Un aroma otoñal impregnaba el viento que azotaba las calles de la ciudad, alzando las brillantes hojas caídas en pequeños remolinos y agitando las faldas de las mujeres que paseaban.
Danilo tuvo que sujetarse el sombrero con una mano para mantenerlo en el ángulo que dictaba la moda.
—No podrías haber elegido peor época del año para empezar a aficionarte a ir de tiendas —dijo a su compañera.
Arilyn se apartó con impaciencia un rizo oscuro que le caía sobre el rostro.
—¿Y si lo que se dice por ahí es cierto? ¿Y si el perfumista vende más que esencias y ungüentos?
—Cuesta creer. Diloontier goza de excelente reputación. Muchas de las familias comerciantes hacen negocios con él. Sus esencias son auténticas, y las pocas pociones que vende son inofensivas y fiables. Créeme, la cofradía de magos vigila sus negocios por precaución, como hacen con cualquiera que se dedique a la magia menor.
—¿Y qué me dices de los túneles?
—Querida, esta ciudad está construida sobre un verdadero hormiguero. Todo tipo de criaturas han estado excavando túneles bajo la montaña de Aguas Profundas desde el tiempo de los dragones. No significa nada.
Arilyn se encogió de hombros y empujó la puerta de la tienda. Entonces, se detuvo tan bruscamente que Danilo chocó con ella.
Cassandra Thann los miró a ambos por encima de la exquisita botella que sostenía en las manos. Tras un instante de vacilación, se la devolvió a Diloontier.
—La mezcla no me convence. Demasiadas especias. No quiero ir por ahí oliendo como un budín típico de la fiesta de invierno.
—Enseguida lo arreglo —le aseguró el comerciante. Después de dirigirle una rápida inclinación de cabeza, se volvió y chasqueó los dedos para llamar a uno de sus aprendices—. Tú, Harmon. Atiende al caballero mientras yo arreglo este perfume.
Diloontier se marchó apresuradamente, dejando a las dos mujeres midiéndose como espadachines que necesitaran sus armas.
—A mí me gusta el budín de la fiesta de invierno —dijo Arilyn—. Puesto que ese perfume no os va, tal vez debería comprarlo yo.
El comentario de la semielfa logró descolocar momentáneamente a lady Cassandra, que con rapidez disimuló su reacción esbozando una fría sonrisa.
—Querida, me temo que es una fragancia demasiado… formal para alguien como tú. En esta tienda, hay cosas más adecuadas para ti.
El sutil insulto le ofrecía una oportunidad. Sin duda, la dama era consciente de la pésima reputación de Arilyn, y la semielfa decidió aprovecharlo. Así pues, se cruzó de brazos y la miró de manera fija, fría y mortífera: era la mirada de un halcón cazador o de una asesina a sueldo.
—Eso tengo entendido. De momento, no tengo necesidad de ellas, pero podría ser muy interesante descubrir quién sí.
Las dos mujeres se miraron una a la otra durante un largo instante, midiendo sus fuerzas. Por fin, Cassandra volvió la mirada hacia su hijo, tomó una pequeña ampolla del estante y se la entregó.
—Toma esto como regalo para tu… dama y vete. Te aconsejo que me hagas caso —le dijo.
Cassandra se calzó los guantes y, con paso majestuoso, salió a la calle, donde la esperaba su carruaje.
Con un ademán, Danilo rechazó los servicios del ayudante de perfumista, salió antes que su compañera y, una vez en la calle, la miró, contrito.
—Supongo que sabes que no se refería a un perfume —murmuró.
—Sí, la idea se me había ocurrido —contestó Arilyn con un toque sarcástico—. ¿Cassandra siente una aversión especial contra las semielfas asesinas, o tal vez tenía un consejo más específico en mente?
—No estoy del todo seguro. Me insistió mucho en que no me involucrara en la muerte de Oth, pero lo achaqué a que detesta cualquier tipo de escándalo. La preocupa mi elección de pareja, probablemente por la misma razón. Como sin duda habrás observado ya, algunos miembros de la nobleza no ven con buenos ojos las alianzas entre los de su clase y otras razas.
Era la primea vez que Danilo admitía abiertamente que podía existir un problema.
Arilyn decidió que era el momento de poner sus cartas sobre la mesa.
—Ayer fui a hablar con Arlos Dezlentyr —dijo.
Danilo le lanzó una mirada penetrante.
—¿Te habló de su primera esposa?
