La mansión de la familia Dezlentyr se contaba entre las más modestas del distrito norte. Un par de enormes olmos flanqueaban la verja de hierro, y la casa que se erigía más allá era pequeña y elegante. Había sido construida con piedra labrada y tablas de madera de forma insólita, de tal modo que parecía haber brotado de la tierra. Era una construcción única en una ciudad humana consagrada al exceso y el esplendor. A Arilyn le recordaba las casas típicas de la lejana Evereska: una comunidad de elfos de la luna que cazaban en el bosque y custodiaban los secretos de las colinas del Manto Gris.
Por un instante, la añoranza se adueñó de ella, aunque ya hacía muchos años que había abandonado las colinas del Manto Gris al quedarse huérfana. Ya no había lugar para ella allí, y tampoco tendría mucho futuro en Aguas Profundas si no lograba resolver el enigma.
En los últimos tres días habían ido de frustración en frustración. Lord Eltorchul había enviado un mensaje pidiéndoles que mantuvieran en secreto la muerte de Oth mientras la familia deliberaba sobre si recurrir o no a la resurrección. Esa petición había impedido a la semielfa hacer el tipo de preguntas que exigían respuestas. Isabeau Thione había desaparecido; Bronwyn aún no había regresado de su viaje a Luna Plateada, y Dan estaba en la biblioteca del Alcázar de la Candela, enfrascado en el estudio de la historia de las hojas de luna con la esperanza de dar con algo que explicara el caprichoso comportamiento de la magia de su espada.
Arilyn, a quien se le estaba acabando la paciencia, decidió buscar respuestas en el pasado.
Tras presentarse al guardia de la puerta y comunicar qué la llevaba hasta allí, las puertas se abrieron y por ellas salió un joven criado a recibirla. Aunque iba toscamente vestido con una túnica, polainas y botas muy desgastadas por el uso, era un hombre extraordinariamente atractivo: alto, dorado y de facciones tan finas que la suya podría haber sido considerada una belleza femenina de no ser por la piel tostada por el sol y una ligera barba de tres días que le daba aspecto de tunante. En conjunto, parecía un príncipe vestido de campesino. Al acercarse, Arilyn se dio cuenta de que era semielfo.
Así pues, no se trataba de un criado sino de Corinn, el heredero de la familia Dezlentyr. Apenas vivían semielfos en la ciudad, y él y su hermana gemela eran los únicos entre la nobleza de Aguas Profundas.
Los ojos de Corinn se iluminaron al verla, pronunció su nombre y le tendió una mano a modo de saludo entre dos camaradas.
—Nos conocimos hace algún tiempo en una de las fiestas de Galinda Raventree —le recordó el joven—. ¡Me alegro de que volvamos a vernos en mejores circunstancias! —añadió esbozando una sonrisa radiante.
Arilyn, en total acuerdo con él, le estrechó brevemente la muñeca.
—Espero que sigas pensando lo mismo después de escucharme. Me gustaría hablar con tu padre, pero antes quiero saber si lo que voy a contarle será demasiado doloroso para él.
La faz del joven noble fue adoptando una expresión grave a medida que Arilyn le relataba los acontecimientos: la lucha contra una banda de asesinos que trataban de matar a un elfo, seguida por repetidos atentados contra su propia vida. A Corinn no se le pasó por alto la implicación de la semielfa en todo el asunto.
—Se te ve a menudo en compañía de Danilo Thann, un notorio miembro de la nobleza de la ciudad —comentó, pensativo—. Si los temores de mi padre son justificados, es posible que algunas personas de esta ciudad se tomen como una ofensa mortal vuestra posible unión. Sí, creo que mi padre debería oír todo esto.
Corinn la condujo a un saloncito retirado y le prometió que no tardaría. Mientras esperaba, Arilyn caminó por la estancia y se detuvo ante el retrato de una elfa de pelo dorado.
