El zumbido y el ajetreo de las calles envolvió a Danilo y a Arilyn al salir de El Pasado Curioso. La tienda de Bronwyn no estaba lejos del bazar, un vasto mercado al aire libre que ocupaba buena parte del extremo septentrional del distrito del castillo de Aguas Profundas.
Caminaban en silencio, serpenteando entre la muchedumbre. Normalmente, Danilo disfrutaba mucho con las imágenes y los sonidos de aquel pintoresco barrio, pero ese día se sentía como si caminara en un sueño. Sus sentidos captaban los sonoros y musicales gritos de los vendedores callejeros, y el aroma cálido y salado de las galletas que un muchacho con un rostro tachonado de pecas y la cabeza rematada por una desenfadada gorra color púrpura llevaba en la parte interior del brazo flexionado.
Asimismo, oía cómo desde una ventana del primer piso dos pilluelos alardeaban con fuertes susurros de ser capaces de pescar alguna de las galletas con ganchos de madera atados al extremo de un cordel.
Dan se abría paso entre el laberinto de tiendas con la seguridad que le daba la experiencia. A lo largo de los años, el joven noble había pasado mucho tiempo en ese mercado. En él podía adquirirse casi cualquier cosa que alguien de fortuna pudiera desear. Mercaderes procedentes de todos los puntos de la costa de las Espadas llevaban mercancías de todos los rincones de Faerun y de las exóticas tierras de más allá.
Artesanos del distrito de los mercaderes cargaban sus traqueteantes carros con mercancías sencillas pero necesarias y se dirigían al norte de la ciudad para ofrecer toneles, arreos y sillas de montar, utensilios de hierro para atizar los fuegos y ollas.
Herreros, toneleros, cerveceros y zapateros exhibían sus mercancías en el mercado, junto a sedas y gemas de remotas tierras. El fragante humo procedía de los fuegos que vendedores y taberneros avivaban a medida que el sol se alzaba, en previsión del almuerzo.
Sólo faltaba lo único que Danilo deseaba en esos momentos: intimidad. Sabía que las respuestas que buscaba serían duras de escuchar en cualquier circunstancia, aunque no se imaginaba vociferando preguntas de carácter tan privado para hacerse oír por encima del ajetreo del comercio matutino.
Giró por la calle del Bazar en dirección a una zona residencial más tranquila.
Arilyn lo siguió sin protestar. El gentío disminuía a medida que caminaban hacia el oeste, dejando atrás el mercado, y no tardaron en llegar a la ancha calle Suldoun, adoquinada.
La casa que Dan consideraba su hogar en la ciudad era alta, estrecha y elegante.
Estaba encajada en una pulcra hilera de otras casas iguales, de las que la mayor parte pertenecían a los cachorros de la nobleza comerciante. La fachada era de piedra pulida; el tejado, de dos aguas y acabado en arista, estaba recubierto con tejas de pizarra multicolores. Altas ventanas con múltiples paneles, algunos de ellos vidrieras, flanqueaban la puerta. Una decorativa verja de hierro cercaba el pequeño patio delantero, así como los estrechos pasos a ambos lados de la casa, que conducían al patio de atrás.
La tintineante música de las campanillas flotaba hasta la calle. La mano de Danilo se quedó quieta en el pestillo de la verja. Su idea inicial había sido dirigirse al jardín, que había tardado casi cuatro años en diseñar y perfeccionar. Su jardín élfico era realmente notable, con flamantes flores que tintineaban mecidas por las brisas marinas y rosas azules entrelazadas en forma de primorosos arcos. Junto al estanque, había colocado las reproducciones de dos estatuas elfas —los originales los había donado al templo del Panteón—; eran de una belleza inquietante, que se reflejaba en las quietas aguas. Ese jardín suponía un logro extraordinario y el orgullo del jardinero elfo que se ocupaba de cuidarlo.
Pero de repente Danilo lo vio como uno de los presuntuosos excesos tan comunes entre los de su clase. Aunque lo había creado para Arilyn, seguramente sólo habría conseguido que a la joven le recordara el abismo que separaba a Dan del pueblo elfo al que ella servía.
Abrió la maciza puerta de roble y arrojó el sombrero al mayordomo, que había salido a recibirlos. Tras dirigir a su amo una cauta mirada de soslayo, el halfling desapareció sin ofrecerles los usuales refrigerios.
A la izquierda, se encontraba el estudio de Danilo: una fastuosa estancia revestida con paneles de oscura teca de Chult, y con alfombras y tapices de vivos tonos carmesíes y beige. Allí gozarían de una completa intimidad, pues estaba protegido de ojos y oídos curiosos por la magia.
Arilyn entró tras él y se sentó en una silla cerca de la chimenea. Una vez que hubo hallado acomodo, miró a Dan con firmeza.
—Aclaremos este asunto ahora mismo —dijo.
Como siempre la semielfa iba al grano, aunque tal vez no fuera un inicio demasiado prometedor. Danilo se aproximó a la repisa de la chimenea y cogió una figurilla elfa, que estudió sin interés para darse tiempo a ordenar sus pensamientos.
—Hace cuatro años, cuando nos despedimos en el espolón de Zazes, te abrí mi corazón. No hubo tiempo para que dijeses sí o no porque nuestros caminos se separaron irremediablemente: yo tuve que partir al bosque Elevado para enfrentarme al desafío que una loca había lanzado a todos los bardos del Norland, y tú partiste al bosque de Tethyr. Una vez que regresamos de nuestras misiones, volví a declararme, y tú aceptaste. No obstante, ya no eras la misma. Lo percibí, pero no sabía hasta qué punto las cosas habían cambiado.
—Sólo en apariencia.
No era ésa la respuesta que Dan esperaba. Dejó la estatuilla en su lugar y se volvió para mirarla a la cara.
—En ese caso, te ruego que me ilumines.
La semielfa se cruzó de brazos y estiró las piernas.
—Vamos a ver: ¿te he preguntado yo alguna vez cómo has pasado cada día y cada noche del tiempo que no hemos estado juntos?
—No, pero en mi caso es distinto.
—¿Ah, sí? —replicó ella con extrañeza—. ¿En qué si puede saberse?
—Para empezar, los estúpidos escarceos que suceden en esta ciudad no tienen ninguna importancia.
—¿Y eso es bueno?
Dan la contempló ligeramente exasperado.
—Guerrera como siempre. ¿No puedes abandonar esa actitud de ataque ni por un momento?
—De acuerdo —concedió tras considerar las palabras de Danilo—. Vamos a hablar con franqueza. Cuando nos separamos, sabía cuáles eran tus sentimientos hacia mí, lo confieso, pero no sabía qué sentía yo. Hasta que no me encontrara a mí misma, no podía decirte ni sí ni no. Ahora ya sé dónde está mi lugar.
—Entre los elfos.
