afortunadamente, Diloontier también tenía una reputación que mantener.

—Si mencionas a alguien nuestra presencia aquí, el capitán de la guardia recibirá un anónimo en el que se te acusará de haber venido a esta tienda. ¡Vete ya!

Diloontier corrió hacia la puerta. Sus botas repiquetearon a un ritmo frenético sobre la madera de la acera. La semielfa suspiró y enfundó la espada.

—Lo has dejado ir. —Danilo la miraba con ojos penetrantes—. ¿Le crees?

—¿Sobre lady Cassandra? Ni una palabra. ¿Para qué necesita pociones de juventud cuando por sus venas corre sangre elfa? No obstante, sospecho que preferiría corroborar la mentira de Diloontier antes que revelar su herencia elfa.

Dan no refutó el argumento.

—Aquí ya está todo visto —dijo.

Arilyn guardó un largo silencio. De hecho, ella sospechaba que había mucha más información que podían extraer en Puerto Calavera. Los tren procedían de esos túneles, así como el veneno que probablemente había acabado con la vida de lady Dezlentyr.

Para descubrir al proveedor de Diloontier, había tenido que visitar a conocidos que no veía desde hacía años y pedir favores que le aterraba tener que pagar.

Sin embargo, por el momento, poco más podían hacer. Allí no encontrarían respuestas, sino únicamente más preguntas inquietantes.

—Fuese lo que fuese lo que Diloontier venía a comprar, ya no está aquí. —Empujó ligeramente uno de los cadáveres con la bota y añadió—: Lo tiene quien los mató.

—Matar para conseguir veneno —caviló Danilo—. Es un camino muy tortuoso para lograr un objetivo, ¿no te parece? No soy un experto en este campo, lo sé, pero me parece que eliminando al intermediario de la transacción, el asunto sería más fácil.

Ésa era justamente la intención de Arilyn, aunque no estaba preparada aún para admitirlo en voz alta. En muchos aspectos, Danilo abrazaba los principios elfos con bastantes menos reservas que ella misma. Dan confiaba en Elaith Craulnober y en su promesa de que serían siempre amigos. Arilyn se sentía incapaz de destruir esa confianza sin estar completamente segura de que era imparcial en sus sospechas.

Tampoco estaba preparada para hacer frente a sus viejas costumbres y comportamientos, que volvía a adoptar de manera tan natural. A cada paso que daba, encontraba algo que le recordaba su oscura reputación. A decir verdad, se sentía más a gusto en el subsuelo de Aguas Profundas que en un salón de la nobleza. Su parte humana —la más cruda— saltaba a primer plano, mientras que la magia elfa de su hoja de luna extrañamente se mantenía ausente. Al paso que iba, Danilo no tendría que preocuparse más por los inconvenientes que comportaba vivir con una heroína elfa.

Arilyn echó una mirada a la hoja de luna, casi esperando que la emplazara a cumplir con su deber brillando con tenue luz verde; pero, naturalmente, no era el caso.

La semielfa se preguntó si algún día volvería a brillar.

Lo primero que hizo Danilo al regresar a la ciudad que se levantaba sobre el suelo fue darse un buen baño. Después de una hora metido en la tina con agua caliente, el recuerdo del fétido hedor que reinaba en la ciudad subterránea empezó a desvanecerse.

Danilo seguía en remojo cuando su mayordomo llamó a la puerta.

—Os pido disculpas, señor. Ha llegado un mensaje urgente de lord Rhammas.

La noticia de que un vuelo de dragones había invadido la ciudad no le habría sorprendido tanto. Danilo salió de la tina de un salto, levantando agua jabonosa como una bandada de pajarillos asustados. Inmediatamente, cogió una toalla y abandonó el vestidor.

—¿Hay alguien herido? ¿Enfermo? ¿Se trata de Judith? ¡Por los dioses! Está a punto de dar a luz. ¡Y es el primero!

El halfling se limpió la fragante espuma que le había caído en la frente.

