7

Tras dejar a Arilyn en sus alojamientos, Danilo se dirigió a la villa Thann, ubicada en el distrito norte. Ese día las calles tranquilas y reposadas no ejercieron el efecto habitual en él: una mezcla de exasperación y hastío que se conjugaba con la abrumadora certeza de que nada especialmente peligroso o excitante iba a ocurrir.

Era una convicción sin fundamento, que no sabía de dónde había surgido. Danilo reflexionó que era extraño cómo una idea tan arraigada seguía influyendo en su modo de pensar, aunque hacía tiempo que era consciente de que era falsa.

Para cualquiera que conociera la ciudad, así como su larga y violenta historia, la serenidad del distrito norte era engañosa. Danilo había sido perfectamente instruido en tales asuntos, por lo que los repetidos ataques de los tren se le antojaban un presagio más claro que lo que podrían pensar muchos otros.

Unas pocas generaciones atrás, las guerras de las Cofradías habían desgarrado Aguas Profundas. Las familias de mercaderes habían contratado ejércitos mercenarios y se habían enfrentado en las calles. Muchos otros nobles habían caído en manos de asesinos, venenos y magia. Clanes enteros habían sido exterminados. Aunque aquella época había pasado ya, Danilo sabía bastante de historia para comprender que ésta no avanzaba en línea recta, sino en espiral. Las viejas heridas se enconaban y podían tardar varias generaciones en cicatrizar. La última vez que se habían utilizado asesinos tren había sido durante las guerras de las Cofradías, por lo que no parecía descabellado suponer que su regreso podía ser un vestigio de aquella antigua contienda, la ambición de una familia contra otra.

Era una posibilidad inquietante, pero, de ser verdad, explicaría la relación entre todos los ataques de los tren. Sólo uno de ellos había tenido consecuencias fatales —el dirigido contra Oth—, aunque también todos los otros parecían también tener algo que ver con el mago Eltorchul. Un tren había atacado a Elaith Craulnober, que tenía tratos con Oth. Arilyn había ayudado al elfo, lo cual había despertado la ira de los tren, y ambos, Arilyn y él mismo, estaban investigando la muerte de Oth. Habían interferido dos veces, de modo que era probable que se hubieran convertido en objetivos.

Seguramente, sus nombres se habrían escrito en runas tren grabadas en los túneles de la ciudad.

En conjunto, se trataba de una explicación de una verosimilitud inquietante.

Danilo tenía intención de ponerla en consideración de otra persona. Aunque se relacionaba con muchos de los sabios y los eruditos de Aguas Profundas, nadie conocía mejor la historia de la ciudad que lady Cassandra.

Su conversación sería, sin duda…, interesante. En un pasado aún reciente, Cassandra había insistido en instruir a su hijo menor en tal materia a toda costa, seguramente porque Dan era quien más prometía en lo intelectual. Pero por alguna razón dudaba de que a esas alturas su madre aceptara esa súbita muestra de interés sin escepticismo.

Sentada en un banco bajo y ataviada con un sencillo vestido de lino azul, lady Cassandra componía una estampa tan elegante y serena como una reina de leyenda. Se había recogido la espesa melena rubia en torno a la cabeza y mostraba una faz lisa y serena. La larga velada no había dejado ni rastro en la mujer ni en la villa sobre la que reinaba. Mientras que la mitad de la alta sociedad de Aguas Profundas aún dormía, ella dictaba tranquilamente instrucciones a un par de mayordomos, a un encargado de los muelles y a un escriba.

Danilo llamó a la puerta, y Cassandra alzó la vista.

—Ya veo que te has levantado pronto, hijo.

Dan entró en la biblioteca con aire despreocupado.

—La verdad es que todavía no me he acostado. Estoy teniendo un día de lo más movidito. ¿Quieres que te lo cuente?

Cassandra se puso tensa casi de manera imperceptible y lanzó una rápida mirada al escriba, que súbitamente parecía muy interesado. Danilo reprimió una sonrisa. Los escribas tenían prohibido por ley —frecuentemente, también por medios mágicos— revelar a terceros los secretos que ponían por escrito, pero más de uno se ganaba unas monedas extra vendiendo chismorreos pillados al vuelo a compradores como Myrna Cassalanter. Eso era algo que lady Cassandra jamás aprobaría.

—Julián —dijo a uno de sus servidores—, puedes adelantar a nuestros vinateros de Amn el crédito que han solicitado y añade al pedido de este año cuarenta barriles más de vino especiado para la fiesta de invierno. Gunthur, mañana a mediodía, desearía revisar todos los registros marítimos de los Thann para las lunas de Flamerule y Eleasias, si no es molestia.

La súbita expresión de pánico que se pintó en la cara del encargado de los muelles decía que sería una tremenda molestia. A Danilo le pareció oír el tintineo de las cuentas del ábaco que el hombre tenía en su cabeza mientras calculaba las horas que le llevaría preparar esos papeles.

Sin esperar respuesta, lady Cassandra se puso graciosamente en pie.

—Por hoy, hemos terminado. Os espero mañana por la mañana a la misma hora.

La dama mantuvo la máscara de implacable serenidad hasta que los servidores abandonaron la biblioteca y cerraron la pesada puerta de madera. Inmediatamente, posó la mirada en su hijo con una familiar mezcla de resignación y exasperación.

—Por mí, puedes empezar. Pero, por favor, ahórrate las habituales florituras —comentó irónicamente—. Hoy no estoy de humor para chanzas.

Danilo cogió la licorera de encima de la mesa de su madre y se sirvió un vaso de un brillante vino rojo. Después de inhalar el rico y complejo aroma de las especias, lo probó.

—¿Estás segura de que cuarenta barriles más serán suficientes, madre? Este vino es de una calidad excepcional. Apenas se cate, se correrá rápidamente la voz de su calidad, y las mejores tabernas te lo quitarán de las manos en apenas diez días. No te quedarán existencias para las tiendas de vino, ni mucho menos para quienes pretendan abastecer sus bodegas privadas. Como sin duda ya sabes, este año el colegio de bardos va a patrocinar por primera vez una gala de invierno, y te garantizo que sólo el colegio encargará al menos veinte barriles.

En los gélidos ojos azules de Cassandra, se encendió una chispa de interés.

—Muy bien. Me encargaré de ello. Pero no has venido por eso —prosiguió, y cambió la postura en el canapé—. Dudo mucho de que hayas renunciado al sueño para acrecentar la fortuna familiar.

Dan alzó la copa hacia ella en señal de reconocimiento.

—Eres tan sabia como hermosa, madre. De lo cual me alegro, pues necesito tus consejos.

—¿De veras? —inquirió ella con recelo.