—Era algo que debía hacer. Durante la mayor parte de mi vida, he vivido y trabajado entre humanos. Ésta —dijo tocando la hoja de luna envainada— era mi única herencia elfa. Siempre tuve la impresión de que esta espada definía quién soy, pero lo desconocía casi todo sobre ella. Todo lo que ocurrió ese primer verano que pasamos separados fue parte de la búsqueda. Para entender la hoja de luna, tenía que volverme completamente elfa, al menos durante un tiempo. El breve período que pasé entre los elfos del bosque, incluidos los festejos del solsticio de verano, fue parte de eso. Si no hubiese vivido esa experiencia, no me habría entendido a mí misma, ni tampoco mi corazón.
Danilo no podía negar la lógica que encerraban las palabras de Arilyn, aunque no las aceptaba. Se quedó mirando por la ventana del estudio mucho rato, apenas dándose cuenta de que las hojas empezaban a teñirse con los colores del otoño. Se le ocurrió una docena de respuestas y las descartó todas. Al final, habló espontáneamente.
—Espero que no me consideres indiscreto si te pregunto cómo se llamaba.
—Foxfire —repuso ella sin vacilar—. Era el jefe de los guerreros de un clan del oeste. Fue y sigue siendo un buen amigo.
A Dan le dolió escuchar eso, pues tal respuesta le sugería un montón de posibilidades que apenas se atrevía a explorar.
—Has regresado a ese bosque en más de una ocasión —dijo con cautela.
—Sí. Tengo responsabilidades.
—¿Es que hay un hijo? —preguntó Dan apesadumbrado.
Los ojos de Arilyn se ensombrecieron por la sorpresa y la indignación.
—¿Crees que me hubiera olvidado de mencionar algo así? ¿O es que me imaginas entrando a hurtadillas a medianoche en un refugio para mercenarias solteras?
De haber estado de mejor humor, esa absurda imagen le habría parecido muy divertida.
—Sí, sí. Te pido perdón. Es que esta revelación me ha dejado algo trastornado. —Tras reflexionar sobre sus propias palabras, añadió con una sonrisa leve y dolida—:
Supongo que acabo de hacer el comentario más obvio de toda mi vida.
—Hablemos de ello. —La semielfa se levantó de la silla y lo miró a la cara—. He vivido cuarenta años y la mayor parte de ellos han sido muy duros. ¿Esperabas, de verdad, que siguiera siendo doncella?
—Bueno…
—Ya veo que sí. En ese caso, ¿debo suponer que tú has seguido el código de conducta de un paladín?
—Me temo que no. —Dan suspiró. Tenía que hallar el modo de explicarle que había un código escrito distinto para cada uno de ellos—. Aunque hubieses tenido una veintena de amantes no me habrían importado de ser humanos.
—Pero ¿qué tontería es ésa? —exclamó Arilyn, escandalizada.
—No es ninguna tontería. Cuando te marchaste al bosque, nos unía una especie de vínculo élfico gracias a la magia de tu espada. Cuando regresaste, me juraste que me amabas. No obstante, ante todo, eras leal a los elfos del bosque y siempre me has ocultado lo sucedido allí. ¿Qué quieres que piense?
—¿Te lo habrías tomado mejor si te lo hubiera contado enseguida? —Arilyn empezaba a sentirse un poco exasperada.
—Probablemente, no —admitió él. Hizo una breve pausa para tratar de aclararse en la confusión de sus emociones—. Perdóname. Deseaba un cambio y, en estos últimos dos días, los hados se han empeñado en concederme mi deseo. Apenas acabo de enterarme de que en mi familia hay sangre elfa, cortesía de nuestro querido archimago.
Para mí fue una revelación sorprendente y mucho más importante de lo que soy capaz de expresar con palabras. No obstante, en vista de los hechos, me temo que esas gotas de sangre elfa no bastan; el vino está demasiado aguado.
En los ojos de Arilyn se encendió una chispa de comprensión, que enseguida se convirtió en incredulidad.
—¿Te he entendido bien? ¿Temes la comparación con un elfo?
—Bueno, yo no lo diría de un modo tan brutal —se defendió Dan, pues las palabras de la mujer lo hacían quedar como un estúpido—. Deja que te lo explique. Sé qué opinión tienen los elfos sobre los semielfos. Hace más de seis años que te conozco y he visto cómo te mortifica eso. Una parte de mí se alegra de corazón de que por fin te aceptaran y compartieras con ellos el espíritu de comunión. Sé que lo deseabas con todas tus fuerzas. No obstante, como todos los enamorados, tengo un interés egoísta en el asunto.
»Ése es el dilema —suspiró—. Conociéndote como te conozco, me pregunto si podrías ser realmente feliz con un humano.
Arilyn se tomó su tiempo antes de contestar. Se levantó y empezó a dar vueltas por el estudio, como si necesitara moverse para acicatear sus pensamientos.
—Has hablado de felicidad —dijo al fin—. He oído a muchas personas pronunciar esa palabra y nunca he entendido a qué se referían. Y me temo que ellos tampoco la entienden. Supongo que para ellos felicidad es tranquilidad eterna, dicha, una vida cómoda y cosas por el estilo.
Los labios del hombre esbozaron una peculiar sonrisa.
—Hablas como si estuvieras describiendo uno de los niveles inferiores del Abismo.
—Soy una guerrera —declaró con sencillez—. Mi madre me dio una espada de madera apenas fui capaz de tenerme en pie, y a ésa le siguió al poco tiempo otra de acero. Nunca he pensado en términos de comodidad y bienestar, ni en nada que se le parezca. Pero de algo estoy segura: prefiero luchar contigo que contra cualquier otro.
Dan se la quedó mirando largamente.
—¿Luchar conmigo o junto a mí?
—Ambas cosas, supongo —replicó ella, risueña—. ¿Te basta con eso?
Danilo le cogió una mano, se la llevó a los labios y besó sus dedos blancos y delicados al mismo tiempo que con el pulgar le acariciaba la áspera palma, típica de una guerrera.
—Es la mayor felicidad a la que podría aspirar un humano… o un elfo.
Su primera lucha no se hizo esperar. Pararon otro carruaje para dirigirse a la heredad de la familia Eltorchul, sita más al oeste, y durante todo el camino no dejaron de discutir sobre lo que Dan estaba a punto de hacer. Uno de los aguaceros tan típicos en el cambio de estación se abatió desde el mar, por lo que el ruido de la lluvia y los truenos ponía el contrapunto a la pelea.
—Oth Eltorchul está muerto —fue el argumento final de la semielfa—. Su espíritu se encuentra en la otra vida, que se ha ganado mediante sus acciones en ésta. ¿Quién eres tú para entrometerte?
—¿Quién soy yo para tomar tal decisión? Es su familia quien debe decidir. De todos modos, debo informarles de la muerte de Oth.
Arilyn lanzó una torva mirada a la caja que Danilo había colocado en el suelo del carruaje, entre ellos dos.