La madre de Corinn parecía más joven que sus propios hijos. De no haber muerto en manos de un misterioso asesino, quince años atrás, seguramente habría seguido teniendo el mismo aspecto; una flor imperecedera que habría contemplado cómo a su alrededor el jardín se marchitaba y moría.
Arilyn comprendía perfectamente lo doloroso que podía ser. Los semielfos estaban condenados a vivir a un ritmo distinto de los humanos y también de los elfos.
Aunque ella era casi veinte años mayor que Danilo, probablemente lo sobreviviría en un siglo. Así pues, vería cómo sus propios hijos envejecían y morían. No era un destino envidiable, pero mucho peor era el que había sufrido Sibylanthra Dezlentyr. Arilyn no tenía ninguna intención de caer víctima de asesinos a sueldo que habían sido contratados para impedir que sangre no humana se mezclara con la nobleza de Aguas Profundas.
Arlos Dezlentyr llegó acompañado de su hijo. Era un hombre menudo y delgado que parecía una mera sombra al lado de su luminoso hijo. No obstante, la voz con la cual la saludó era grave y resonante, con una belleza que podría haber primero atraído y después conquistado el corazón de una elfa. Asimismo, Arlos no estaba exento de gracia y encanto. Se inclinó sobre la mano de Arilyn con una gracia cortesana, que hubiese hecho honor incluso a una reina.
—Corinn me lo ha contado. —El hombre suspiró y se dejó caer en una silla—. Si tus temores son ciertos, mis hijos también podrían estar en peligro.
—Descubriré la verdad y os la comunicaré —le prometió Arilyn—. Tengo entendido que tanto Corinn como Corinna pasan la mayor parte de su tiempo fuera de Aguas Profundas. Hasta que no tengamos las respuestas que buscamos, tal vez sería más prudente que no fuesen vistos en público.
—Buena idea. —Lord Arlos lanzó una fugaz mirada al retrato—. Supongo que sabes que mi primera esposa era hechicera. Yo esperaba que los hijos de Sibylanthra heredaran el arte de su madre, pero resulta que a ambos les atrae más la vida de aventureros. Ahora me alegro de que sea así.
»Corinn —dijo dirigiéndose a su hijo—, puedes poner en práctica ese plan de navegar alrededor de la península de Chult y tratar de establecer puertos en el sur. Y Corinna hará bien en aceptar el nombramiento que le ofrecieron. Prefiero que os veáis expuestos a las posibles amenazas de los mares de Tethyr antes que a los peligros muy reales de esta ciudad. Ocúpate enseguida de los preparativos.
El semielfo esbozó otra de sus radiantes sonrisas. Tras despedirse de su padre con una inclinación de cabeza, se llevó la mano de Arilyn a los labios.
—Gracias —le dijo en voz baja y tono emocionado, y visto y no visto, desapareció como un pájaro dorado en alegre vuelo.
Arilyn pasó una hora junto al anciano Arlos intercambiando recuerdos de Evereska, la ciudad natal de su esposa elfa. Lo único que pudo decirle el noble sobre su asesinato fue que la encontraron muerta en el jardín. Su cuerpo no presentaba heridas ni signos de enfermedad o de lucha, así como tampoco síntomas de haber sido envenenada. Sin embargo, su esposo estaba convencido de que había sido asesinada.
Lord Arlos podría haber seguido hablando hasta que hubiera anochecido, pero finalmente Arilyn se levantó para irse. Antes le pidió que le mostrara el huerto.
El noble se sorprendió, aunque accedió. Juntos caminaron junto a hileras de coles tardías y hierbas que empezaban a secarse. La semielfa se encaminó hacia el cobertizo donde se plantaban los vegetales en macetas y se secaban hierbas. Allí halló lo que buscaba: una gran cisterna que desaguaba en un túnel inferior, lo cual permitía al personal de la cocina arrojar cáscaras y mondaduras a las alcantarillas.