—Sí. En estos últimos días se ha producido una inquietante tendencia, o tal vez debería decir trendencia. Me explicaré: el número de personas asesinadas y devoradas es mayor que el habitual. Dado que tú siempre has sido una de las personas que dictan las modas en esta ciudad, supongo que tiene su lógica que todo comenzara aquí.

Cassandra palideció, y sus ojos brillaron con furia.

—¿Tren? ¿Asesinos lagarto aquí? Pero ¿qué tonterías son ésas? ¡Si se trata de otra de tus bromas, te aseguro que no le veo la gracia!

—¿Tengo cara de estar de broma? —replicó Dan, tomando asiento frente a su madre—. Anoche Arilyn se topó con una cuadrilla de tren. Por cierto, te aconsejo que envíes a un par de servidores a los corredores que comunican la bodega de vinos y la vieja armería de los mercenarios, armados con agua y fregonas. Me atrevo a decir que siguen hechos un desastre.

Cassandra se quedó mirándolo como si le estuviera hablando en idioma orco.

—¿Un ataque aquí, durante el Baile de la Gema? ¿Contra quién iba dirigido?

Su sorpresa parecía total y genuina. Aunque Danilo no había pensado nunca seriamente que su madre pudiera haber organizado el ataque, no podía negar que se había quitado un peso de encima.

—Contra Elaith Craulnober, un invitado —añadió con firmeza para atajar el comentario de exasperación que su madre tenía en la punta de la lengua—. Estaba aquí por invitación mía y protegido por las normas de hospitalidad.

—No me des lecciones sobre las normas sociales y el decoro —replicó la aristócrata airadamente—. ¡Para empezar, no tenías ningún derecho a invitar a ese rufián a un evento respetable! ¡Y tu… compañera tampoco hizo bien en intervenir!

—Supongo que debería haber seguido su camino y permitir que un elfo solo fuera asesinado a manos de cinco asesinos tren —contestó Dan igualmente enojado.

—Cinco tren —repitió lady Cassandra con voz inexpresiva.

La noticia pareció afectarla, pues de pronto ya no parecía una rígida reina guerrera, sino una mujer que ya era abuela de una docena de chiquillos. Sin embargo, fue un momento fugaz.

—¿Qué ocurrió?

—Lucharon. Cuatro tren murieron y uno escapó.

—Por las runas de Oghma —maldijo la dama, que se levantó y empezó a pasearse con el rostro oscurecido por la ira y la preocupación—. Tal vez ahora comprendas mis reservas por la relación que te empeñas en mantener con esa mujer. Y si aún no lo entiendes, pronto lo vas a entender, a no ser que seas tan necio como siempre has aparentado ser.

La declaración de Cassandra sobresaltó al joven por varias razones. Empezó por la más fácil.

—De modo que te engañé. Estaba convencido de que toda la familia había aceptado el engaño.

—¿Crees que no me entero de lo ocurre bajo mi propio techo? —resopló su madre—. Entiendo más de lo que crees. Resultó que tu decisión de simular ser un majadero para servir mejor a los arpistas iba bien a los intereses de la familia. Los vinateros deben conocer el comercio. Mientras participabas en los proyectos de Khelben, eso fue lo que aprendiste, aunque muy probablemente por accidente.

—Sí, no hay taberna que se me haya escapado —convino con ella Danilo, bromeando para disimular su sorpresa—. Nada puede compararse al conocimiento adquirido de primera mano.

—En efecto —dijo ella secamente—. Y ahora, después de haber atormentado durante años a tus tutores y tus maestros de música, te aclaman como bardo. En conjunto, diría que las decisiones que has tomado en tu vida no son tan diferentes de las que yo habría tomado por ti; exceptuando las más recientes, claro está.

El sentido de sus palabras era evidente y profundamente irritante. Danilo dejó la copa de vino con exagerado cuidado para contrarrestar el impulso que sentía de arrojarla contra una pared.

—Lo cual nos lleva a otras cuestiones. ¿Por qué te opones tan terminantemente a Arilyn? —preguntó controlando el tono de voz.

—No tengo nada personal contra ella. Como compañera de viaje, no podrías haber elegido mejor. Sin embargo, ya es hora de que empieces a pensar en casarte, y una mercenaria semielfa es una mala elección para alguien de tu posición.

—En ese caso, cambiaré de posición. No hay nada que yo haga por esta ciudad o esta familia que no pueda hacerlo otro. ¿Por qué no debo seguir mis propias inclinaciones?

Cassandra alzó los brazos hacia el techo.

—¿Acaso no lo has hecho siempre?

Dan lo dejó pasar.

—También me deja perplejo que consideres que Arilyn se equivocó al ayudar a un invitado de esta casa. ¿Pensarías de otro modo si el blanco del ataque tren hubiese sido la hija de un noble?

La dama reflexionó sobre la respuesta más tiempo del que Danilo esperaba; de hecho, más tiempo del que la pregunta merecía.

—Eso hubiese sido muy distinto, desde luego. Pero ni siquiera en ese caso debería haber intervenido.

—No lo puedo creer. ¿Me estás diciendo que no te importa que unos asesinos campen a sus anchas por la residencia Thann?

La mirada de lady Cassandra fue sombría.

—Deberías haber prestado más atención a las lecciones que traté de enseñarte cuando eras niño —le dijo suavemente.

—Guerras de las Cofradías, asesinatos, caos —recitó Dan con impaciencia—. Sí, lo recuerdo muy bien.

Pero su madre negó con la cabeza.

—El pasado nunca queda atrás. ¿Quién mejor que un bardo para saberlo?

—Me parece que hay algo que no me has explicado.

—Mejor así.

Una expresión de pesar cruzó por la faz de la mujer, como si lamentara haber revelado incluso indicios tan vagos. Alzó la barbilla y sus ojos adoptaron de nuevo su habitual frialdad y sereno control.

—Déjalo estar, hijo mío. No hallarás materia para componer una canción de taberna.

—Tal vez sí. Alguien fue asesinado hoy: Oth Eltorchul, víctima de otro ataque tren. Arilyn y yo fuimos a comunicárselo a lord Eltorchul, y cuando salíamos de la casa solariega de los Eltorchul, en el distrito del mar, fuimos atacados por tren.

Cassandra palideció.

—No te metas en eso.

Dan consideró brevemente la posibilidad de hablarle del ataque tren en el alojamiento de Arilyn.

—¡Por fin, me das un consejo útil! —exclamó con sarcasmo—. Pero me temo que me será difícil seguirlo.

—No tengo ningún otro —afirmó la dama, poniendo así fin a la discusión.