—Entonces, conoces la historia. Quería saber. Sí, su muerte causó bastante revuelo entre los elfos; muchos se indignaron de que no se hicieran auténticos esfuerzos para dar con su asesino.
—Si es que realmente fue asesinada.
—Sibylanthra era una joven elfa, que, según todos los indicios, gozaba de buena salud, estaba contenta con su trabajo, con su esposo y con sus hijos pequeños. No hay otra explicación.
En vista de que Danilo no trataba de rebatirla, prosiguió.
—Tú mismo acabas de decir que a algunos de tu clase no les gusta verte con una semielfa. Alguien tampoco estaba muy contento de que Arlos Dezlentyr hubiera tomado por esposa a una elfa. Existen túneles excavados por los tren que comunican la mansión Dezlentyr con la tienda de Diloontier. ¿Quieres que averigüemos por qué, o piensas pasarte el resto de la vida temiendo que a la vuelta de cada esquina te espere una emboscada tren?
—Hay algo de razón en lo que dices —admitió Dan lentamente—. ¿Tenemos razones para creer que los ataques tren iban dirigidos contra alguien que no fuese Oth Eltorchul y aquéllos que últimamente habían tenido tratos con él? Una vez que se conozca la verdad sobre su muerte, ya no tendremos de qué preocuparnos.
Arilyn resopló.
—Hablo en serio —insistió el joven—. Nadie de la nobleza te desea mal. Tal vez a algunos no les guste mucho mi elección, pero dudo de que vean a nuestros futuros hijos como una amenaza para ellos. Después de todo, la línea de sucesión al título Thann es tan larga como una balada enana.
Caminaron unos minutos en silencio antes de que Dan hablara de nuevo.
—Me ha sorprendido que mencionaras a lady Dezlentyr. Hace pocas noches mi madre me recordó esa misma historia —dijo lentamente—. Entonces, interpreté que me recomendaba que actuara con prudencia, pero ahora, aunque me duela decirlo, no sé si era una advertencia o una amenaza.
Arilyn no replicó enseguida. Quería darle tiempo para que absorbiera el impacto de sus propias palabras antes de que ella añadiera otra dolorosa información.
—Ese perfume que tu madre me ha recomendado… ¿Reconocerías la botella si la vieras en un estante entre otras?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Lady Cassandra la dejó enseguida al vernos. Es un buen punto de partida para demostrar que Diloontier vende más que sólo perfumes. Oíste lo que dije a lady Cassandra en la tienda.
—Sí, lo oí. Aunque no estoy seguro de haber comprendido lo que no os dijisteis claramente.
—Di a entender que algunas de las pociones u otros artículos de Diloontier podían ser venenos. Le dije que en esos momentos no los necesitaba, pero que buscaba a alguien que sí. Una asesina a la caza de asesinos. Cassandra lo entendió y, por eso, nos advirtió.
»Conozco a gente que puede probarlo por mí, ver qué es y cómo funciona. Tardaré unos cuantos días en tener una respuesta, aunque creo que la información bien lo vale.
Danilo digirió esas palabras en silencio.
—No me malinterpretes si te digo que analizar ese perfume será una pérdida de tiempo.
—Pero…
Dan la acalló alzando la mano.
—Diloontier se llevó la botella a la trastienda para, en sus propias palabras, «arreglar» el perfume. Supongo que ya habrá modificado sus ingredientes. Tenemos que buscar en otro sitio.
El argumento era de una lógica irrefutable. Arilyn apretó los dientes, y así lo admitió con un breve gesto de asentimiento. Ya no hablaron más, aunque la semielfa no pudo dejar de preguntarse si Danilo estaría aliviado de haber encontrado un muro que les impedía seguir esa línea de investigación.
Ella tenía su hoja de luna y su deber hacia el pueblo elfo. Danilo tenía un título, privilegios y la lealtad de un noble hacia su familia y otros de su clase. De una cosa estaba segura a su pesar: antes de que ese asunto acabara, uno de los dos tendría que sacrificar algo muy valioso. Su única esperanza era que no se tratara de su amor.
No obstante, en su interior sabía que no podía ser otra cosa.
Lilly caminaba rápidamente por las calles del distrito del castillo. Pocas veces tenía razón para ir a ese barrio tan elegante, sin embargo su resolución le daba valor, tal como la había sostenido durante el horrible viaje de regreso a la ciudad.