—Me iré por aquí. Es lo que haría un asesino —dijo a Arlos.
El anciano se sobresaltó y sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Por qué no se le ha ocurrido a nadie antes?
Arilyn conocía la respuesta, pero prefería guardársela para sí: para encontrar a un asesino, uno tenía que pensar como tal. Y la semielfa se había pasado muchos años pensando como una asesina. Después de alzar, no sin esfuerzo, la pesada tapa, se despidió con un ademán y se sumergió en el oscuro agujero.
En la pared habían sido excavados pequeños puntos de apoyo para los pies. Como esperaba, los agujeros continuaban a lo largo de la pared, lo cual permitía bordear el suelo del túnel. Las cofradías encargadas de la limpieza de esos túneles mantenían tales cosas en total secreto, pero Arilyn había tratado con el tipo de gente que usaba esos oscuros túneles para otros propósitos.
Le inquietó darse cuenta de la facilidad con la que volvía a pensar y actuar como una asesina profesional. Siempre le había resultado difícil interpretar ese papel, y después de ser aclamada y honrada como paladín de los elfos, le resultaba doblemente difícil. Aunque tal vez ése era el único papel que el destino le permitiría desempeñar en el mundo de los humanos.
Apartó de su mente tales pensamientos y se concentró en lo que estaba haciendo.
Después de avanzar unos cien pasos, el suelo del túnel empezó a ascender. Arilyn saltó de la repisa e inició la subida.
El túnel estaba limpio y seco, y parecía ser relativamente reciente. Era un detalle interesante, teniendo en cuenta la reaparición de los tren en la ciudad. Al finalizar la guerra de las Cofradías, se habían sellado algunos de los viejos túneles para bloquear el paso a peligrosas razas subterráneas y se habían colocado protecciones mágicas. Era posible, no obstante, que alguien hubiese excavado nuevos túneles.
Mientras contemplaba esa posibilidad, otras piezas empezaron a encajar. El callejón del Vigía, en el distrito norte, era un lugar excepcionalmente seguro si uno olvidaba el hecho de que, de vez en cuando, se encontraban tirados en las sombras pies humanos cercenados. La primera vez había ocurrido hacía aproximadamente quince años, más o menos cuando lady Dezlentyr fue asesinada. En las tabernas se comentaba que cortar un pie era el castigo de una vieja cofradía de ladrones. Así pues, tal vez era un indicio del regreso de esa cofradía a Aguas Profundas. Arilyn había oído bromas de mal gusto sobre «despiezar» al enemigo. A la luz de los últimos acontecimientos, parecía más probable que fuesen tren y no ladrones humanos los responsables de aquellas muertes. La pregunta era quién los había contratado, y si era una única persona, qué objetivo merecía quince años de mantenimiento de una costosa actividad clandestina.
Mientras caminaba, la semielfa examinaba los muros en busca de las reveladoras tallas que dejaban los tren para transmitirse mensajes. El túnel daba tantas vueltas y era tan escarpado como un camino de cabras. Durante lo que le parecieron horas, Arilyn siguió las tenues marcas, hallando una ahí y otra allí, aunque sin formar un patrón definido. Finalmente, se le ocurrió seguir hasta el final un pasaje que no estaba marcado.
Resultó una decisión acertada. La semielfa localizó una puerta oculta en la pared de ese túnel. Al abrirla, se encontró con una escalera de mano que conducía a un cobertizo de madera de grandes dimensiones. Arilyn trepó por ella y se asomó cautelosamente.
El cobertizo estaba impregnado de una compleja fragancia, lo cual significaba un cambio muy bienvenido respecto a los túneles húmedos y fríos. De las vigas colgaban ramos de hierbas puestos a secar. Encima de unas plataformas de madera, vio pilas de peladuras de cítricos y flores secas. Los numerosos estantes contenían botellas llenas de líquido coloreado, en el que flores, hierba, vainas de vainilla, así como docenas de otras sustancias aromáticas, cedían su esencia.