Sobrevino un largo silencio, hasta que Danilo se levantó para irse. Su madre lo acompañó a la puerta con una expresión lúgubre que Dan nunca le había visto, ni siquiera tras cometer sus peores travesuras de niño. Ya iba a abrir la puerta cuando Cassandra lo detuvo.

—Una cosa más: no preguntes nada más sobre este asunto, ni a mí ni a ninguna otra persona. Será mejor que no sepas nada, créeme.

El joven le dio unas cariñosas palmaditas en la mano y se liberó.

—Extrañas palabras de labios de una noble dama que se enorgullece de sus vastos conocimientos.

—Aprecio mucho más mi vida —dijo ella sin andarse por las ramas—. Y aunque muchas veces me das razones para preguntarme por qué, preferiría que también tú conservases la tuya.

Danilo la miró, perplejo.

—Esas botas que llevas son de piel de algún tipo de lagarto, ¿no? —inquirió Cassandra.

—Sí. ¿Por qué?

—Los tren tienen sus propias ideas sobre la elegancia, que a nosotros nos parecerían tan espantosas como seguramente las nuestras lo son para ellos. No siempre devoran enteramente a sus víctimas. Es posible que uno o más de tus antepasados acabara siendo un adorno para un tren o una bolsa para guardar sus bártulos.

—¡Ah! Me conmueve tu interés, madre, pero no tengo ninguna intención de permitir que un tren se haga un taparrabos con mi pellejo. Creo recordar que no hace mucho una dama se mostraba conforme con las decisiones que había tomado en el curso de mi vida y afirmaba que me habían conducido a los objetivos y las esperanzas que tenía para mí. Esa misma dama expresó la opinión de que su hijo más joven no es un necio. Confía en mí para encontrar el final de este camino.

—Ya lo hago —replicó Cassandra con el rostro empañado por emociones que Danilo no conseguía descifrar—. Y mucho me temo que los tren también.

Las escarpadas montañas que rodeaban Luna Plateada estaban pobladas por árboles milenarios y sociables, que se apiñaban como maduros guerreros alrededor de una hoguera para intercambiar relatos de hazañas perdidas en el tiempo. Tan densa era la espesura y tan incesante el flujo de impetuosos torrentes sobre rocas y desfiladeros que la caravana aérea tuvo que volar en círculos sobre el área hasta dar con una zona lo suficientemente amplia y despejada como para posarse.

Elaith distinguió el claro en lo alto de la colina bastante antes de que el jefe de la caravana se dispusiera a iniciar el descenso efectuando círculos. Cuando el conductor de la cuadriga voladora —un elfo dorado al servicio de lord Gundwynd— guió al tiro de pegasos hacia el suelo en círculos cada vez más pequeños, se agarró con más fuerza al carro.

Dada la naturaleza del viaje, Elaith esperaba que todos los integrantes de la caravana estarían encantados de desmontar y lo harían enseguida. No obstante, nadie se movió, sino que sentados o de pie bajaron la vista para contemplar en silencio el famoso puente de la Luna por el que se accedía a la ciudad.

Se trataba de una construcción reluciente más semejante a una pompa de jabón que al típico puente de piedra y madera de aspecto tranquilizadoramente sólido, que se alzaba en grácil arco sobre el río Rauvin. Los últimos matices del ocaso se demoraban en la incorpórea construcción. Bajo el puente y, más insólito aún, a través de él, uno podía ver las revueltas aguas del Rauvin, que saltaban por rocas y bancos de arena en su vertiginosa carrera hacia el sur.

—Yo no pienso cruzar esa cosa —anunció Ebenezer, lo que a Elaith se le antojó una muestra de la típica cobardía enana.

Sus palabras rompieron el hechizo colectivo.

—Te recuerdo que de Aguas Profundas a Luna Plateada has tenido menos que eso bajo tus pies —señaló muy razonablemente Bronwyn, que se deslizó al suelo desde el grifo que montaba.

El enano soltó un resoplido, pero antes de que pudiera seguir protestando, Rhep se apeó de un salto de su cuadriga aérea y se colocó en el centro de la caravana.

—Esta noche acamparemos aquí y mañana temprano entraremos en la ciudad —anunció a todos.

Un coro de protestas pronunciadas en susurros acogió las palabras del jefe de la caravana. Para todos ellos, excepto para los jinetes de águilas y los mozos de cuadra al servicio de lord Gundwynd, ése había sido su primer viaje por los aires. Durante dos días, habían vivido experiencias a la vez excitantes y aterradoras, por lo que ansiaban pasar una noche de diversión. Para ello, pocos lugares en el Norland podrían ser mejores que Luna Plateada. Por si ello no fuese suficiente aliciente, era preciso añadir que las colinas que rodeaban la ciudad estaban plagadas de orcos, fieras salvajes y peligros varios. Con la caída de la noche, cualquier ciudad debidamente amurallada ganaba en atractivo.

A Elaith le pareció extraño que después de cubrir una distancia tan larga en sólo dos días, utilizando un medio de transporte tan insólito y caro, se arriesgaran tontamente cuando ya tenían su meta a la vista.

No era el único que lo pensaba. Muchos de los mercaderes protestaban ruidosamente, pero el fornido mercenario que estaba al mando los silenció con una iracunda mirada. Su palabra era ley en la caravana, e incluso los mercaderes que lo habían contratado debían obedecerle. Sin decirles ni media palabra, Rhep se alejó y empezó a gritar órdenes a los vigilantes. La protesta cesó en pocos minutos.

No había mucho por descargar, pues la mayor parte de la mercancía consistía en objetos pequeños, pero muy valiosos. Después de cumplir rápidamente esa tarea, los vigilantes dispusieron los vehículos aéreos en círculo. Por la parte exterior del mismo, ataron a los corceles voladores, pues los bravos pegasos, grifos y águilas gigantes serían mejor medio de disuasión contra los ladrones que cualquier vigilante humano que lord Gundwynd pudiera contratar. En el círculo central, acamparon los vigilantes y mercaderes; algunos de ellos se reunían en torno a la misma hoguera, y otros, menos deseosos de compañía, buscaban la relativa intimidad que les ofrecía el perímetro del calvero.

Elaith se instaló en el lugar menos hospitalario de todos los posibles. Subiendo un poco la colina, muy cerca de los árboles, halló un lugar sembrado de rocas despeñadas y ramas caídas. Aunque las peñas formaban una barrera entre él y la caravana, gozaba de buena visibilidad sobre el claro y también sobre los árboles que crecían a cierta distancia a su espalda. Allí podría defenderse con facilidad y, por si no bastara, colocó unas cuantas trampas y cepos, de los cuales la mayor parte de elfos abominaban, pero eran altamente eficaces.