Ese distrito le resultaba tan poco familiar como los túneles y las cavernas en las que últimamente había estado. A ella le sería difícil conseguir trabajo en el distrito del castillo, pues las tabernas sólo contrataban a camareras de modales refinados y hablar más cuidado que el suyo. Y tampoco se atrevía a ejercer su oficio de ladrona tan cerca del castillo, en un área patrullada constantemente por guardias y soldados.
Con gesto nervioso, se alisó con las manos la falda de su mejor vestido, rezando para no resultar demasiado llamativa. Más de una mirada masculina se posó en ella y la siguió al doblar la calle de la Espada. En circunstancias normales, Lilly lo habría considerado lógico —un cumplido silencioso—, pero ese día temía que las miradas revelaran que estaba fuera de lugar allí.
O, aún peor, que la vigilaban.
Esa idea la alteró hasta el punto de que los oídos le zumbaban como si tuviera una docena de mosquitos dentro.
—Estoy nerviosa; eso es todo. No hay razón para alarmarme —se aseguró a sí misma en su tono de voz más firme.
Alzó la cabeza, recorrió el resto del camino fingiendo una seguridad que no sentía y entró en la tienda regentada por Balthorr —Tesoros y Rarezas— con el aire de alguien que tuviera por costumbre hacerlo.
El propietario alzó la vista hacia ella. Lilly se estremeció al contemplar aquel rostro lleno de cicatrices. Había oído contar que Balthorr había perdido un ojo luchando contra una quimera, pero no esperaba que el hombre alardeara de su pérdida y la exhibiera con tanto orgullo como un estandarte de familia. Llevaba un ojo de cristal que llamaba poderosamente la atención porque era simplemente una esfera blanca. A Lilly le recordó de manera inquietante las esferas de sueños.
—He venido a vender —anunció más bruscamente de lo que había planeado.
Balthorr la estudió con el único ojo bueno. Entonces, se levantó y señaló con la cabeza una estancia oculta por una cortina. Lilly lo siguió y vació las monedas encima de una mesa.
—Son de platino. Dudo de que nadie las acepte de alguien como yo sin hacer un montón de preguntas. ¿Me las podéis cambiar por monedas de menos valor?
Balthorr examinó una de las grandes y relucientes monedas de platino.
—Doscientas piezas de plata —le ofreció.
Lilly calculó el cambio mentalmente y decidió que era bastante justo.
—También tengo esto —añadió, y colocó el rubí sobre la mesa.
El hombre lo cogió y asimismo lo examinó.
—¡Hmmm! Muy bonito, pero demasiado grande para ser verdadero.
Por un momento, la joven se sintió hundida, aunque rápidamente se recuperó.
Estaba convencida de que esa gema era muy especial, casi una cosa viva. Además, tampoco era tan grande; era del tamaño de la uña de su dedo meñique.
—Es una piedra preciosa —protestó severamente—. Me aseguraron que erais un buen comerciante de gemas.
Balthorr extendió las manos y se encogió de hombros, como si dijera que no podía culparlo por haber tratado de aprovecharse.
—Doscientas monedas de oro en lingotes de oro de peso estándar. Ni un penique más.
Lilly se mareó al pensar en esa enorme suma. ¡Nunca había soñado con que podría reunir tanto dinero! Con ese oro, podría llegar incluso hasta Cormyr, y aún le sobraría para tomar lecciones de lengua y buenas maneras, y comprarse ropa decente. Luego, podría emplearse en una tienda elegante para ganarse la vida sin necesidad de robar.
—Acepto —dijo.
Sabía que debía regatear, pero no podía arriesgarse a perder tal suma cuando su vida estaba en juego. Vigiló mientras el hombre ponía cien monedas de oro en un platillo de la balanza y luego ponía en el otro varios lingotes relucientes y de pequeño tamaño hasta compensar los pesos. Al acabar, los introdujo en una bolsa.
Lilly casi se la arrebató de las manos y se quedó sorprendida al comprobar lo pesada que era. Era tal su prisa por desaparecer que en ese momento nada le importaba el decoro; se levantó la falda y se ató la bolsa al cinturón con el que se ceñía la camisola. Balthorr le echó una mirada, aunque parecía más interesado en el rubí y las monedas de platino que acababa de adquirir.
Llevando en la mano un puñado de monedas de plata, Lilly huyó de la tienda y buscó un vehículo de alquiler. Era una extravagancia, pero tenía ganas de darse ese lujo.