Arilyn atravesó sigilosamente el cobertizo y salió a un callejón. Reconoció la calle en la que desembocaba y la tienda a la que pertenecía el cobertizo: Fragancias Selectas Diloontier. Corrían rumores de que Diloontier también vendía pócimas letales, aunque nadie había logrado probarlo. Los precios de la tienda sólo estaban al alcance de unos pocos: nobles que podían permitirse gastar bolsas de oro en delicadas esencias. Era el tipo de cliente que podría permitirse excavar nuevos túneles y contratar a los asesinos tren. Seguramente la lista de clientes de Diloontier sería muy informativa.
La pista era tan evidente que a Arilyn se le antojaba increíble que nadie la hubiera seguido. Claro que ése era justamente el tipo de cosas que la ciudad prefería no ver. La ciudad en pleno proclamaba a los cuatro vientos que los asesinos no formaban una cofradía, que no tenían poder, que eran muy poco numerosos y que no representaban ninguna amenaza.
Arilyn sabía mejor que nadie todo el daño que podía hacer una única daga invisible. Nadie mejor que ella para ocuparse de ese asunto.
La semielfa recuperó sus viejos hábitos y se escabulló en las sombras, silenciosa como un gato al acecho.
La consternación se apoderó de Elaith al darse cuenta de que la caravana iba a caer directamente en la emboscada preparada en el valle. Lanzando una maldición, hincó los talones en los flancos de su yegua alada, se inclinó hacia delante y la instó a descender en picado.
El viento rugía en sus oídos con tanta intensidad que creyó que iba a quedarse sordo. Mientras ese pensamiento se formaba en su mente, en el ondulante aire resonó el grito de un águila, tan potente que lo oyó pese al ensordecedor ruido. Fue seguido por otro sonido que le heló la sangre: un ondulante grito de batalla elfo. Los jinetes de águilas habían visto a los emboscados.
Águilas y elfos atacaron en perfecta coordinación desde los cuatro puntos cardinales. Las águilas se lanzaron en picado, siguiendo sus instintos de aves rapaces, con un temible fulgor en sus ojos dorados y las garras extendidas, listas para atrapar a su presa. Era una imagen a la vez gloriosa y aterradora: un clásico ataque elfo.
Y también la peor estrategia posible.
El viento ahogó el grito de protesta de Elaith. Ni siquiera él mismo oía su voz, así como tampoco el zumbido y el ruido de las catapultas, aunque sentía en los huesos y en la sangre que tenían que estar ahí. Si los bandidos conocían la ruta de la caravana y habían localizado ese remoto paraje, también sabrían con qué fuerzas iban a enfrentarse y cuál era el mejor modo de vencerlas.
Un montón de plumas doradas volaron hacia él como gigantescas hojas arrastradas por una ráfaga de potente viento. Entre las plumas se ocultaban proyectiles más peligrosos: fragmentos de metal y piedra lanzados como metralla.
Todo eso ascendía directamente hacia él. De un modo instintivo, Elaith agachó la cabeza y tiró con fuerza de las riendas del pegaso. La yegua alada echó la cabeza hacia atrás. Elaith vislumbró fugazmente la enloquecida mirada de los ojos del animal, que destacaban en su blanco cuerpo, y el feo objeto metálico que sobresalía de su cuello.
Se inclinó hacia delante y la arrancó. Era un abrojo: una esfera formada por terribles pinchos triangulares. Por suerte, se había clavado más en los arneses que en el caballo.
Las águilas gigantes no habían sido tan afortunadas, pues habían recibido de lleno la mortífera descarga. Dos de las portentosas aves yacían en el suelo como montones de andrajos. Una tercera caía en barrena, pues tenía un ala destrozada e inservible. Elaith oyó el furioso grito de batalla de Garelith Hojaenrama cuando el último de los jinetes de águila se lanzó en picado al ataque.