—Vuestra hermana está perfectamente, señor. No espera al bebé hasta dentro de una luna o más —le recordó—. El mensaje se refiere a un asunto personal, de naturaleza muy delicada. Vuestro padre os ruega que os reunáis con él cuanto antes en La Sirena Risueña. El caballo os aguarda frente a la puerta.

Algo más tranquilo pero todavía perplejo, Danilo se vistió rápidamente y recorrió a caballo las pocas manzanas que separaban su casa de la refinada taberna.

La Sirena Risueña era uno de los pocos establecimientos del formal distrito norte que servían bebidas alcohólicas. Su reputación se cimentaba tanto en sus suntuosas mesas de juego como en sus pequeñas salas privadas. Danilo sabía que a lord Rhammas le gustaba ir allí para intercambiar chismes y jugar con otros nobles tan ociosos como él, aunque nunca se le había ocurrido que su padre tuviera necesidad de alquilar una de las pequeñas salas para encuentros. Desde luego, Danilo jamás hubiera esperado que su padre lo convocara.

Estaba a punto de estallar de curiosidad mientras desmontaba frente a la enorme y fea estatua de mármol de un centauro. Tras confiar el caballo a un atento mozo de cuadra, subió corriendo la escalera que conducía al vestíbulo.

Uno de los guardias minotauros hizo un gesto de asentimiento al reconocerlo como miembro. Tras indicarle por señas que lo siguiera, echó a caminar al trote; era impresionante contemplar sus enormes ancas al andar. Con los cuernos, largos y curvos, tocó una araña de luces que colgaba a baja altura, lo que arrancó a los cristales un apagado tintineo que recordaba una bandada de colegialas que susurraran y se rieran suavemente tapándose la boca con sus menudas manos.

El minotauro se detuvo delante de una gruesa puerta de roble y resopló insistentemente como para indicar que allí acababa su misión, o al menos acabaría cuando Danilo entrara. El resoplido sonó como el de un toro listo para cargar, y Danilo tuvo la impresión de que si no entraba por voluntad propia en la habitación, el minotauro lo cogería con uno de sus cuernos y lo arrojaría dentro. Así pues, le dio una moneda y entró.

Rhammas Thann se puso de pie para recibir a su hijo y le tendió una mano a modo de saludo entre camaradas. Danilo estrechó la mano de su padre como si fuese lo más natural del mundo. Tomaron asiento frente a frente en una mesa de pequeño tamaño y, durante unos minutos, charlaron de las naderías que mantenían bien engrasadas las ruedas de todas las reuniones que se habían celebrado en aquella habitación.

Finalmente, Rhammas fue al grano.

—Posees una fortuna propia considerable. El fondo que tu madre y yo creamos cuando naciste se ha multiplicado por mil, y sólo con eso bastaría para permitirte mantener tu tren de vida. No obstante, también tienes una participación en el negocio del vino, y lo que invertiste en el colegio de bardos da sus frutos. He oído que ambas empresas van viento en popa…

—Así es —admitió Danilo con cautela.

—Tengo una buena razón para pedirte que te desprendas de una pequeña parte de tu dinero en efectivo —dijo lord Rhammas con fría formalidad y evidente renuencia. El noble enmudeció, hizo una mueca y se puso derecho, armándose de valor para lo que debía añadir—: Debo ocuparme de un asunto bastante delicado, y por su naturaleza, preferiría que tu madre no se enterara de nada.

—¡Ah! —Danilo se recostó en la silla y comprendió, por fin, el porqué de aquella insólita reunión.

De todos los hermanos, Danilo era el menos involucrado en los asuntos de la familia, es decir, el que con menos probabilidad iría con el cuento a lady Cassandra.

Judith, la hermana que más se parecía a él tanto por la edad como por carácter, solía actuar, asimismo, según sus propias opiniones e inclinaciones. No obstante, su marido, un capitán de barco mercante muy gallardo y que reivindicaba un lejano parentesco con la familia real de Cormyr, se había labrado posición y fortuna gracias a los negocios de transporte marítimo de la familia Thann. Por tanto, era tan devoto a los caprichos y los humores de lady Cassandra como un perrito faldero. Judith aún seguía tan enamorada que no se daba cuenta de la especie de pelotillero con quien compartía su lecho y no le ocultaba nada. Ya no cabía esperar discreción de ella.