El lugar más seguro que conocía era su cuarto en la taberna, vigilada por Hamish, el semiogro. Prefería gastarse unas pocas monedas para regresar rápidamente a ese refugio que arriesgarse a que uno de sus colegas la robara.
Tres carruajes pasaron por su lado sin detenerse ante su señal. Por fin, uno frenó, y un par de halflings saltaron al suelo para ayudarla. El vehículo no iba vacío, aunque tampoco Lilly había esperado tenerlo para ella sola. Un hombre y una mujer se acurrucaban como un par de tórtolos en un único asiento. Lilly se sentó en el asiento de enfrente, procurando mantener educadamente la vista baja para respetar su intimidad.
—Has ido de compras, por lo que veo —comentó una voz grave en tono gélido.
Lilly se quedó paralizada y miró a su socia con aire culpable.
—Pues sí —farfulló tratando en vano de sostener la dura mirada de los ojos oscuros de Isabeau Thione—. He vendido una de las esferas de sueños, tal como acordamos. Con las monedas, me he pagado una buena comida y el precioso sombrero que…
—Ahórrate las mentiras. Te he seguido y no has puesto los pies en ninguna taberna ni en ninguna sombrerería. Apuesto a que has vendido las siete esferas. Me gustaría saber cuánto te han dado por ellas.
»Sujétala —dijo Isabeau a su compañero, que Lilly reconoció como el capitán del grupo de bandidos, y el único que había sobrevivido.
Lilly se lanzó hacia la manija de la puerta con la intención de saltar en marcha.
Pero una manaza la agarró por la muñeca y la arrojó violentamente de vuelta al asiento.
De inmediato, el matón le cogió la otra mano y la levantó por encima de la cabeza. La tenía inmovilizada contra la pared del vehículo.
—Gritaré —amenazó Lilly.
—Si lo haces, date por muerta —replicó Isabeau.
Para asegurarse de que no daría la alarma, se sacó del bolsillo un gran pañuelo de seda y lo arrugó. Entonces, obligó a Lilly a abrir la boca y la amordazó.
Llena de rabia y frustración tuvo que soportar que Isabeau la registrara con manos expertas. Rápidamente, la mujer localizó la bolsa escondida, se sacó un cuchillo pequeño y estrecho que llevaba oculto en la cabellera y desgarró el vestido de Lilly.
Después de arrebatarle la bolsa, volcó el contenido en el regazo de su vestido de seda.
Sus oscuras cejas se alzaron en gesto desdeñoso.
—Eres buena comerciante. Nunca soñé que se pudiera sacar tanto por un puñado de esferas de sueños. Creía que habíamos acordado que eran para tu uso personal.
Lilly contempló, impotente, cómo su socia se guardaba los lingotes en los bolsillos.
—Normalmente, insistiría en repartirnos el botín a partes iguales —dijo con una dulce y falsa sonrisa—, pero en vista de que has roto los términos de nuestro acuerdo, me lo quedaré todo como castigo. Es lo justo, ¿no crees?
La falsa sonrisa desapareció de su rostro en un abrir y cerrar de ojos.
—Con tu codicia y tu descuido, me has puesto en peligro. No vuelvas a cruzarte en mi camino nunca más, ¿entendido? Espero que seas consciente de que si hablas de lo que hicimos, acabarás colgada de las murallas de la ciudad.
Lilly asintió enfáticamente, aunque la amenaza de Isabeau era mucho menos temible que la horripilante demostración con la que la habían obsequiado los tren.
—Bien. Ya veo que nos entendemos. Me pondré en contacto contigo cuando vuelva a necesitarte. Échala en el próximo callejón —ordenó a su esbirro.
El bandido abrió la puerta del vehículo y, sin esperar a que se detuviera, arrojó a Lilly afuera.
La joven se estrelló contra los adoquines y rodó sobre sí misma hasta chocar dolorosamente con una pila de cajas de madera. El carruaje siguió adelante con suavidad; nadie había sido testigo de la caída.
La cabeza le martilleaba por efecto del golpe contra las piedras, y cuando quiso ponerse en pie el mundo empezó a girar a su alrededor. Se desplomó con un grito de dolor. Se había torcido el tobillo en la caída. Incluso sin esa herida, dudaba de haber sido capaz de mantenerse en pie mucho rato. Rápidamente, se pasó revista: tenía un largo y profundo arañazo en un brazo, notaba un fuerte escozor en una mejilla, los oídos le zumbaban y veía chispas multicolores que estallaban ante sus ojos. Su vestido estaba desgarrado, además de los cortes hechos por Isabeau con el cuchillo. No tenía dinero para pagar un vehículo, y cada vez que intentaba caminar, sentía punzadas de dolor por todo su maltrecho cuerpo.