A esa primera descarga lanzada por las catapultas, le siguió rápidamente una segunda y una tercera. El pegaso que montaba Elaith remontó dificultosamente el vuelo con las alas por completo curvadas y con riesgo de quebrarse, para aprovechar las corrientes de aire ascendentes. Una vez que se estabilizó, empezó a volar en círculos, lanzando un relincho que sonaba preocupado. Elaith lo percibió, aunque ignoraba qué tipo de vínculos compartían los pegasos. También él, con los sentidos aguzados por la batalla, sentía la muerte de los jóvenes jinetes de águila como si hubiese recibido las heridas en su propia carne. Espoleó a la frenética yegua a que descendiera para evaluar la situación.
El caos se había apoderado del valle y del cielo por encima de él. Los tiros de pegasos se debatían furiosamente para liberarse de los tirantes que los enganchaban a los vehículos. Las cuadrigas aéreas giraban en el aire fuera de control, volcando contenidos y ocupantes, que se estrellaban en el suelo del valle. Los grifos se encabritaban y piafaban en el aire con sus leoninas zarpas, tratando de defenderse de las mortales descargas. Los bandidos acudían en enjambre al valle para rematar a los heridos y recoger el botín desparramado por el suelo. Pocos de los supervivientes podían plantarles cara. Viendo cómo su tesoro se le escapaba de las manos, Elaith azuzó con más insistencia al pegaso a descender.
El animal se sumergió en medio de una lluvia de tierra llena de piedras y empapada de sangre. En el último instante, se enderezó y describió un amplio círculo con las alas totalmente extendidas. Aterrizó al galope. Elaith tiró de las riendas para frenarlo y desmontó de un salto. Entonces, espada en mano, corrió hacia lo más encarnizado de la batalla.
—¡Dad la cara y luchad! —aulló una voz enana que al elfo le resultaba demasiado familiar—. ¿Qué pasa? ¿No os quedan más piedras en ese tirachinas monstruoso?
Elaith tuvo que agacharse para esquivar el pegaso de Ebenezer, que aterrizaba. El alado corcel apretaba los dientes en una mueca feroz. El jinete no esperó a que los cascos tocaran tierra, sino que se lanzó al aire con sus rollizos brazos estirados. El enano cayó encima de un trío de bandidos que huían con el botín, a los que derribó como flores pisoteadas.
Una figura esbelta y de tonalidades otoñales se alejó del tumulto, tambaleándose.
Usando un arnés roto a modo de látigo, impedía que los bandidos se acercaran a un elfo herido, mientras que con la mirada buscaba frenéticamente un arma más adecuada.
Elaith se abrió paso a tajos hacia Bronwyn, le puso una daga en la mano y se puso en guardia a su espalda.
La mujer arremetió contra un bandido bajo y de ojos negros. El hombre se agachó para eludir el ataque y, al salir huyendo, se le cayó el sombrero en el curso de la carrera.
Elaith reparó en la larga melena oscura que se derramaba de repente, así como en las sensuales curvas del bandido cuando se agachó para recuperar el sombrero. Un chorro de sangre lo obligó a concentrarse por entero en la batalla. De un empellón, apartó al hombre al que Bronwyn acababa de cortar el cuello.
—Gracias —jadeó la mujer mientras alzaba la daga ensangrentada.
—No me lo agradezcas —replicó el elfo fríamente—. Lo pienso cobrar.
Transcurrieron varios minutos sin tener oportunidad de hablar. Elaith paró con su cuchillo una estocada alta de cimitarra e inmediatamente alzó la espada hacia el fornido ladrón. Después de arrancar el arma del cuerpo del hombre con un puntapié, se lanzó hacia el siguiente atacante.
Cuatro rápidas estocadas le bastaron para trazar en el pecho del rival profundos tajos como relámpagos. El bandido cayó de cuatro patas. Bronwyn aprovechó la ventaja para subírsele encima. Usando el factor sorpresa y el peso extra, acabó fácilmente con el bandido que atacaba a continuación.