Para finalizar, escondió varios cuchillos de lanzar por el lugar y encendió un fuego. Apartó algunas de las ramas que ardían y colocó un pequeño cazo de campaña entre las brasas. Dentro, vertió agua de la cantimplora, setas secas y otras hierbas.

Mientras la sopa hervía a fuego lento, él se acomodó para disfrutar de la soledad, aunque sin perder de vista a sus compañeros de viaje.

Bronwyn trabajaba codo a codo con los vigilantes de la caravana, afanándose con los fardos. Bromeaba con algunos de los hombres y apartaba las manos demasiado largas, aunque haciendo gala de una desenvoltura y buen humor que no ofendía a ninguno de ellos. El elfo plateado no pudo menos que admirar el aplomo de la humana, por no mencionar su buen gusto al rechazar a aquel hatajo de patanes.

Lo que ya no le gustó tanto fue comprobar cómo la mujer se dirigía resueltamente hacia su posición. Bronwyn se detuvo en el borde mismo del cerco de la luz del fuego y lanzó una mirada de inquietud por encima del hombro.

—¿Te importa que te acompañe? —preguntó tímidamente. En vista de que el elfo vacilaba, añadió—: Soy la única mujer del campamento.

Elaith enarcó las cejas en gesto de sorpresa.

—No necesitas usar ese aliciente. Te saldrían admiradores incluso entre una multitud de cortesanos.

La mujer se rió entre dientes con ironía.

—Supongo que mis palabras han sonado como una oferta, pero no era ésa mi intención. Lo cierto es que me gustaría dormir un poco esta noche y busco un lugar seguro para hacerlo.

—¿Y éste lo es?

Bronwyn se encogió de hombros, entendiendo que el elfo se refería a su sombría reputación.

—Bueno, no me he cruzado en tu camino y no llevo nada que merezca ser robado.

Según he oído, no tienes el más mínimo interés en las humanas. Tal como yo lo veo, eso te convierte en el compañero más seguro para pasar la noche. Claro está que si tienes alguna objeción, me buscaré otro sitio.

—No, ninguna objeción. —De hecho, pensándolo bien, sería una buena idea tener la posibilidad de vigilar de cerca a una posible rival—. ¿Qué tal si te instalas junto a esa peña recortada?

La mujer bordeó la gran roca e hizo un gesto de aprobación con la cabeza al reparar en las trampas dispuestas en un círculo.

—¿Has puesto muchas alrededor?

—Unas pocas.

—Perfecto. De ese modo, dormiré más segura.

Elaith le hizo sitio junto al fuego.

—¿Dónde está el enano?

—Por ahí —contestó ella vagamente—. Le ha tocado la primera guardia. ¡Oh, mira eso! —exclamó de repente.

Elaith miró hacia donde señalaba. En el extremo más alejado del claro había brotado de pronto una gran fogata. Luces multicolores e intrincadas figuras danzaban entre las llamas. Las estilizadas siluetas de los jinetes de águilas se perfilaban contra el fuego mágico. A juzgar por su animada faz y sus ademanes, Garelith explicaba una historia.

—Historias al calor del fuego —evocó Elaith—, un pequeño truco mágico que se suele enseñar a los elfos jóvenes.

—Ahora me parecen ridículas las horas y horas que me he pasado contemplando las llamas —replicó Bronwyn en un tono teñido por el asombro y el gozo—. ¡Ojalá pudiera escuchar sus historias! Pero los elfos nunca las explicarían estando yo delante.

—Sin duda, tienes razón.

El relato subido de tono que explicaba Garelith era interrumpido por alegres carcajadas. Las llamas se tornaron azules y formaron dos figuras entrelazadas en una postura imposible de imitar.

—Aunque no necesariamente por la razón que te imaginas.

Bronwyn clavó unos segundos los ojos en el fuego antes de recostarse. Parecía impresionada.

—¡Por Sune! A partir de ahora miraré a los centauros con nuevos ojos.

Elaith no parecía muy interesado en ahondar sobre el tema, sino que llenó un tazón con la sopa que había preparado y se lo tendió a su invitada. Bronwyn sacó un recipiente similar de su mochila y se lo entregó. Durante unos momentos, comieron en silencio, hasta que la curiosidad de Elaith pudo más.

—Tengo la impresión de que eres muy franca, y no obstante, todavía no me has preguntado qué me lleva a Luna Plateada.

—Seguramente no me conviene saberlo —contestó ella, divertida—. Sinceramente, he pasado una temporada muy ajetreada y debo atender muchos negocios. Ya tengo suficiente con mis asuntos como para preocuparme de los asuntos de los demás.

—Así pues, ¿piensas quedarte un tiempo en Luna Plateada?

—Lo necesario. Unos pocos días, tal vez.

En el otro extremo del claro, los jinetes elfos empezaron a jugar a los dados armando mucha bulla. Bronwyn esbozó una rápida sonrisa de simpatía. Tal reacción hizo sospechar a Elaith que la mujer sabía mucho sobre elfos y alimentó sus recelos sobre el verdadero objetivo de su viaje.

—Parece que su comportamiento no te sorprende —comentó Elaith.

—¿Por qué debería sorprenderme? Son jóvenes, llenos de vida y disfrutan con la camaradería. Tienen todo el derecho a divertirse.

—Pero la mayoría de los humanos no consideran que la animación sea una virtud elfa. En cambio, tú nos conoces un poco mejor.

Bronwyn volvió a encogerse de hombros.

—He hecho negocios con todas las razas, y para ello es muy útil conocer sus costumbres.

—Entiendo —replicó el elfo, y enfocó la cuestión desde otro ángulo—. Ya supongo que tu trabajo te plantea muchos desafíos. Perdona, pero me cuesta imaginarme que los tel’quessar confíen sus tesoros perdidos a una humana.

Bronwyn no se ofendió.

—Algunos piensan como tú, pero otros valoran más los resultados y pagan bien por ellos. ¿Por qué lo preguntas?

—Es posible que en el futuro desee contratar tus servicios —respondió el elfo, yéndose por las ramas.

Con una rápida mirada a las estrellas calculó la hora que era y con un gesto de la cabeza pidió disculpas a la mujer.

—Estoy siendo un anfitrión muy desconsiderado. Te he hecho hablar pese a que me habías expresado tu deseo de dormir.

Bronwyn se detuvo en mitad de un bostezo y cogió el petate.

—No te lo discutiré —dijo.

Elaith se quedó sentado junto al fuego, incluso después de que la respiración suave y acompasada de la mujer indicara que dormía. Como todos los elfos, no necesitaba dormir, pero de vez en cuando se sumía en el ensueño, una especie de sueño alerta que lo renovaba y que restauraba sus fuerzas.