—¿Un asunto personal? —Danilo procuró hablar en un tono ecuánime, preguntando pero sin criticar.

—Exactamente. Antes de seguir adelante debes darme tu palabra de que no lo divulgarás a los cuatro vientos en una de tus estúpidas baladas.

—Te lo juro —replicó Dan escuetamente.

La pulla de su padre le dolió más de lo debido. Por acostumbrado que estuviera a que su familia lo tratara con indulgente desdén, cada vez le costaba más interpretar el papel que había elegido.

—Muy bien. Resulta que una mujer a la que conozco está en un apuro y desea abandonar la ciudad enseguida y en secreto. La discreción es esencial. Tu madre me ha dicho que tienes contactos con los arpistas. ¿Te has ocupado de asuntos similares?

—Muchas veces —le aseguró Danilo.

Pese a su respuesta, estaba claro que nunca se le habría ocurrido que un día tendría que poner sus habilidades al servicio de la amante de su padre, la cual, por el cariz que tomaba la situación, seguramente esperaba un hijo bastardo.

Dan no sabía muy bien cómo debía tomárselo. Los hijos bastardos no eran nada insólito ni entre la nobleza ni entre el pueblo llano. Muchos se casaban por conveniencia o para medrar, y los hijos nacidos fuera del matrimonio solían ser reconocidos y más o menos aceptados.

No obstante, comprendía perfectamente que su padre deseara ocultárselo a lady Cassandra. Si su padre quería librarse de sus responsabilidades, él no era quien para criticarlo ni reprenderlo. Pero dudaba de si debía tomarse aquella inesperada petición como un insulto o una muestra de confianza.

De un modo u otro, no importaba. Eso era lo primero que su padre le pedía. Fuese cual fuese la opinión que Rhammas tuviera de él, Danilo no podía negarse.

—Me ocuparé de que la dama abandone la ciudad sin ningún percance en cuestión de días y también de que no le falte de nada. ¿Bastará con eso?

—Por supuesto. La encontrarás aquí. —Rhammas deslizó sobre la mesa un pergamino doblado—. Espera tu visita esta noche. Espero que no sea una molestia.

Lo era, y muy grande. Danilo recordó el día que había pasado y sus planes para esa noche. Sus servidores estaban preparando una excelente cena para dos y luego se tomarían la noche libre para que su señor y su dama tuvieran la casa para ellos solos; podrían disfrutar de una o dos horas de intimidad antes de cumplir con el último compromiso social de Danilo.

Una sensación de frustración se adueñó de él. Un deber más, una demora más, y esa vez no podía achacar la culpa a la hoja de luna de Arilyn.

Molestia no es la palabra que yo hubiera elegido —repuso—. No obstante, será como dices.

Danilo envió a Arilyn un mensajero para cancelar los planes de esa noche, pero la semielfa regresó junto con el mensajero e insistió en acompañar a Danilo al distrito de los muelles. El joven se mostraba extrañamente preocupado y se negó a revelarle muchos detalles de la misión que tenía entre manos.

Le aseguró que sería un asunto sencillo. Únicamente tenía que establecer el primer contacto, y luego dos agentes arpistas se encargarían de todo. Arilyn estaba segura de que Dan no le mentía, aunque percibía que no se lo contaba todo.

Todas sus preguntas hallaron respuesta en el mismo instante en que una joven abrió la puerta de su alcoba. Esa mujer no era la amante de lord Rhammas, sino su hija.

Arilyn miró alternativamente a Danilo y a la muchacha. El parecido era notable.

Aunque el pelo de la mujer era de una tonalidad cobriza pálida muy poco usual, su rostro mostraba las mismas facciones bien formadas y huesos cincelados. Asimismo, poseía una figura esbelta y elegante, que a Arilyn le recordó la de una bailarina o, según pensó sobresaltada, la de una elfa dorada. Seguramente, la muchacha había tenido un antepasado elfo no más de dos o tres generaciones atrás. Aunque Arilyn nunca había percibido indicios de la lejana herencia elfa de Danilo, en el espejo que era el rostro de su hermana los vio claramente.