Elfo y humana se compenetraban en la lucha. Aunque Bronwyn no poseía ni el entrenamiento ni la habilidad de Elaith, tampoco estaba como él cegada por la ira. Cada vez que el elfo parecía dejarse llevar por la helada marea de la batalla, Bronwyn intervenía para poner fin a la lucha, haciendo gala de un crudo sentido práctico. Elaith no tardó en responderle del mismo modo, protegiéndola y desviando ataques que ella, por sí misma, no podría haber desviado.
Para su sorpresa, el calor de la batalla redujo a cenizas el deseo de vengarse de la taimada humana. Era casi imposible desearle la muerte después de haberse esforzado tanto por protegerla en la lucha. La Mhaorkiira tenía que ser suya y lo sería, pero si había modo de conseguirla sin tener que matar a Bronwyn, lo intentaría.
Por fin, Elaith y Bronwyn se quedaron solos en medio de un silencio únicamente roto por el débil entrechocar de armas ahí y allá, así como los gemidos de los heridos.
La mujer lo observó con fijeza; sus ojos parecían comprender y, por tanto, ratificar el cambio de planes del elfo. Antes de que pudieran decirse nada, Ebenezer se aproximó a ellos. Tenía un ojo hinchado y la túnica manchada de sangre.
—¿Esa sangre es tuya? —le preguntó Bronwyn, consternada.
—Ahora sí. Podíamos decir que me la he ganado. —El enano se llevó una mano al ojo hinchado y sonrió orgullosamente.
No era ése el momento ni la compañía que Elaith hubiese elegido para hablar con la mujer, pero no podía permitirse esperar.
—El rubí. Dámelo.
En los ojos color chocolate de Bronwyn asomó una leve mirada de suficiencia.
—No sabía que era tuyo cuando lo compré. Sea como sea, no lo tengo.
Viendo que el elfo no la creía, señaló con la cabeza una pequeña bolsa de cuero tirada en el suelo y vacía. Las cuerdas habían sido cortadas, y la bolsa se veía plana y fláccida. Bronwyn se acercó y la recogió. De repente, la expresión de su rostro cambió, abrió bruscamente la bolsa e introdujo una mano dentro.
—¡Piedras! —exclamó.
—¿Problemas? —preguntó enseguida el enano.
Bronwyn sacó de la bolsa un pequeño cristal de forma redondeada y se lo mostró.
—Problemas —corroboró el enano.
—¿Qué pasa? —inquirió Elaith.
Bronwyn sacudió la bolsa que tanto la había alterado.
—Se trata de una bolsa para efectuar envíos. Todo lo que meto dentro debería ir a parar a lugar seguro en Aguas Profundas. ¡Pero la magia no ha funcionado!
A Elaith se le ocurrió una posible explicación para ello, tan preñada de posibilidades que atemperaba la pérdida de la kiira.
—Dámelo —le pidió tendiendo una mano.
—A cambio de una tregua —replicó Bronwyn, regateando como siempre—. Ambos hemos perdido lo que buscábamos. Ahora estamos en paz.
Puesto que ello encajaba con sus propias inclinaciones, Elaith accedió con un breve gesto de asentimiento. Bronwyn dejó caer la esfera en su mano. El pequeño cristal iridiscente se acurrucó en la palma de su mano como si estuviera vivo. Sus sentidos elfos percibieron la magia capturada. Rápidamente, lo guardó en una bolsa, plenamente consciente al fin del enorme riesgo que corría y también de la gran oportunidad.
Toda magia tenía una fuente. Esas esferas proporcionaban un sueño a cambio de arrebatar otro, pero la fuerza, la magia que hacía posible ese intercambio, era extraída de una magia cercana. Al parecer, las esferas de sueños robaban poder mágico, lo consumían y lo transformaban de un modo muy similar a la legendaria magia del fuego de hechizo.