No obstante, esa noche estaba escrito que no descansaría mucho. Por primera vez en mucho tiempo, se le aparecieron en el ensueño las encumbradas torres blancas del palacio Flor de Luna mientras él avanzaba montado en su caballo gris plata por las calles de la capital de Siempre Unidos. Estaba henchido del orgullo apropiado para un individuo de su raza, de su posición y de su talento, y el corazón le latía aceleradamente al pensar en la próxima cita. Le había sido concedida la mano de Amnestria —hija menor del rey Zaor y la reina Amlauril—, y la joven le había enviado una nota en la que expresaba su anhelo por encontrarse con su prometido cuando la luna se alzara.

El crujir de unas pesadas botas en el suelo pedregoso despertó a Elaith de su ensueño. Sus aguzados sentidos reconocieron el peligro, pero durante uno o dos segundos no le importó. El sueño era tan vívido y le había llegado tan adentro que dejó tras de sí una sensación de pérdida que eclipsaba cualquier otra cosa.

Había perdido Siempre Unidos, Amnestria estaba muerta y enterrada, y su hija semielfa lo despreciaba no sin razón. Ante todo eso, ¿qué importancia podía tener todo lo demás?

Elaith observó con total desinterés una fornida figura que emergía de la arboleda y se encaminaba resueltamente hacia su pequeño campamento. Un leve movimiento le llamó la atención; la pequeña mano de Bronwyn empuñaba un cuchillo. Era el único indicio que delataba que no dormía, pues no movía ni un solo músculo y respiraba de manera lenta y armoniosa.

—¿Esperas problemas? —le preguntó el elfo en un susurro.

—Ya te advertí de esa posibilidad.

La mujer apenas entreabrió los ojos y su mirada se posó en el hombretón barbudo que se acercaba sigilosamente.

—Rhep —anunció con resignación—. Algunos hombres sólo entienden la palabra no cuando va acompañada por una cuchillada o un hechizo de fuego.

A Elaith le parecía una cosa repugnante. Jamás había sido capaz de entender que un hombre pudiera llegar a imponer sus deseos a una mujer que no lo deseara. ¿Qué diversión o qué solaz podrían hallar en tales encuentros? Por otra parte, la perspectiva de luchar le parecía atractiva. Sería un descanso bienvenido en esa noche de desesperación.

—Estaré encantado de distraerlo —se ofreció.

—Gracias, pero no quiero que te metas en líos por mi culpa. No te ofendas si te digo que nadie se creerá que has luchado para proteger mi honor. Armaré jaleo, y los demás intervendrán.

—No estés tan segura. —Bronwyn puso cara de no entender—. Rhep trabaja para la familia Ilzimmer —le explicó—. Es el jefe de la caravana, lo cual significa que aunque lord Gundwynd haya proporcionado las monturas y algunos de los vigilantes, Ilzimmer es quien paga la mayor parte de los gastos de este viaje. Casi todos los mercenarios están bajo el mando de Rhep, así que no cuentes con ellos. Y tampoco esperes recompensa después. El clan Ilzimmer es conocido por sus desagradables hábitos y no creo que le preocupe en lo más mínimo el comportamiento de uno de sus hombres de armas. Si fueses una mujer noble, tal vez tendrían la decencia de fingirse indignados. Pero siendo quien eres, no puedes esperar nada.

Bronwyn no flaqueó.

—Duras palabras, aunque sabias. Daré un rodeo para regresar al campamento.

La mujer se deslizó fuera del petate y se introdujo, retorciéndose como una serpiente, entre las peñas que separaban el campamento de Elaith de los árboles.

Rhep puso mala cara al ver únicamente al vigilante elfo y las cenizas de la aislada hoguera.

—¿Dónde está la mujer, elfo?

Elaith se levantó empuñando un pesado garrote, que lanzó hacia el hombre. Uno de los cepos se cerró de golpe y astilló la madera. El garrote se partió limpiamente en dos mitades, que salieron disparadas. El mercenario retrocedió y se protegió con ambas manos de los pedazos de madera. Su expresión de furia se intensificó al darse cuenta de cómo podía ser interpretada su reacción.

—He colocado protecciones alrededor —le informó Elaith con toda calma—. Te aconsejo que no des ni un paso más.

—¡Cobarde! —exclamó Rhep con voz áspera, satisfecho de colgar esa etiqueta a otro—. ¡Deja tus juguetes y tus trampas, y sal a campo abierto! Si no te asusta luchar contra un hombre de verdad, escoge el lugar.

—El bosque —contestó escuetamente el elfo, que se dio media vuelta y alejó al hombre del escondite de Bronwyn.

Un momento después, oyó tras de sí los pasos pesados pero cautelosos de las botas que calzaba el mercenario. Asimismo, percibió el débil y áspero ruido metálico que hizo Rhep al desenvainar sigilosamente la espada.

«Es un cobarde», pensó Elaith con desdén. Sutilmente aceleró el paso para que el hombre no pudiera atacarlo a traición por la espalda.

Cuando le pareció que ya se había alejado lo suficiente para no despertar a toda la caravana con el ruido de la lucha, se volvió para encararse con quien lo había retado. Al mismo tiempo, se sacó un cuchillo de la manga y atacó en un único movimiento tan veloz que casi fue imposible de seguir. El aguzado filo cortó el tirante que sujetaba el cinto de Rhep, del que pendían sus armas. Cinto y armas cayeron al suelo.

Instintivamente, el mercenario se inclinó para tratar de atrapar el cinto al vuelo. El elfo lo agarró por el pelo y, con un brusco movimiento, le obligó a bajar la cabeza.

Simultáneamente, impulsó una rodilla hacia arriba con todas sus fuerzas. El rostro del mercenario impactó contra la greba que reforzaba las prendas de viaje de piel del elfo.

Desde luego, el hueso no era rival para el metal elfo, por lo que cedió con un crujido que a Elaith le sonó a gloria.

A continuación, arrojó a su rival a un lado. Rhep tropezó y cayó de espaldas pesadamente, mientras que con las manos se agarraba la nariz rota y tumefacta. Su espada cayó también al suelo con un sonoro repiqueteo.

Elaith metió la punta del pie en la guarda, impulsó la espada rival hacia lo alto, la atrapó cuando descendía de nuevo y la inspeccionó manteniéndola a un brazo de distancia. Sus labios se curvaron al observar el mellado filo. Inmediatamente, pasó a la acción.

—Tú desenvainaste primero. Yo me limité a defenderme como buenamente pude —declaró en un tono sazonado con evidente ironía. Acompañó su declaración con un cruel puntapié contra las costillas del rival—. De no haber sido porque tropezaste en la oscuridad y te clavaste tu propia espada al caer me habrías derrotado. Qué historia tan trágica, ¿no crees? Consuélate pensando que tuyo ha sido el honor de escuchar la primicia.