—¿Es así como piensas comunicarles la noticia? ¿Mostrándoles esa cosa?
—¡Concédeme un poco de sentido común! Desde luego, debes admitir que después de enterarse tienen todo el derecho a quedarse con la caja. Incluso si deciden no intentar una resurrección, querrán enterrar los restos de Oth. La familia Eltorchul posee un mausoleo en la Ciudad de los Muertos y, según tengo entendido, es imponente: una puerta dimensional conduce a sus catacumbas privadas. Supongo que tiene que ser imponente —caviló—. Es una familia muy numerosa, con un índice muy elevado de trágicas muertes. Ése es el riesgo que se corre cuando uno se dedica a investigar magia y enseñarla. Ahora que lo pienso, algunos de mis primeros maestros estuvieron a punto de reunirse con sus antepasados. ¿Te he explicado que la barba de Athol se encendió una vez por culpa de la tinta iluminada que yo creé?
La semielfa lo hizo callar con una mirada fulminante y luego se dedicó a contemplar la ciudad. La familia Eltorchul —como tantas otras pertenecientes a la nobleza de Aguas Profundas— poseía más de una residencia en la ciudad y probablemente otras fuera de ella. El carruaje alquilado atravesaba el distrito del mar, el barrio más rico y selecto de la ciudad.
Como raramente tenía razones para ir allí, procuró grabar en su memoria los vericuetos y edificios del barrio. Las calles eran anchas y estaban pavimentadas con piedra lisa y labrada. A ambos lados, se alzaban altos muros, tras los cuales se ocultaban espléndidas fincas o templos. Las torres se elevaban hacia el cielo. Muchas de ellas eran de un diseño tan extravagante que solamente podían haber sido creadas y erigidas mediante la magia. Torrecillas, balconadas y gabletes engalanaban las alturas. Las gárgolas vigilaban la ciudad con sus ojos de piedra, y estandartes de vivos colores ondeaban al viento bajo la lluvia.
—Este barrio no tardará en quedar desierto —comentó Danilo para romper el silencio—. El viento presagia la llegada del invierno.
Arilyn asintió, cabizbaja. Su ánimo decayó aún más cuando el vehículo dobló por la vía de la Estrella Matutina y la Torre Eltorchul apareció a la vista.
La compleja estructura conformaba el extremo más oriental de una estrecha calle conocida como paseo del Fantasma. Al observar ese extraño paraje, Arilyn sintió un escalofrío que no sólo se debía al nombre y al recelo que le inspiraba la magia humana.
Torres de una piedra de empañado tono gris se alzaban hacia lo alto, casi todas ellas conectadas por pasarelas y escaleras que parecían surgir de la nada y conducir a ninguna parte. Varios homúnculos —diablillos con alas de murciélago que actuaban como familiares de brujos— aleteaban silenciosamente por aquel laberinto arquitectónico; desaparecían y volvían a aparecer sin razón ni pauta aparente. De una de las torres emanaba humo azulado de acre olor, prueba de que dentro se estaban realizando actividades mágicas.
Al apearse, Arilyn se percató de que, cerca de la verja de entrada, el suelo de piedra de la calle se veía ennegrecido, como si se hubieran encendido un centenar de hogueras o hubieran impactado rayos de luz.
—Ya ves cómo reciben a los visitantes indeseados —murmuró Danilo mientras tiraba del llamador.
Una muchacha de piel oscura, ataviada con la túnica y el delantal de los aprendices de la familia Eltorchul, acudió a su llamada. Dan solicitó ser recibido por Thesp Eltorchul, el patriarca de la familia. Esperaron en el vestíbulo mientras la aprendiza desaparecía para poner a secar sus capas empapadas por la lluvia, sentados bajo un tapiz en el que se representaba la coronación de un antiguo monarca, probablemente un antepasado de Azoun de Cormyr, aunque Arilyn dudaba de qué Azoun en concreto el artista pretendía honrar.
A los pocos momentos, lord Eltorchul salió a recibirlos. Pese a su avanzada edad, el viejo mago no se había encogido ni caminaba encorvado y se movía con digno porte.
Su pelo, que en su juventud había sido rojo, mostraba una vaga tonalidad entre gris y beige. No costaba imaginarse cómo debía de haber sido al contemplar la cabeza de su joven acompañante, coronada por una mata de rizos de encendido color.
A Arilyn se le cayó el alma a los pies. Errya Eltorchul tenía fama de ser una mujer rencorosa, consentida y con una lengua viperina. Aunque se rumoreaba a voces que la fortuna familiar estaba menguando, Errya llevaba un exquisito vestido color rojizo, una fortuna en granates y exhibía una expresión de suprema arrogancia. Miró a Arilyn de la cabeza a los pies con sus ojos esmeralda, y su expresión se tornó en desdén. Tras rechazarla con un bufido, centró su atención en Danilo.
—Vaya, te has tomado tu tiempo en volver —dijo con un artero mohín.
Danilo le dedicó una leve inclinación de cabeza, pero siguiendo la costumbre, se dirigió primero al cabeza de familia.
—Ha pasado bastante tiempo desde que estudié con lord Eltorchul. —Lo saludó con una breve reverencia—. He hecho mal en no venir antes a presentaros mis respetos, señor.
El mago miró a su hija con cariño, pero también con resignación.
—Es un alivio comprobar que no todos los jóvenes de Aguas Profundas han olvidado los buenos modos —comentó con calor—. Mi aprendiza me ha dicho que querías hablar conmigo personalmente sobre un asunto referente a mi hijo Oth, ¿no es así?
—Exactamente. ¿Podríamos hablar en privado?
Lord Eltorchul miró a Arilyn por primera vez y frunció el entrecejo en señal de desaprobación. La semielfa no supo si atribuir el gesto a su condición de semielfa o al hecho de que portara una espada en vez de una bolsa de hechizos.
—Sí, sí, claro. En privado —murmuró.
—¡Nada de eso! —protestó Errya. Se inclinó para coger en brazos a un gato que pasaba y fulminó a su padre con la mirada por encima de la cabeza del felino—. Esa espantosa ayudante tuya ha dicho que nuestros visitantes nos traían noticias de Oth. Yo también quiero oírlas.
El viejo mago se resignó a complacer a su hija. Con él en cabeza, pasaron junto a tres armaduras completas en exhibición. Aunque por los visores levantados de los yelmos se veía que estaban vacías, los tres caballeros tenían alzados los guanteletes en brusco y metálico saludo. Sin fijarse en ellos, el anciano mago condujo a sus visitantes a un saloncito lateral. Una vez que todos se hubieron sentado, que lord Eltorchul les ofreciera vino, té o rapé, y sus huéspedes declinaran, lanzó un suspiro muy sentido.
—¿Qué ha hecho ahora mi hijo?