Sin tener intención de consagrar la Mhaorkiira a un propósito distinto al inicial, de pronto comprendía todo el enorme potencial. No sólo todo ese conocimiento oculto podía ser suyo, sino que también podía llegar a poseer el poder para confundir los hechizos protectores y desconcertar a los magos. Lo único que necesitaba era la piedra kiira.
Estaba del todo decidido a conseguirla y derramaría la sangre de quien fuera para ello.
En una caverna oculta tras el salto de agua, en lo más profundo de las montañas que rodeaban el valle entonces empapado de sangre, los bandidos supervivientes se quitaron máscaras y capuchas, y comenzaron a examinar el botín.
Isabeau Thione se movía entre ellos con aire de reina pirata ataviada con polainas oscuras y camisa carmesí. Haciendo gala de un excelente humor muy poco habitual en ella, bromeaba con la banda de malhechores que había contratado y repartía generosamente parte del botín. Agazapada en el rincón más oscuro de la caverna, Lilly contemplaba la escena con repugnancia. Aunque no había participado directamente en la batalla, lo había presenciado todo escondida entre los árboles. Nunca había visto nada igual.
No, eso no era del todo cierto. Una vez, un antiguo cocinero de El Pescador Borracho había comprado varios pollos para hacer un asado. Para divertirse, los había encerrado en el callejón de atrás y los había despedazado con un machete. El cocinero había desaparecido mucho tiempo atrás. Circulaba el rumor de que había acabado en Los Brazos de Mystra, uno de los lugares en los que se atendía a los locos de Aguas Profundas. La mayor parte de los que acababan en tales asilos eran personas que habían perdido la razón por un hechizo que había salido mal, aunque también cuidaban de otros que caían en la locura tras recorrer un camino más intrincado. En esos momentos, Lilly temía volverse loca.
No había imaginado que las cosas fuesen de ese modo. La carta que ella e Isabeau habían robado del hombre fornido y barbudo la noche en que se conocieron detallaba la ruta que seguiría la caravana. Isabeau había argumentado que sería un simple robo, con la excepción de que no desplumarían a un noble solo, sino a toda una caravana. Lilly la había subestimado, y ello la hacía tan culpable de la sangre derramada como cualquiera de los asesinos que habían sido contratados.
Ya no quería que siguieran siendo socias. Isabeau era tan codiciosa como un troll y totalmente impredecible. Lilly tendría que alejarse de Isabeau y quizá también de Aguas Profundas. Necesitaba un lugar en el que esconderse y comenzar de nuevo; un lugar en el que perdonarse a sí misma lo que había hecho y hallar el modo de compensarlo.
Un claro y resonante tintineo la arrancó de sus culpables cavilaciones. Dos mercenarios, frente a frente y casi tocándose, contemplaban estúpidamente la mitad de una bolsa que acababan de partir por la mitad. Por un momento, se quedaron mirando las monedas que rodaban por el suelo e inmediatamente comenzaron a pelearse a puñetazos. Isabeau gritó a los demás hombres que los separaran. En lugar de obedecerla, casi todos se unieron a la refriega.
El caos era general. Lilly sabía qué hacer en tales situaciones; algunos de sus mejores botines los había conseguido en reyertas de taberna.
Se metió en el tumulto y fingió que tropezaba. Con un rápido gesto de la mano, recogió algunas gemas y monedas, que se guardó en un bolsillo. Al levantarse, recibió un buen puñetazo.
Sintió cómo la mandíbula le estallaba de dolor, la cabeza se inclinó hacia atrás de forma brusca y fue a dar pesadamente con los huesos en el suelo.
La despertó el ruido del agua al gotear, que, misteriosamente, marcaba el mismo ritmo que el martilleo que le destrozaba las sienes. Abrió un ojo con cautela. Vio a Isabeau tendida junto a ella, con una leve sonrisa de suficiencia en el rostro y una pila de tesoros a su lado.