El parecido no acababa ahí. La vacilante sonrisa de la joven dejaba traslucir una familiar picardía, y en la rápida y penetrante mirada con la que observaba a ambos visitantes había una evidente inteligencia. Arilyn habría apostado a que no se le escapaba casi nada.

Fuese lo que fuese lo que viera en ellos, la moza de taberna se tranquilizó. Dio un paso hacia atrás y los invitó a entrar en su pobre alcoba, ejecutando un amplio ademán que era a la vez sincero y de burla contra sí misma.

—Qué amable habéis sido al venir, lord Thann.

Danilo la reconoció con sorpresa.

—Lilly, no esperaba verte a ti.

—Ya me lo imagino. —Lilly miró a la semielfa y le dirigió una leve sonrisa de comprensión. Con esa sonrisa le confirmaba lo que sus ojos veían y lamentaba que los hombres fuesen tan ciegos—. Gracias por venir, compañera. Has sido muy amable al acompañar a lord Thann. Estas calles son peligrosas.

—Estás a salvo —le aseguró Arilyn, y miró a Danilo para que expusiera el plan.

Al noble le había llamado la atención un pequeño objeto dejado sobre el lecho.

—¿Es lo que creo que es? —preguntó.

Lilly se estremeció.

—Sí, supongo que sí. Es una debilidad mía, me temo.

—Y muy peligrosa —le advirtió Dan.

El tono severo que empleó hizo que se pareciera más a Khelben Arunsun de lo que Arilyn habría creído posible. La semielfa dudó si comentárselo o no, pero decidió guardarse para sí la observación en espera de un momento más oportuno; siempre era conveniente tener una o dos armas secretas.

Tras advertir brevemente a la joven de los peligros que entrañaba tomarse la magia a la ligera, rápidamente le expuso el plan de huida. Dos arpistas, Héctor y Cynthia, se presentarían en la taberna hacia el final del último turno. Héctor conduciría un pequeño carro cubierto hasta el callejón, y Cynthia subiría subrepticiamente a la alcoba de Lilly. Entonces, se intercambiarían la ropa, y Cynthia ocuparía su lugar. A continuación, Héctor la llevaría hasta la puerta norte y la dejaría en manos de un discreto jefe de caravana, que le ofrecería pasaje hasta una aldea cuyos habitantes se dedicaban al cultivo de manzanos. Desde allí, viajaría al oeste, hasta Suzail, junto con el cargamento de la sidra nueva. En cada escala que hiciera se le proporcionaría alojamiento y dinero. En Suzail, recibiría una suma sustanciosa, que le permitiría comenzar una nueva vida; la que ella eligiera.

Lilly escuchó a Danilo con los ojos empañados por las lágrimas.

—Pondría la mano en el fuego de que debo estaros agradecida a vos, no a vuestro padre —dijo suavemente. Guardó un largo instante de silencio y agregó—: Es mucho más de lo que podría haber esperado. No obstante, no me alegro de irme de aquí.

—Siempre es duro abandonar el hogar y la familia —convino Danilo.

Arilyn sintió una súbita oleada de simpatía hacia la muchacha al darse cuenta del involuntario dolor que acababa de infligirle Danilo con esas palabras.

Lilly ya no pudo contener las lágrimas. Rápidamente, se las secó con el dorso de la mano y esbozó una temblorosa sonrisa.

—Cuánta razón tenéis —dijo.

Lilly se despidió de Dan con una reverencia, y luego, tendió ambas manos a Arilyn. Era el típico gesto de despedida entre mujeres de la clase trabajadora, una forma de expresar que se tenía en tan alta estima a la otra persona que merecía que se abandonara el trabajo por completo, aunque sólo fuese por unos instantes. Arilyn interpretó el gesto como lo que era: la única reivindicación de solidaridad fraterna que Lilly haría.

Siguiendo un impulso muy poco habitual en ella, la guerrera lo mejoró.

Suavemente apartó las manos que Lilly le ofrecía y estrechó a la mujer de menos edad en un abrazo de hermanas.