—Me temo que soy portador de malas noticias. Esta misma mañana sentí el impulso de pasarme por su torre para visitarlo. —Con una rápida mirada Danilo suplicó a Arilyn en silencio que le dejara contar la historia a su manera—. Encontré la puerta entornada. En vista de que nadie respondía a mi llamada, me tomé la libertad de entrar e investigar. El estudio de Oth estaba en completo desorden. Se había librado una lucha y, por desgracia, llegué demasiado tarde para ofrecer mi ayuda. Lo lamento profundamente, milord.
El viejo mago se quedó mirándolo sin comprender.
—¿Una lucha? ¿Qué tipo de lucha?
Haciendo caso omiso de la silenciosa advertencia de Danilo, Arilyn se inclinó hacia delante. Aunque Dan tenía buenas intenciones la semielfa era de la opinión que sería más amable no prolongar el suspense.
—Parece que vuestro hijo fue asesinado por los tren, poderosos hombres lagarto que matan por dinero. Lo siento.
Lord Eltorchul soltó un débil y ahogado sonido de consternación. La mirada de Arilyn voló hacia Errya: la mujer recibió la noticia con estoicismo. Apretaba con fuerza los labios pintados, y su rostro se había quedado inmóvil, como una estatua de mármol.
Arilyn se volvió de nuevo hacia el mago.
—Lamento tener que preguntarlo, pero ¿conocéis a alguien que deseara la muerte de Oth?
Lord Eltorchul bajó la vista a sus manos entrelazadas.
—No. A nadie en absoluto. ¿Ha muerto? ¿Estáis segura? —insistió mirándola todavía aturdido.
—Los tren dejaron una señal. —Danilo explicó la situación con la mayor delicadeza posible, tras lo cual entregó al anciano el anillo que había cogido de la mano de Oth—. Vi este anillo en posesión de vuestro hijo apenas hace dos días.
—Sí, es suyo —murmuró el mago—. Se lo he visto puesto. Así pues, ha muerto.
—Tal vez conozcáis a un sacerdote de alto rango que…
En los ojos del viejo mago brilló una chispa de esperanza al comprender lo que quería decir Danilo.
—¡Sí, sí! Si hay una posibilidad…
—No la hay —lo interrumpió Errya bruscamente. Sus manos estrujaron el gato gris atigrado que estaba sentado en su regazo, y el animal protestó—. Conozco a Oth mejor que tú, padre, y sé que no desearía una resurrección. ¡Oth es un mago y aborrece a los clérigos y su magia! ¿Crees que aceptaría un regalo de tales manos, aunque fuese su propia vida?
—No, supongo que no —admitió lord Eltorchul con voz cansina y derrotada. Se dejó caer hacia delante y hundió la cara en las manos.
Su hija lanzó a los visitantes una mirada preñada de resentimiento.
—Esa propuesta no ha sido digna de ti, Danilo. Aunque ¿qué cabría esperar? ¡Éste es el tipo de cosas que pasan por codearse con villanos elfos!
—Ya he tenido suficiente —anunció Arilyn, y se levantó para marcharse.
Dan la detuvo poniéndole una mano sobre el brazo derecho.
—Te equivocas, Errya. Esto no tiene nada que ver con Arilyn, al contrario. Los elfos están en contra de molestar a los muertos en la otra vida.
—Bueno, ella está aquí, y Oth está muerto, ¿no? —replicó inclinándose hacia delante por encima del gato.
El felino se debatió y bufó una advertencia que Errya no escuchó. Danilo se levantó para colocarse junto a Arilyn y la miró fríamente.
—Comprendo tu dolor, pero ten mucho cuidado con a quién acusas.
Errya sonrió.
—Estate tranquilo. Ya sé que la mestiza no tuvo nada que ver. Oth fue asesinado porque tenía negocios con Elaith Craulnober. ¡Lo sé!
La voz de la mujer dejaba traslucir una nota histérica y sonó tan aguda que dolía en los oídos. Arilyn se dio cuenta de que el gato —el animal ya hacía rato que lo estaba pasando mal— retraía las orejas para protegerse de la arremetida. Ojalá ella pudiese haber hecho lo mismo.
—¿Y qué se hará al respecto? —prosiguió Errya—. ¡Nada! En otro tiempo se tomaban medidas contra los forasteros. Preguntad a Arlos Dezlentyr si no me creéis.
¡Maldición!
La mujer lanzó un agudo chillido de dolor cuando el gato la mordió en una mano.
Acto seguido, salió disparado por los aires. El animal giró en pleno vuelo con gracia felina y aterrizó sobre las patas, dando coletazos y clavando una funesta mirada en quien había osado darle aquel trato. Errya agitó la cabeza y arremetió de nuevo contra los visitantes.
—Ya habéis dicho lo que teníais que decir. Como veis, mi padre está vencido por el dolor. Dejad aquí la caja e idos.
Arilyn la complació de mil amores. Mientras caminaba con decisión ante las educadas armaduras vacías, oyó cómo Danilo ofrecía sus condolencias al patriarca Eltorchul y le prometía su ayuda para hallar al culpable. Tal interferencia provocó un ataque de histeria en Errya, lo que hizo perder definitivamente la serenidad al anciano.
El viejo mago rompió a llorar en voz baja de un modo que partía el corazón. Errya lo dejó allí solo, y con un entrecortado y furioso taconeo, se fue en pos del gato que había osado morderla, como si ese insulto le doliera más que la pérdida de un hermano o el pesar de su anciano padre.
Cuando la puerta de la residencia de los nobles Eltorchul se cerró, Arilyn dudaba de si lord Eltorchul lloraba por sus familiares muertos o por los que aún tenía que soportar.
Cada mañana un determinado número de caravanas se congregaba en el patio del Toro Blanco, un recinto al aire libre, situado en el mismo corazón del distrito sur, el barrio trabajador por excelencia. De entre los apretados edificios que rodeaban el patio emanaba humo; en las cercanas forjas resonaba el repiqueteo de metal contra metal, y el ganado reunido en los corrales mugía nerviosamente. El ruido de unos cascos que avanzaban sobre la tierra bien apisonada anunció la aparición de una lechera que conducía su vaca por el ronzal. La tienda del fabricante de sillas de montar despedía el cálido y terrenal aroma de la piel.
Pero todo ello quedaba eclipsado por la inusual imagen que dominaba esa mañana el caravasar. Elaith Craulnober, comerciante y aventurero durante más de un siglo, jamás había visto una caravana tan peculiar como ésa.
Los servidores se afanaban en plegar las tiendas de campaña que habían protegido la caravana del súbito aguacero caído. El vasto patio hervía de vida con el susurro de alas gigantes, así como con los retumbantes gritos, arrullos y relinchos del numeroso grupo de corceles alados. Varios cuartetos de pegasos piafaban. Mozos de cuadra con el emblema de Gundwynd colocaban tirantes largos y resistentes en los caballos alados.