«No tengo elección», se dijo a sí misma mientras pugnaba por levantarse, luchando por no dejarse engullir por las oleadas de oscuridad. Pero el cuerpo no la obedecía. Apenas percibió los fuertes pasos de unas pesadas botas y el olor de armaduras de cuero cuando dos hombres se inclinaron sobre ella.
—Mira qué tenemos aquí —dijo uno de ellos, enroscando un mechón de pálido pelo cobrizo entre sus dedos—. ¡Hmmm!, ¿qué hace una florecilla de los muelles tirada en el arroyo?
El segundo hombre le retiró la mano de un golpe.
—¡Aparta, estúpido! Mírala bien. Si no es una de la carnada Thann, yo soy un ogro con tres patas. Si lady Cassandra se entera de que has insultado a uno de los suyos, ordenará que nos arranquen los ojos.
Su compañero gruñó.
—En ese caso, será mejor dejarla en su casa. ¿Llevas encima lo suficiente para pagar un coche de alquiler?
—¡Qué más quisiera yo! La guardia no paga tan bien. Espera…, llevo tres de plata.
¿Y tú?
Mientras los hombres hacían fondo común, Lilly intentó protestar, aunque sólo le salió un gemido semejante a un maullido cuando uno de los hombres la cogió en brazos y paró un carruaje. El vehículo partió a ritmo rápido en dirección a la mansión Thann, situada en el distrito norte. Aquello que la muchacha tanto había deseado estaba a punto de cumplirse: iba a conocer a su padre. La perspectiva la llenó de terror.
Su padre.
Nunca había pensado seriamente que lo conocería, y mucho menos se le habría ocurrido recurrir a él para buscar ayuda. Seguramente, la rechazaría, en el caso de que sus criados no la echaran antes a la calle. Lilly prefería quedarse tirada en un callejón que tener que sufrir el desdén que anticipaba. Esa idea la persiguió en la oscuridad y la atormentaba en sueños.
Lord Rhammas Thann examinó desde todos los ángulos el objeto de madera que sostenía en las manos y acarició la talla en relieve de un cuervo posado sobre la cabeza de un caballo. Era una pieza bien trabajada, aunque no excepcional, del tipo que un hombre podía descartar a capricho.
—Ciertamente, éste es el símbolo de mi familia, y me parece recordar este colgante. ¿Cómo ha llegado a ti?
Lilly se llevó una mano a las sienes, que le dolían, y respiró hondo para calmarse.
—Mi madre me lo regaló y me contó su historia, milord.
—Y supongo que habrás venido a explicármela. Comienza, te lo ruego. Debo ocuparme de otros asuntos.
Lilly se preguntó sinceramente qué otros asuntos serían ésos. La estancia en la que se encontraban parecía el estudio de un caballero, aunque la joven no vio por ninguna parte indicios de que se hubiera dedicado alguna vez a un estudio serio. Sobre un estante observó algunos libros, aunque los lomos de piel no estaban arrugados ni marcados, como debería haber sido si se hubieran leído. Una polvorienta pluma asomaba por un tintero de cristal que no contenía más que tinta seca. El único objeto que mostraba señales de uso era una baraja de cartas muy sobadas y con las esquinas dobladas y desparramadas por la mesa.
En cuanto al caballero también mostraba signos de hastío. En el pasado, Rhammas Thann debía de haber sido un hombre muy apuesto y aún conservaba una gallarda figura. Tenía una espesa mata de pelo plateado y los ojos —aunque empañados por exceso de cerveza en el desayuno o por falta de interés hacia la vida que llevaba— eran de un precioso tono gris. Era comprensible que su madre le hablara con tanta añoranza de ese hombre.
—Mi madre me lo entregó junto con mi nombre. Dijo que, si alguna vez estaba en un apuro, os buscara y os contara quién soy. Creedme si os digo que, aunque necesito vuestra ayuda, no era mi intención venir aquí.
—Has dicho que te llamas Lilly, ¿verdad? Lo siento, pero no comprendo la importancia que pueda tener.