Lo que más destacaba era un montón de relucientes guantes blancos. Una oleada de nostalgia recorrió el cuerpo de Lilly y la curó en el acto. Se incorporó, cogió uno de ellos y lo apretó en una mano, sintiendo su reconfortante magia.
—¿Sabes qué son? —le preguntó Isabeau.
Lilly trató de mover la dolorida mandíbula, aunque en vano.
Isabeau sonrió.
—¿Te gustaría llevarte algunos por tu participación en el asunto? ¿Qué te parece siete?
Era un pago ridículamente bajo, y además la privaba de poseer esferas de sueños, sin embargo a Lilly le pareció una salida justa.
—Bastarán —murmuró.
Sus palabras resonaron en la caverna vacía. Tanto silencio la abrumó y la dejó paralizada. Como una sonámbula se levantó y caminó a trompicones por la silenciosa caverna. Lo que vio la horrorizó.
El suelo estaba sembrado de los cuerpos de los mercenarios en posiciones retorcidas y atormentadas. De la boca abierta en mudo grito sobresalían lenguas negras.
Tenían los bolsillos vueltos del revés, y alguien les había rasgado las bolsas para desvalijarlos.
Lilly se tapó la boca con una mano y se volvió rápidamente hacia Isabeau sin dar crédito a sus ojos.
—Supongo que te estás preguntando cómo nos las vamos a apañar para transportar la carga —dijo Isabeau, interpretando erróneamente la expresión consternada de su socia—. Tranquila; he contratado porteadores que conocen bien los túneles. Transportarán la mercancía hasta el subsuelo de Aguas Profundas más rápidamente de lo que lo haría una caravana que viajara por la superficie.
Una de las sombras se movió y entró en el círculo de luz que proyectaban las antorchas. Lilly retrocedió sacudiendo la cabeza, presa de una aterrada incredulidad ante la monstruosa aparición.
No pareció que a Isabeau la inquietara lo más mínimo la repentina visión de un enorme lagarto bípedo. Fue a su encuentro y le tendió una magnífica espada corta que exhibía el lustre de las armas acabadas de forjar.
—Una espada Amcathra —dijo—. Habrá cuatro más cuando lleguemos a Puerto Calavera.
Unas enormes garras asieron la empuñadura, y la criatura gruñó, satisfecha.
Isabeau miró a Lilly, divertida por la reacción de la camarera.
—Te presento a los tren —le dijo en tono informal—. Ya te puedes ir acostumbrando a ellos porque a partir de ahora haremos muchos negocios juntos.
Isabeau ladeó la cabeza y contempló a su horrorizada socia. Después entornó los ojos, pensativa.
—Creo que Lilly no lo aprueba —le dijo al monstruo—. Enséñale qué les ocurre a los que hablan de cosas que es mejor dejar en las sombras.
Las curvas mandíbulas del tren, revestidas de colmillos, esbozaron una sonrisa de reptil. Con un gruñido, se agachó junto a uno de los mercenarios muertos. La enorme mano garruda cogió la lengua ennegrecida que le sobresalía de la boca. De un tirón, la arrancó con un ruido húmedo de algo que se desgarra. El tren sonrió de nuevo y, a continuación, paladeó aquel exquisito bocado.
A través de una bruma que de pronto pareció arremolinarse en torno a ella, Lilly oyó los gruñidos que resonaban por la caverna. Más tren emergieron de las sombras y, asimismo, se agacharon para alimentarse.
La joven empezó a gritar. Vagamente percibió cómo Isabeau la reñía y la abofeteaba, pero era incapaz de parar. Se dejó caer sobre el suelo de piedra y se tapó los oídos para no tener que oír los sonidos del espeluznante festín, gritando y gritando sin parar, hasta que se hundió de nuevo en la misericordiosa inconsciencia.