Tras cada uno de los tiros se había dispuesto un vehículo muy ligero, sin ruedas ni patines. En el lado norte del patio, vio una línea de grifos sentados como gallinas cluecas, con las patas delanteras, semejantes a las de los leones, escondidas entre las plumas del pecho. Llevaban la cabeza de halcón tapada con enormes caperuzas de cuero, lo que les impedía que alzaran el vuelo antes de tiempo.
Al contemplar ese instrumento tan típicamente humano, Elaith sintió un arrebato de furia. Impedir que un ave volara era una crueldad, y no obstante, los humanos la cometían continuamente. Encapirotaban a los halcones de caza para mantenerlos dóciles cuando no volaban tras su presa; recortaban las alas de los gansos para tenerlos atrapados en las represas de molino. Algunos miembros de esa estúpida raza llegaban al extremo de cazar con redes a pájaros cantores y cortarles las alas para que adornaran su jardín. Desde luego, los pájaros en cuestión morían al llegar el invierno, lo cual no era problema porque los sirvientes se encargaban de reemplazarlos en primavera.
Unas alegres carcajadas interrumpieron las airadas cavilaciones del elfo. Se dio la vuelta y presenció un insólito juego de captura.
Un dorado corcel interceptó de un brinco la trayectoria de un mozo semiorco. No se trataba de un caballo, sino de una enorme águila con los fríos ojos de un ave rapaz y un pico ganchudo diseñado para desgarrar. La mera visión habría bastado para helar la sangre al más bravo. El águila abrió el pico y proyectó su titánica testa hacia delante a la velocidad del rayo.
El semiorco chilló, dejó caer su carga y rodó desesperadamente a un lado, lo cual provocó más carcajadas, alegres y sin malicia.
Los labios de Elaith se curvaron en una involuntaria sonrisa al recordar ese juego.
El compañero del águila, un joven elfo probablemente de no más de dos siglos de edad, lanzó otro pedazo de carne a su alado corcel. El ave atrapó hábilmente la carne y echó la cabeza hacia atrás para que la recompensa le resbalara por el gaznate. El semiorco se escabulló a toda prisa, no sin antes fulminar con la mirada al travieso elfo.
Otros tres elfos se destacaron de la muchedumbre y entablaron conversación con su congénere. Se trataba de elfos de la luna, como Elaith: altos, esbeltos y tan afilados como una daga. Todos ellos tenían el pelo plateado y ojos del color de piedras preciosas: ámbar, jade, topacio. Hablaban con los acentos de la lejana Siempre Unidos y llevaban prendida en la túnica una insignia que Elaith ya casi había olvidado.
El elfo canalla frunció la frente, consternado. ¿Jinetes de águila allí, en el continente? Esos jóvenes se contaban entre los más fieros defensores de la isla elfa.
¿Qué hacían en Aguas Profundas?
El joven líder se apercibió del escrutinio al que estaban siendo sometidos. Por un momento, puso ceño, pensativo, y entonces su faz se iluminó como un amanecer.
Se aproximó a Elaith con la palma de la mano izquierda extendida ante él horizontalmente, que era el modo como un noble elfo saludaba a otro.
—¡Es un honor, lord Craulnober! Mi padre sirvió bajo vuestro mando en la guardia de palacio, cuando yo era tan joven como estos humanos, aunque gracias a los dioses, no tan necio como ellos. —Sonrió y ejecutó una reverencia para presentarse—. Garelith Hojaenrama, a vuestro servicio.
Esas palabras y el respeto con el que fueron pronunciadas evocaron en Elaith recuerdos que creía olvidados desde mucho tiempo atrás. Respondió al saludo con fría cortesía.
—Han pasado muchos años desde que abandoné la isla —comentó como sin darle importancia, aunque era incapaz de no sentirse irritado con aquellos jóvenes. Así, añadió—: ¿Qué hacéis aquí? ¿Acaso Siempre Unidos ya no necesita a sus jinetes de águila?
El joven elfo se echó a reír.
—¡Que yo sepa, no! Siempre Unidos sigue tan hermosa e inviolada como siempre, y yo añadiría mortalmente aburrida. Mis compañeros y yo necesitábamos un poco de acción.
—Y pensasteis que como vigilantes de caravana la conseguiríais…
—Es un trabajo honrado —repuso Garelith, encogiéndose de hombros, y sonrió de nuevo—. ¡Al menos, tenemos un poco de aventura! Nuestro próximo destino es Luna Plateada, creo. He oído maravillas de la ciudad y de la maga que la gobierna.
Los compañeros de Garelith se aproximaron. Sus ojos, del color de las gemas, brillaban con curiosidad y entusiasmo. La irritación de Elaith se fue desvaneciendo a medida que eludía sus preguntas y disfrutaba del melodioso torrente del idioma élfico.
La sombra de un tipo alto y fornido cayó sobre el grupo. Al instante, la animada faz de Garelith adoptó la máscara serena e inescrutable que los elfos mostraban a quienes no eran de su raza.
—Capitán Rhep —lo saludó formalmente, e inclinó un poco la cabeza.
Era un gesto lleno de gracia, con el que un guerrero elfo aceptaba una interrupción molesta, aunque no la agradeciera.
Rhep se abrió paso a empujones entre los jinetes y no se detuvo hasta casi pisar los pies de Elaith con sus botas. Era un hombre grandote, que le sacaba una cabeza al elfo, y con un cuerpo tan recio y fornido como el de un osgo, y también casi igual de velludo. Llevaba un casco de cuero del que se desparramaban opulentas ondas de pelo oscuro. Exhibía una poblada barba y unos bigotes tan abundantes como descuidados.
Los rasgos de su cara resultaban toscos; la nariz era tan ancha y aplastada que sugería la existencia de algún antepasado orco en un tiempo no muy lejano. Rhep protegía su corpachón con armadura de cuero y esbozaba una fatua sonrisa. Elaith se imaginó que juntos debían de parecer una catapulta y un estilete. Sin duda, el humano era tan necio que se tenía por la mejor arma de ambas.
—Puedes comprarte un puesto en la caravana, elfo, pero los guardias están a mi cargo —gruñó el hombre, cuyo dominio del lenguaje dejaba mucho que desear.
—Ya veo. ¿Desde cuándo Ilzimmer contrata a jinetes de águila? —inquirió Elaith con una leve sonrisa.
—Yo trabajo para Gundwynd —ladró Rhep, señalando con la cabeza a un hombrecillo de barba gris que se afanaba de un lado a otro para asegurar la carga.
Mentía, y Elaith lo sabía. Rhep era un soldado a sueldo del clan Ilzimmer, aunque tanto él mismo como los lores de esa casa noble hacían lo posible por ocultarlo. Si se sabía, a alguien se le podría ocurrir investigar por qué una familia dedicada al comercio de piedras preciosas necesitaba un ejército de mercenarios.
—Trabajo para lord Gundwynd —repitió el hombretón—, y tú también mientras viajes con la caravana. ¡Qué vergüenza que Gundwynd haya caído tan bajo como para aceptar basura como tú!