Rhep rodó a ciegas sobre sí mismo para tratar de zafarse. Tras propinarle un último puntapié en la base del espinazo, el elfo alzó la burda espada para descargar el golpe de gracia.

Una mano pequeña y regordeta le cogió un tobillo y tiró bruscamente para detenerlo. Elaith soltó la espada y se retorció, ágil como un gato, a fin de no perder el equilibrio. Trasladó el peso y también la mirada hacia la fuente de la interferencia.

El enano de barba bermeja al que Bronwyn antes había llamado Ebenezer chasqueó la lengua en expresión de reproche.

—El otro ha caído. Me gusta ver que los jugadores se enfrentan en igualdad de condiciones.

Elaith forcejeó como un poseso. El enano lo soltó y, con una agilidad sorprendente, se puso fuera de su alcance. El detestable metomentodo alzó la espada de Rhep en una parodia de desafío y luego tendió el arma a su legítimo propietario.

—Úsala si realmente quieres luchar —dijo el enano—. Tengo ganas de divertirme un poco.

Y al parecer, también Rhep. Utilizando la espada a modo de bastón se levantó de manera insegura. La nariz rota empezaba a hincharse, y al respirar por ella, el aire sonaba como un húmedo silbido. Pero sus ojos reflejaban un odio furioso, que le permitía concentrarse y además le daba fuerzas.

Elaith desenvainó un par de dagas gemelas que llevaba ocultas bajo la greba de las piernas. Giró velozmente para encararse con aquella sarnosa pareja. Una de las dagas voló alto hacia Rhep, mientras que la otra la lanzó contra la garganta del enano.

Oyó un ruido sordo, perteneciente a un cuerpo de enano que golpeara el suelo, y adivinó que Ebenezer rodaba hacia él. Saltó para evitar el cuerpo retacón, e inmediatamente pasó al ataque contra Rhep. No obstante, la distracción creada por el enano le había roto el ritmo, por lo que la cuchillada no dio en el blanco. El mercenario paró fácilmente el cuchillo del elfo y lanzó con fuerza el puño por encima de las armas trabadas.

Elaith eludió el puño, aunque rebotó en un hombro y lo impulsó hacia un lado. El mercenario esbozó una burlona sonrisa de triunfo y arremetió.

Pero la mellada espada no llegó ni a aproximarse a su rival. Un hacha enana se interpuso en su camino y desvió la trayectoria. Humano y elfo se volvieron hacia el enano con asombro compartido.

—Juego limpio —les advirtió Ebenezer, y correteó hacia los duelistas para recuperar su arma—. Al parecer es tu turno, elfo. Aprovéchalo. ¡Vamos!

Elaith no necesitaba apuntador. Haciendo caso omiso del dolor sordo que sentía en el hombro, se irguió y se batió con un rápido e ignominioso final en mente.

Su oponente mostraba igual determinación. Rhep aprovechaba la ventaja que le daba su mayor tamaño para propinar tremendos tajos, como si Elaith fuese un roble y él estuviera decidido a reducirlo a astas de flecha. Pese a que era un luchador mucho más rápido y hábil que su enemigo, Elaith tuvo que combatir a la defensiva. Sus hojas gemelas relucían en el grisáceo fulgor del alba, reflejando los primeros rayos de un sol que apenas asomaba por el horizonte. El duelo era muy igualado. El enano seguía interviniendo —ora a favor de uno, ora a favor del otro— para mantener el equilibrio.

De pronto, Elaith comprendió el juego que el enano se traía entre manos:

Bronwyn había partido hacía rato, y su compañero se aseguraba de que Elaith estuviera demasiado ocupado para seguirla.

Un súbito acceso de ira se apoderó de él al comprender que había sido víctima de un engaño. Rápidamente, dominó sus emociones y estudió a su adversario. En los ojos del mercenario seguía ardiendo la determinación, aunque resollaba como una ballena varada. El elfo detuvo un fuerte mandoble y retrocedió varios pasos.

—Ya estoy harto del enano —anunció—. ¿Por qué luchamos para divertirlo?

Matémoslo rápidamente y acabemos de una vez con esto.

—Ni hablar. —Rhep lanzó un sanguinolento escupitajo a las botas del elfo—. ¡No me uniría a ti ni en un bote salvavidas! —dijo, y nuevamente se preparó para descargar la espada.

El elfo se agazapó para eludir su golpe de revés. Al levantarse, la espada fue abriendo un fino tajo del hombro al codo del hombre.

—Buen golpe —lo felicitó Ebenezer—. Francamente, ya era hora.

La burla del enano le escoció, aunque supuso que debía tomárselo más como un insulto a su capacidad de deducción que a su habilidad como luchador. Decidido a acabar de una vez, propinó un punzante golpe a su rival en la mejilla con la parte plana de la daga.

—Escucha —dijo bruscamente, y retrocedió.

Hasta ellos llegaban los sonidos de una caravana aprestándose para partir, apenas audibles por encima de los jadeos de Rhep.

—No tengo ninguna intención de ir andando hasta Luna Plateada. Si te mato, eso es lo que tendré que hacer. Vamos a dejar este asunto para más tarde y ocupémonos de lo que ahora es de verdad importante.

Envainó ambas dagas e inició el regreso al campamento. Rhep lo dejó pasar e inmediatamente lo atacó por la espalda.

Era un ataque previsible. Elaith agotó la paciencia. Eludió la arremetida y agarró al hombre por las muñecas cuando lanzó una estocada a un lado. Entonces, se volvió y retorció el brazo de Rhep por detrás. El mercenario soltó la espada y cayó de rodillas al suelo, con un brazo alzado en una posición forzada. Elaith tiró aún más arriba. El brazo se descoyuntó con un audible estallido. Antes de perder el sentido, el hombre gritó de dolor y rabia.

Elaith buscó al enano, pero Ebenezer se había esfumado. Por un instante, el elfo estuvo tentado de ir tras él, y si no lo hizo, fue porque sabía cuál era el plan. Sin duda, el enano habría regresado a la caravana para decir que Bronwyn y Elaith —a quienes todos habían visto compartir una hoguera aislada— habían decidido partir juntos. Si Elaith aparecía sin ella, tendría que explicar qué le había pasado a la mujer. Todos creerían que había jugado sucio con ella, especialmente cuando localizaran a su capitán y vieran el estado en el que se encontraba.

Lanzando un resoplido de frustración, Elaith viró y se adentró en la espesura.

Avanzando ágilmente entre las sombras del bosque, eludió el campamento y emprendió el descenso hacia la ciudad.