—La fuerza de Corellon, la belleza de Hannali y la alegría de Aerali —susurró, pronunciando esa tradicional bendición en el idioma de sus antepasados comunes.

Lilly se apartó y logró sonreír.

—Te deseo lo mismo, compañera, hacía muchos años que no oía esas palabras.

Respeto demasiado su musicalidad como para atreverme a repetirlas como un gato mareado. Idos ya, antes de que Hamish malinterprete la intención de vuestra visita y trate de cobraros una hora de mi compañía.

La muchacha los ahuyentó con gestos, como si fuesen dos pollos que se negaban a moverse.

Obedecieron. Bajaron entre crujidos por la escalera trasera que conducía al callejón. Una vez allí, Danilo abordó el problema con inusual vigor. Quería saber la opinión de Arilyn sobre cuál era el lugar más conveniente para que el carro esperara, dónde creía que podían tenderle una emboscada y si necesitarían o no un par de soldados de la guardia. Ambos debatieron la sencilla operación de rescate con una atención por el detalle más propia de una misión en la corte del rey Azoun.

Cuando todo estuvo hablado, Danilo se sumió en un mutismo muy poco característico en él. Caminaron en silencio. El joven bardo exhibía una expresión tan meditabunda que Arilyn empezó a dudar de que realmente Danilo ignorara la verdadera identidad de Lilly. Al cabo de un rato, la semielfa ya no pudo contener su curiosidad.

—¿Lady Cassandra sabe algo de Lilly?

Danilo la miró con sobresalto.

—¡Desde luego no seré yo quien la ponga al corriente! Si lord Rhammas desea confesarle sus infidelidades, que lo haga él personalmente.

—Es un poco tarde para eso —repuso Arilyn con sequedad.

Ante la mirada de perplejidad de Danilo, sacudió la cabeza, asombrada, y hurgó en su bolsa en busca del diminuto espejo de bronce que llevaba allí. Lo sacó y lo colocó frente al rostro de Danilo.

—Mírate bien y trata de recordar dónde has visto por última vez esas facciones.

Tanto tú como tu hermana tenéis una parte de sangre elfa materna, pero desde luego ambos habéis heredado los ojos de vuestro padre.

Dan se quedó petrificado. Al comprender la verdad, asintió lentamente.

—Pues claro. No sé cómo no me he dado cuenta. Tal vez lo hice; Lilly es una chica muy alegre, y me gustó en cuanto la vi. Era una de las camareras en el Baile de la Gema —le explicó. Súbitamente en sus ojos prendieron chispas de ira—. ¡Camarera en la misma casa de su padre! ¿Cómo es posible que Rhammas tolerara tal insulto hacia una hija?

—Quizá no lo sabía. Tú mismo acabas de enterarte.

—Cierto, cierto. —Sus labios esbozaron una leve sonrisa al reflexionar sobre esa revelación—. Una hermana. Qué maravilla. Supongo que te extraña que reaccione así cuando ya tengo tantos hermanos y hermanas, ¿no?

—Lilly te necesita; los otros, no —señaló Arilyn.

Danilo se mostró sorprendido y después complacido.

—Tienes razón. —Tras una breve reflexión, la miró de soslayo—. ¿Te gustaría pasar el invierno en Suzail? Está cerca de Cormanthyr. Si los sabios no se equivocan, nos espera un invierno muy duro, y supongo que se producirán los habituales intentos de talar las lindes del bosque elfo para hacer leña. Seguramente te tocaría ir de todos modos.

—Cierto.

—En ese caso, está decidido —replicó Danilo alegremente, interpretando la respuesta de su compañera como aquiescencia.

El joven siguió parloteando, haciendo ya planes sobre lo que harían juntos y cómo ayudarían a su nueva hermana a forjarse una vida distinta. Sonaba tan fácil y esperanzador que casi se sentía tentada a creerlo.

Lanzó un vistazo a la hoja de luna temiendo que brillara para advertirla de un peligro o zumbara con silenciosa energía. Pero la espada elfa mantenía su silencio, como si se contentara con reflejar, al fin, los ánimos y las esperanzas de Danilo.