Garelith dio un paso al frente. Sus ojos verdes echaban chispas por el insulto.
—¡Vigila lo que dices, humano! Estás hablando con quien fuera capitán de la guardia del rey.
—En ese caso, hace mucho tiempo que se quedó sin trabajo, ¿no? —se burló Rhep—. ¿El rey murió asesinado cuando tú estabas de guardia, Craulnober?
—Eso hubiese sido bastante complicado. —Elaith se negó a dejarse provocar por aquel zopenco—. El rey Zaor murió hace menos de cincuenta años, y para entonces, yo ya me había establecido en Aguas Profundas. Calculo que más o menos en esa época fue cuando tus antepasados empezaron a tener relación carnal con goblins.
El rostro del humano adquirió un oscuro y apagado tinte rojo de rabia, liberó la maza que le pendía del cinto e hizo el gesto de alzarla para atacar.
Elaith se agachó para esquivar la embestida y pasó inmediatamente a la ofensiva con sendas dagas estilizadas en las manos. La punta de una de ellas se posó bajo el mentón del hombre y la de la otra casi tocando el orificio de una oreja.
Rhep miró a los vigilantes de la caravana en busca de apoyo. Aunque los cuatro empuñaban largos y finos cuchillos, sus vigilantes ojos estaban clavados en Rhep, y no, en su atacante.
—¡Cerdos traidores! ¡Muy pronto tendréis lo que merecéis!
—Tal vez deberías explicarte mejor —comentó Elaith en tono afable, aunque nadie confundió esa orden con una sugerencia. Y porque le apetecía, sin más, dio un pequeño giro a la daga y le hizo una muesca diminuta en el lóbulo de la oreja.
Rhep baló como un carnero castrado.
—No quería decir nada —masculló—. Sólo que las malas acciones siempre tienen su castigo; nada más que eso.
Elaith dudaba de si debía tomárselo como un tópico o una evasiva, pero la disputa empezaba a llamar la atención, y él no estaba dispuesto a arriesgar un lugar en la caravana por un despreciable hijo de perra orco. Así pues, bajó las dagas y dio un paso atrás, al mismo tiempo que dirigía al humano una leve e irónica reverencia. Rhep era tan zoquete que ni siquiera pilló el insulto y se alejó pisando fuerte y mascullando imprecaciones.
—Vigilad a ése —aconsejó Elaith a los jinetes de águila en voz baja—. Lo conozco y es de los que traen problemas.
—A mí me ha parecido un bufón, pero confío en vuestro juicio —replicó Garelith—. Vos sabéis mejor que nosotros si alrededor de esa montaña se agrupan los nubarrones y nos avisaríais de una tormenta en ciernes.
Quedaba un último consejo que darles, el más difícil, pero Elaith se sentía obligado a ello.
—Eso no será posible. Os aconsejo que no os dejéis ver en mi compañía.
Los cuatro jinetes se mostraron perplejos.
—¿Por qué? —preguntó uno con ojos color topacio.
—Lo sabréis muy pronto —contestó Elaith con una sonrisa irónica, dirigida en parte contra sí mismo.
Antes de que los jóvenes elfos pudieran insistir, Elaith se dio media vuelta y se alejó. Sus eufóricos halagos le repugnaban. En esos momentos, prefería la compañía de cualquier otro que lo mirara con la habitual y debida mezcla de temor y respeto.
—¡Piedras! —exclamó una voz grave y áspera con tal vehemencia que en su boca esa palabra neutra se convirtió en maldición.
—Un enano —musitó Elaith con voz cansina—. Creo que el día ya no podría empeorar más.
—¿Me estás diciendo en serio que la caravana se dirigirá al oeste volando? —preguntó el enano.
—Con un caballo alado. Siempre te jactas de que no hay nada de cuatro patas que no seas capaz de montar —replicó una persuasiva voz femenina.
Elaith se volvió bruscamente hacia aquella voz familiar y su ceño se intensificó.
La conocía de oídas: Bronwyn, una comerciante con una veta artera de lo más refrescante. Aunque deseaba conocerla personalmente no era ése el momento más oportuno. Y para empeorar aún más las cosas, su compañero de viaje era un enano.
Se trataba de un enano particularmente retacón y cuadrado, con hombros anchos sobre los que le caía una alborotada y espesa melena rizada color caoba y, sobre el pecho, una larga barba bermeja. Se había afeitado la zona del bigote, y sus ojos azules eran tempestuosos. Alrededor del cuello, se había colgado una herradura. El enano jugueteó con ella como si quisiera reivindicar las palabras de Bronwyn acerca de sus habilidades como jinete.
—Soy capaz de montar cualquier cosa de cuatro patas, siempre que esas cuatro patas tengan algo sólido bajo ellas.
Bronwyn alzó la vista al cielo y dirigió una mueca a su compañero.
—Bueno, hoy las nubes parecen muy sólidas.
El enano resopló despectivamente.
—Mira, Ebenezer —dijo la mujer con la voz que uno usa cuando todos los intentos de persuasión han fallado—, tengo que ir a Luna Plateada por negocios. Tú puedes acompañarme o quedarte, como más te plazca.
—¿Quién ha dicho nada de quedarse? —El enano señaló con un rollizo dedo hacia un pegaso aún desenjaezado—. Ése de ahí parece de repuesto. Me he fijado en él enseguida.
Ebenezer fue hacia él sin ninguna prisa, llevando en su rechoncha mano un terrón de azúcar de arce. Bronwyn le observó mientras se alejaba y, al barrer la escena con la mirada, sus ojos se posaron en Elaith. Tras un instante de vacilación, vertió vino de un frasco en dos tazas de madera y le tendió una con un gesto invitador. El elfo se aproximó y aceptó.
—¿Siempre eres tan generosa con los extraños? —fue su saludo.
Bronwyn esbozó una rápida sonrisa, tan afilada como una daga.
—¡Oh!, pero es que te conozco, al menos de oídas. Eres Elaith Craulnober y, por lo que me han contado, posees una porción inusitadamente grande de Aguas Profundas.
—Tras decir esto alzó la taza hacia él.
Elaith aceptó el brindis con regocijo.
—También yo sé quién eres. ¿Me equivoco al suponer que vas a viajar con la caravana?
—Un último viaje a Luna Plateada antes del invierno.
Bronwyn apuntó con la taza hacia un hombrecillo con barba de chivo y un semblante pálido y consumido.
—Ése es Mizzen Doar…, o al menos lo que queda de él. Se le ve bastante desmejorado, ¿no crees? Ha asistido a todas las celebraciones del festival de la cosecha, o eso me han dicho. A juzgar por su aspecto, un clan de kobolds desmandados es mejor para la salud que las fiestas organizadas por la nobleza.
El comentario de la mujer arrancó una irónica sonrisa al elfo. Ya le habían dicho que Bronwyn poseía una manera de ser cálida y franca, y que tenía la virtud de conseguir que su interlocutor se sintiera a sus anchas con ella. Tampoco él era inmune a su particular encanto. No obstante, no acababa de fiarse.