El sol lucía ya alto sobre el puente de la Luna cuando finalmente llegó a la ciudad solo y de un humor de perros. Tras pedir a un pregonero que le indicara, caminó por el laberinto de calles hasta dar con una tienda que exhibía un cartel que representaba una gema de múltiples caras.

Entró en la antecámara y se dirigió a la puerta cerrada. Los dos guardias que la flanqueaban contemplaron con recelo al adusto elfo que se aproximaba hacia ellos.

Elaith les lanzó un par de cuchillos sin perder el paso. Los cuerpos de ambos guardias se enderezaron bruscamente y quedaron clavados por la garganta al marco de la puerta.

El elfo apartó de un manotazo la mano que uno de los moribundos agitaba. A continuación, pivotó sobre el pie derecho y le propinó un tremendo puntapié con el izquierdo. La puerta se abrió con un ruido semejante a un trueno.

Mizzen en persona estaba detrás del mostrador acariciándose la barba de chivo, tan satisfecho como un gato relamiéndose los bigotes. Al ver entrar al elfo, se quedó helado y lanzó un quejumbroso grito de alarma. Desesperado, se lanzó hacia el tirador de una campanilla.

Elaith siguió avanzando hacia él, empuñando otro cuchillo. Lo arrojó y clavó la cuerda a la pared.

—Sólo para guardar las apariencias —dijo el elfo al mercader, que trataba de encogerse—. No os servirá de nada dar la alarma.

—Los guardias…

—Os pido mil perdones —replicó el elfo con una burlona inclinación de cabeza—. Si os sirve de consuelo, siguen en sus puestos.

Mizzen palideció y se dejó llevar por el pánico. Sacó de debajo del mostrador puñados de cristales y gemas con los que apedreó a Elaith.

El elfo apartó con las manos algunos de los proyectiles, atrapó al vuelo un pedazo de jaspe realmente grande y se lo arrojó al mercader. La piedra dio a Mizzen en plena frente. El mercader giró las pupilas hacia dentro para tratar de identificar qué piedra le había golpeado, aunque enseguida se inclinó hacia atrás y se estrelló contra un estante cargado con todo tipo de chismes. Sobre el mercader llovieron baratijas de cristal como una granizada multicolor.

Mascullando, el elfo encontró una jarra de vino medio llena, que vertió sobre el hombre inconsciente. Mizzen volvió en sí farfullando de rabia. Sus imprecaciones cesaron de súbito al recordar quién era su atacante y la situación en la que se encontraba.

—Coged lo que queráis —le suplicó haciendo un amplio gesto con las manos, que abarcaba todo lo que contenía su tienda.

Elaith miró a su alrededor sin sentirse especialmente impresionado.

—¿Un dragón de cristal? ¿Botellas de perfume? No, gracias.

—En…, entonces, qué. ¿Por…, por qué? —tartamudeó el hombre.

—Pretendía compraros el rubí del que me hablasteis hace tres noches. Pero ahora creo que simplemente me lo llevaré a cambio de todas las molestias que me ha costado.

—¡Oh, el rubí! —exclamó Mizzen con alivio, pues ya se imaginaba que el elfo iba a desplumarlo del todo—. Esta mañana se presentó una joven y me ofreció más de lo que vale. Nadie puede culpar a un hombre de negocios por sacar provecho —agregó hipócritamente.

—A no ser que saque provecho de lo que pertenece a otro. Tenía entendido que esa gema era propiedad de Oth Eltorchul.

—Lord Eltorchul —repitió Mizzen, cuya voz sonaba más fuerte por efecto de la ira—. Ese rubí cubre más o menos todo lo que me debía. ¡Era un tramposo y un ladrón!

Se ocultaba tras ese título y se comportaba como si un simple plebeyo no tuviera derecho a exigir su paga.

La queja de Mizzen sonaba sincera. Sabía por experiencia que cuanto más rica o más noble era una persona, menos se preocupaba por cumplir determinadas obligaciones financieras. Puesto que al clan Eltorchul no le sobraba el dinero, era muy poco probable que mercaderes como Mizzen vieran una sola moneda de Oth. Elaith no le culpaba por tratar de cubrir sus pérdidas.

—¿Y las esferas de sueños?

Mizzen se sorprendió al oírle decir eso, aunque se recuperó enseguida.

—Ya no las tengo. Lord Eltorchul se encargó de enviarlas a Aguas Profundas del mismo modo que llegaron aquí.

Elaith se disgustó, pero pensó que ya se ocuparía de ese pequeño contratiempo más adelante.

—¿Y el rubí? Sabéis algo de su verdadero valor; algo dijisteis cuando estabais borracho. Lo denominasteis «la gema elfa». ¿Por qué la habéis vendido?

—Porque no me gustaba —respondió Mizzen sin andarse por las ramas.

Era una respuesta razonable. Para instar al hombre a que se explayara sobre el asunto, cogió una daga del cinto y empezó a juguetear con ella, haciéndola girar hábilmente entre las manos.

—Las esferas de sueños. Oth utilizaba el rubí Mhaorkiira Hadryad, la gema elfa, para crearlas.

—Cierto, cierto —replicó atropelladamente Mizzen, cuya mirada estaba fija con horror y fascinación en la daga que giraba a una velocidad increíble—. Dijo que se trataba de un antiguo artefacto elfo que guardaba la memoria de todo un clan perdido. Él trasladaba parte de esos recuerdos a las esferas de cristal, y quien las compraba liberaba el sueño.

«No es una liberación, sino de un intercambio», pensó Elaith. Cada vez que un estúpido zoquete usaba uno de esos juguetes, la piedra kiira absorbía uno de sus propios recuerdos o sueños. Sin duda, luego Oth los examinaba, conservaba los que podían serle útiles y el resto lo utilizaba para crear otras fantasías mágicas.

A primera vista, parecía un modo muy ingenioso de conseguir información. Elaith se sentía tentado a admirar a alguien capaz de hallar la manera de sacar provecho del maléfico artefacto. Era evidente que Oth poseía un dominio de la magia muy superior al de Elaith. Por desgracia para Oth, estaba limitado por su arrogancia y su ignorancia humanas. Mientras que Elaith podía ser acusado, con razón, del primero de ambos defectos, a diferencia de Oth Eltorchul sabía de qué era capaz la gema y hasta qué punto era peligrosa. La kiira era uno de los objetos mágicos elfos más poderosos, pues se trataba del único que había sido contaminado por el mal, razón por la cual se denominaba asimismo «gema oscura». De algún modo, había absorbido las retorcidas ambiciones del clan Hadryad —desaparecido mucho tiempo atrás—, y de esa forma, había contribuido a la extinción de aquel antiguo linaje. Pero Elaith no se dejaba intimidar por eso.