—¿Recordáis un lugar llamado El Jardín de la Dríada? Era una taberna en el distrito de los muelles que cerró hace mucho tiempo. Todas las chicas que servían allí llevaban nombres de flores: Maravilla, Margarita, Rosa. Mi madre se llamaba Violeta.
Tenía el mismo color de pelo que yo, si eso os ayuda.
En los ojos del caballero brilló una chispa de reconocimiento seguido por el pesar.
Por primera vez, se fijó en ella de verdad.
—La hija de Violeta… y mía, supongo. Sí, claro. Te pareces.
—Eso dijo vuestro mayordomo mientras se apresuraba a esconderme —dijo Lilly secamente.
Cuando la dejaron en la puerta de servicio, al mayordomo —un tipo austero que se comportaba como la discreción personificada— le bastó echarle un vistazo a la cara para llevarla apresuradamente a una habitación privada. Allí le curó las heridas, le dio de beber una poción de gusto infame y oyó su historia. Inmediatamente corrió en busca de su señor sin siquiera pedir que le enseñara el colgante que la joven presentaba como prueba.
—Buen hombre —murmuró el noble con aire ausente. Suspiró y la miró con inquietud—. Bueno, ya que estás aquí, ¿qué es lo que quieres?
«Una familia, un hogar, un apellido», pensó Lilly, pero no dijo nada de eso.
—Estoy en apuros, milord. No quiero causaros ninguna molestia, pero es preciso que abandone la ciudad cuanto antes.
—Sí, claro; eso será lo mejor. Me ocuparé de ello. Al salir habla con el mayordomo. No, espera. No podemos hacerlo de ese modo —murmuró—. Cassandra se ocupa de las cuentas. Es seguro que se fija en un gasto fuera de lo normal y no descansaría hasta averiguarlo todo. No; es imposible.
A Lilly se le cayó el alma a los pies. Se levantó e hizo una pequeña y descortés reverencia.
—En ese caso, me voy para no molestaros más, milord. Disculpadme.
Los ojos de Rhammas Thann se posaron de nuevo en ella, y esa vez su mirada gris reveló una pizca de emoción y también de pesar.
—No negaré la ayuda a ningún hijo, haya nacido de mi esposa o de otra mujer. Te enviaré a alguien que se ocupe de este asunto.
Lilly se inclinó de nuevo y se dispuso a marcharse.
—Una cosa más —le dijo el noble. Lilly le lanzó una inquisitiva mirada por encima del hombro—. Tu madre… ¿Está bien?
—Tan bien como puede estar una mujer muerta, milord. Falleció hace tiempo, pero estoy segura de que le alegraría saber que habéis preguntado por ella.
Involuntariamente, sus palabras sonaron a reproche. Rhammas se limitó a hacer un gesto de asentimiento, como si lo esperara e incluso creyera que se lo merecía.
La dócil aceptación del hombre la desconcertó más que si la hubiera denunciado cruelmente o la hubiese acusado de ser una impostora. Estaba preparada para ambas cosas, pero no esperaba encontrar a un hombre vacío por dentro, reducido a la nada por una vida de lujos consagrada a trivialidades.
No era ése el padre que había imaginado ni la vida que había soñado vivir. Lilly dio media vuelta y corrió de regreso a las estancias de servicio y a la discreta puerta trasera que el mayordomo le indicó. Por primera vez desde el robo no lamentó haber perdido su tesoro. Si ése era el precio que había que pagar por ser rico, prefería seguir siendo pobre.
A última hora de la tarde, Elaith entró en el jardín cercado, felicitándose por haber tomado la decisión de utilizar la Torre del Claro Verde como lugar de encuentro. Un grupo de sus capitanes mercenarios lo esperaba. Algunos llevaban allí horas. No era prudente reunirse muchas personas al mismo tiempo, pues eso llamaba la atención. Así pues, habían ido llegando en solitario o en parejas y de modo escalonado, lo cual era más discreto.
Sobre la larga mesa y sobre el suelo del jardín, podían observarse los restos de un festín. Los sabuesos roían los huesos que los mercenarios habían arrojado, y las camareras retiraban los trinchantes vacíos. Otras mujeres —y uno o dos jovencitos— habían sido contratados para realizar otras tareas. Algunos mercenarios tenían mujeres sentadas en el regazo, mientras que otros habían abandonado el salón en busca de la relativa intimidad de las alcobas, hasta hacía poco atendidas por cuidadosas manos elfas.
—Ya basta —ladró Elaith, aproximándose a la mesa.