—¿Lo conoces? —preguntó.
—Sólo lo imprescindible. Comercia con cristales y piedras semipreciosas.
—No es él el único —la pinchó—. No es preciso aventurarse hasta Luna Plateada.
—Cierto, pero no hay ninguno que ofrezca la misma variedad que Mizzen. —Bronwyn echó una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie podría oírla antes de declarar secamente—: En esta ciudad las apariencias cuentan. Incluso en épocas de vacas flacas, nadie quiere renunciar a sus joyas, por lo que conservan sus baratijas, pero van vendiendo las piedras una a una…
—… y las sustituyen por simples cristales —acabó Elaith la frase por ella.
Bronwyn se limitó a encogerse de hombros, como si ese tema le pareciera demasiado desagradable como para hablar sobre ello de manera tan directa. El elfo la comprendió y vio, asimismo, todo el beneficio que la mujer podía sacar, especialmente tratándose de alguien que había empezado en los negocios creando falsificaciones de monedas y joyas.
Sin embargo, de forma inevitable, se preguntó si Bronwyn tendría otros objetivos.
Esperaba que no fuesen demasiado similares a los suyos, pues, a su manera, ella le gustaba. Elaith confiaba sinceramente en que podría atender sus negocios sin necesidad de matarla.
—¡Piedras! —bramó el enano—. ¡Me dan ganas de morderte yo también, especie de engendro alado patilargo!
El elfo echó un vistazo al autor de tales gritos. Ebenezer agitaba una mano y fulminaba con la mirada al pegaso con el que había intentado congraciarse. El corcel alado masticó el azúcar y luego soltó un delicado relincho, que sonó sospechosamente como una carcajada.
Elaith cambió un poco de idea: seguía esperando que Bronwyn finalizara el viaje ilesa, pero, no obstante, le encantaría tener la oportunidad de reducir la población enana de Aguas Profundas al menos en un individuo.
—Diría que tu… compañero de viaje acaba de dar con la horma de su zapato.
Bronwyn soltó una alegre carcajada.
—Tienes más razón de la que te imaginas. Esos dos serán los mejores amigos del mundo en menos de una hora. Cuanto más arisco es un caballo, más se encariña Ebenezer con él.
—Una arriesgada costumbre —reflexionó el elfo no sin placer—. Uno tiene que ser capaz de confiar en su montura en cualquier circunstancia. Los pegasos vuelan muy alto y son muy asustadizos.
La sonrisa de Bronwyn no vaciló, aunque sus ojos ya no brillaban con calidez.
—Ninguno de mis amigos va a caerse y, si eso pasara, allí estaría yo para cogerlo.
Las miradas de ambos se quedaron prendidas por un instante; Bronwyn lanzó un silencioso desafío que el elfo aceptó. Elaith Craulnober fue el primero en romper el contacto al mismo tiempo que hacía el pequeño y sutil ademán que los elfos utilizaban en cualquier situación: era un gesto orgulloso, pero a la vez elegante, que en parte era una disculpa y en parte conciencia de un enfrentamiento evitado.
—D’rienne —replicó Bronwyn suavemente en élfico.
Ésa era la tradicional palabra elfa con la que se aceptaba un potencial peligro evitado.
Antes de que el perplejo elfo pudiera responder, Bronwyn dio media vuelta y se encaminó con paso tranquilo hacia su amigo enano.
El primer pensamiento de Elaith fue de disgusto por haber caído, involuntariamente, en viejos patrones de conducta. Seguramente el encuentro con los jinetes de águila le había afectado más de lo que había creído. Además, teniendo en cuenta cuál era el verdadero objetivo de su viaje, la exhibición de conocimientos de Bronwyn le causaba inquietud. ¿Era posible que la mujer estuviera enterada de la existencia de la gema elfa y le estuviera avisando sinceramente de que ambos iban detrás del mismo botín?
En ese caso, algunos lo considerarían un gesto digno de un aventurero elfo. Era evidente que Bronwyn había estudiado las culturas de los objetos con los que comerciaba. Elaith observó que la mujer se comportaba con total tranquilidad mientras acariciaba al pegaso y asentía irónicamente a las pestes que echaba Ebenezer.
No le faltaba valor ni estilo. Sería una lástima tener que matarla. Elaith alzó la taza de madera hacia ella en silencioso saludo y, probablemente, en gesto de despedida.
Cuando Arilyn y Danilo abandonaron la residencia Eltorchul, el aguacero había cesado. La verja se abrió por sí sola. Ambos se apresuraron a salir a la calle e instintivamente evitaron pasar por la acera ennegrecida, mostrando el mismo cauto respeto que induce a quienes se pasean por un cementerio a no pisar las tumbas.
—¿Es cierto que estudiaste con los magos Eltorchul? ¿Cómo pudiste soportar pasar un tiempo en aquella casa? —quiso saber Arilyn.
Dan se encogió de hombros y torció por una calle lateral.
—Lord Eltorchul no está tan mal. Se toma muy en serio el arte de la magia y es un buen maestro. Y a Oth apenas lo veía, pues estaba demasiado ocupado en sus propias investigaciones.
Arilyn asintió con aire ausente, apenas escuchándolo. Notaba en todo el cuerpo un débil hormigueo de advertencia. Tocó con los dedos la hoja de luna envainada y se concentró en el aviso mágico.
—Nos siguen —anunció lacónicamente.
Danilo aventuró una mirada atrás. El súbito aguacero había vaciado las calles, y en la estrecha calleja, detrás de ellos, no había nadie. El agua había formado charcos tan amplios sobre las grandes losas del pavimento que era imposible transitar sin mojarse.
Las únicas huellas húmedas eran las suyas. El sol empezaba a abrirse paso entre las nubes. Lo tenían casi en la vertical, por lo que no había sombras en las que los posibles enemigos pudieran ocultarse. El joven echó la cabeza hacia atrás y escrutó los tejados.
—No veo nada… todavía.
Sin dejar de caminar, metió una mano en la bolsa de hechizos e invocó rápidamente un encantamiento que revelaría cualquier tipo de magia presente. La luz azul del encantamiento se posó sobre su bolsa de hechizos, sobre la espada cantora que había adquirido hacía poco y sobre la hoja de luna de Arilyn. No actuaban otros sortilegios; nadie los seguía envuelto en un manto de invisibilidad.
A medida que la luz del encantamiento revelador de magia se iba apagando, la luz de advertencia de la hoja de luna fue ganando en intensidad, hasta brillar con fuerza.
—Nos siguen —repitió Arilyn sin dar su brazo a torcer y se llevó una mano a la empuñadura del arma, preparándose para combatir contra un enemigo aún invisible.
Las losas bajo sus pies se estremecieron. Arilyn echó rápidamente la vista atrás cuando parte del pavimento de la calle estalló en mil pedazos.