—¿Cómo se crean las esferas de sueños?

—No lo sé. Lord Eltorchul nunca me confesó el secreto.

Apenas había acabado de pronunciar esas palabras cuando Mizzen comprendió que había cometido un error. Acababa de confesar que ya no podía ser de más utilidad a Elaith. Los ojos del mercader se desencajaron debido al miedo, y su mirada vidriosa indicaba que aceptaba la muerte.

El elfo no lo decepcionó.

Al salir, apartó un espejo dorado, el único adorno en la madera tallada y pulida de las paredes. Para su aguda visión elfa, la puerta secreta que ocultaba era ridículamente evidente. Elaith pasó con suavidad los dedos por las tallas, halló el pasador y lo corrió.

La caja fuerte guardaba una pila de piedras preciosas —auténticas— que le habían confiado a Mizzen para que hiciera falsificaciones. Elaith vació el contenido en su bolsa y se escabulló por la puerta de atrás. No sería difícil encontrar una caravana de criaturas voladoras. Lo único que le quedaba por hacer era encontrarla, hacerse con la Mhaorkiira Hadryad y ajustar las cuentas con Bronwyn y su aliado enano.

Tal como Elaith sospechaba, todo el mundo en Luna Plateada hablaba de la insólita caravana, pero para su consternación resultó que el rodeo que había tenido que dar por el bosque le había hecho perder más tiempo del que creía, y la caravana ya había partido después de cambiar las monturas.

Sin darse por vencido, buscó el establo en el que la caravana había hecho un breve descanso. Un par de mozos de cuadra, ambos elfos y ataviados con la librea de Gundwynd, se ocupaban de los cascos, el pelaje y las alas de los cansados pegasos.

La primera intención de Elaith fue desenvainar su espada, pero lo pensó mejor. Se trataba de dos elfos dorados, bien armados y entrenados. Si luchaba con ellos, perdería un tiempo precioso.

—Necesito uno de esos caballos —les dijo directamente—. Pagaré lo que me pidáis.

Los elfos lo miraron, atónitos. Jamás hubieran esperado escuchar tal petición de labios de otro tel’quessar, por mucho que se tratara de un plateado.

—No son caballos normales y corrientes. Y aunque lo fueran, han hecho un largo viaje y se merecen un día de descanso.

—Es importante.

—¿Qué es eso tan importante que justifique montar un pegaso cansado? —inquirió el otro mozo en un tono de voz que dejaba bien a las claras que era una pregunta puramente retórica.

Pero resultó que Elaith tenía una buena respuesta.

—La Mhaorkiira Hadryad. Una aventurera humana que viaja en la caravana de Gundwynd tiene la gema oscura.

Los elfos los miraron con los ojos muy abiertos.

—¿Ha aparecido? ¿Cómo? Llevaba perdida… no sé cuánto tiempo. Tres siglos o más.

—Si quieres, nos quedamos aquí charlando sobre los desaciertos en la historia elfa, aunque yo preferiría recuperar ese rubí antes de que haga más daño.

Los elfos dorados no discutieron más. Uno de ellos embaló provisiones para el viaje, y el otro puso arnés y silla a un corcel que se resistía mientras lo conducía al patio.

Montar al pegaso le llevó más tiempo del que Elaith hubiese deseado, pues la yegua se encabritaba, resoplaba y cabeceaba cada vez que trataba de acercarse a ella.

—No os han enseñado a montar pegasos, ¿verdad? —preguntó uno de los elfos casi como si se disculpara—. Ella lo siente.

Elaith lo dudaba. La yegua tenía los sentidos extraordinariamente desarrollados y probablemente percibía el rastro de venganza y muerte que arrastraba el elfo plateado.

Sin duda, era eso lo que asustaba a la criatura mágica.

Los mozos de cuadra continuaron halagándola, hasta que la yegua se quedó quieta el tiempo suficiente como para que Elaith la montara. Inmediatamente, las enormes alas blancas se desplegaron, y el pegaso alzó el vuelo.

El elfo se aferró a la silla de montar mientras la yegua ascendía y descendía vertiginosamente dibujando bucles en el aire. Lo estaba poniendo a prueba: respondía con excesiva brusquedad a las riendas y se inclinaba exageradamente a un lado y luego al otro. Pero Elaith era más terco que ella y se le pegaba como una lapa al lomo. Por fin, la yegua alada percibió la urgencia del jinete y la hizo suya. Entonces, Elaith aflojó las riendas, y el pegaso empezó a volar de manera firme y directa hacia Aguas Profundas.

Bajo ellos iban pasando los kilómetros tan velozmente como las hojas de otoño son arrastradas por una ventolera. El día tocaba a su fin, y Elaith tuvo que protegerse los ojos contra los rayos del sol del atardecer. Aunque la blanca yegua jadeaba y tenía los flancos cubiertos por sudor, Elaith la azuzaba con la esperanza de llegar antes de que cayera la noche al claro en el que la caravana había acampado en la primera noche de viaje hacia Luna Plateada.

Distinguió la caravana antes que el claro. Recortados contra un atardecer de otoño púrpura y oro, habían iniciado ya el descenso en espiral hacia el valle, en el que un arroyo de aguas frías y cristalinas procedente de las montañas formaba un profundo estanque.

La mirada del elfo barrió el valle para hacerse una idea de cuál sería el escenario de la batalla. No albergaba ninguna duda de que tendría que luchar. Tal vez los vigilantes de la caravana no estuvieran dispuestos a empuñar las armas para proteger la vida y la virtud de Bronwyn, pero no permitirían que un elfo rufián la robara. Quizá podría pedir ayuda a los jinetes de águila, aunque sólo como último recurso. Lamentaba haberse confiado a los mozos de cuadra de Gundwynd. Cuantos más elfos supieran que la Mhaorkiira había sido hallada, menos posibilidades tendría de conservar la gema hasta concluir su misión.

De pronto, distinguió una mancha de color en movimiento cerca de la cascada, a varios metros del suelo, donde no debería haber nada, pues parecía una pared de escarpada roca. Elaith comprendió enseguida el significado. Las colinas del Norland estaban horadadas por cuevas y túneles. El elfo entrecerró los ojos de modo que su visión no dependiera de la menguante luz del ocaso, sino que percibiera patrones de calor.

En el bosque, casi imperceptibles incluso para los ojos de un elfo, se ocultaban varios patrones reveladores. Elaith distinguió un grupo de hombres agazapados cerca de la boca de una pequeña cueva, como gatos al acecho. Otros aguardaban, ocultos, en repisas y detrás de los árboles, embozados en capas teñidas para confundirse con la piedra y los troncos.

La caravana —y con ella su presa— estaba a punto de aterrizar en medio de una emboscada.