Los mercenarios se levantaron como títeres a los que hubieran tirado del mismo hilo. Algunos lanzaron al suelo a sus acompañantes de pago, junto con otros restos de la fiesta.
A las mujeres no pareció importarles demasiado. Recogieron sus pertenencias desparramadas por el suelo y sus últimos retazos de dignidad, y se escabulleron por la puerta del jardín.
Su capitán más fornido —una mujer del Norland con llameante melena y varias pasiones encendidas— se despidió de su joven acompañante con una nostálgica mirada.
Elaith la eligió como blanco de sus iras.
—Tú, Hildagriff. Informa.
La capitana obedeció al punto.
—Balthorr, del distrito del castillo, ha comprado el rubí. Pide seiscientas monedas de oro por él.
Ésa era la noticia que Elaith esperaba. Las esferas de sueños ya habían sido localizadas, y la gema kiira era la última parte —la más vital— del plan trazado por Oth Eltorchul. Pese a que se cuidó mucho de dejar traslucir la importancia que para él tenía aquella información, escuchó apresuradamente los informes del resto de los capitanes y los despidió.
Tan pronto como se hubo quedado solo, encaminó rápidamente sus pasos hacia el perista del que Hildagriff le había hablado. Era una misión demasiado importante para encomendársela a algún subordinado; no podía confiar la Mhaorkiira —la gema oscura— a otras manos.
Más tarde en ese mismo día, Elaith dudó de ser capaz incluso él de manejar la gema elfa. Era un rubí precioso, mucho más hermoso de lo que se había imaginado. De color claro y sin mácula, sus diversas caras habían sido perfectamente talladas para absorber la luz. La kiira era una maravilla del arte elfo de trabajar las piedras preciosas, y también de la magia elfa.
Se sintió agitado por el oscuro y absorbente poder que emanaba de la gema. Ni las más temibles leyendas oídas en su infancia lo habían preparado para soportar el impacto de la Mhaorkiira Hadryad. Ese rubí había pervertido primero y había destruido después a un antiguo clan de elfos. Solamente el último de ese linaje —un hechicero tan perverso que podría haber sido perfectamente orco, drow u otra abominación— había sido capaz de doblegar a la gema. Desde entonces, la kiira había reaparecido varias veces, pero siempre había vuelto a caer en el olvido tras propiciar la destrucción del elfo que había osado tomarla. Elaith corría un riesgo terrible; sabía que se estaba jugando de un modo literal la vida. ¿Era realmente tan importante llegar a conocer su propia naturaleza hasta el fondo?
—¿Lo quieres o no? —preguntó Balthorr al ver su renuencia—. Puedo venderlo fácilmente. Esta misma tarde, dos o tres personas lo han examinado.
Eso sí interesó a Elaith.
—¿Alguna te hizo una oferta?
—No —admitió el perista, y Elaith olvidó el tema.
La kiira era suya. La gema se adaptó a la palma de su mano con un inaudible suspiro de satisfacción, como si por fin hubiera hallado a un propietario adecuado. En ese instante, la esperanza de Elaith se apagó, y su corazón se convirtió en piedra. Ya tenía su respuesta. Ya no le quedaba nada elfo, excepto la Mhaorkiira. Eso tendría que bastarle; eso, y el poder que le conferiría.
Que así fuera. Tras guardar la gema en su casa más segura, se dirigió a toda prisa hacia el distrito de los muelles para acudir a la cita con sus contactos. El segundo grupo debía ya de haberse reunido allí tras atravesar el túnel que conectaba la torre y un almacén cercano. Los miembros del primero y el segundo grupo no se conocerían si se topaban por la calle. Era una de las precauciones que había aprendido muchos años atrás y que eran necesarias para quienes vivían como él.
El elfo entró con sigilo en el almacén y serpeó por el laberinto de pasillos limitados por muros de cajas apiladas. Sin aviso previo, la pila de enfrente se derrumbó y le cortó el paso.
Inmediatamente, se volvió a medias para ver al mismo tiempo delante y atrás. Un trío de hombres encapuchados saltaron desde arriba, y otros cuatro se le acercaron por la espalda. Elaith examinó rápidamente las cajas apiladas a ambos lados; había otros hombres con la rodilla hincada y ballestas prestas que le apuntaban al corazón.
Lo invadió una sensación de pesadumbre al reconocerse atrapado. Levantó las manos para mostrar que no llevaba armas y se encaró con la banda que tenía detrás.