Una gran cabeza de reptil emergió por el agujero, y una enorme mano garruda trató de coger una de las botas de la semielfa.
Con un ligero movimiento, Arilyn se apartó de un salto y desenvainó la hoja de luna. Mientras la espada abandonaba su vaina con un siseo, el tren se agarró al saliente de piedra y salió del agujero con un salto rápido y ágil. A continuación, desenvainó del cinto un cuchillo de hoja curva y resistente, así como una intrincada guarda diseñada para atrapar y quebrar espadas.
Arilyn no podía concebir mejor arma para un tren. Si extendía uno de sus largos brazos por encima de la espada trabada o rota del rival, le resultaría muy fácil desgarrar la garganta del enemigo con las zarpas. Era una variante de un truco de asesino: concentrar la atención en una amenaza y eliminar al rival con otra.
En resumen, no era el tipo de lucha para el que Danilo estaba preparado. La semielfa echó un vistazo atrás. Dan ya había desenvainado la espada y se disponía a intervenir en la lucha.
—Retírate. Ésta es mi lucha —le dijo la semielfa. En vista de que el joven dudaba, añadió a modo de explicación—: La calle es demasiado estrecha.
Tras un momento de vacilación, Danilo se retiró para dejarle espacio para maniobrar.
Los dispares asesinos dieron vueltas uno alrededor del otro con las armas prestas.
El cuchillo del tren apenas era más grande que una daga, pero tenía los brazos tan largos que su campo de acción era casi como el de Arilyn con su espada. La semielfa puso a prueba al tren con una rápida estocada, que se estrelló contra la guarda curva del cuchillo. Sin destrabarla, el tren giró con ímpetu a un lado, arrastrando la espada con su tremenda fuerza.
El metal élfico lanzó un chillido de protesta cuando la guarda de hierro recorrió la hoja en toda su longitud; luego, la bloqueó, y finalmente, le imprimió un brutal giro.
Una hoja de menos calidad se habría hecho pedazos. Arilyn arremetió contra el tren girando e inclinándose hacia delante para disminuir la presión sobre la hoja de luna.
El tren impulsó hacia arriba la mano libre, acabada en ganchudas garras, apuntando a la garganta de la semielfa. Arilyn logró liberar su espada, pero estaba demasiado cerca para detener el zarpazo. Así pues, le propinó un tremendo codazo que golpeó la enorme muñeca del tren y la lanzó hacia arriba al mismo tiempo que ella se agachaba.
Aunque el zarpazo no le dio en la garganta, las garras se enredaron en la melena de la semielfa. Su cabeza experimentó una brusca sacudida hacia un lado, y un candente dolor estalló en su cuero cabelludo. Rápidamente, reculó. De las garras del tren colgaban largos rizos de su pelo a modo de serpentinas. La bestia ya se preparaba para descargar otro golpe.
En esa ocasión, Arilyn sí pudo protegerse con la espada. La hoja de luna abrió un profundo y largo tajo en el escamoso pellejo del antebrazo. Sin detenerse, Arilyn cambió la dirección de la espada y efectuó un barrido bajo dirigido al ligamento de la corva del adversario.
El tren detuvo el golpe con el cuchillo y volvió a atrapar la espada de la semielfa en la guarda curva. Inmediatamente, impulsó un enorme pie, asimismo acabado en garras, hacia las armas trabadas, con la evidente intención de apartar de un puntapié la espada elfa.
Pero Arilyn giró la hoja hacia fuera, de modo que el filo recibiera el pie del tren.
El asesino no pudo frenar a tiempo el impulso que llevaba y lanzó un rugido de rabia y angustia cuando el aguzado filo se le hundió profundamente. La espada elfa fue impulsada hacia arriba con fuerza, atravesó la gruesa capa de escamas y cortó hueso.
Sobre los adoquines, cayó un dedo del pie.
El tren volvió de nuevo a dar vueltas alrededor de la rival, aunque cojeaba y emitía sibilantes jadeos de rabia. Arilyn giraba con él con la espada en guardia.
Sospechaba cuál sería su próxima táctica. Y no se equivocó. El tren maniobró hasta que Arilyn quedó de espaldas al orificio en el suelo, metió la cabeza como un toro que se dispone a atacar y se abalanzó sobre ella con los enormes brazos extendidos en un mortal abrazo.
Arilyn lo esquivó saltando a un lado y giró sobre el pie exterior. La espada se deslizó a lo largo del espinazo del tren y le abrió un largo y profundo tajo. A continuación, alzó y retrasó el acero, y lo hundió entre las costillas de la bestia.
Sosteniendo la espada con ambas manos, plantó con fuerza los pies, dispuesta a mantener la posición, pues le iba la vida. El fuerte tirón del peso del tren al caer estuvo a punto de arrancarle de cuajo los brazos, y se tambaleó hacia atrás cuando el cuerpo de la bestia, por fin, se perdió en el agujero, liberándola súbitamente del peso.
Cayó trastabillando en brazos de Danilo. Entonces, se dio cuenta de que Dan la tenía cogida por el cinturón; probablemente, la había agarrado en el momento en que había clavado la espada en el tren.
—No deberías interferir durante la batalla —le recordó—. ¿Qué habría pasado si las cosas hubieran salido de otro modo y te hubiera arrastrado conmigo hacia abajo?
—Pues que me habría ahorrado la molestia de saltar después de ti.
Arilyn se lo agradeció con una inclinación de cabeza e inmediatamente miró hacia el agujero.
—No podemos quedarnos aquí. Escucha. Los otros no tardarán en acabárselo.
—¿Acabárselo? —Su rostro adoptó una expresión afligida al caer en la cuenta de qué significaba eso—. ¿No me dirás que esas criaturas se comen entre ellas? —preguntó de manera innecesaria, pues los ruidos que brotaban del túnel eran evidentes.
—Es el precio del fracaso —comentó al mismo tiempo que empezaba a alejarse al trote—. Calculo que abajo debe haber como mínimo cinco o seis. Ahora se ha convertido en un asunto de pundonor, si es que puede hablarse de pundonor tratándose de los tren.
Danilo se le unió.
—¡A eso lo llamo yo una buena motivación! Además, no hay que desdeñar el efecto vigorizador de una buena comida.
Arilyn lo miró incrédulamente, aunque su humor macabro tenía su lógica.
—Pues sí, lo admito.
Corrieron hasta llegar a una avenida ancha y concurrida. Danilo paró un carruaje y prometió al conductor halfling el doble de la tarifa si los llevaba hasta el distrito norte rápidamente. El halfling se lo tomó de forma tan literal que fue sonoramente increpado por algunos paseantes.
Arilyn se relajó en el cómodo asiento, sintiéndose segura, pues el carruaje sería más veloz que cualquier tren que tratara de perseguirlos.
En ese caso, ¿por qué tenía la intensa convicción de que Danilo y ella no estaban solos?