—Si quisierais matarme, ya lo habríais hecho —dijo dirigiéndose a la figura embozada de mayor tamaño, pues sabía que en el tipo de jerarquía primitiva que solían establecer los matones humanos la fuerza bruta era muy valorada—. Tienes toda mi atención. Habla.
—Te traemos un mensaje —recitó una áspera voz familiar desde debajo de una capucha—. Has ido demasiado lejos. Te llaman el lord elfo.
—Y lo soy por derecho de nacimiento y de propiedad. Tengo intereses, tanto en esta ciudad como en la subterránea, que sobrepasan los de la mayoría de los clanes comerciantes; el tuyo, incluido —añadió astutamente.
La reacción de sorpresa del hombretón fue a la vez satisfactoria e iluminadora.
Hasta ese momento, no había estado del todo seguro de que fuese Rhep, el capitán mercenario al servicio del clan Ilzimmer, quien se ocultaba tras la capucha. Bueno, al menos ya sabía con quién trataba.
—Aguas Profundas es una ciudad con ciertas leyes y costumbres —prosiguió el hombre, decidido a reconducir la discusión a su campo.
—¿De veras? —Elaith esbozó una insulsa sonrisa—. No sabía que la ley permitiera la entrada sin autorización en propiedad ajena a hombres armados. ¿Debo entender que esta pequeña visita es una de las costumbres locales?
—Cuidado con lo que dices, elfo —ladró Rhep—. Tu presencia en Aguas Profundas es molesta. Regenta una taberna si quieres, pero abandona los negocios en Puerto Calavera. Éste es el último aviso.
—Empiezo a estar harto de esta costumbre en concreto. Por favor, saludad de mi parte a vuestro amo.
Elaith metió una mano en un bolsillo cosido a la costura del hombro de su jubón y sacó una pequeña vara plateada. Apuntó con ella a la alta pila de cajas, marcadas con una runa curva que ninguno de esos patanes era capaz de leer.
La diminuta vara disparó una lluvia de chispas, que se unieron para formar un proyectil semejante a una flecha. Ésta dio en la caja, que estalló en una segunda y deslumbrante lluvia de chispas. La primera explosión fue seguida por una segunda cuando el contenido de la caja —polvo de humo altamente ilegal y tan imprevisible como los caprichos románticos de una dríada— se encendió.
Llovieron arcos de ardiente luz, que chisporrotearon y sisearon en el descenso.
Los ballesteros soltaron las armas y se aplastaron contra el suelo en un intentó de no caer de las altas y bamboleantes pilas de cajas.
Elaith desenvainó la espada y arremetió contra el trío que le cortaba el paso. De una estocada, hundió el acero en el vientre del primero; a continuación, desplazó el peso hacia la pierna más retrasada y alzó la ensangrentada espada para defenderse del ataque del segundo. Con un rápido giro, destrabó su espada y, tras un hábil volteo, le rebanó el pescuezo. Al describir un arco hacia atrás, desvió el arma del tercero. Entonces, impulsó la espada hacia arriba, obligando a las armas trabadas a levantarse, y apuntó con la varita de plata al pecho del rival.
Otra diminuta flecha luminosa se hundió en el torso del humano. Elaith se zambulló a un lado para escapar de la explosión mágica dentro del cuerpo del otro, que lo transformó en bruma carmesí.
El elfo trepó rápidamente por las cajas derrumbadas y saltó con agilidad al otro lado. Sin perder tiempo, localizó una puerta secreta, que sólo él conocía, y se deslizó dentro del túnel que conducía a la tienda de un sastre, dos calles más abajo.
Cuando salió del probador, oyó el repique de campanas que llamaba a la guardia para apagar el incendio. No le preocupaba especialmente; el almacén era de sólida piedra y resistiría el fuego. En él se guardaban mercancías de poco valor y podía permitirse perder unas cuantas cajas vacías.
Tampoco lamentaba que algunos de los extraños mensajeros se hubieran salvado.
Tanto mejor si unos pocos escapaban para transmitir su desafío a los nobles comerciantes. Después de todo, poseía la Mhaorkiira y las esferas de sueños; tenía el arma perfecta para devolver el golpe a quienes sospechaba que le habían enviado el mensaje.
Ése era el plan. Su venganza sería prolongada, muy divertida y también letal.
El elfo regresó rápidamente a su fortificado hogar y hacia la imperiosa magia de la gema oscura que lo estaba llamando.